Historia de una cofradía, unos frailes y unos iconos volátiles






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SEGUNDA PARTE
17

Yo no sé si dios existe, pero si existe,

sé que mi duda no le va molestar

Mario Benedetti
El padre Antonio Jaramillo –pese a sus dudas agónicas: existe, no existe Aquél; pese a su despecho por las verificaciones de las inconsecuencias de sus pares, a su desacuerdo con lo absurdo del celibato -contra natura dice para sí, y se lo ha dicho, sin reparos, a los más cercanos-, y cuyas derivaciones son: la ruptura de la promesa, los neuróticos goces solitarios seguidos de sentimientos de culpa y arrepentimientos, la seducción a incautas feligresas, la violación a púberes e impúberes de los dos sexos, la amargura de algunas monjas, mujeres secas por dentro ácidas por fuera- asume su sacerdocio con una alta dosis de humilde lealtad. No es lealtad a la jerarquía, jamás podría serlo conociendo, como conoce, los entretelones tenebrosos de obispos y cardenales. Ni siquiera a la Iglesia, obra de Cristo deformada y convertida en derroche de exhibiciones materiales de lujo y miedo. Lealtad al mensaje. Cree en el amor y en el perdón como los pilares de su vida cristiana. Cristiana aun sin Dios, o con Él o a pesar de Él. Por eso, en sus oraciones, que no sabe dirigidas a quién, implora por la conversión moral del cura Ribadeneira, porque renuncie a sus afanes crematísticos, porque recobre –si alguna vez poseyó- la verdadera fe. Y, además, le otorga su perdón por todos los atropellos contra la Iglesia, contra los pobres a los que humilla, contra los indios a quienes desprecia, y por los hurtos que siguen mutilando, pese a sus cuidados, el patrimonio cultural de la Orden. Lo hace como si ofreciera un sacrificio. Le otorga el perdón al coronel Sandoval, aunque no deja de repugnarle la evidente dosis de sadismo que se le conoció al militar en el ejercicio de su condición de asesor – torturador en la dictadura fenecida. A doña Encarna, cuyo endeble cristianismo le hizo privilegiar su seguridad familiar frente a la solidaridad demandada. Y aunque no abandona su sentido del humor, su afición por los vinos que le estimulan, aun por las escapadas a echar canas al aire de cuando en cuando, se le notan momentos sombríos, gestos de un dolor que se torna visible. Dolor que viene también de la verificación de que aquel oficial que le interrogó ad portas del fin de la dictadura, tenía razón: hay curas, curas de distintas órdenes, que fueron informantes de la dictadura. El secreto de confesión se fue al carajo cuando revelaron cosas dichas por madres, hermanas, esposas y novias sobre sus parejas. Y se pregunta: ¿Voy, entonces, a perdonar a Ribadeneira que fue, obviamente, el primer soplón al servicio de la inteligencia militar?

Decide, entonces, que la manera de despejarse es en su mejor espacio. Va al rectorado donde le esperan problemas. Pero son de aquéllos que le permiten pensar, escuchar, buscar soluciones, hablar. Lo más importante: sonreír.
Montesdeoca ha vuelto. Flaco y barbado, nada, virtualmente, en el mismo traje gris con que partió hacia Europa; golpeado y cansado por los años de auto exilio, alejado de una persecución que, de culminar en su apresamiento, podía conducirle a una muerte casi segura. Algo jorobado en sus cuarenta y cinco -sólo los ojos, aun medio hundidos, conservan un brillo joven- camina por las calles estrechas de la vieja ciudad. Se dirige al colegio, dudando si encontrará el espacio dejado, a su disposición. La Universidad está esperando su reorganización. Y los maestros despedidos por la dictadura van a demandar la sanción merecida a los que se quedaron, los colaboradores indisimulados de la satrapía castrense. Ya han preparado una “placa de la infamia”, en la que constan los nombres de los esquiroles, de los obsecuentes servidores de un proyecto fascista desvergonzado y estúpido -como explicó a los otros, los de la diáspora chilena, huidos también de las garras sangrientas del tirano- lista encabezada por el rector que la dictadura impusiera.

Llega a la plaza y antes de entrar al colegio, contempla como reconociéndolos, a los viejos edificios, al portal, a los menudos negocios de las cajoneras. Y cuando se solaza con las cosas que tanto ama, dirige la mirada al fondo: una joven mujer, desgreñada y sucia, vistiendo –es un decir- una raída cotona gris, única prenda sobre su piel, sentada apoya su espalda en el muro contiguo a la puerta del plantel, las piernas levantadas, exhibiendo un sexo infantil al que lo hurga, tras lo cual y mientras mira –igual es un decir- a lado y lado, se lleva el dedo a la boca mientras sonríe. Turistas pasan a su lado y, cosa extraña, advierte Montesdecoa, miran la escena como si fuese una rutina, un hecho de la cotidianeidad. Y advierte que en cosas como ésta no pensó cuando añoró a la patria, a la ciudad y su circunstancia.

Sube trabajosamente las escaleras de piedra del viejo edificio. Hace pausas que le permiten evocaciones –ya gratas ya dolorosas- y llega, sin previo aviso, a sorprender con su llegada al padre Antonio. Le recibe con un cálido abrazo, al tiempo que le increpa no haberle comunicado de antemano su llegada.

-Acomódate y cuéntame. Cuatro años han pasado, pero ya sabes -le comenta- como dice el viejo tango “que veinte años no es nada”. -Claudio sonríe con expresión cansada.

-Fueron eternos, dice. Y pese a la libertad de movimiento en la vieja Europa, ésa que vos tanto conoces, me sentí en una suerte de libertad encarcelada.

-¿En Europa? –Interroga, como incrédulo, el padre Antonio.

-Pues sí. Y ahí entendí que el oxímoron de Quevedo es perfectamente comprensible. Sí, libertad encarcelada porque no tienes autonomía ni solvencia económica. –hace un paréntesis y añade- Verás, Antonio, creo que estás imaginando la Europa que conociste. Los medios en que te moviste no fueron los míos. Los tuyos eran los del estudio tranquilo y subvencionado. Lo mío fue otra cosa. Fue soportar a unos europeos, no todos por supuesto, que están retomando un racismo medio oculto medio desembozado. Sudacas, nos llaman en España despectivamente. Lo hacen sintiéndose de pronto más europeos que los anglosajones, apenas despertaron de la pesadilla franquista. Creo que hasta empiezan a odiar su mezcla morisca. Allá también hay chullas romero y flores, mestizos con complejos mal superados. Libertad encarcelada, en fin, porque tu cabeza y tu corazón están allá, al otro lado del charco, en la aldea sometida, en los compañeros perseguidos, en la casa, la mujer, el guagua, los padres viejos y enfermos. Esta huevada de Patria es eso, huevada. Pero la eché de menos hasta el llanto.

-Echaste de menos a la Maga, al guagua, a los alumnos, a los amigos, los hermanos y los compañeros. A tus luchas, a tus utopías, incluso a las callejas y los cafetines de la vieja ciudad –le responde el padre Antonio- Esa es la Patria que cada uno tenemos.

-La Maga –comenta Montesdeoca con un rictus de triste derrota- No sé si te enteraste. Se cansó de esperar. No la reprocho. Me reprocho a mí mismo por haberme forjado una imagen demasiado ideal sobre la compañera de mi vida. Creí que sería “hasta que la muerte nos separe”, como nos dijiste en la ceremonia matrimonial, ésa que no sé por qué mismo acepté. –se incorpora, espía por la ventana hacia la vieja calle, suspira como recordando- Se consiguió pareja. Tuvo la valentía, y la honestidad, de contarme estando yo aún en Roma. Me sigue doliendo todavía después de seis meses de enterado. Veré si me calaron los mensajes civilizados de los compañeros que casi me conminaron a mantener una relación cordial con mi casada infiel. Qué va! –rectifica- digo por joder. Nada de casada infiel. Tenía derecho. También yo me entretuve allá con una que otra chiquilla. Libres son muchas de ellas y no siempre están en pos de eternizar relaciones. -Hace una pausa como recordando aventuras pasajeras. -Jamás pensé en terminar la relación con Magdalena. Manejé esa seudo teoría de que el hombre necesita sexo con más urgencia que la mujer. Olvidé mis propias convicciones –no sé si en rigor fueron convicciones- sobre el derecho legítimo de las mujeres a la igualdad. De todos modos, me siento medio derrotado.

-Un castel chandon –sugiere el padre Antonio- y despabílate.

Beben lentamente, saboreando el vino de las ocasiones especiales, en un silencio largo que el padre Antonio no sabe como romper, frente al drama que vive el amigo del alma.

-Vas a volver a la Universidad. Lo harán todos los profesores que fueron despedidos y perseguidos por la dictadura –le dice, en un afán de buscar optimismos neutralizadores. Y Montesdeoca:

-Sí, me lo han comunicado. Estoy preparándome para volver y reiniciar las clases con la consabida frase “como decíamos ayer”, para dármelas de Unamuno, o Fray Luis de León. La verdad, no recuerdo de quien mismo fue la frase famosa.

-Del segundo –le responde el sacerdote- lo dijo al regresar tras tres años de prisión, perseguido por la Inquisición, esa invención dominica. Fue en la Universidad de Salamanca.

Pregunta, entonces, por los demás:

-Qué pasó con Alexis, el biblioteca ambulante.

Luego de un breve silencio, el padre Antonio:

-Lo mataron. En el penal pescó una pulmonía, tras baños de agua fría en las noches. No le dieron atención médica.

-¿Habrá castigo para los asesinos? –inquiere Montesdeoca y sin esperar respuesta añade: -¿y el doctor Manolo?

-Sigue en sus andanzas -dice el Padre Antonio- deschavetado por alcanzar el sacerdocio. Supe que Ribadeneira le anda ofreciendo el rectorado del colegio. No sé qué planes tienen. Sólo intuyo que conspiran.

-Y el Giovanni?

-Más gordo, más remolón, más chumado, pero no por eso menos hábil para arreglar aparatos, o lo que se le presente. En cuanto a los compañeros profesores del colegio, y que se sumaron a las críticas contra la gente de izquierda durante la dictadura, te cuento que ahora andan pregonando unas acciones contra los tiranos, acciones que nunca se les conoció, ni siquiera de oídas.

-¿Todos? -pregunta Montesdeoca.

-No, claro que no. Estuvieron firmes, como siempre, los que vos conoces. Ellos, tus fraternos, jamás me defraudaron. Y, claro, cayeron presos casi todos. Con el derrocamiento de la dictadura, fueron los primeros a quienes reincorporé.

Montesdeoca siente como una ráfaga de aire fresco y sonríe. Se le distienden las arrugas del ceño y bebe, con fruición, un trago más.

-Tengo ya tres días en Quito y no me atrevo a ver a Magdalena y al Amaru, pese a que me muero de ganas de hacerlo.

-Qué te detiene?

-Tengo un miedo cerval de que mi hijo no me reconozca. No sé si, para mi pesar, aceptó otro padre. El miedo es también de no saber cómo me enfrente, cara a cara, a Magdalena

-Pues revístete de valor y anda. Has soportado persecución y exilio. Ahora, pon fuerzas para aceptar la realidad y disponte a rehacer tu vida. El lunes te reintegras al colegio. Aquí no habrá “como decíamos ayer”, pues son guambras nuevos a los que no conoces. Te va a ir bien, de todos modos vienes con aires renovados. Supongo que aún soplan por allá los vientos del mayo 68. Te invito a almorzar. Y súbitamente, siente que el diálogo con el recién llegado le devuelve un poco el sentido de la vida, a pesar del convento, de Ribadeneira, del coronel Sandoval, de doña Encarna y sus miserias humanas. Le cuenta a Montesdeoca que la Consuelo abortó.

-No cejaré en el empeño –le dice- pero, hasta tanto, sigo siendo, pues, padre “falseta”.

-Lo importante, al momento –dice Montesdeoca- es que eres amigo. Lo digo consciente de que en ello va una buena dosis de egoísmo. -Y tras una pausa, añade- Va a embarazarse de nuevo. Estás joven aún. No creo que seas un semental, pero estás a tiempo. Los dos lo están.

El padre Antonio sonríe y vuelve a llenar las copas de vino.

-Una nota refrescante, Claudio: llegó al convento, tras algún tiempo de ausencia, el padre Sebastián Cordero. No lo conoces, pero vas a encontrar de nuevo un ser humano transparente, bueno y fanático en el estudio de las ciencias exactas. Vas a conocerlo. Y van a hacer buena amistad. No es muy afecto a los temas políticos, pero es sensible a los dolores de la gente. Y eso es bastante.

18
La Comunidad está de duelo. ¿Cómo aconteció que, sin antecedente explicable, con una salud de roble, el padre Esteban Cordero, a pocos meses de llegado, apareciera muerto, sentado en su sillón, en el que solía concentrarse en sus lecturas científicas? Porque, sin abandonar su fe, fue siempre un enamorado de la investigación científica, de las tesis positivistas en la búsqueda del conocimiento. Devoraba libros de física pura, de astronomía, lo mismo que de ciencia ficción. Ahora, pálido el rostro y sin maquillaje alguno, yace en el féretro sin que alguien pueda explicar la causa de un deceso tan inesperado, tan absurdo. ¿Autopsia? Ni soñarlo. Se trata de un miembro de la Comunidad y nadie habrá de pretender encontrar motivos extraños de un óbito que, dicen los frailes, obedeció a causa natural. Fue, por lo demás, como siempre en las partidas a la Eternidad, trátese de frailes o de seglares, fruto del llamado de Dios. Puesto que nada, ni la hoja de un árbol, se mueve sin su voluntad.
En las honras fúnebres desfilan los diez frailes cabizbajos, presididos por Ribadeneira. Se encaminan al Altar Mayor, se ubican cinco a cada lado, mientras el sacerdote más anciano dice la misa que incluye cánticos gregorianos, cantos a capella que, según los frailes, reproducen “los sordos retumbos del sepulcro”. El padre Antonio siente que la música, misteriosa y sombría, no corresponde a la vida alegre, sencilla, humilde, llena de actos de bondad que fueron la tónica del compañero que ha descarnado, que ha partido para siempre. Pero, por sobre todo, y en medio del dolor, está indignado, aunque sabe que nada puede hacerse en pos de conocer la verdad sobre una muerte inexplicable e injusta y en la cual no habrá tenido que ver Aquél, si Aquél existe.

Ribadeneira escudriña, al disimulo, los gestos del padre Antonio. Advierte que él no comparte la serena y tranquila aceptación del destino que le ha estado deparado al padre Cordero, aceptación que parecen compartir, ellos sí, los demás sacerdotes. No hay llantos ni expresiones de pesar que no sean de los pocos familiares del muerto. Ellos, acongojados de veras al tiempo que turbados y reacios a aceptar la realidad dramática. A la madre, a los hermanos se acerca el padre Antonio a abrazarles sin palabras.

Y ahora, desciende el féretro a las catacumbas de la iglesia, reservadas sus tumbas para los religiosos y para las exclusivas familias de la muy noble y muy leal ciudad de San Francisco de Quito. El padre Antonio recuerda, con dolor y espanto, esa sentencia volteriana referida a los curas, que hoy se ve tan real. Y tan cruel: “Entran a la Orden sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse”.
El padre Jaramillo ha callado. No encuentra espacio ni momento adecuado para expresar su dolor y su indignación. Prefirió recluirse más de un día entero en su celda. Allí permanece, advertidos todos de no importunarle. Se entrega, a intervalos, a la lectura y a la meditación. Envía una vez más sus plegarias en las que se hermanan la angustiosa duda existencial y el dolor por la partida del compañero a quien quiso y respetó. Esta vez, llora. Lo hace sin contener, como solía, el llanto que ahora fluye descargando el pesar y otorgando un reposo, una inefable sensación de paz y de sosiego. Ahora, le vence un sueño profundo, sin imágenes, como una muerte pasajera. Despierta, sin embargo, al poco rato. Recorre, entonces, meticulosamente los episodios de la vida del padre Cordero. Rebusca, inútilmente, cosas que pudo haber dicho o hecho, como para desatar el afán inconfesable de quienes, sin duda, fraguaron poner punto final a una vida edificante y digna. ¿Supo Cordero de las andanzas de aquel fraile desaprensivo que viajaba a Europa con el veneno de la droga, y al que protegieron invocando el “espíritu de cuerpo”, en una monstruosa deformación de la fraternidad? Fraile que, por lo demás, también de modo misterioso, cruzó la puerta al otro lado, para nunca jamás. Si tal ocurrió, si conoció cómplices y encubridores, pudo haber sido eso la causa de la sentencia de muerte. Todo es sombrío, todo cobra dimensiones macabras. Y en medio de ello, el padre Antonio torna a pensar en aquel axioma teológico de la omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia del Creador. ¿No es que nada, ni la hoja de un árbol se mueve sin la voluntad de Dios, según proclaman a diario los ministros de ese dios? Y si es así, ¿por qué este absurdo de un hombre inocente y bueno sacrificado cuando prometía tanto su vida aún joven y fecunda? Todo lo cual reafirma su agnosticismo, fortalece su rechazo a los dogmas, a las invenciones teológicas orientadas al sometimiento espiritual y a la alienación de los fieles, a la manipulación de sus cerebros lavados. ¿Qué hago, entonces, en este nido de víboras? se pregunta. Y de pronto le acude a la mente la imagen de los poquísimos, en la comunidad, que conservan una suerte de pureza de alma. Y el recuerdo de esa lejana reflexión de Montesdeoca de dar batalla al interior, si se ha de ser consecuente con una ética insobornable.
Se incorpora y decide que ha de salir a la plaza a respirar mejor. Allí está la otra vida, la cuotidiana y simple, la de la brega diaria. La de los personajes que la Historia oficial olvida. O sepulta en el anonimato. También la de los seres subterráneos que afloran a la superficie para sorprender con sus extravagancias, con su humor negro y sus dolores. Está el charlatán que vende manteca de culebra, uña de la gran bestia y más menjurjes que lo curan todo. En un rincón de la plaza rodean en estrecho círculo al vendedor del “vino rejuvenecedor”, quien, para mostrar las excelencias de su producto, hace beber un largo sorbo a la señora aquella, gorda, rosada y que tras la ingesta exclama: ‘¡me siento mujer!’ con una voz ronca, estentórea, que convoca de inmediato a la compra de las botellas hasta que no quede una sola. Están las cajoneras, esas mujeres de encanto –viejas casi todas- que, alineadas a lo largo del portal próximo al convento y sentadas en antiguas y bajitas sillas de madera rústica, exhiben botones, encajes, agujas de todos los tamaños, hilos de todos los colores, elásticos, broches, pañuelos y calcetines de pacotilla, binchas y todo aquello que el ama de casa y la costurera de cuento –esa tímida y solterona, casamentera eterna- requieren para sus quehaceres y sus sueños. Camina el padre Antonio por el portal, de punta a punta, reflexionando que nunca en sus recorridos diarios se percató de la humilde poesía que cada ínfimo comercio alberga. Poesía que hoy descubre en los colores de las chucherías, en las miradas hondas de las ancianas. Sus vidas, monótonas y todo, sencillas le han convocado a un paseo extraño sin otro propósito que despejar la mente y el alma. Va por ahí la “pan con cura”, aquella loca que vende el pan nuestro de cada día, calentito y oloroso, en sendos canastos enormes en sus brazos, voceando el producto a todo pecho, y cuyo apodo le viene de su beatería, oidora diaria de misas en las iglesias de su vecindad y castigadora implacable –con gritos, amenazas y estigmatizaciones- a los estudiantes que, junto a los portones de las iglesias gritan consignas contra las dictaduras, contra los atropellos del poder, contra el imperio.

En un extremo, el ciego de gafas oscuras, tocando en su acordeón esa música que la gente del pueblo dice alegre: pasillos, danzantes, yaravíes desgarradores.

Más allá, instalado en los adoquines de la plaza, está el Bruno, poeta callejero que recita sus versos irreverentes. Le escucha el pueblo pobre –populacho le dicen los encopetados- que hace ronda a su alrededor y goza con las atrevidas alusiones a los ricos, saetas a los señorones de la banca, del comercio y de la industria, a las autoridades municipales, a los burócratas de cuello almidonado y malos modos, a las beatas, a los propios curas. A ese público se suma el padre Antonio. Se acerca, anónimo, medio tímido y pone atención a la poesía pura, descarnada, ésa ajena al oficialismo de las presentaciones encajonadas y acartonadas. Más allá de las irreverencias, encuentra profundidades en los versos atrevidos, a menudo cínicos del juglar. Y decide invitarle al colegio. Espera que termine la jornada de poesía insólita, dicha por Bruno, quien viste deshilachados pantalones vaqueros color azul, con enorme agujero en la rodilla, también en el trasero; chompa de la misma tela. Y muestra señales inequívocas de haberse mandado su buena dosis de marihuana. Ríe, a intervalos, entre poema y poema, con una risita exagerada y que no obedece a broma alguna. Los asistentes corean la risa, quizá por contagio, quizá por solidaridad. Tercia en la jornada un saltimbanqui que hace gozar a los espectadores, lo mismo por la agilidad elástica que exhibe que por los atrevimientos de bajarse los pantalones y mostrar el trasero desnudo.

El padre Antonio piensa en el desafío que habrá de ser el espectáculo para sus congéneres pudorosos y para las damas recatadas de la sociedad, aquellas que descargan del alma culpas inconfesables, organizando tés de beneficencia, cuyos fondos se destinan al plato de mazamorra para los menesterosos. Damas entre las que se cuenta doña Encarna. Ríe maliciosamente, sintiendo que ese será su mejor desquite. Pero, sobre todo, les siente a estos seres de la miseria urbana, más humanos. Y más hermanos.

No habrá de ser el mismo espectáculo de hoy –se dice-, no habrá desnudeces ni impudicias, pero pretendo que escuchen la voz del pueblo. Que los muchachos descubran este mundo oculto, ocultado más bien, por los falsos defensores de las “buenas costumbres”.

El poeta acepta el pedido del sacerdote. No habla de paga, aunque sobreentiende que recibirá “lo que buenamente puedan dar”, pero demanda respeto y cero censura.

-Sólo te pido –le dice el padre Antonio- que, por esta ocasión y por razones obvias, suprimas la exhibición de los traseros desnudos y las intimidades descubiertas.

-De acuerdo –dice el Bruno y convienen que la presentación será el viernes en la mañana.

Vuelve el padre Antonio sus pasos al colegio y comparte su audaz propósito con Claudio.

-No exageras la nota? –le pregunta Montesdeoca- ¿No parece una provocación?

-Tranquilo. No va a ocurrir escándalo alguno. Al menos desde las tablas. Si se escandalizan será por la propia mojigatería de los espectadores. –Y tras observarle, como escudriñando sus interiores –Parecería que te dieron valium en Europa –le dice y añade con evidente ironía- estás prudente, moderado y discreto.

Montesdeoca calla, como quien otorga. Pero dice, para sus adentros, que no hay tal, que están incólumes sus ideales revolucionarios.

19

El Bruno, poeta callejero, es dramaturgo, pintor, actor, cantante y bailarín. Terrible y tierno, desenfadado y compasivo. Conocedor profundo de la calle y de la gente simple, la de la vida dura de la cotidianidad, también la subterránea. Amigo de artesanos y obreros, de albañiles, de dependientes de almacén monótonos y aburridos, de oficinistas amargados y tristes o rutinarios y
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