Historia de una cofradía, unos frailes y unos iconos volátiles






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No se ha dicho nada doña Estela. No quiero importunarla y que Dios le bendiga.

“Podía suponerme”, se dice mientras sale acompañado de la propia señora Estela Encarnación hasta el vehículo. Se embarca, hace un gesto de despedida con la mano y ya, de regreso, con las manos vacías.

Doña Estela, mira alejarse al Provincial y pensando en voz alta, dice: “Psh, le conocía rarezas al padre Antonio, pero se pasó de la raya”. Piensa, en todo caso, que hizo bien. “Puedo –reitera- retribuir los favores del Padre Antonio. Pero lo que me pide…. es demasiado”.

13
Montesdeoca, tras veinticuatro horas en vela, duerme su agotamiento en el pequeño cuarto del suburbio. Sí, en efecto, fueron los compañeros quienes le acogieron. El Joaquín, secretario general de la célula en que militan, el sastre que tiene su casa propia en el lejano suburbio –dos cuartos y cocina- no pensó dos veces: “ven a mi casa, le dijo, sólo que tendrás que mudarte cuanto antes, pues también estoy fichado. Irá mi mujer a donde la Magdalena para que sepa que estás a buen recaudo. Ella no es conocida, por lo que no hay riesgo alguno”.

El sueño es pesado. Dura doce horas sin interrupción y ahora despierta sobresaltado. Un tanto perdida la noción del tiempo, se sorprende que sean las ocho de la noche. Cree que ha dormido no más de unas dos horas. Por eso, cuando Joaquín y su mujer le dicen que hay que comer también, después de medio día de sueño reparador, sonríe aún dudando. Come la sopa de fideo, toma la taza de café. Y luego, un cigarrillo. Ahora, a diseñar lo que ha de hacerse.

-No vas a tener más remedio que salir del país, -le dice Joaquín, mientras pespuntea un blandís -sólo que deberás hacerlo por la frontera, hacia Colombia. De ahí a Cuba, o a Europa. Ya hay algunos compañeros que andan por Francia, por Suecia, por Noruega. -Otra vez la preocupación por Magdalena, por el guagua, por la universidad, por el colegio. “Estoy en la calle –se dice- Que ha de cumplir el Antonio, no hay la menor duda. Pero ¿cuánto va a durar esta pesadilla?”

-Me dejaron dormir demasiado, le dice a Joaquín, y ahora no sé qué haré durante la noche entera.

-Lee -le responde- reflexiona, relájate como vos sabes, medita, visualiza tu futuro inmediato. -Y se ensimisma en su oficio, dejando a Montestedeoca a su albedrío.

Vuelve éste a la pequeña habitación y asume, con una suerte de obediencia rigurosa, las sugerencias de Joaquín. Y se descubre reflexionando sobre la naturaleza de la lucha. No sabe si por escapar de la realidad concreta, los peligros, los temores que le acechan desde días atrás, ahora está filosofando: ¿cuál es –se pregunta- el papel en la Historia, el de Lenin Dávila, el traidor? ¿Es, un poco, como en el Evangelio, el mismo que le asignó Jesús a Judas, el Iscariote, a fin de que se cumplan las profecías o leyes de la Historia? Yo no soy Jesús, de modo que su traición, la de Dávila, no es contra mí, es contra la causa, contra el pueblo. ¿Y Jesús, es que en realidad existió, o es ese mito formidable con el cual lo mismo se construye una utopía de amor, de libertad y de justicia, que un monstruo, la iglesia oficial, su jerarquía, esa tenebrosa prelatura de la que me habla el padre Antonio, el Opus Dei? ¿Estos curas de la aristocracia, que fundó el oscuro personaje aliado al fascismo franquista, Escrivá de Balaguer, van a gobernar la iglesia y, con ella, el mundo? ¿Se aliarán con el sionismo, otro engendro de la Historia, destinado a oprimir a los desheredados? Pero, como les dije a los guambras, estamos condenados a la libertad. Y hay que cumplir el papel de ser libres. ¿Condenados? ¿Cumplir el papel? ¿No es contradictorio con el destino libertario? ¡Ah! ¡Basta! Decide, regresando a la vida concreta, enfrentar lo que ahora esa vida le depara. “He de ver cómo quedarán la Maga y el guagua, si tengo que largarme a otros lados. He de hablar con el Antonio”.
Muy bien camuflado y caminando por los atajos protectores, avanza audazmente hasta el colegio. Entra por la iglesia, se sienta en una banca llena de beatas, permanece un largo rato escuchando las prédicas del cura de turno, entrega unas monedas al sacristán que pasa recabándolas y, finalmente, como ostentando su religiosidad, se persigna, se pone de pie y se encamina a su destino.

“No cambio un ápice lo ofrecido, le dijo el padre Antonio. Y si de todos modos vas a tener que exiliarte, la Magdalena tendrá mi protección, igual que el guagua. Que cuente ella también con la Consuelo. Y, como digo en las misas, anda en paz, pero otra vez no cometas la imprudencia de venir. Los pesquisas rondan por aquí día y noche”.

14
El coronel Rafael Sandoval ha regresado de la Península. Lo hace con las manos vacías.

-Te doy, mi estimado Anselmo, una mala noticia. En el aeropuerto de Barajas me requisaron el San Ignacio.

-¿Que hemos perdido al Santo quieres decir? -Pregunta Ribadeneira.

-No precisamente, responde Sandoval. Sino que habrá que gestionar desde el Gobierno su devolución. Tienen que hacerlo, si no ¿dónde queda la franquicia diplomática, pues? Yo iba, como te conté, con pasaporte diplomático, y además con categoría VIP. Que, para que lo sepas, significa very important person, remarca, al tiempo que los dos ríen de la ocurrencia. Sin embargo –continúa- ya adelanté la venta con unos italianos muy interesados. Ellos comprarán. Regatearon un poco, pero al final aceptaron el precio. Sólo que para la devolución desde la Aduana española habrá que hacer un significativo desembolso. Te diré, y tú lo sabes, como viajado que eres, en España son iguales que nosotros en eso de exigir que se les aceite la mano.

Ribadeneira comprende que deberá ceder parte de los catorce mil que acordaron. Sea o no verdad la historia contada por Sandoval, no hay para qué entrar en mayores averiguaciones.

-Tú tienes la palabra, le dice. Haz que no sea demasiado.

-Creo que habrá que ceder unos cuatro mil, concluye Sandoval.

Ribadeneira le comunica que hay una verdadera mina en el Convento.

-De modo, le dice, que el negocio puede continuar. Ahí tienes un buen filón, siempre que veas cómo asegurar que no te molesten allá en Europa. ¿Y cuándo se supone que rescates el santo?

-Es cuestión de dos o tres días, le tranquiliza Sandoval. Tú sabes, las relaciones de nuestro gobierno militar con el gobierno español son muy buenas. Ahí hay fichas que aún quedan del gobierno de Franco, con quien tuvimos excelentes relaciones. Incluso nos están asesorando en seguridad política. Varios investigadores, además de israelíes son españoles, de su policía política. Tú sabes, técnicas para sacar confesiones de los revoltosos, sin que queden huellas visibles en sus cuerpos.

Mientras Ribadeneira llena las copas del cinzano que tanto gusta al coronel, éste reflexiona que no hay cómo cortar tan jugoso negocio. Y que ésta es la única vez que es posible timarle al astuto sacerdote. Ribadeneira piensa: no importa la jugada del coronel. El va a ser, de todos modos, mi intermediario.

Pese a las medidas que tomó el padre Antonio rescatando tantas piezas dispersas por todo lado, varias esculturas, muchas pinturas y algunos libros incunables fueron cuidadosamente “salvados” por Ribadeneira. Los tiene a buen recaudo y bajo la custodia del portero de la puerta trasera del convento.

-Ya sabes, le dijo, si cumples bien con tu deber me tienes a mí para cualquier cosa. Yo no escatimo nada para quien sabe servirme. Te lo he demostrado. Si no, prepara nomás tus trastos para que te mudes a otra parte.

-Ya sabe usted también, pues, padre, yo soy su muchacho, responde con una vileza que Ribadeneira aprecia en lugar de repugnarle.

Por allí, por la puerta trasera, fue que salió el San Ignacio que hoy mora en quién sabe qué museo europeo o en qué colección personal de algún nuevo rico quizá excéntrico. Por ahí habrán de salir, una a una, las piezas que Ribadeneira rescató de las manos desaprensivas del Padre Antonio. “Qué huevón, se dice Ribadeneira, juntos podíamos haber compartido el negocio. Pero, en fin, Dios sabe cómo hace las cosas”.
Tres días han transcurrido desde el último encuentro de Ribadeneira y Sandoval y éste, bien convencido de que hay que cumplir lo prometido, se encamina al convento. Llega, maletín en mano, se hace anunciar y ya está, de nuevo, sonriente, frente a frente a su socio del alma.

-Aquí están, mi querido Anselmo, doce mil contantes y sonantes. Logré que se queden con sólo dos mil en la aduana española.

Un abrazo de por medio, Ribadeneira recibe jubiloso los billetes:

-Claro, mi estimado Rafael, estamos entre caballeros -le dice y le invita a tomar asiento mientras llena las copas del consabido cinzano. Y continúa:

-Es el comienzo de una magnífica sociedad comercial, como ya quedó claro. -Para sus adentros: sí que es borrico el militar. ¿A qué tiempo arregló las cosas? ¿Tan pronto logró la entrega del icono desde la aduana española? ¿Le habían pagado de antemano los veinte mil dólares? Como si no supiera yo lo seguros que son los italianos.

Sandoval, sacándole de su ensimismamiento:

-Te cuento, pasando a otro tema, que el maestro ese, el Montesdeoca, debe haberse esfumado. Se habrá enterado ya de que hay orden de captura para él y todos los subversivos, tras el decreto que ilegaliza los partidos de izquierda. Ojalá puedas averiguar algo de boca de tu colega, el cura Jaramillo, compinche de él.

Ribadeneira le ofrece tenerle al tanto de lo que sepa

-Aunque no te aseguro sacarle nada al Antonio, es muy reservado. Y Sandoval:

-A él también le tenemos puesto el ojo. Vos sabes, con la dictadura no hay vainas. Que no piense que las sotanas le han de proteger. -Ribadeneira le aconseja prudencia. No es bueno, le dice, que se malquisten con la Iglesia. De todos modos, él nos representa. Por lo menos hasta la próxima elección de Provincial.

15
Alexis Pimentel –que es profesor del colonial colegio- funge también de periodista. Es por eso que cuenta con información de primera mano sobre los sucesos políticos de lo cotidiano. Aunque asechado por los pesquisas, medio ocultos medio desembozados, no corre aparente peligro de ser apresado o amenazado. Por el momento, al menos. Así, pudo otorgar alguna información valedera a Montesdeoca y al propio padre Antonio. De ella se valió el maestro para escapar del inminente riesgo de ser apresado. Alexis tiene una virtud adicional, más bien dos. Es solidario y práctico para emprender acciones consecuentes con su solidaridad. Lo evidencia la presteza con que se ha comunicado con las familias de los perseguidos y de los apresados. También con aquellas que, como él, aunque indemnes, no ponen reparo alguno para otorgar su ayuda: albergue a los que se escurren de los perseguidores, alimentos, cigarrillos, libros, ropa y frazadas para los prisioneros. El padre Antonio es, por supuesto, pieza clave en la ayuda. Es que no se atreven, los jenízaros, a irrumpir en los espacios del convento, ni del colegio siquiera. “No estoy seguro, piensa el sacerdote, si tal prudencia perdure”.

Profesor de Literatura universal, Alexis lleva bultos de libros bajo el brazo, tantos que amenazan con quebrar su endeble anatomía. Pero no se inmuta, aun por las burlas que hacen de él los chiquillos llamándole “biblioteca ambulante”. Y no es que lo irrespeten. Dice él mismo: una dosis de crueldad –o algo visto como tal- es propia de los adolescentes. Son unos bolsones los maestros que se trastornan porque les apoden o caricaturicen. Tras sus burlas se esconde una dosis de buen humor, a la vez que de agudeza, y nada más. Son, en el fondo, criaturas buenas, casi siempre talentosos y con un tremendo sentido de justicia. Su amistad con los chiquillos conduce a Alexis a descubrir –penetrante como es en las honduras de sus almas- en quiénes confiar, con cuáles no contar, de quiénes dudar. Y va a lo seguro: hace estrecha amistad con Iván, del Sexto Curso, enamorado de la Filosofía, la Historia y la Sociología, de quien descubre que su padre es dirigente sindical, lleno de valor, a veces temerario. Militante también, como el propio Alexis, aunque no en las mismas filas de Claudio Montesdeoca. Quiero hablar con tu padre –le dice- Podríamos vernos aquí mismo. Le mando una esquela para hablar de tus deberes.
Pedro Cholango, padre de Iván, ya está en los patios del colegio y pide al inspector general comunicarle al profesor Alexis, que está a su llamada. El inspector, en actitud policial, lo examina de pies a cabeza y le pregunta el nombre. Al escucharlo se dice: “claro, me figuré, es longo a primera vista”.

Y Alexis le recibe, le invita a revisar los cuadernos de la materia, de su hijo, al tiempo que el inspector, con su curiosidad frustrada, debe dejarles. Entonces, Alexis le conduce al rectorado, donde hablan a calzón quitado.

-Igual que hicimos con lo de Nicaragua, sugiere Alexis, hay que colectar ayuda para los presos. Padre Antonio, convoquemos al Comité de Padres de Familia. El objetivo: ayudar a las familias pobres. Y Pedro:

-pero no podemos tomar el nombre de los pobres para el propósito. El sacerdote replica: -y claro que son pobres, pues, los presos, sus familiares, esposas e hijos abandonados, maridos perseguidos. Sólo nos tienen a nosotros. De las limosnas, también, voy a distraer buena parte para la ayuda.
La reunión de las madres y los padres de familia arroja el resultado esperado: ni tan satisfactoria ni tan decepcionante. Y es a Alexis y a Pedro que se les encarga la responsabilidad de una buena distribución de lo donado.

Beneficiarios primeros: la Magdalena y su hijo, la mujer de Joaquín, el sastre también tras las rejas.
-Claudio Montesdeoca? No. Ya no trabaja acá. Y cuelga el auricular. -Padre Antonio –informa la señorita Lorena- preguntan por el licenciado Claudio.

–Ya le escuché. Estuvo bien, bastaba informar lo que informó. Montesdeoca no volverá por largo rato, Lorena. Está fuera del país, a buen recaudo. -Y reflexiona: hice bien o cometí una imprudencia? Creo que no tenía porqué contarle lo de la ausencia indefinida.

16
-Que nos acompañe, padre –los dos sujetos, gafas oscuras, camisa de cuello seboso, terno negro, frente brillosa, caries dentales en los incisivos superiores. Los dos, sí, como si fuesen gemelos aun en las laceraciones, se han acercado al sacerdote que salía presuroso, apenas cruza el dintel del gran portón metálico.

–Orden de quien? –pregunta el sacerdote, casi sin inmutarse.

-Órdenes superiores, padre. No se preocupe, sólo es para una conversación amigable. Y de inmediato le invitan a abordar el carro de vidrios polarizados. ¿A dónde voy? -Se pregunta- ¿Será Sandoval quien me interrogue? ¿Va a cobrar venganza de algo que él consideró una ofensa? De ser él, veré si soy capaz de perdonarle. ¿Fue indiscreción mía el contarle a Lorena?
Va el vehículo veloz y da vueltas que le desorientan. No obstante, al poco rato se detienen y ya están frente a un chalet en las afueras.

–Bájese, padre, hemos llegado. –Y le conducen al interior donde el amabilísimo soldado, vestido de civil, le da la bienvenida. Es oficial, el pelo cortado a ras lo delata, también ciertos modales. Menos mal, no se trata de Sandoval. Él es capaz de tomar venganzas. Bien sabe su opinión de que los curas no tienen por qué ser excepción en la campaña anticomunista.

La habitación está semidesnuda. Una mesa de madera rústica, dos sillas metálicas. Y el investigador le pide tomar asiento. No es violento en el lenguaje. Es, sin embargo, algo rudo.

–No es nuestro afán importunarle -omite el título de “padre”- sólo que nos otorgue una información que requerimos. El sacerdote permanece en silencio. El policía continúa:

-usted conoce el paradero de un profesor del colegio que usted regenta. Se trata de un comunista, conspirador contra el legítimo gobierno de las fuerzas armadas. Su nombre es Claudio Montesdeoca. Esperamos su colaboración, pues, de otro modo, usted se convierte en cómplice y encubridor de un delito.

-¿Cuál delito? -Pregunta el sacerdote.

–El de la subversión para derrocar al gobierno e implantar una dictadura castro comunista.

–No sé su paradero. En todo caso, la última entrevista con él fue en el confesionario. Y usted sabe, el secreto de confesión es inviolable. Puedo, si es el caso, ir al cadalso antes que revelarlo.

–No me haga reír, padre –le ha devuelto, en una suerte de concesión, el título- ¿Piensa usted que voy a creer en la fe católica de un comunista ateo? Incluso, contamos con colegas suyos, padre, informadores que no se andan con remilgos y nos revelan cosas del confesionario

–Yo dudo de esa afirmación – replica el sacerdote- Por lo demás, respondo por mí, por mi fe y mi juramento sacerdotal.

–Piénselo bien, padre. Pueden endurecerse las cosas y ahí tendremos que echar mano de otros recursos. Piénselo bien, padre. –Y, tras la virtual amenaza, da por terminada la entrevista.

Al descender las escaleras escucha quejidos sordos, como agónicos. Los policías conducen al sacerdote de regreso al convento. Y en el trayecto el padre Antonio piensa si esos ayes escuchados no saldrán de la boca de algún maestro del plantel. “Dios mío, ora en silencio, no permitas más tanto dolor”.
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