CAPÍTULO: NOVELA HISTÓRICA
Lean el capítulo 14. Primera persona extraído de La novela de Perón, cuyo autor es Tomás Eloy Martínez.
CATORCE P Tomás Eloy Martínez.: es escritor y periodista. Nació en Tucumán, en el año 1934. Ganó premios tempranos con sus poemas y cuentos y es autor de dos libros ya clásicos de la literatura argentina, La novela de Perón (1985) y Santa Evita (1995), traducidos a treinta y seis lenguas. Ha escrito también las novelas Sagrado (1996), La mano del amo (1991), los libros de relatos, Lugar común la muerte (1979), La pasión según Trelew (1974), y los ensayos de El sueño argentino (1999). Es colaborador habitual de La Nación de Buenos Aires, El País de España y The New York Times de EEUU. Dirige el programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University, en Nueva Jersey, donde es profesor distinguido y escritor residente. RIMERA PERSONA
He contado muchas veces esta historia, pero nunca en pri-
mera persona, Zamora. No sé qué oscuro instinto defensivo me ha
hecho tomar distancia de mí, hablar de mí como si fuera otro. Ya
es tiempo de mostrarme tal como soy, de sacar mis flaquezas a la
intemperie. Vea estas fotografías. Somos Perón y yo, un día de pri
mavera, en Madrid, conversando. Lea estos manuscritos corregidos
por la mano del General. Eche una ojeada a esta correspondencia
untuosa con Trujillo, Pérez Jiménez y Somoza que me cayó en las
manos. Advierta los vocativos con que Perón se dirige a esta santí-
sima trinidad de gobernantes: Hijo ilustre de América, Héroe Boli-
variano, Señor Benefactor. Oigalo hablar aquí contra las conspira-
ciónes del comunismo internacional, y allí adular a Castro y al Che
Guevara. El General es una interminable contradicción de la natu-
raleza, un cuerpo de oso con hocico de búho, una cosecha de trigo
en el mar. Carece de dibujo. Es un hombre de mercurio. Creo cono
cerlo bien y sin embargo llevo más de siete años desconociéndolo.
(Zamora escucha. Es poco más de la una de la tarde. En el
último piso del diario La Opinión hay una calma de mausoleo. Se
oyen truenos. Tomás Eloy Martínez deja de hablar. ¿Lloverá? Re-
cuerda que afuera el cielo está claro, el aire es cristalino, se aveci-
na el invierno con mansedumbre. Tal vez sean bombos. Todo ruido,
en estos días, es un presagio. Y hoy más aún, 20 de junio de 1973:
los ruidos que salen de sus cuevas es porque algo insinúan. Mar-
tínez se siente desabrigado. Quisiera -dice- tener a mis amigos un
poco más cerca. Los extraño. Y a mis hijos. Viven lejos de aquí. Hoy
me gustaría saber que me aguardan en el cuarto de al lado para
levantarme y besarlos. Ninguno está. Me hacen falta.)
Voy a seguir contándole todo en primero persona porque ya
es hora de que las máscaras bajen la guardia, Zamora. El periodismo
es una profesión maldita. Se vive a través de, se siente con, se es-
cribe para. Como los actores: representando ayer a un guapo del no
vecientos y anteayer a Perón. Punto y aparte. Por una vez voy a ser
el personaje principal de mi vida. No sé cómo. Quiero contar lo no
escrito, limpiarme de lo no contado, desarmarme de la historia para
poder armarme al fin con la verdad. Y ya lo ve, Zamora: ni siquiera
sé por dónde empezar.
En junio de 1966 una revista que ya no existe me mandó a España para describir en qué había ido a parar aquel país treinta años después de la guerra civil. Peregriné por los pueblos muertos de Andalucía, fui a una corrida de toros en Toledo, gasté las noches bebiendo litros de manzanilla con un poeta extremeño que había perdido un brazo en la batalla de Guadalajara. El 28 de junio llegué a Madrid. Tarde ya, me avisaron desde Buenos Aires que Arturo lllía, el presidente constitucional, había sido derrocado por los militares. Mi revista quería que yo entrevistase a Perón.
Lo encontré al día siguiente. Me recibió en las oficinas de su amigo Jorge Antonio, cerca de la plaza de Castelar. Sobre el escritorio había, recuerdo, un gran retrato del Che Guevara.
¿Perón habló del Che?, quiso saber Zamora.
Poca cosa, y hasta donde sé, nada que fuese cierto. El Che, dijo, era un infractor a la ley de enrolamiento, un desertor. Si caía en manos de la policía, iba a ser incorporado cuatro años a la marina o dos al ejército. Cuando lo estuvieron por agarrar, los muchachos de la resistencia peronista le pasaron el santo. Entonces compró una motocicleta y se fue a Chile. Yo le dije: Qué raro, General. Esa versión no coincide para nada con la historia. ¿Con cuál historia?, me cortó. La que cuenta el Che. ¿Cómo que no coincide?, dijo. Tiene que coincidir.
Estuvimos a solas poco más de dos horas. Al principio, yo me sentía intimidado. Supongo que las manos me temblaban. Era como entrar en una fotografía de ningún tiempo. Todo me sorprendía: sus pantalones de tiro alto que le tapaban la barriga, los zapatos combinados blancos y marrones, los Saratoga que prendía con unos fósforos Ranchera de papel encerado. Me pareció de pronto que lo estaba viendo en la pantalla de los cines, le oí voz de Pedro López Lagar y Arturo de Córdova. Me sonó adentro un tango de Maria Elena Walsh:
Te acordás hermano del Cuarenta y Cinco
cuando el que te dije
salía al balcón? Tal vez estos detalles le parezcan frívolos, Zamora. No lo eran para mí. Yo estaba fumando un Saratoga con El Que Te Dije. Por primera vez en la vida podía darle la mano a una estampita de Levene o de Grosso, sentir que un personaje de la historia era algo más que escritura. No me crea tan inocente. Yo había conocido antes a Martín Buber, a Fellini, a Gagarin. Pero aquello que coexistía conmigo dentro de un cuarto de Madrid, a solas, se llamaba Perón. No era un simple hombre. Eran veinte años de Argentina, en contra o a favor. Veía las manchas de su cara, la picardía de sus ojos chiquitos, oía su voz agrietada. Mi país entero pasaba por su cuerpo: el odio de Borges, los fusilamientos de la Libertadora, los gremios revolucionarios, la burocracia sindical, y aunque no lo supiera entonces, también pasaban por allí los muertos de Trelew. Pensé: Aquí está el hombre a quien millones de argentinos le ofrecieron la vida en los rituales de la Plaza de Mayo, ¿se acuerda?, Perón o muerte; el coronel de quien Evita se enamoró tan perdidamente como para llamarlo mi sol mi cielo / la razón de mi vida. ¿Cómo se puede aguantar semejante peso?, me dije.
Entonces, me le acerqué. Le oí decir exactamente lo que yo esperaba que dijera. Sentí que él siempre adivinaba cómo lo veía el otro; que él se adelantaba a encarnar esa imagen. Había sido ya el conductor, el General, el Viejo, el dictador depuesto, el macho, el que te dije, el tirano prófugo, el cabecilla del GOU, el primer trabajador, el viudo de Eva Perón, el exiliado, el que tenía un piano en Caracas. Quién sabe qué otras cosas podría ser mañana. Tantos rostros le vi que me decepcioné. De repente, dejó de ser un mito. Finalmente me dije: él es nadie. Apenas es Perón.
Bebimos té y jugo de naranja. Me pidió que fuera discreto con sus declaraciones. Vivía en Madrid como asilado, sujeto a reglas muy estrictas. No le permitían hablar sobre política. Encendí el grabador.
Lo que mandé a Buenos Aires aquella noche no fue un artículo; fue la puntual, escrupulosa repetición de sus frases. Imagine mi desconcierto cuando a las dos de la madrugada un periodista francés me llamó por teléfono al hotel para decir que Perón había desmentido la entrevista. ¿Qué hubiera hecho usted, Zamora?
Mostrar las grabaciones, ¿no es cierto?: destejer la desmentira. En efecto, no tuve otro camino. Un par de horas más tarde las agencias de noticias escucharon mis cintas y reconstruyeron en el despacho número veinte los hechos que habían revelado en el despacho número cinco y luego negado en el número diez. El sentimiento de la razón histórica se me atragantó. Mis nociones sobre la verdad se volvieron un nudo. Recuperé el aliento en la estación de Atocha, cuando subí a un tren que iba para cualquier parte.
Con el tiempo fui atando los cabos sueltos, Zamora. El día del golpe militar contra Ilia, el General necesitaba dar una demostración de fuerza en la prensa de Buenos Aires. Confiaba en que los sublevados llamarían a elecciones de inmediato y entregarían el gobierno al ganador legítimo. Yo estaba a mano y me usó como altoparlante. Pero no podía violar las leyes españolas de asilo. Entonces me desmintió sin asco. Sabía que por arrogancia profesional yo sacaría las cintas a relucir. Que sus declaraciones acabarían leyéndose en la Argentina como él quería. La moral política está siempre en las antípodas de la moral poética. Es en ese abismo donde los hombres se desencuentran: es allí donde el político Stalin no puede comprender al poeta Trotski, ni Fidel Castro al Che, ni el fascista Uribum al fascista Lugones. Si Eva no hubiese muerto a tiempo, también ella se hubiera desencontrado con Perón. Eran aves de distinto pelaje.
Déjeme volver al cuento. Poco a poco fui descubriendo que aquella noche de junio, hace siete años, yo había sido el pequeño instrumento de un gran juego. Que así como el General decía exactamente las frases que los otros esperaban de él, también lograba que los otros actuasen como él disponía.
No era una estrategia disimulada. Perón mismo me lo advirtió con franqueza, cierta vez que hablábamos de Evita: "La utilicé, por supuesto, como a todas las personas que son utilizables y valen". Un conductor era, para él, la encarnación final de la Providencia. ¿Se ríe, Zamora? Yo también me reí cuando le oí decir que a la Providencia la manejaba él. Pensé que se trataba de un chiste. Pero empezaron a sucederme percances muy raros, y no me reí más.
En marzo de 1970 llamé al General desde Paris y le pedí una entrevista. Me sorprendió que aceptara. Desconfié. Le pregunté si podía ir con un amigo. Dijo que sí.
La noche antes de partir caminé sin rumbo por los laberintos del Barrio Latino. Cuando pasé frente a la catedral de Notre Dame, oí gritos, vi correr a unas monjas despavoridas, tropecé con un cordón de policías frenéticos. Un viejo acababa de suicidarse lanzándose desde lo alto de las torres. Al caer, había aplastado a una pareja en luna de miel. El mal presagio me lastimó los sueños. Tuve pesadillas. Me brotaron unas manchas rojas en la espalda, como a Perón.
Hice la travesía en automóvil hacia Madrid con un amigo maravilloso que tiene el don de convertir en poemas todo lo que toca. Encontrar un pajar dentro de una aguja no es algo que le sorprenda. Lo alboroza. Atravesamos muy tranquilos las cumbres heladas de los Pirineos. Pero en un momento dado, el viento entró en el auto y se puso a zumbar. No es el viento, son moscas, dijo mi amigo. Aquello se puso insistente. Abrimos las ventanas. Fue peor. Sentimos unos tajitos en el cuello. Tuvimos que detenemos para secar la sangre. Harto ya, mi amigo recitó un conjuro contra el mal de ojo. En aquel preciso instante se marchó el viento. Cuando retomamos el camino, se nos rompió a los dos la pechera de la camisa. Mi amigo dijo: Es Perón.
Llegamos a la quinta 17 de Octubre un viernes, hacia las tres de la tarde. El General estaba en el jardín, espolvoreando los rosales con veneno contra las hormigas. Se fue a lavar las manos y nos abrazó. Mientras ayudaba a mi amigo a desembarazarse del sobretodo, le dijo que sobretodo y hombre libran un eterno combate, y que si nadie acude en auxilio del hombre, éste pierde fatalmente. Nos reímos. Mi amigo le comentó: Eso podría ser un poema, un hai-ku. ¿Se le ha ocurrido ahora, General? Si, respondió Perón. A cada rato me brotan las parábolas y las alegorías. Pero después leímos que la misma frase aparecía en una entrevista del año pasado, y de siete años atrás.
Nos sentamos. Por distracción mencioné a Vandor, el dirigente metalúrgico que fue su enemigo. Meses atrás, a Vandor lo habían reventado en la guarida de su propio sindicato: dos balazos en el pecho y tres en los riñones, mientras iba cayendo.
Ahí tienen ustedes un tema para pensar, nos dijo. El pobre tenía que terminar mal. Era un individuo inteligente, hábil, pero volaba muy bajo. Cuando quiso volar de veras se hizo trizas, como el mago Simón.
Otra parábola, comentó mi amigo. Simón el Mago: el que se creyó Dios. Está en las Actas de los Apóstoles y en los escritos gnósticos del siglo lll.
De allí salió la metáfora: de los gnósticos, dijo el General. Pues bien. En 1968, Vandor quiso verme. Le di cita en Irún, al norte, cerca de Francia. Me confesó sus errores. Se había vendido al gobierno militar argentino y a la embajada norteamericana. Tenga cuidado, Vandor, le aconsejé. No saque los pies del plato. No es por mí. Yo perdono a todos. Pero usted se ha metido en un lío. Lo van a matar. Está entre la espada y la pared. Haga lo que haga, lo van a matar. Si mantiene sus conexiones con la embajada norteamericana, el movimiento peronista le ajustará las cuentas. Y si en cambio se arrepiente y quiere retroceder, la CIA lo terminará de liquidar. Vandor me miró a los ojos y lloró. ¿Qué hago ahora, General?, me dijo. ¡Sálveme usted! Le contesté que no fuera idiota. Que si se había metido en un lío tan grande, ni el mismo Dios lo podría salvar. Volvió a Buenos Aires, y ya ve, casi en seguida se la dieron. Yo no sé quiénes fueron las personas que le pegaron los tiros. No necesito saberlo, porque sé quién los mandó pegar. En todo caso, claro, había mucho dinero de por medio, muchos intereses sucios. No era cuestión de ser hábil. Era cuestión de ser decente. Y Vandor no lo fue.
Ah, Zamora. Me sentí levitar dentro de una historia cuyos signos se me escurrían de la inteligencia. Jamás había oído a nadie describir la muerte violenta de un prójimo con tanto impudor, tanta lejanía. Extremé mi torpeza. Le pregunté al General si le había dolido aquella muerte.
Un militar mira la muerte con naturalidad, me dijo. Tarde o temprano, a todos se nos va la vida de la misma manera.
Omitiré las conversaciones que siguieron: durante todo el viernes hasta que cayó la noche, y el sábado por la mañana. Tampoco vale la pena contar, Zamora, los percances del regreso: la lluvia de pájaros que vimos en Soria y el accidente que sufrimos al entrar en París. Me volví paranoico. Empecé a imaginar que mis desgracias obedecían al designio de Perón. Me tranquilicé cuando leí en un libro de Américo Barrios que la cultura del General sobre Simón el Mago no provenía de los tratados gnósticos sino de una película de Jack Palance.
Sólo quiero que sepa cómo fue nuestro último encuentro, dos años después. Era verano. Anochecía. Caminamos por el jardín, hasta la puerta de la quinta. Hablamos sobre perros y árboles. De pronto, Perón se detuvo. Me miró con fijeza, como si al fin me hubiese descubierto y fuera yo el último sobreviviente del universo.
Tomás, me dijo. Usted se llama como mi abuelo. Yo también debí llamarme Tomás.
Me confundí. Dejé caer una frase trivial. Luego, sin razón alguna, le aclaré que yo no era peronista. Sonrió. Me preguntó qué significaba para mí el peronismo. Qué recordaba yo de todo ese pasado.
Lo único que recuerdo es lo que no he visto, respondí. Algo que jamás podré ver. Lo recuerdo a usted abriendo los brazos y saludando a las multitudes en la Plaza de Mayo. Veo los estandartes que flamean, los coros de obreros que no paran de cantar Perón, Perón, mientras usted sigue saludándolos, largo rato. Por fin, su mano contiene el vocerío. Nadie respira. Miles y miles de personas alzan los ojos en éxtasis hacia donde usted está, en los balcones de la Casa Rosada. En el hueco de aquel gigantesco silencio. se abre paso su voz: ¡Coompañeeros! Le oigo esa sola palabra y luego vítores otra vez, clamores. Mi recuerdo es algo que conocí en los cines, que oí por la radio. Nada que haya pertenecido a mi realidad.
Lo vi sonreír otra vez. Se me enredaron las imágenes y el General, en ese instante, volvió a tener cincuenta años.
Todo se puede recuperar, me dijo. Oiga el griterío en la plaza.
Lo sentí. Oí cómo se agitaba la multitud, encendiendo a la ciudad como un torrente de lava. Sobre mi memoria llovieron las cenizas incandescentes.
En el jardín se hizo de noche. El General abrió los brazos y exclamó:
¡Coompañeero! Su voz era ronca y joven, la de antaño.
Yo le estreché las manos. Y me fui de allí, como quien se desangra. ACTIVIDADES:
Respondan ahora en grupos de dos:
En La novela de Perón, el título nos indica desde qué lugar debemos leer esta obra. ¿Cuál es ese lugar?.
¿Qué persona gramatical utiliza el narrador en este capítulo? ¿Utiliza la misma durante todo el relato? Tengan en cuenta si interviene o no en el texto. Si interviene ¿cómo lo hace?. Citen ejemplos del texto.
El narrador incluye también descripciones y comentarios. ¿Qué personajes son presentados de esta manera?.
Extraigan expresiones y comparaciones que permitan ver la construcción del personaje de Perón que hace el narrador.
La novela histórica cuenta un hecho verídico, es decir, hace referencia a un hecho que efectivamente ha ocurrido y que la historia ha documentado. Por eso exige al escritor la búsqueda de material y una investigación rigurosa sobre el hecho histórico; esta documentación es la que diferencia a la novela histórica de otras clases de novelas. La novela histórica es, básicamente, una ficción. Por eso se puede afirmar que no reconstruye el pasado sino una visión del pasado, propia del autor. Si bien ofrece una mirada verosímil sobre determinada época histórica y su sistema de valores y creencias, no se despoja de componentes imaginarios.
La novela histórica, entonces, no sólo implica una manera de escribir la historia, sino también de leerla. En este sentido, el género “novela histórica” parecería reducirse a un pacto de lectura. Según este pacto, el lector sabe que la historia que leerá ya ha sido contada, y la conoce, sin embargo, espera descubrir en ella algo más.
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