3° de la Serie Viudas Alegres






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CANDICE HERN

Déjate Llevar

3° de la Serie Viudas Alegres



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CANDICE HERN

Déjate Llevar

Lady Be Bad (2007)

3 ° de la Serie Viudas Alegres

ARGUMENTO:

Viuda de un famoso obispo, Grace Marlowe está escandalizada e intrigada por las aventuras amorosas de sus amigas las Viudas Alegres. Pese a haber aceptado el pacto, no puede imaginarse entregándose a la pasión… hasta que el libertino más célebre de Londres pone los ojos en ella.

John Grayston, séptimo vizconde Rochdale, nunca ha rechazado una apuesta, sobre todo cuando ésta implica seducir a una mujer hermosa para llevársela a la cama. John está dispuesto a apostar su más preciada posesión a que no hay una sola mujer en toda Inglaterra que sea inmune a sus encantos. Pero cuando el objeto de la apuesta es la remilgada y decente Grace Marlowe, tiene que emplearse a fondo y echar mano de todo su atractivo seductor.

La inquebrantable virtud de Grace es puesta a prueba cuando el infame granuja muestra un inesperado interés en ella. Indignada, halagada, y reticentemente atraída, no tarda en empezar a sucumbir al hechizo del hombre que se oculta tras su escandalosa reputación, Rochdale, en cambio, se siente gozoso al descubrir la ardiente pasión que esconde la beata fachada de Grace. Pero cuando los corazones y las vidas se entremezclan en el juego, los verdaderos motivos de su seducción podrían echarlo todo a perder…

SOBRE LA AUTORA:

Candice Hern es la premiada autora de numerosas novelas románticas situadas en la Regencia inglesa, un periodo que conoce muy bien por las colecciones de antigüedades y grabados de la época que posee. candice-hern

Vive en San Francisco, pero viaja a menudo a Inglaterra en busca de más detalles históricos y locales que le ayuden a dar vida a sus libros. Durante muchos años fue admiradora de Jane Austen, Fanny Burney, Maria Edgeworth, Susan Ferrier, y otras escritoras del periodo de la Regencia.

Cuando descubrió a Georgette Heyer y el romance de esa época, quedó totalmente prendada de ese estilo, que ahora cultiva.

PRÓLOGO
Londres, mayo de 1813.
—No hay una sola mujer en Londres a la que no pueda llevarme a la cama sin demasiado esfuerzo.

John Grayston, séptimo vizconde de Rochdale, estaba un poco embriagado a causa de los efluvios del alcohol tras haber pasado la última hora y media en la sala de cartas de la casa de los Oscott. Los serviciales lacayos se encargaban de que su copa estuviera siempre llena. Pero la afirmación que acababa de hacer no era un frívolo alarde avivado por una excesiva cantidad de burdeos. Era un hecho, simple y llanamente.

Su acompañante, lord Sheane, había comentado que algunas mujeres jamás se dejarían engatusar para iniciar una aventura amorosa y Rochdale no podía consentir que tal afirmación quedara sin rebatir. Las mujeres, todas las mujeres, ardían en deseos de ser seducidas (algunas abiertamente, otras sin ser conscientes de ello). No era un gran logro llevarse a ninguna de ellas a la cama. Solo era necesario hacer una rápida valoración de la partida para determinar si deseaban al gran amante o, por el contrario, al conocido libertino. Su considerable experiencia en el tema le decía que la mayoría de las mujeres de la alta sociedad se veían intrigadas por la escandalosa naturaleza de su reputación, por las sucias y desagradables historias a él asociadas, gran parte de las cuales eran ciertas. Incluso las damas de mayor posición de la aristocracia disfrutaban con la sensación de estar flirteando con el peligro.

No obstante, había unas pocas que simplemente lo deseaban por sus habilidades amatorias. Sus indiferentes o torpes esposos las obligaban a buscar la satisfacción sexual en otra parte, y a Rochdale le gustaba estar allí para complacerlas.

Luego estaban aquellas que no sabían que lo deseaban, que por lo general creían no querer tener nada que ver con él. Las que aborrecían sus aventuras amorosas y sus escándalos y hacían todo lo que estuviera en sus manos por evitarlo. Esas mujeres sí suponían un reto real. Pero, una vez se lo proponía, nunca fracasaba a la hora de seducir a una de esas mujeres supuestamente virtuosas.

No, no había sido un frívolo alarde. Sabía cómo hacer que cualquier mujer lo deseara.

Lord Sheane entrecerró los ojos y observó a Rochdale por encima del borde de su copa de vino.

—¿De veras? —Tuvo que elevar la voz para hacerse oír por encima de la música de la sala de baile contigua y el alboroto de voces y risas en la sala de cartas. —¿Ninguna mujer de Londres se le resiste?

Rochdale se encogió de hombros. No era un tema que pudiera ser objeto de debate. Por supuesto, un hombre como Sheane, con incipientes barriga y papada, tacharía a Rochdale de arrogante antes que admitir su propia envidia.

—¿Quiere que lo pongamos a prueba, amigo?

Rochdale arqueó una ceja.

—¿Disculpe?

—Ha dicho que podía seducir a cualquier mujer de Londres. —La boca de lord Sheane adquirió una expresión desdeñosa. —¿Está dispuesto a demostrarlo?

Rochdale sintió un estremecimiento en la base de su columna vertebral que le era muy familiar. La seductora e irresistible llamada de una posible apuesta. Adoptando un aire de suprema indiferencia, dijo:

—¿Qué tiene en mente?

—Me apuesto a Albión a que puedo nombrarle una mujer a la que no puede seducir.

¿Albión? Maldición. Sheane, el muy canalla, sabía que Rochdale había codiciado tener ese caballo desde que ganara el segundo premio en Oatlands el año anterior. Había intentando comprarle dos veces aquel castrado zaino, pero Sheane se había negado a vendérselo. Albión era un caballo ganador y la estrella de las caballerizas de Sheane. Y sin embargo ahí estaba él, ofreciéndole el caballo en una apuesta que iba a perder. Era demasiado bueno como para ser verdad. ¿Estaba tan bebido que no era consciente de lo que estaba haciendo?

—¿Se ha lastimado Albión ?—preguntó Rochdale. —Parece deseoso de librarse de él.

Sheane echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.

—Maldita sea, es usted un bastardo arrogante. Tanto que estoy seguro de que no tendrá ningún reparo en ofrecer a Serenity como parte de la apuesta.

—¿Cree que puede arrebatarme a Serenity?—Rochdale rió entre dientes. —No lo creo.

Serenity era su mejor caballo. Su caballo favorito. Aquella yegua castaña había ganado más carreras que cualquier otro caballo de las cuadras de Rochdale, incluida la carrera de Nottingham y dos copas en Newmarket. Se cortaría un brazo antes que darle Serenity a lord Sheane.

Pero, por supuesto, si aceptaba la apuesta, tal cosa no ocurriría, pues no podía perder.

—Si está tan seguro de sí mismo —dijo Sheane, —entonces no tendrá ningún reparo en apostársela. Mi Albión contra su Serenity a que no puede seducir a una mujer de mi elección. ¿Qué me dice?

Era demasiado fácil. Rochdale observó detenidamente a aquel tipo, preguntándose qué tipo de as se estaba guardando en la manga. Rochdale le había ganado una considerable cantidad de dinero aquella noche, pero, para un jugador empedernido como Sheane, aquello no significaba nada. Y sin duda lo recuperaría todo, y más, la noche siguiente o después. Así era la vida de un jugador.

Pero un jugador nunca apostaba cuando tenía todas las de perder. ¿Qué estaba tramando?

Rochdale alzó la copa mientras uno de los lacayos se la llenaba de nuevo y a continuación tomó un trago de burdeos.

—Supongo que tiene a una mujer en concreto en mente.

—Una o dos, a decir verdad.

Rochdale rompió a reír y varias cabezas se volvieron en su dirección. Bajó la voz y dijo:

—¿Una o dos? ¿Cree que hay más de una mujer que pueda resistirse a mis encantos?

—Su arrogancia será su perdición, Rochdale. Estoy seguro de que hay varias mujeres en este baile a las que ni siquiera usted podría seducir.

—Entonces concretemos algo más la apuesta. La mujer en cuestión tendrá que estar presente en el baile de esta noche. —No es que albergara duda alguna al respecto, pero al menos así podría limitar el ámbito de la apuesta a mujeres de su misma condición social. Rochdale no alcanzaba a imaginar que en la sala de baile hubiese alguna mujer a la que no pudiera seducir y llevársela a la cama. Resultaría un tanto desagradable si la mujer elegida resultara ser un vejestorio arrugado y encorvado, o que tuviera un rostro que su mera contemplación agriara la leche, o, Dios no lo quisiera, la mujer de un amigo. Pero podría hacerlo. Ante la perspectiva de poder añadir a Albión a sus caballerizas, podría hacerlo.

—De acuerdo —dijo Sheane. —Una de las invitadas al baile. Excelente. Bueno, esta es la apuesta: yo diré una mujer y usted tendrá que seducirla. Si fracasa, me quedaré con Serenity. Si lo logra, se quedará con Albión.

—¿De cuánto tiempo dispongo? Estas cosas llevan su tiempo, ya sabe. Después de todo, debo seducirla, no violarla.

—¿Hasta el final de la temporada?

—Mmm. Eso son menos de dos meses. Puede que no sea tiempo suficiente.

Sheane frunció el ceño.

—Santo Dios, me sorprende. Pensaba que usted era un maestro a la hora de cortejar a mujeres y llevárselas a su cama. Y, aun así, ¿me dice que dos meses no es tiempo suficiente?

—Un maestro sabe que la verdadera seducción puede llevar dos minutos o dos años, dependiendo de la mujer. Algunas delicadas criaturas requieren más tiempo que otras. Puesto que todavía desconozco la identidad de la mujer, ¿cómo puedo decir cuánto me llevará?

Lord Sheane resopló.

—Debe marcarse un periodo de tiempo. ¿Cuál es la diversión de una apuesta con un final abierto?

—Cierto. Fijemos una fecha entonces.

—No puede ser un periodo de años, Rochdale. Los caballos no valdrán nada si lo dilatamos mucho.

—¿Y si fijamos como fecha límite las carreras de Goodwood? Tiene pensado que Serenity participe en la Copa, ¿verdad? Si le lleva más de tres meses llevarse a la cama a una mujer, entonces es que no es el hombre que afirma ser.

—De acuerdo, entonces. Goodwood será. Seduciré a la mujer que usted elija para esa fecha o perderé a Serenity. Pero si lo logro antes de esa carrera, le ganaré a Albión. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Rochdale extendió la mano y Sheane se la estrechó con un entusiasmo que no auguraba nada bueno. Rochdale no se fiaba de él. ¿Qué arpía tenía pensado endosarle?

—Echemos un vistazo a la sala de baile —dijo Sheane. —¿Le parece?

Lord Sheane dejó su copa vacía en una mesa auxiliar y se abrió paso por entre el laberinto de mesas de la sala. Rochdale cogió su copa y se terminó lo que quedaba del burdeos. Siguió a Sheane y vio que por el camino este se detenía a hablar con varios caballeros que rompían a reír y se volvían para mirar a Rochdale.

Maldición. Estaba dando a conocer la apuesta. Rochdale ya había tenido suficientes escándalos públicos en su vida. No deseaba en modo alguno seducir a una mujer bajo los atentos ojos de todos los jugadores de Londres. Sin duda harían apuestas a su favor o en contra. ¿Cómo se suponía que iba a seducir a una mujer si era de dominio público que una apuesta estaba en juego? Ninguna mujer en su sano juicio sucumbiría en tales circunstancias.

Alcanzó a Sheane, que estaba riéndose con sir Giles Clitheroe.

—Me gustaría tener unas palabras con usted, Sheane.

Lo cogió de la manga y lo sacó de la sala.

Una vez se encontraron en el pasillo principal, Rochdale se volvió hacia él y le dijo:

—No quiero que se dé a conocer la apuesta, Sheane.

—¿Desde cuándo se ha vuelto tan susceptible?

—Desde el momento en que me he apostado mi mejor caballo. No dejaré que haga peligrar mis posibilidades pregonando la apuesta a los cuatro vientos. —Bajó la voz cuando una pareja que iba conversando pasó a su lado. —Si esa mujer se entera, es de suponer que no recibirá de buen grado mis insinuaciones.

—Ah, pero usted dijo cualquier mujer de Londres. No, una corrección: usted decidió que la apuesta solo abarcara a las mujeres que acudieran al baile de esta noche. Pero no dijo nada de que pudieran o no conocer la apuesta.

Rochdale acercó tanto la cara a la de Sheane que sus narices casi se rozaron.

—Digamos que no consideraría un gesto muy deportivo que diera a conocer la apuesta. ¿Entiende lo que le digo, señor?

Sheane alzó la mirada al techo y retrocedió un paso.

—Maldita sea, Rochdale, no hay necesidad de que me amenace. De acuerdo, entonces. Prometo mantener la apuesta en secreto.

—¿Cuántos hombres de la sala de cartas lo saben ya?

Sheane suspiró.

—Clitheroe, Dewesbury y Haltwhistle.

—¡Maldita sea! ¿Saben qué mujer va a elegir?

—No.

—Bien. Dejémoslo así. ¿Ha quedado claro?

—Sí, sí. Menuda vieja rezongona que se ha vuelto, Rochdale. Pero supongo que el asunto de Serena Underwood del año pasado le ha vuelto más receloso.

Rochdale no iba a dejarse atormentar por el recuerdo de su más escandalosa indiscreción.

—Elija a la mujer, Sheane. Deje que vea con mis propios ojos lo sencillo que va a ser.

—De acuerdo, entonces.

Observó la sala, que estaba llena de bellas jóvenes con vestidos blancos que sonreían a los hombres que eran su pareja de baile en aquella danza folclórica. Sheane no escogería a una de ellas. También había el mismo número de mujeres maduras, madres y carabinas de las bellas jóvenes que bailaban. Algunas de ellas eran bonitas. La belleza de otras estaba en clara decadencia. ¿Escogería Sheane a alguna de ellas? También había viudas con aspecto de ancianas, ataviadas con turbantes con plumas y arremolinadas en grupos junto a las paredes de la sala. Que Dios lo ayudara si Sheane escogía a alguna de ellas. Y también estaban los patitos feos del baile, solteronas entradas en años tras demasiadas temporadas sin conseguir pretendiente o jóvenes demasiado poco agraciadas como para conseguir una pareja de baile.

Rochdale observó a cada una de ellas, sopesando cómo cortejarlas, independientemente de cuan desagradable pudiera resultarle tal cosa.

—Ella —anunció Sheane. —La escojo a ella.

Rochdale siguió su mirada y gimió en voz alta.

—¿La señora Marlowe? ¿La viuda del obispo?

—La misma. Ese será su reto, Rochdale. Y menudo reto. —Rió socarronamente y con regocijo mientras Grace Marlowe pasaba en ese momento a su lado, conversando con lady Gosforth. Miró en su dirección y vio que Rochdale la estaba mirando. Frunció el ceño a modo de desaprobación y se volvió.

Rochdale, indignado, negó con la cabeza. Debería haber sabido que Sheane escogería a la mujer más remilgada y recatada de toda la sala. La mojigata más puritana que existiera sobre la faz de la tierra. La viuda de ese viejo charlatán, el obispo Marlowe. ¡Por el amor de Dios!

Grace Marlowe era joven y atractiva, eso era cierto. Si no supiese quién era, Rochdale la encontraría sin duda sugerente, con aquellos cabellos dorados como la miel, esos ojos grises y ese perfil tan perfectamente esculpido. Pero la conocía, y la belleza no podía cambiar el hecho de que ella era la viuda del obispo Marlowe, aclamada y conocida por todos como una buena mujer. Una mujer piadosa de Dios. Hacedora de buenas obras. El tipo de mujer que despreciaba a los hombres como él.

Pero en su larga trayectoria había echado abajo las defensas de más de una de esas mujeres denominadas virtuosas. Sabía cómo sortear sus refinados escrúpulos y tenaz moralidad. Grace Marlowe sería un caso más difícil, pero no tenía duda de su triunfo.

—Todo un reto, sí —dijo. —No disfrutaré con ello, pero la seduciré.

Sheane arqueó las cejas.

—¿Está seguro de ello?

—Lo estoy. No tengo intención alguna de entregarle a mi mejor caballo. Y estoy deseando tener su caballo castrado. Le diré al encargado de las cuadras que vaya haciéndole hueco.

—Yo no estaría tan seguro, Rochdale. Esa mujer no se dejará seducir. Se lo garantizo.

—Sí, lo hará. —Observó como Grace Marlowe se alejaba y detectó un leve balanceo de sus caderas bajo la seda de sus faldones. —Será uno de esos casos delicados que llevará más tiempo que los demás. Pero será mía antes de Goodwood. Se lo garantizo.
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