Espiritualidad desde la vocacion y desde el compromiso cristiano






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ESPIRITUALIDAD DESDE LA VOCACION Y DESDE EL COMPROMISO CRISTIANO.

SEGUNDO MÓDULO.

QUITO, MIERCOLES, 16 DE MAYO, 2012. Mons. Julio Parrilla Díaz

Vamos a movernos en el horizonte de la cristología bíblica. Y, también en el horizonte de la espiritualidad cristiana. Los dos temas están íntimamente unidos. El ser de Cáritas y el ejercicio de la caridad descansan sobre la experiencia que tengamos de Jesús y sobre una espiritualidad cristocéntrica, capaz de iluminar todo lo que somos y todo lo que hacemos. Mis grandes preocupaciones siempre han sido no las manifestaciones de nuestra espiritualidad (muchas veces muy ambiguas, sino el fundamento de nuestra espiritualidad. No podemos tener una espiritualidad si esta no descansa en una certeza del corazón y, por tanto, en una experiencia viva, con un contenido vivo.

Espiritualidad” es una palabra muy ambigua, yo diría sospechosa… ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que tenemos que tener una espiritualidad, que somos hombres y mujeres espirituales, con una mística, con una interioridad, una vida interior de fe? Realmente, ¿en qué creemos? ¿En qué creemos tanto como para que la fe pueda sostener la vida entera? Ese “en qué” es lo que quisiera aclarar en este día, para que podamos aclararnos también en el “cómo”.

Para ello, intentaré desarrollar tres puntos nucleares de reflexión.

  1. La persona de Jesús como referente de vida y transición de la experiencia del AT al NT.

  2. La espiritualidad cristiana como perfección de lo humano.

  3. Actitudes samaritanas.



  1. LA PERSONA DE JESUS.

Más allá del mensaje, de la doctrina, de la ideología, hay que centrarse en la persona de Jesús. No podemos definir una espiritualidad al margen de su experiencia. Una experiencia que hay que contextualizar.

  1. La esperanza de Israel.

El Dios de Israel, ¿tiene algo que decir a nuestra fe? La historia del pueblo de Israel, ¿ilumina nuestra experiencia de Dios?

Jesús es un judío, nacido y formado en el seno de su pueblo. El Dios que anuncia no es un Dios distinto al de Israel. La primera comunidad lee (relee) la historia del Nazareno “según las Escrituras”, según la tradición de la fe y según la esperanza del pueblo judío.

No se trata de hacer un mero paralelismo, como si todo lo que se dice en el NT estuviera ya contenido en el AT. Más bien hay que tener un sentido de la historia (historia de la revelación, historia de la Palabra) una historia que va unida al éxodo cotidiano. Las Escrituras no son símbolos o alegorías delo que luego acontecerá, sino que se refieren a la historia, a la relación, a veces tormentosa, entre Dios y su pueblo, entre el pueblo y su Dios. En el corazón de esta historia hay que situar a Jesús. Una historia que é subvierte y reinterpreta.

El AT es el horizonte en el que Jesús debe ser comprendido, pero el acontecimiento de Jesucristo posee un carácter de novedad absoluta, supone una nueva luz que ilumina de forma radical la esperanza de Israel y nuestra propia esperanza.

Y, dado que después vamos a hablar de Jesús y de su espiritualidad, por ahora desearía hablar de este horizonte en el que se sitúa la experiencia del Cristo.

El pueblo de Dios es el pueblo de la Palabra. Donde otros sólo han percibido silencio, Israel escucha una voz. Israel descubre que Dios es audible, alguien que irrumpe en la historia e interpela al hombre. Interpela y se deja interpelar. La historia de Israel es la historia de un diálogo ininterrumpido entre Dios y el hombre, entre el hombre y Dios. Un Dios que no se deja apresar, encerrar por los imaginarios humanos. Más bien se trata de un Dios que se historiza, un Dios que inquieta la saciedad suscitando hambre, que sostiene el extravío suscitando esperanza, que libera de la cárcel del presente suscitando futuro,… Un Dios que relativiza las grandes instituciones del pueblo: el rey, la tierra, el templo, el sábado, la ley,… ¿Qué ocurre cuando el pueblo entrega su corazón a las grandes mediaciones, cuando prostituye la fe del principio? Pues que el Señor les matara al rey, los desterrará y les destruirá el templo.

Y todo esto lo hace a través de la palabra. Es un Dios que habla, que promete y consuela, pero que también juzga… Es el Dios de la alianza (Ex. 19 y ss) y del encuentro nupcial (Os. 2), un Dios que sabe amar y repudiar, gozar y sufrir, un Dios celoso, que sabe de ternuras y de cóleras, un Dios vivo cuya historia se entrelaza con la historia del hombre, gracias a la pureza de su trascendencia.

A mí siempre me ha conmovido esta absoluta fidelidad de Dios a sí mismo y a sus promesas. Siempre subrayamos la fidelidad de Dios a su pueblo y no nos damos cuenta de que la fidelidad de Dios al hombre pasa por la fidelidad de Dios a sí mismo. (Algo habrá que aprender…). La fidelidad de Dios a sus palabras y a sus promesas es el signo de la fidelidad de su amor. “Su salvación dura para siempre y su justicia no será aniquilada” (Is. 31,2). Y añade Isaías: “se agosta la hierba, la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre” (40,8).

Este amor fiel tiene un nombre: “Yo soy Yahvé”. Y esta no es una definición filosófica (algo ajeno a la mentalidad semítica), sino que es una afirmación histórica. “Yo soy” significa “yo estoy presente”. “Yo soy el que soy” (Ex. 3,14) no es un trabalenguas, no es la definición de un ser perfecto en sí mismo, más bien significa “yo soy el que es para vosotros”, el Dios que es y será siempre fiel. Un Dios itinerante, tal como el hombre es: itinerante, siempre presente pero siempre imprevisible. Cuando el pueblo (o la casta sacerdotal) quiere encerrar a Dios en el Templo, Dios los destempla… Al pueblo no le queda otro remedio que ser el pueblo de la promesa, el pueblo de la esperanza. Esta apertura hacia el futuro pondrá el presente en discusión, turbará a los poderosos e inquietará la paciencia de los humildes.

Hay una tensión que recorre toda esta historia. Y esa tensión, que es como una espina dorsal que atraviesa toda la Biblia, tiene un nombre, se llama “mesianismo”. Claro, aquí está el problema, que esta tensión, este mesianismo, no todos lo procesan de igual manera. El “ya” y el “todavía no” admite lecturas muy diversas, diferentes formas de esperar, diferentes mesianismos. Señalo algunos: el mesianismo real, el mesianismo sacerdotal, el mesianismo apocalíptico,… (Este último tendrá una gran importancia y presencia en el tiempo de Jesús, en el que usan muchas expresiones de la apocalíptica judía, fruto de esa tensión entre la utopía del futuro y la tristeza del presente…). No los voy a desarrollar, salvo el caso del mesianismo profético que me parece fundamental para comprender a Jesús y para comprendernos nosotros mismos como discípulos y testigos del Señor.

  • El mesianismo profético.

Frente a la realeza y al sacerdocio, el profeta será una fuerza crítica, será constituido “sobre las naciones y sobre los reinos para arrancar y destruir, para asolar y demoler, para edificar y plantar” (Jer. 1,10); como Isaías echará en cara a los poderosos sus infidelidades: “Escuchad, pues, casa de David, ¿os parece poco cansar a los hombres, para que queráis también cansar a mi Dios?” (Is. 7,13); o protestará contra el culto vacío separado de la vida: “Dejad de hollar mis atrios para traerme ofrendas vanas, me causa horror vuestro incienso” (Is. 1,13), “porque yo quiero amor y no sacrificios” (Os. 6,6).

Con el hundimiento del Reino (585: destrucción de Jerusalén), con el exilio, la palabra profética no se extinguirá, más bien será ella la que alimente la esperanza de Israel (acuérdense de los cánticos del Siervo de Yahvé, cánticos que expresan la esperanza del pueblo, la salvación prometida, la esperanza mesiánica). Estos cánticos (Cfr. Is. 42; 49; 50; 52; 53) están profundamente arraigados en la historia del exilio y expresan la esperanza de Israel de que el dolor presente será sustituido por el cumplimiento de la promesa.

Estos cantos presentan a un siervo de Yahvé inocente, elegido y formado por El, enviado a favor del pueblo; él proclamará la justicia y guiará al pueblo como en nuevo éxodo. Sufrirá mucho, experimentará el abandono de Dios y morirá de muerte violenta; pero lo aceptará todo con paciencia y jamás perderá su confianza en Dios. Este sufrimiento será causa de salvación para todos, especialmente para los pecadores, los sufrientes, los pobres. Es decir, para el hombre, para todo el hombre y todos los hombres y mujeres de este mundo. Todo y todos. La suerte del siervo es una respuesta al grito del hombre: allí donde hay dolor hay esperanza. Algún día se cumplirán las promesas de Dios.

En tiempos de seguridad y de bonanza, la Palabra será crítica con el optimismo humano (cuando el hombre piensa que la vida entera es una fiesta); en tiempos de debilidad y de dolor, la Palabra se convertirá en un canto de esperanza, alimentando la expectativa de un profeta que restaure el Reino. El oráculo de Is. 61,1-3, leído por Jesús en la sinagoga de Nazaret y aplicado a sí mismo (Lc. 4,18-19) expresa esta espera y esta esperanza del pueblo. Es más, en Jesús, Dios cumple su promesa.

  1. La plenitud del tiempo.

Cuando nos ubicamos ante el NT, el punto de partida de la fe y de la reflexión cristiana es la resurrección del Crucificado. La “historia cristiana” nace en Pascua. Sin la resurrección, las palabras y los gestos de Jesús serían completamente ambiguos. Ya Pablo lo decía en un texto antiquísimo: “Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación y vana nuestra fe” (1Cor. 15,14). El salto cualitativo decisivo, entre la esperanza apocalíptico-mesiánica de Israel y la originalidad del movimiento cristiano es el acontecimiento de la resurrección de Jesús por parte de Dios. Se comprende entonces porqué la expresión fundamental de la fe cristiana, un tanto inaudita, es esta: “Jesús es el Señor”. Esto dice la primera comunidad: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rom. 10,9). La misma fuerza tiene 1Cor, 16,22: “Marana tha, ven, Señor”. La misma fuerza tiene el texto de Filipenses (2,11): “Toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre”. Las mismas expresiones utiliza la Comunidad en el anuncio del kerigma: “Tenga toda la casa de Israel la certeza de que Dios hizo Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (He. 2,36 / 10,36). La Comunidad lo se repetirá hasta la saciedad. Si hay algo evidente en los Hechos de los Apóstoles es esta vinculación entre los títulos de Señor y Cristo y el acontecimiento de la resurrección. Jesús era el que tenía que venir en la plenitud de los tiempos. El Jesús que predicaba se convierte así en el Jesús predicado.

En esta experiencia fundamental de la Comunidad Primera se funda toda la cristología del NT, basada en los títulos de Señor y Cristo y en los textos de las apariciones postpascuales. Todo se reinterpreta a la luz de la Pascua. Y esta reinterpretación es la que nos permite unir la vida humilde del nazareno, el fracaso de la cruz, con el Cristo glorioso. Los teólogos hablan de “identidad en la contradicción”. Negarla supone vaciar de contenido la fe y anular la novedad y el escándalo de la paradoja cristiana.

  1. Jesús de Nazaret, la historia de Dios.

Desde aquí, desde esta fe pascual, podemos acercarnos a Jesús de Nazaret, al Jesús histórico, y comprender que su historia es la historia de Dios.

  • Lo primero que hay que decir es que esta historia es una historia verdadera. Me refiero al hecho de que estamos hablando de una verdadera historia. Los evangelios nos dan un cierto número de noticias críticamente indiscutibles: que nace bajo el emperador Augusto, que su ciudad de origen es Nazaret, que su lengua propia era el arameo galileo, que su familia era judía, que su madre María estaba casada con el carpintero José, que sus parientes se escandalizaron al comienzo de su vida pública, iniciada tras el bautismo recibido de Juan y bajo el emperador Tiberio, que al principio parece que tuvo éxito y aceptación, pero que, después, encontró una gran resistencia entre los poderosos hasta el punto de morir crucificado bajo Poncio Pilato, procurador de Roma, que su muerte fue, según todos los indicios, un asesinato político-religioso…

Los evangelistas no sólo narran hechos, hay, ciertamente, una interpretación de fe, pero los rasgos de Jesús resultan ser bastante nítidos. No hay duda de que pasó en medio de su pueblo haciendo el bien (He. 10,38).

Es más, si algo queda en evidencia en el evangelio es la autoridad de Jesús, su sorprendente estilo directo: “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios es inminente. Arrepiéntanse y crean en el evangelio”… “Se maravillaban de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad” (Mc. 1,14-15).

A diferencia de los fariseos, que esperaban el Reino de Dios como tiempo delpleno cumplimiento de la ley; de los zelotas, que proyectaban una teocracia política, establecida con las armas; de los apocalípticos, que soñaban con el nuevo eón, con cielos nuevos y tierra nueva procedente de lo alto; y del Bautista que proclamaba el juicio divino como una amenaza… Jesús anuncia una salvación que se acoge con la conversión del corazón. Anuncia que Dios es Padre. Y anuncia que él es el camino, la verdad y la vida del nuevo Reino. Al que se encuentra con Jesús ya no le queda más tiempo. No importa ni el pasado ni el futuro. Importa el presente. Es la hora de la decisión personal. Vente conmigo y deja que los muertos entierren a sus muertos.

Ahí aquí una cristología implícita. La pretensión del Nazareno coincide con la experiencia postpascual de la Primera Comunidad: quien es de Cristo vive en una radical novedad y libertad, nada ni nadie podrá separarte del amor de Cristo.

Su anuncio está cargado de una gran tensión entre la promesa y el cumplimiento. Las parábolas del Reino, de la semilla, del fruto,… subrayan que el Reino ya está presente, pero no todavía del todo presente. En medio de ese ya y todavía no está presente Jesús y estamos presentes todos nosotros. Hay que vivir en tensión. Nos toca trabajar a favor del Reino. Y ese trabajo es siempre conflictivo, especialmente con la cultura dominante, con el poder establecido, con la propia ambigüedad humana, con el relativismo moral,… Jesús resultaba incómodo para todos: para los hombres del poder y para aquellos que soñaban con derrocar al poder… Al final, es evidente que un hombre incómodo tiene que morir.

La historia de Jesús es una historia muy humana (el poder siempre piensa que la mejor forma de matar el mensaje es matando al mensajero y en eso Jesús se identifica con todos los mártires de este mundo que sufren por ser verdaderos, es una historia común de alegrías y dolores, de fatigas y lágrimas, de vida y muerte,…), pero es también una historia singular que se resume en su pretensión de que el Reino llega con él. No sólo da la vida, sino que nos plantea una exigencia absoluta: quien quiera tener vida tiene que amar y confiar en la voluntad de Dios. Y esto no todo el mundo lo acepta. Hay muchos que no dan nada, hay muchos que dan algo, hay algunos que dan la vida, pero no todos confían en Dios. Jesús será para todos un signo de contradicción. La suya es una historia humana, humanísima, pero es también un misterio.

  • Lo segundo que hay que decir es que se trata de una historia de libertad.

Yo creo que hay dos momentos fundamentales en la historia de Jesús que hablan de su libertad interior. Me refiero a las tentaciones en el desierto y a la agonía en Getsemaní.

Para las tentaciones siempre hemos utilizado una interpretación ejemplarizante-pedagógica. Jesús, que es tentado como cualquier hijo de vecina, supera las pruebas, las tentaciones. Es evidente que también nosotros tenemos que superarlas. Pero, hay algo mucho más fundamental que el hecho de superar la tentación. Es el hecho de que en las pruebas aprendió la obediencia. Recuerden el texto de Hebreos 5,8: “(Cristo) en los días de su vida mortal, habiendo presentado con violento clamor y lágrimas oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte y habiendo sido escuchado por su piedad, aunque era Hijo, aprendió por lo que padeció la obediencia”.

Tentaciones nunca van a faltar (recuerden las tentaciones del pueblo de Israel en el desierto, el becerro de oro, el deseo de volver a Egipto, a la esclavitud, la entrega del corazón a los ídolos, etc.; recuerden las propias tentaciones de acomodar el corazón al relativismo moral y al éxito individualista de la cultura dominante, a hacer el propio proyecto en función del éxito o de la plata,…). Pero lo importante es que, a partir de los propios errores aprendamos la obediencia: qué significa entregar el corazón al proyecto del Reino. Decidir en obediencia al proyecto de Dios es el gran signo de los nuevos tiempos, es el gran signo de la libertad.

Podemos decir lo mismo en lo que se refiere al texto de Getsemaní. Al final de su camino hay una opción de amor. De un amor responsable y obediente. Jesús percibe la tentación de la otra alternativa… Yo me he inventado también un apócrifo… Más o menos dice así: “Se acercó Pedro a Jesús, que estaba dormido, y le dijo, “corre, Maestro, que nos pillan”. Más allá de la broma hay que recrear el texto y fijarse en la decisión que se toma. Los evangelistas hablan de angustia, de tristeza y de miedo. Al final como ocurre en todas las opciones fundamentales del hombre, Jesús queda solo con su decisión de permanecer. Hasta ahí podía haberse largado… A partir de ese momento ya no depende de él Es el momento del ejercicio de la libertad, del riesgo, de la entrega. No es casualidad que sea esta la única vez que se ha conservado en los evangelios la forma aramaica de la invocación al Padre, “Abba”… pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieres tú”.

En estos textos se transparenta la opción fundamental de Jesús y, en el plano más profundo de la libertad, aparece como un hombre totalmente libre por amor. El da el testimonio de que nadie es más libre que el que entrega su libertad por amor.

Ya no hay sacrificios ni holocaustos, sino que El mismo es el sacrificio de la nueva y eterna alianza.

Como preámbulo de la segunda parte, sólo un interrogante: ¿Qué nos toca a la luz de esta historia de amor? Comprender que también a nosotros se nos pide hacer una misma historia de amor y de libertad, de entrega y de obediencia. Desde aquí podemos acercarnos a los rasgos de una espiritualidad cristiana.


  1. LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA COMO PERFECCION DE LO HUMANO.

El tema de la espiritualidad cristiana es difícil de abarcar, tiene infinitos enfoques y matices. Pero, en continuidad con el tema anterior y en el horizonte de una espiritualidad de la caridad, quisiera limitarme al tema de un amor capaz de cambiar el mundo, de transformarlo a la medida del Cristo.

Estamos en una época en la que la gente se preocupa mucho de lo inmediato, los proyectos utópicos apenas tienen garra y parece que, sobre cualquier cosa, prevalecen los intereses individuales… No es por casualidad que este es el tiempo de los derechos, libertades individuales. Difícil lo tenemos quienes proclamamos la utopía del Reino, el valor de la fraternidad y de la solidaridad. Pero ahí estamos… Hay que reconocer que es difícil estar, permanecer, comprometerse si no hay certezas en el corazón (primer tema) y si, al mismo tiempo, no hay una praxis espiritual que centre la fe y la vida.

Me voy a limitar (por razones evidentes de tiempo y de módulo) al tema de la caridad. Y lo primero que tengo que decir es que sólo tiene y ejerce una auténtica caridad quien tiene un corazón fraterno.

  1. Un corazón fraterno.

Según Rom. 3,21-26, la salvación viene de Dios. Esclavos del pecado, Dios nos ofrece en Jesús un camino de salvación. En el evangelio hay como un nuevo estilo de vida cuyo centro (el centro de su experiencia) es el amor. Jesús nos convoca (convoca a los discípulos) a hacer una experiencia de amistad, de fraternidad, de filiación. A ellos les cuesta enormemente entender esto, pero Jesús es constante en su enseñanza: amar a Dios va unido a amar a los hermanos. Los pobres son evangelizados, a ellos se les anuncia de forma privilegiada el amor de Dios. La caridad es la experiencia de sentirnos alcanzados por el amor del Padre, que quiere que todos seamos uno. Y esta es la buena noticia de Jesús.

Tal como veíamos, en el AT, Dios se compadece y libera a su pueblo. Lo libera no sólo de sus enemigos exteriores (que, a veces, sí y, a veces, no), sino hacia dentro del propio pueblo. Frente a la tentación de identificarse con los imperios circundantes (con la idolatría del poder), Yahvé suscitará en el corazón de Israel un ethos familiar, una comunidad de hermanos que será para el mundo una comunidad de contraste. Los pobres, las viudas, los huérfanos, serán especialmente protegidos. El Deuteronomio es un código de ética familiar.

Con Jesucristo, el amor de Dios se manifiesta definitivamente y hay algunos rasgos que se interiorizan de forma privilegiada en la humanidad de Jesús, me refiero muy especialmente a la compasión, a la misericordia.

Este amor es un regalo del Espíritu para todos nosotros. Brota en el corazón del hombre una nueva justicia cuya inspiración es el amor. Es la justicia que se hace con el hijo pródigo… No es un imperativo que viene de fuera (“no matarás, no fornicarás”,…) sino algo que nace de dentro de uno mismo, fruto de un corazón transformado por el amor.

Y si este amor es posible (y la vida de la Iglesia, por medio de sus santos, nos dice qué sí) quiere decir que Dios actúa en este mundo a través de nosotros. No se trata de ejercer sólo un sentimiento, una emoción, sino de ejercer una responsabilidad. En algún momento (en el desierto o en Getsemaní) tendremos que tomar decisiones éticas, en algún momento tendremos que amar…

La primera Comunidad vivió esta novedad evangélica. La vivió con un impulso muy grande, muy fuerte. Ellos comprendieron que no estaban en el mundo para ser maestros, sino para ser testigos, a pesar de la dureza de la tierra y de la historia. A lo largo de los siglos siempre hemos ido contracorriente. A veces nos hemos dejado llevar y halagar por el poder, por la plata, por el éxito,… Pero, el Espíritu nos ha ido ubicando y recordando que no todo vale… Más allá de nuestras equivocaciones, nosotros proclamamos que el amor de Dios nos consiente amar en libertad, nos permite pagar el precio de ser libres y responsables de nuestro mundo. Nosotros creemos esto: que sin el amor de Dios, que transforma el corazón de la persona, no hay garantía para transformar la sociedad.

Por eso, la espiritualidad cristiana, al tiempo que se compromete con la historia, busca siempre llegar al corazón del hombre. Este es el gran compromiso de toda evangelización y ahí tenemos que llegar en nuestra tarea de agentes de pastoral social Cáritas: asumir la condición humana, estar atentos a las condiciones de vida que empobrecen la dignidad del hombre, pero, llegar a su conciencia, a su corazón y anunciarle el sentido de la vida y de la salvación.

Y para ello, para crecer en esta espiritualidad humanista y trascendente, tenemos que promover la capacidad de amar de las personas. El ejercicio de la caridad, el amor a la justicia, la esperanza sembrada en el corazón del pueblo, perfeccionan todo el anhelo de felicidad que llevamos dentro.

La antropología clásica distingue entre el eros y el ágape, entre el amor centrado en uno mismo y la capacidad de darse a los demás. No son compartimentos estancos, separados, ajenos el uno al otro. Más bien, el ágape libera al eros de su concentración egoísta y nos hace libres para entrar en comunicación con el otro sin reservas. Este anhelo profundo del corazón tiene respuesta en un dinamismo comunitario. Cuando revisamos la calidad de nuestra entrega a los demás lo que realmente estamos revisando es la calidad de nuestra vida fraterna, nuestra capacidad de construir comunidad.

Una espiritualidad que te aleja de la fraternidad, de los hermanos, de los pobres, no es cristiana. De hecho el amor de Dios encuentra en el evangelio una expresión fundamental en los sentimientos de Jesús. Pero, no sólo en los sentimientos, sino en el compromiso de dar la vida por los amigos. El amor que Jesús ofrece a los pobres, a los enfermos, a los excluidos del poder y del templo, es el amor de compasión, el amor de misericordia. Jesús sana a los heridos, pero les recuerda su dignidad de hijos y de hermanos. Aunque no hayan sido amados por los demás, ellos sí pueden amar a los demás.

  1. La responsabilidad ante el sufrimiento del otro.

Junto a esta dimensión de fraternidad, hay en la espiritualidad cristiana un profundo valor, una disposición del corazón que acompaña el ministerio de Jesús y que forma parte de nuestro propio ministerio bautismal: la capacidad de ponernos en el lugar del otro que, en algún momento de la vida puede aparecer, el otro, como un límite, pero que siempre aparece como una invitación a ser humanos. Es el otro quien te humaniza, quien da sentido a tu vida. Da sentido o lo quita… Depende de cómo el hombre se sitúe ante el hombre.

Precisamente, “compasión” es un término griego que significa “capacidad de sufrir con”… la capacidad de hacer tuyo el sufrimiento de tu hermano, una conducta ética y religiosa que, recordando la parábola evangélica (que después analizaremos y rezaremos), podríamos llamar ´”moral samaritana”. Es la conducta de quien se ha dejado alcanzar y actúa movido por los sentimientos del Dios compasivo y fiel. El buen samaritano es el buen evangelizador que, con el testimonio de la vida, anuncia la salvación de Dios.

La espiritualidad cristiana nos dice que la compasión (la simpatía) y el acercamiento al que sufre son una epifanía de Dios en nuestra tierra. Así se ensancha nuestra mirada y se amplía el espacio de nuestra tienda, de nuestro compromiso creyente: el dolor del otro, su necesidad, su anhelo de vida, se dignidad, de amor, de justicia, son espacios para la vivencia de la fe, La compasión es el fruto de la gracia.

Hoy, lamentablemente, la mirada compasiva es una mirada muy limitada. Siempre estuvo limitada por el egoísmo humano, por ese ensimismamiento en el que el hombre cae con tanta frecuencia… Pero, en este tiempo, la cultura imperante ha hecho que la mirada compasiva se redujera a la autocompasión. Nunca el hombre ha estado tan pendiente de sí mismo, de su salud, de su cuerpo, de su capacitación, de su éxito, de su bienestar, de sus derechos individuales como en estos tiempos. La mirada compasiva no nace de la dignidad amenazada de la persona, sino de los intereses del mercado. Hay que elevar el nivel de vida de los pobres para que entren en las dinámicas consumistas. Más que pueblos que hay que promover se mira a mercados potenciales…

Frente a una mentalidad lucrativa, el evangelio nos plantea una mentalidad, un corazón, solidarios. Y es que la revelación evangélica no permite separar al prójimo de Dios. Fe, justicia, caridad, forman parte de una misma experiencia cristiana. Siempre ha existido (también hoy por parte de algunos movimientos eclesiales) la tentación de reservar la fe al mundo intimista de una caridad mal entendida y de promover la justicia como algo que pertenece al mundo de las relaciones humanas según el derecho establecido. Es una equivocación. La verdadera fe nos hace justos, nos obliga a ajustar la vida según el corazón de Dios. Y esto afecta a las relaciones personales ya las relaciones sociales. Por eso decimos que la caridad cristiana tiene también una dimensión política (en el sentido amplio de organización de la polis).

  1. La solidaridad, versión actual de la caridad.

En esta perspectiva, yo diría que la solidaridad es la versión actual de la caridad. Piensen en dos hechos constatables: Uno, el individualismo feroz que pervierte el proyecto de la modernidad. El economicismo paraliza cualquier proyecto de utopía y la postmodernidad nos deja indiferentes ante el sufrimiento de los pobres. Dos, la interdependencia entre los pueblos. Todos estamos al tanto de lo que ocurre en el mundo en tiempo real, pero el sistema de dominación sigue vigente. Por eso, debemos concluir que la actitud moral en un mundo interdependiente, amenazado de individualismo, es la actitud solidaria. Chenu decía que “en la nueva situación del mundo los hombres se ven forzados a convertirse en hermanos”.

¿Qué entendemos por solidaridad? Solidaria es una persona que piensa no tanto en sí misma (“¿qué será de mí?”), sino en qué será de los demás, qué será de mi hermano, qué será de este planeta,… de aquellos que no pueden, no saben, no están capacitados para manejar la realidad de sus vidas. Dios ha sembrado sentimiento de compasión en todos, pero sólo una coherencia libre, responsable, amorosa, nos garantiza la solidaridad. La espiritualidad cristiana cultiva los sentimientos solidarios, pero cultiva también la coherencia solidaria.

La vocación a la solidaridad está muy presente en la revelación bíblica y, sobre todo, en el evangelio. Hay una intencionalidad de fondo que atraviesa toda la historia de Israel. Fíjense que la Biblia está llena de fratricidios, de divisiones, de despotismo, de opresión, de un nacionalismo ciego y excluyente. Pero también hay una llamada continua (profética) a la superación, a una legislación más justa, a relaciones fraternas. De la misma manera que Yahvé es fiel, compasivo y solidario, así el pueblo debe de serlo también.

Y fíjense en algo más: la revelación bíblica no es abstracta. Están los testigos, es decir, aquellas personas que viven con fuerza la experiencia de Dios (Moisés, Abraham, Jacob, los profetas,…).

Abraham es modelo de generosidad pacífica y fraterna (es nuestro padre en la fe) que sabe renunciar a su seguridad pensando en el bien de su pueblo. Moisés es el prototipo del hombre solidario con los pobres, una vez que entra en contacto con sus sufrimiento, Los profetas, ante la injusticia y la discriminación (Salomón no sólo fue un buen juez, aino que generó un auténtico imperialismo salomónico), ante la injusticia y la perversión de las prácticas religiosas, reaccionan como voz de Dios. Recuerdan a todos que Dios vomita el culto cuando este se separa de la misericordia y de la justicia.

Pero es Jesús, de forma definitiva, quien anuncia el evangelio de la solidaridad. Y en eso hace consistir el reino de Dios. Por una parte, está la preferencia de Jesús por los excluidos del mundo y (eta opción preferencial por los pobres, que Aparecida ha reivindicado con fuerza), por otra, está su rigor para con los ricos y poderosos, con los fariseos y los hombres del templo. Es evidente que Dios quiere que seamos hermanos.

El principio de la solidaridad queda claro en el evangelio por medio de dos grandes referencias (ellas forman parte de nuestra espiritualidad):

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