Celebrada por escritores de registros tan dispares como Rubén Darío, Unamuno y Borges, la casi unánime consideración que la crítica ha tenido con María es tan






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—¿Para qué ya?

—¿Es decir que no me permites tampoco disculparme para contigo?

—Lo que quisiera saber es por qué has hecho eso; sin embargo, me da miedo saberlo por lo mismo que para nada he dado motivo; y siempre pensé que tendrías alguno que yo no debía saber... Mas como parece que estás contento otra vez... yo también estoy contenta.

—Yo no merezco que seas tan buena como eres conmigo.

—Quizá seré yo quien no merezca...

—He sido injusto contigo, y si lo permitieras, te pediría de rodillas que me perdonaras.

Sus ojos velados hacía rato lucieron con toda su belleza, y exclamó:

—¡Ay! no, ¡Dios mío! Yo lo he olvidado todo... ¿oyes bien? ¡todo!

—Pero con una condición —añadió después de una corta pausa.

—La que quieras.

—El día que yo haga o diga algo que te disguste, me lo dirás; y yo no volveré a hacerlo ni a decirlo. ¿No es muy fácil eso?

—¿Y yo no debo exigir de tu parte lo mismo?

—No, porque yo no puedo aconsejarte a ti, ni saber siempre si lo que pienso es lo mejor; además, tú sabes lo que voy a decirte, antes que te lo diga.

—¿Estás cierta, pues? ¿Vivirás convencida de que te quiero con toda mi alma? —le dije en voz baja y conmovida.

—Sí, sí —respondió muy quedo; y casi tocándome los labios con una de sus manos para significarme que callara, dio algunos pasos hacia el salón.

—¿Qué vas a hacer? —le dije.

—¿No oyes que Juan me llama y llora porque no me encuentra?

Indecisa por un momento, en su sonrisa había tal dulzura y tan amorosa languidez en su mirada, que ya había ella desaparecido y aún la contemplaba yo extasiado.
XXI

Al día siguiente al amanecer tomé el camino de la montaña, acom-pañado de Juan Angel, que iba cargado con algunos regalos de mi madre para Luisa y las muchachas. Seguíanos Mayo: su fidelidad era superior a todo escarmiento, a pesar de algunos malos ratos que había tenido en esa clase de expediciones, impropias ya de sus años.

Pasado el puente del río, encontramos a José y a su sobrino Braulio que venían ya a buscarme. Aquél me habló al punto de su proyecto de caza, reducido a asestar un golpe certero a un tigre famoso en las cercanías, que le había muerto algunos corderos. Teníale seguido el rastro al animal y descubierta una de sus guaridas en el nacimiento del río, a más de media legua arriba de la posesión.

Juan Angel dejó de sudar al oír estos pormenores, y poniendo sobre la hojarasca el cesto que llevaba, nos veía con ojos tales cual si estuviera oyendo discutir un proyecto de asesinato.

José continuó hablando así de su plan de ataque:

—Respondo con mis orejas de que no se nos va. Ya veremos si el valluno Lucas es tan jaque como dice. De Tiburcio sí respondo. ¿Trae la munición gruesa?

—Sí —le respondí— y la escopeta larga.

—Hoy es el día de Braulio. El tiene mucha gana de verle hacer a usted una jugada, porque yo le he dicho que usted y yo llamamos errados los tiros cuando apuntamos a la frente de un oso y la bala se zampa por un ojo.

Rio estrepitosamente, dándole palmadas sobre el hombro a su sobrino.

—Bueno, y vámonos —continuó—: pero que lleve el negrito estas legumbres a la señora, porque yo me vuelvo; —y se echó a la espalda el cesto de Juan Angel, diciendo—: ¿Serán cosas dulces que la niña María pone para su primo?...

—Ahí vendrá algo que mi madre le envía a Luisa.

—Pero ¿qué es lo que ha tenido la niña? Yo la vi ayer a la pasada tan fresca y lúcida como siempre. Parece un botón de rosa de Castilla.

—Está buena ya.

—Y tú ¿qué haces ahí que no te largas, negritico? —dijo José a Juan Angel—. Carga con la guambía10 y vete, para que vuelvas pronto, porque más tarde no te conviene andar solo por aquí. No hay que decir nada allá abajo.

—¡Cuidado con no volver! —le grité cuando estaba él del otro lado del río.

Juan Angel desapareció entre el carrizal como un guatín asusta-do.

Braulio era un mocetón de mi edad. Hacía dos meses que había venido de la Provincia11 para acompañar a su tío, y estaba locamen-te enamorado, de tiempo atrás, de su prima Tránsito.

La fisonomía del sobrino tenía toda la nobleza que hacía intere-sante la del anciano; pero lo más notable en ella era una linda boca, sin bozo aún, cuya sonrisa femenina contrastaba con la energía varonil de las otras facciones. Manso de carácter, apues-to, e infatigable en el trabajo, era un tesoro para José y el más adecuado marido para Tránsito.

La señora Luisa y las muchachas salieron a recibirme a la puerta de la cabaña, risueñas y afectuosas. Nuestro frecuente trato en los últimos meses había hecho que las muchachas fuesen menos tímidas conmigo. José mismo, en nuestras cacerías, es decir, en el campo de batalla, ejercía sobre mí una autoridad paternal, todo lo cual desaparecía cuando se presentaba en casa, como si fuese un secreto nuestra amistad leal y sencilla.

—¡Al fin, al fin! —dijo la señora Luisa tomándome por el brazo para introducirme a la salita—. ¡Siete días!... uno por uno los hemos contado.

Las muchachas me miraban sonriendo maliciosamente.

—Pero ¡Jesús!, qué pálido está —exclamó Luisa mirándome más de cerca—. Eso no está bueno así; si viniera usted con frecuencia estaría tamaño de gordo.

—¿Y a ustedes cómo les parezco? —dije a las muchachas.

—¡Eh! —contestó Tránsito—: pues ¿qué nos va a parecer? Si por estarse allá en sus estudios y...

—Hemos tenido tantas cosas buenas para usted —interrumpió Lucía—: dejamos dañar la primera badea de la mata nueva, espe-rándolo: el jueves, creyendo que venía, le tuvimos una natilla tan buena...

—¡Y qué peje! ¿ah Luisa? —añadió José—; si eso ha sido el jui-cio, no hemos sabido qué hacer con él. Pero ha tenido razón para no venir —continuó en tono grave—; ha habido motivo; y como pronto lo convidarás a que pase con nosotros un día entero... ¿no es así, Braulio?

—Sí, sí, pase y hablemos de eso. ¿Cuándo es ese gran día, señora Luisa? ¿cuándo es, Tránsito?

Esta se puso como una grana, y no hubiera levantado los ojos para ver a su novio por todo el oro del mundo.

—Eso tarda —respondió Luisa—: ¿no ve que falta blanquear la casita y ponerle las puertas? Vendrá siendo el día de Nuestra Señora de Guadalupe, porque Tránsito es su devota.

—¿Y eso cuándo es?

—¿Y no sabe? Pues el doce de diciembre. ¿No le han dicho estos muchachos que quieren hacerlo su padrino?

—No, y la tardanza en darme tan buena noticia no se la perdono a Tránsito.

—Si yo le dije a Braulio que se lo dijera a usted, porque mi padre creía que era mejor así.

—Yo agradezco tanto esa elección como no podéis figurároslo; mas es con la esperanza de que me hagáis muy pronto compadre.

Braulio miró de la manera más tierna a su preciosa novia, y avergonzada ésta, salió presurosa a disponer el almuerzo, lleván-dose de paso a Lucía.

Mis comidas en casa de José no eran ya como la que describí en otra ocasión: yo hacía en ellas parte de la familia; y sin apara-tos de mesa, salvo el único cubierto que se me destinaba siempre, recibía mi ración de frisoles, mazamorra, leche y gamuza de manos de la señora Luisa, sentado ni más ni menos que José y Braulio, en un banquillo de raíz de guadua. No sin dificultad los acostum-bré a tratarme así.

Viajero años después por las montañas del país de José, he visto ya a puestas de sol llegar labradores alegres a la cabaña donde se me daba hospitalidad: luego que alababan a Dios ante el vene-rable jefe de la familia, esperaban en torno del hogar la cena que la anciana y cariñosa madre repartía: un plato bastaba a cada pareja de esposos; y los pequeñuelos hacían pinicos apoyados en las rodillas de sus padres. Y he desviado mis miradas de esas escenas patriarcales, que me recordaban los últimos días felices de mi juventud...

El almuerzo fue suculento como de costumbre, y sazonado con una conversación que dejaba conocer la impaciencia de Braulio y de José por dar principio a la cacería.

Serían las diez cuando, listos ya todos, cargado Lucas con el fiambre que Luisa nos había preparado, y después de las entradas y salidas de José para poner en su gran garniel de nutria tacos de cabuya y otros chismes que se le habían olvidado, nos pusimos en marcha.

Eramos cinco los cazadores: el mulato Tiburcio, peón de la chagra12; Lucas, neivano agregado de una hacienda vecina; José, Braulio y yo. Todos íbamos armados de escopetas. Eran de cazoleta las de los dos primeros, y excelentes, por supuesto, según ellos. José y Braulio llevaban además lanzas cuidadosamente enastadas.

En la casa no quedó perro útil: todos atramojados13 de dos en dos, engrosaron la partida expedicionaria dando aullidos de placer; y hasta el favorito de la cocinera Marta, Palomo, a quien los conejos tenían con ceguera, brindó el cuello para ser contado en el número de los hábiles; pero José lo despidió con un “¡zumba!” seguido de algunos reproches humillantes.

Luisa y las muchachas quedaron intranquilas, especialmente Tránsito, que sabía bien era su novio quien iba a correr mayores peligros, pues su idoneidad para el caso era indisputable.

Aprovechando una angosta y enmarañada trocha, empezamos a ascen-der por la ribera septentrional del río. Su sesgado cauce, si tal puede llamarse el fondo selvoso de la cañada, encañonado por peñascos en cuyas cimas crecían, como en azoteas, crespos hele-chos y cañas enredadas por floridas trepadoras, estaba obstruido a trechos con enormes piedras, por entre las cuales se escapaban las corrientes en ondas veloces, blancos borbollones y capricho-sos plumajes.

Poco más de media legua habíamos andado cuando José, deteniéndo-se a la desembocadura de un zanjón ancho, seco y amurallado por altas barrancas, examinó algunos huesos mal roídos, dispersos en la arena: eran los del cordero que el día antes se le había puesto de cebo a la fiera. Precediéndonos Braulio, nos internamos José y yo por el zanjón. Los rastros subían. Braulio, después de unas cien varas de ascenso, se detuvo, y sin mirarnos hizo ademán de que parásemos. Puso oído a los rumores de la selva; aspiró todo el aire que su pecho podía contener; miró hacia la alta bóveda que los cedros, jiguas y yarumos formaban sobre nosotros, y siguió andando con lentos y silenciosos pasos. Detúvose de nuevo al cabo de un rato; repitió el examen hecho en la primera estación; y mostrándonos los rasguños que tenía el tronco de un árbol que se levantaba desde el fondo del zanjón, nos dijo, después de un nuevo examen de las huellas: “Por aquí salió: se conoce que está bien comido y baquiano”. La chamba14 terminaba veinte varas adelante por un paredón desde cuyo tope se conocía, por la hoya excavada al pie, que en los días de lluvia se despeñaban por allí las corrientes de la falda.

Contra lo que creía yo conveniente, buscamos otra vez la ribera del río, y continuamos subiendo por ella. A poco halló Braulio las huellas del tigre en una playa, y esta vez llegaban hasta la orilla.

Era necesario cerciorarnos de si la fiera había pasado por allí al otro lado, o si, impidiéndoselo las corrientes, ya muy descol-gadas e impetuosas, había continuado subiendo por la ribera en que estábamos, que era lo más probable.

Braulio, la escopeta terciada a la espalda, vadeó el raudal atándose a la cintura un rejo, cuyo extremo retenía José para evitar que un mal paso hiciera rodar al muchacho a la cascada inmediata.

Guardábase un silencio profundo y acallábamos uno que otro aullido de impaciencia que dejaban escapar los perros.

—No hay rastro acá— dijo Braulio después de examinar las arenas y la maleza.

Al ponerse en pie, vuelto hacia nosotros, sobre la cima de un peñón, le entendimos por los ademanes que nos mandaba estar quietos.

Zafóse de los hombros la escopeta; la apoyó en el pecho como para disparar sobre las peñas que teníamos a la espalda; se inclinó ligeramente hacia adelante, firme y tranquilo, y dio fuego.

—¡Allí!— gritó señalando hacia el arbolado de las peñas cuyos filos nos era imposible divisar; y bajando a saltos a la ribera, añadió:

—¡La cuerda firme, los perros más arriba!

Los perros parecían estar al corriente de lo que había sucedido: no bien los soltamos, cumpliendo la orden de Braulio, mientras José le ayudaba a pasar el río, desaparecieron a nuestra derecha por entre los cañaverales.

—¡Quietos!— volvió a gritar Braulio, ganando ya la ribera; y mientras cargaba precipitadamente la escopeta, divisándome a mí, agregó:

—Usted aquí, patrón.

Los perros perseguían de cerca la presa, que no debía de tener fácil salida, puesto que los ladridos venían de un mismo punto de la falda.

Braulio tomó una lanza de manos de José, diciéndonos a los dos:

—Ustedes más abajo y más altos, para cuidar este paso, porque el tigre volverá sobre su rastro si se nos escapa de donde está. Tiburcio con ustedes— agregó.

Y dirigiéndose a Lucas:

—Los dos a costear el peñón por arriba.

Luego, con su sonrisa dulce de siempre, terminó al colocar con pulso firme un pistón en la chimenea de la escopeta:

—Es un gatico, y está ya herido.

En diciendo las últimas palabras nos dispersamos.

José, Tiburcio y yo subimos a una roca convenientemente situada. Tiburcio miraba y remiraba la ceba de su escopeta. José era todo ojos. Desde allí veíamos lo que pasaba en el peñón y podíamos guardar el paso recomendado; porque los árboles de la falda, aunque corpulentos, eran raros.

De los seis perros, dos estaban ya fuera de combate: uno de ellos destripado a los pies de la fiera; el otro dejando ver las entrañas por entre uno de los costillares, desgarrado, había venido a buscarnos y expiraba dando quejidos lastimeros junto a la piedra que ocupábamos.

De espaldas contra un grupo de robles, haciendo serpentear la cola, erizando el dorso, los ojos llameantes y la dentadura descubierta, el tigre lanzaba bufidos roncos, y al sacudir la enorme cabeza, las orejas hacían un ruido semejante al de las castañuelas de madera. Al revolver, hostigado por los perros, no escarmentados aunque no muy sanos, se veía que de su ijar iz-quierdo chorreaba sangre, la que a veces intentaba lamer inútil-mente, porque entonces lo acosaba la jauría con ventaja.

Braulio y Lucas se presentaron saliendo del cañaveral sobre el peñón, pero un poco más distantes de la fiera que nosotros. Lucas estaba lívido, y las manchas de carate de sus pómulos, de azul turquí.

Formábamos así un triángulo los cazadores y la pieza, pudiendo ambos grupos disparar a un tiempo sobre ella sin ofendernos mutua-mente.

—¡Fuego todos a un tiempo!— gritó José.

—¡No, no; los perros! —respondió Braulio—; y dejando solo a su compañero, desapareció.

Comprendí que un disparo general podía terminarlo todo; pero era cierto que algunos perros sucumbirían; y no muriendo el tigre, le era fácil hacer una diablura encontrándonos sin armas cargadas.

La cabeza de Braulio, con la boca entreabierta y jadeante, los ojos desplegados y la cabellera revuelta, asomó por entre el cañaveral, un poco atrás de los árboles que defendían la espalda de la fiera: en el brazo derecho llevaba enristrada la lanza, y con el izquierdo desviaba los bejucos que le impedían ver bien.

Todos quedamos mudos; los perros mismos parecían interesados en el fin de la partida.

José gritó al fin:

—¡Hubi! ¡Mataleón! ¡Hubi! ¡Pícalo! ¡Truncho!

No convenía dar tregua a la fiera, y se evitaba así riesgo mayor a Braulio.

Los perros volvieron al ataque simultáneamente. Otro de ellos quedó muerto sin dar un quejido.

El tigre lanzó un maullido horroroso.

Braulio apareció tras el grupo de robles, hacia nuestro lado, empuñando el asta de la lanza sin la hoja.
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