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Sus ojos estaban llenos de lágrimas. —María, señora —le respondí—, debe ser completamente libre para aceptar o no la buena suerte que le ofrece Carlos; y yo, como amigo de él, no debo hacerle ilusorias las esperanzas que funda-damente debe de alimentar de ser aceptado. Así revelaba, sin poder evitarlo, el más insoportable dolor que me había atormentado desde la noche en que supe la propuesta de los señores de M... Nada habían llegado a ser para mí delante de aquella propuesta los fatales pronósticos del doctor sobre la enfermedad de María; nada la necesidad de separarme de ella por muchos años. —¿Cómo has podido imaginar tal cosa? —me preguntó sorprendida mi madre—. Apenas habrá visto ella dos veces a tu amigo: justa-mente una en que estuvo aquí algunas horas, y otra en que fuimos a visitar a su familia. —Pero, madre mía, poco es el tiempo que falta para que se justifique o se desvanezca lo que he pensado. Me parece que bien vale la pena de esperar. —Eres muy injusto, y te arrepentirás de haberlo sido. María, por dignidad y por deber, sabiéndose dominar mejor que tú, oculta lo mucho que tu conducta la está haciendo sufrir. Me cuesta trabajo creer lo que veo; me asombra oír lo que acabas de decir. ¡Yo, que creí darte una grande alegría y remediarlo todo hacién-dote saber lo que Mayn nos dijo ayer al despedirse! —Diga usted, dígalo —le supliqué incorporándome. —¿Para qué ya? —¿Ella no será siempre... no será siempre mi hermana? —Tarde piensas así. ¿O es que puede un hombre ser caballero y hacer lo que tú haces? No, no; eso no debe hacerlo un hijo mío... ¡Tu hermana! ¡Y te olvidas de que lo estás diciendo a quien te conoce más que tú mismo! ¡Tu hermana! ¡Y sé que te ama desde que os dormía a ambos sobre mis rodillas! ¿Y es ahora cuando lo crees?, ahora que venía a hablarte de eso, asustada por el sufri-miento que la pobrecita trata inútilmente de ocultarme. —Yo no quiero, ni por un instante, darle motivo a usted para un disgusto como el que me deja conocer. Dígame qué debo hacer para remediar lo que ha encontrado usted reprobable en mi conducta. —Así debe ser. ¿No deseas que la quiera tanto como a ti? —Sí, señora; y así es, ¿no es verdad? —Así sería, aunque me hubiera olvidado de que no tiene otra madre que yo, de las recomendaciones de Salomón y la confianza de que él me creyó digna; porque ella lo merece y te ama tanto. El doctor asegura que el mal de María no es el que sufrió Sara. —¡El lo ha dicho! —Sí, tu padre, tranquilizado ya por esa parte, ha querido que yo te lo haga saber. —¿Podré, pues, volver a ser con ella como antes? —pregunté enajenado —Casi... —¡Oh! Ella me disculpará; ¿no lo cree usted? ¿El doctor ha dicho que no hay ya ninguna clase de peligro? —agregué—; es nece-sario que lo sepa Carlos. Mi madre me miró con extrañeza antes de responderme: —¿Y por qué se le había de ocultar? Réstame decirte lo que creo debes hacer, puesto que los señores de M... han de venir mañana, según lo anuncian. Dile esta tarde a María... Pero, ¿qué puedes decirle que baste a justificar tu despego, sin faltar a las órdenes de tu padre? Y aunque pudieras hablarle de lo que él te exigió, no podrías disculparte, pues que para hacer lo que has hecho en estos días hay una causa que por orgullo y delicadeza no debes descubrir. He ahí el resultado. Es forzoso que yo manifies-te a María el motivo real de tu tristeza. —Pero si usted lo hace, si he sido ligero en creer lo que he creído, ¿qué pensará ella de mí? —Pensará menos mal que considerándote capaz de una veleidad e inconse-cuencia más odiosa que todo. —Tiene usted razón hasta cierto punto; pero yo le suplico no diga a María nada de lo que acabamos de hablar. He incurrido en un error, que tal vez me ha hecho sufrir más a mí que a ella, y debo remediarlo; le prometo a usted que lo remediaré: le exijo solamente dos días para hacerlo como se debe. —Bien —me dijo levantándose para irse—; ¿sales hoy? —Sí, señora. —¿A dónde vas? —Voy a pagar a Emigdio su visita de bienvenida; y es imprescin-dible, porque ayer le mandé a decir con el mayordomo de su padre que me esperara hoy a almorzar. —Mas volverás temprano. —A las cuatro o las cinco. —Vente a comer aquí. —Sí. ¿Está usted otra vez satisfecha de mí? —Cómo no —respondió sonriendo—. Hasta la tarde, pues: darás finos recuerdos a las señoras, de parte mía y de las muchachas. XVIII Ya estaba yo listo para partir cuando Emma entró a mi cuarto. Extrañó verme con semblante risueño. —¿A dónde vas tan contento? —me preguntó. —Ojalá no tuviera que ir a ninguna parte. A ver a Emigdio, que se queja de mi inconstancia en todos los tonos, siempre que me encuentro con él. —¡Qué injusto! —exclamó riendo—. ¿Inconstante tú? —¿De qué te ríes? —Pues de la injusticia de tu amigo. ¡Pobre! —No, no; tú te ríes de otra cosa. —De eso es —dijo tomando de mi mesa de baño una peinilla y acercándoseme—. Deja que te peine yo, porque sabrá usted, señor constante, que una de las hermanas de su amigo es una linda muchacha. Lástima —continuó, haciendo el peinado ayudada de sus graciosas manos— que el señorito Efraín se haya puesto un poquito pálido en estos días, porque las bugueñas no imaginan belleza varonil sin frescos colores en las mejillas. Pero si la hermana de Emigdio estuviese al corriente de... —Tú estás muy parlera hoy. —¿Sí?, y tú muy alegre. Mírate al espejo y dime si no has queda-do muy bien. —¡Qué visita! —exclamé oyendo la voz de María que llamaba a mi hermana. —De veras. Cuánto mejor sería ir a dar un paseo por los pica-chos del boquerón de Amaime y disfrutar del... grandioso y soli-tario paisaje, o andar por los montes como res herida, espantando zancudos, sin perjuicio de que Mayo se llene de nuches... ¡pobre!, que está imposible. —María te llama —le interrumpí. —Ya sé para qué es. —¿Para qué? —Para que le ayude a hacer una cosa que no debiera hacer. —¿Se puede saber cuál? —No hay inconveniente: me está esperando para que vayamos a coger flores que han de servir para reemplazar éstas, dijo seña-lando las del florero de mi mesa; y si yo fuera ella no volvería a poner ni una más ahí. —Si tú supieras... —Y si supieras tú... Mi padre, que me llamaba desde su cuarto, interrumpió aquella conversación, que continuada, habría podido frustrar lo que desde mi última entrevista con mi madre me había propuesto llevar a cabo. Al entrar en el cuarto de mi padre, examinaba él en la ventana la máquina de un hermoso reloj de bolsillo, y decía: —Es una cosa admirable: indudablemente vale las treinta libras. Volviéndose en seguida hacia mí, agregó: —Este es el reloj que encargué a Londres; míralo. —Es mucho mejor que el que usted usa —observé examinándolo. —Pero el que uso es muy exacto, y el tuyo muy pequeño: debes regalarlo a una de las muchachas y tomar para ti éste. Sin dejarme tiempo para darle las gracias añadió: —¿Vas a casa de Emigdio? Di a su padre que puedo preparar el potrero de guinea para que hagamos la ceba en compañía; pero que su ganado debe estar listo, precisamente, el quince del entrante. Volví en seguida a mi cuarto a tomar mis pistolas. María, desde el jardín y al pie de mi ventana, entregaba a Emma un manojo de montenegros, mejoranas y claveles; pero el más hermoso de éstos, por su tamaño y lozanía, lo tenía ella en los labios. —Buenos días, María —le dije apresurándome a recibirle las flores. Ella, palideciendo instantáneamente, correspondió cortada al saludo, y el clavel se le desprendió de la boca. Entregóme las flores, dejando caer algunas a los pies, las cuales recogió y puso a mi alcance cuando sus mejillas estaban nuevamente sonrosa-das. —¿Quieres —le dije al recibir las últimas— cambiarme todas éstas por el clavel que tenías en los labios? —Lo he pisado —respondió bajando la cabeza para buscarlo. —Así pisado, te daré todas éstas por él. Permanecía en la misma actitud sin responderme. —¿Permites que vaya yo a recogerlo? Se inclinó entonces para tomarlo y me lo entregó sin mirarme. Entre tanto Emma fingía completa distracción colocando las flores nuevas. Estrechéle a María la mano con que me entregaba el clavel desea-do, diciéndole: —¡Gracias, gracias! Hasta la tarde. Alzó los ojos para verme con la más arrobadora expresión que pueden producir, al combinarse en la mirada de una mujer, la ternura y el pudor, la reconvención y las lágrimas. XIX Había hecho yo algo más de una legua de camino, y bregaba ya por abrir la puerta de golpe que daba entrada a los mangones de la hacienda del padre de Emigdio. Vencida la resistencia que oponían sus goznes y eje enmohecidos, y la más tenaz aún del pilón, compuesto de una piedra tamaña enzurronada, la cual, suspendida del techo, daba tormento a los transeúntes manteniendo cerrado aquel aparato singular, me di por afortunado de no haberme atas-cado en el lodazal pedregoso, cuya antigüedad respetable se conocía por el color del agua estancada. Atravesé un corto llano en el cual el rabo de zorro, el friega-plato y la zarza dominaban sobre los gramales pantanosos; allí ramoneaban algunos caballejos molenderos rapados de crin y cola, correteaban potros y meditaban burros viejos, tan lacrados y mutilados por el carguío de leña y la crueldad de sus arrieros, que Buffon se habría encontrado perplejo al tener que clasificarlos. La casa, grande y antigua, rodeada de cocoteros y mangos, destaca-ba su techumbre cenicienta y alicaída sobre el alto y tupido bosque del cacaotal. No se habían agotado los obstáculos para llegar, pues tropecé con los corrales rodeados de tetillal; y ahí fue lo de rodar trancas de robustísimas guaduas sobre escalones desvencijados. Vinieron en mi auxilio dos negros, varón y mujer: él, sin más vestido que unos calzones, mostraba la espalda atlética luciente con el sudor peculiar de la raza; ella con follao de fula azul y por camisa un pañuelo anudado hacia la nuca y cogido con la pretina, el cual le cubría el pecho. Ambos llevaban sombrero de junco, de aquellos que a poco uso se aparaguan y toman color de techo pajizo. Iba la risueña y fumadora pareja nada menos que a habérselas con otra de potros a los cuales había llegado ya su turno en el mayal; y supe a qué, porque me llamó la atención el ver no sólo al negro sino también a su compañera, armados de rejos de enlazar. En gritos y carrera estaban cuando me apeé bajo el alar de la casa, despreciando las amenazas de los perrazos inhospitalarios que se hallaban tendidos bajo los escaños del corredor. Algunas angarillas y sudaderos de junco deshilachados y montados sobre el barandaje bastaron a convencerme de que todos los planes hechos en Bogotá por Emigdio, impresionado con mis críticas, se habían estrellado contra lo que él llamaba chocheras de su padre. En cambio habíase mejorado notablemente la cría de ganado menor, de lo cual eran prueba las cabras de varios colores que apestaban el patio; e igual mejora observé en la volatería, pues muchos pavos reales saludaron mi llegada con gritos alarmadores, y entre los patos criollos o de ciénaga, que nadaban en la acequia veci-na, se distinguían por su porte circunspecto algunos de los llamados chilenos. Emigdio era un excelente muchacho. Un año antes de mi regreso al Cauca, lo envió su padre a Bogotá con el objeto de ponerlo, según decía el buen señor, en camino para hacerse mercader y buen tratante. Carlos, que vivía conmigo en aquel entonces y se halla-ba siempre al corriente hasta de lo que no debía saber, tropezó con Emigdio, yo no sé dónde, y me lo plantó por delante un domin-go de mañana, precediéndolo al entrar en nuestro cuarto para decirme: “¡Hombre!, te voy a matar del gusto: te traigo la cosa más linda”. Yo corrí a abrazar a Emigdio, que parado a la puerta, tenía la más rara figura que imaginarse puede. Es una insensatez pretender describirlo. Mi paisano había venido cargado con el sombrero de pelo, color café con leche, gala de don Ignacio, su padre, en las semanas santas de sus mocedades. Sea que le viniese estrecho, sea que le pareciese bien llevarlo así, el trasto formaba con la parte posterior del largo y renegrido cuello de nuestro amigo, un ángulo de noventa grados. Aquella flacura; aquellas patillas enralecidas y lacias haciendo juego con la cabellera más descon-solada en su abandono que se haya visto; aquella tez amarillenta, descaspando las asoleadas del camino; el cuello de la camisa hundido sin esperanza bajo las solapas de un chaleco blanco cuyas puntas se odiaban; los brazos aprisionados en las mangas de una casaca azul; los calzones de cambrún con anchas trabillas de cordobán, y los botines de cuero de venado alustrado eran causa más que suficiente para exaltar el entusiasmo de Carlos. Llevaba Emigdio un par de espuelas orejonas3 en una mano y una voluminosa encomienda para mí en la otra. Me apresuré a descar-garlo de todo, aprovechando un instante para mirar severamente a Carlos, quien tendido en una de las camas de nuestra alcoba, mordía una almohada llorando a lágrima viva, cosa que por poco me produce el desconcierto más inoportuno. Ofrecí a Emigdio asiento en el saloncito; y como eligiese un sofá de resorte, el pobre sintiendo que se hundía, procuró a todo trance buscar algo a qué asirse en el aire; mas, perdida toda esperanza, se rehizo como pudo, y una vez en pie, dijo: —¡Qué demonios! A este Carlos no le entra el juicio. ¡Y ahora! Con razón venía riéndose en la calle de la pegadura que me iba a hacer. ¿Y tú también?... ¡Vaya! Si esta gente de aquí es el mismo demontres. ¿Qué te parece la que me han hecho hoy? Carlos salió de la alcoba, aprovechándose de tan feliz ocasión, y ambos pudimos reír ya a nuestras anchas. —¡Qué, Emigdio! —dije a nuestro visitante—: siéntate en esta butaca, que no tiene trampa. Es necesario que críes correa. —Sí ea4 —respondió Emigdio sentándose con desconfianza cual si temiese un nuevo fracaso. —¿Qué te han hecho? —rió más que preguntó Carlos. —¿Hase visto? Estaba por no contarles. —Pero, ¿por qué? —insistió el implacable Carlos, echándole un brazo sobre los hombros—; cuéntanos. Emigdio se había enfadado al fin, y a duras penas pudimos con-tentarlo. Unas copas de vino y algunos cigarros ratificaron nuestro armisticio. Sobre el vino observó nuestro paisano que era mejor el de naranja que hacían en Buga, y el anisete verde de la venta de Paporrina. Los cigarros de Ambalema le parecieron infe-riores a los que aforrados en hojas secas de plátano y perfumados con otras de higo y de naranjo picadas, traía él en los bolsi-llos. Pasados dos días, estaba ya nuestro Telémaco vestido convenien-temente y acicalado por el maestro Hilario; y aunque su ropa a la moda le incomodaba y las botas nuevas le hacían ver candelillas, hubo de sujetarse, estimulado por la vanidad y por Carlos, a lo que él llamaba un martirio. Establecido en la casa de asistencia que habitábamos nosotros, nos divertía en las horas de sobremesa refiriendo a nuestras caseras las aventuras de su viaje y emitiendo concepto sobre todo lo que le había llamado la atención en la ciudad. En la calle era diferente, pues nos veíamos en la necesidad de abandonarlo a su propia suerte, o sea a la jovial impertinencia de los talabarte-ros y buhoneros, que corrían a sitiarlo apenas lo divisaban, para ofrecerle sillas chocontanas, arretrancas, zamarros, frenos y mil baratijas. Por fortuna ya había terminado Emigdio todas sus compras cuando vino a saber que la hija de la señora de la casa, muchacha despa-bilada, despreocupadilla y reidora, se moría por él. |