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Comprendió ella la causa de mi resentimiento, y me lo dijo tan claramente una mirada suya, que temí se oyeran las palpitaciones de mi corazón. Aquella noche, a la hora de retirarse la familia del salón, María estaba casualmente sentada cerca de mí. Después de haber vacilado mucho, le dije al fin, con voz que denunciaba mi emo-ción: “María, eran para ti; pero no encontré las tuyas”. Ella balbucía alguna disculpa cuando tropezando en el sofá mi mano con la suya, se la retuve por un movimiento ajeno a mi voluntad. Dejó de hablar. Sus ojos me miraron asombrados y huye-ron de los míos. Pasóse por la frente con angustia la mano que tenía libre, y apoyó en ella la cabeza, hundiendo el brazo desnudo en el almoha-dón inmediato. Haciendo al fin un esfuerzo para deshacer ese doble lazo de la materia y del alma que en tal momento nos unía, púsose en pie; y como concluyendo una reflexión empezada, me dijo tan quedo que apenas pude oírla: “Entonces... yo recogeré todos los días las flores más lindas”; y desapareció. Las almas como la de María ignoran el lenguaje mundano del amor; pero se doblegan estremeciéndose a la primera caricia de aquel a quien aman, como la adormidera de los bosques bajo el ala de los vientos. Acababa de confesar mi amor a María; ella me había animado a confesárselo, humillándose como una esclava a recoger aquellas flores. Me repetí con deleite sus últimas palabras; su voz susu-rraba aún en mi oído: “Entonces, yo recogeré todos los días las flores más lindas”. XII La Luna, que acababa de elevarse llena y grande bajo un cielo profundo sobre las crestas altísimas de los montes, iluminaba las faldas selvosas blanqueadas a trechos por las copas de los yaru-mos, argentando las espumas de los torrentes y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo del valle. Las plantas exha-laban sus más suaves y misteriosos aromas. Aquel silencio, inte-rrumpido solamente por el rumor del río, era más grato que nunca a mi alma. Apoyado de codos sobre el marco de mi ventana, me imaginaba verla en medio de los rosales entre los cuales la había sorpren-dido en aquella mañana primera; estaba allí recogiendo el ramo de azucenas, sacrificando su orgullo a su amor. Era yo quien iba a turbar en adelante el sueño infantil de su corazón: podría ya hablarle de mi amor, hacerla el objeto de mi vida. ¡Mañana!, ¡mágica palabra la noche en que se nos ha dicho que somos amados! Sus miradas, al encontrarse con las mías, no tendrían ya nada que ocultarme; ella se embellecería para felicidad y orgullo mío. Nunca las auroras de julio en el Cauca fueron tan bellas como María cuando se me presentó al día siguiente, momentos después de salir del baño, la cabellera de carey sombreado suelta y a medio rizar, las mejillas de color de rosa suavemente desvanecido, pero en algunos momentos avivado por el rubor; y jugando en sus labios cariñosos aquella sonrisa castísima que revela en las mujeres como María una felicidad que no les es posible ocultar. Sus miradas, ya más dulces que brillantes, mostraban que su sueño no era tan apacible como había solido. Al acercármele noté en su frente una contracción graciosa y apenas perceptible, especie de fingida severidad de que usó muchas veces para conmigo cuando después de deslumbrarme con toda la luz de su belleza, imponía silencio a mis labios, próximos a repetir lo que ella tanto sabía. Era ya para mí una necesidad tenerla constantemente a mi lado; no perder un solo instante de su existencia abandonada a mi amor; y dichoso con lo que poseía, y ávido aún de dicha, traté de hacer un paraíso de la casa paterna. Hablé a María y a mi hermana del deseo que habían manifestado ellas de hacer algunos estudios elementales bajo mi dirección: ellas volvieron a entusiasmarse con el proyecto, y se decidió que desde ese mismo día se daría principio. Convirtieron uno de los ángulos del salón en gabinete de estu-dio; desclavaron algunos mapas de mi cuarto; desempolvaron el globo geográfico que en el escritorio de mi padre había permane-cido hasta entonces ignorado; fueron despejadas de adornos dos consolas para hacer de ellas mesa de estudio. Mi madre sonreía al presenciar todo aquel desarreglo que nuestro proyecto aparejaba. Nos reuníamos todos los días dos horas, durante las cuales les explicaba yo algún capítulo de geografía, leíamos algo de histo-ria universal, y las más veces muchas páginas del Genio del Cristianismo. Entonces pude valuar toda la inteligencia de María: mis frases quedaban grabadas indeleblemente en su memoria, y su comprensión se adelantaba casi siempre con triunfo infantil a mis explicaciones. Emma había sorprendido el secreto y se complacía en nuestra inocente felicidad. ¿Cómo ocultarle yo en aquellas frecuentes conferencias lo que en mi corazón pasaba? Ella debió de observar mi mirada inmóvil sobre el rostro hechicero de su compañera mientras daba ésta una explicación pedida. Había visto ella temblarle la mano a María si yo se la colocaba sobre algún punto buscado inútilmente en el mapa. Y siempre que sentado cerca de la mesa, ellas en pie a uno y otro lado de mi asiento, se inclinaba María para ver mejor algo que estaba en mi libro o en las cartas, su aliento, rozando mis cabellos, sus trenzas, al rodar de sus hombros, turbaron mis explicaciones, y Emma pudo verla enderezar-se pudorosa. En ocasiones, quehaceres domésticos llamaban la atención de mis discípulas, y mi hermana tomaba siempre a su cargo ir a desempe-ñarlos para volver un rato después a reunírsenos. Entonces mi corazón palpitaba fuertemente. María, con la frente infantilmente grave y los labios casi risueños, abandonaba a las mías alguna de sus manos aristocráticas sembradas de hoyuelos, hechas para oprimir frentes como la de Byron; y su acento, sin dejar de tener aquella música que le era peculiar, se hacía lento y profundo al pronunciar palabras suavemente articuladas que en vano probaría yo a recordar hoy; porque no he vuelto a oírlas, porque pronun-ciadas por otros labios no son las mismas, y escritas en estas páginas aparecerían sin sentido. Pertenecen a otro idioma, del cual hace muchos años no viene a mi memoria ni una frase. XIII Las páginas de Chateaubriand iban lentamente dando tintas a la imaginación de María. Tan cristiana y llena de fe, se regocijaba al encontrar bellezas por ella presentidas en el culto católico. Su alma tomaba de la paleta que yo le ofrecía, los más preciosos colores para hermosearlo todo; y el fuego poético, don del Cielo que hace admirables a los hombres que lo poseen y diviniza a las mujeres que a su pesar lo revelan, daba a su semblante encantos desconocidos para mí hasta entonces en el rostro humano. Los pensamientos del poeta, acogidos en el alma de aque-lla mujer tan seductora en medio de su inocencia, volvían a mí como eco de una armonía lejana y conocida que torna a conmover el corazón. Una tarde, tarde como las de mi país, engalanada con nubes de color de violeta y lampos de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue ésta para mí, ella, mi hermana y yo, sentados sobre la ancha piedra de la pendiente, desde donde veía-mos a la derecha en la honda vega rodar las corrientes bullicio-sas del río, y teniendo a nuestros pies el valle majestuoso y callado, leía yo el episodio de Atala, y las dos, admirables en su inmovilidad y abandono, oían brotar de mis labios toda aquella melancolía aglomerada por el poeta para “hacer llorar al mundo”. Mi hermana, apoyado el brazo derecho en uno de mis brazos, la cabeza casi unida a la mía, seguía con los ojos las líneas que yo iba leyendo. María, medio arrodillada cerca de mí, no separaba de mi rostro sus miradas, húmedas ya. El Sol se había ocultado cuando con voz alterada leí las últimas páginas del poema. La cabeza pálida de Emma descansaba sobre mi hombro. María se ocultaba el rostro con entrambas manos. Luego que leí aquella desgarradora despedida de Chactas sobre el sepul-cro de su amada, despedida que tantas veces ha arrancado un sollozo a mi pecho: “¡Duerme en paz en extranjera tierra, joven desventurada! En recompensa de tu amor, de tu destierro y de tu muerte, quedas abandonada hasta del mismo Chactas”, María, dejando de oír mi voz, descubrió la faz, y por ella rodaban gruesas lágrimas. Era tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó. Nos dirigimos en silencio y lentamente hacia la casa. ¡Ay, mi alma y la de María no sólo estaban conmovidas por aquella lectura: estaban abrumadas por el presentimiento! XIV Pasados tres días, al bajar; una tarde de la montaña, me pareció notar algún sobresalto en los semblantes de los criados con quienes tropecé en los corredores interiores. Mi hermana me refirió que María había sufrido un ataque nervioso; y al agregar que estaba aún sin sentido, procuró calmar cuanto le fue posible mi dolorosa ansiedad. Olvidado de toda precaución, entré a la alcoba donde estaba María, y dominando el frenesí que me hubiera hecho estrecharla contra mi corazón para volverla a la vida, me acerqué desconcer-tado a su lecho. A los pies de éste se hallaba sentado mi padre: fijó en mí una de sus miradas intensas, y volviéndola después sobre María, parecía quererme hacer una reconvención al mostrár-mela. Mi madre estaba allí; pero no levantó la vista para buscar-me, porque, sabedora de mi amor, me compadecía como sabe compade-cer una buena madre en la mujer amada por su hijo, a su hijo mismo. Permanecí inmóvil contemplándola, sin atreverme a averiguar cuál era su mal. Estaba como dormida: su rostro, cubierto de palidez mortal, se veía medio oculto por la cabellera descompuesta, en la cual se descubrían estrujadas las flores que yo le había dado en la mañana: la frente contraída revelaba un padecimiento insopor-table, y un ligero sudor le humedecía las sienes: de los ojos cerrados habían tratado de brotar lágrimas que brillaban deteni-das en las pestañas. Comprendiendo mi padre todo mi sufrimiento, se puso en pie para retirarse; mas antes de salir se acercó al lecho, y tomando el pulso de María, dijo: —Todo ha pasado. ¡Pobre niña! Es exactamente el mismo mal que padeció su madre. El pecho de María se elevó lentamente como para formar un sollo-zo, y al volver a su natural estado exhaló sólo un suspiro. Salido que hubo mi padre, coloquéme a la cabecera del lecho, y olvidándome de mi madre y de Emma, que permanecían silenciosas, tomé de sobre el almohadón una de las manos de María, y la bañé en el torrente de mis lágrimas, hasta entonces contenido. Medía toda mi desgracia: era el mismo mal de su madre, que había muerto muy joven atacada de una epilepsia incurable. Esta idea se adueñó de todo mi ser para quebrantarlo. Sentí algún movimiento en esa mano inerte, a la que mi aliento no podía volver el calor. María empezaba ya a respirar con más libertad, y sus labios parecían esforzarse en pronunciar alguna palabra. Movió la cabeza de un lado a otro, cual si tratara de deshacerse de un peso abrumador. Pasado un momento de reposo, balbució palabras ininteligibles, pero al fin se percibió entre ellas claramente mi nombre. En pie yo, devorándola mis miradas, tal vez oprimí demasiado entre mis manos las suyas, quizá mis labios la llamaron. Abrió lentamente los ojos, como heridos por una luz intensa, y los fijó en mí, haciendo esfuerzo para recono-cerme. Medio incorporándose un instante después, “¿qué es?”, me dijo apartándome; “¿qué me ha sucedido?”, continuó, dirigiéndose a mi madre. Tratamos de tranquilizarla, y con un acento en que había algo de reconvención, que por entonces no pude explicarme, agregó: “¿Ya ves? Yo lo temía”. Quedó, después del acceso, adolorida y profundamente triste. Volví por la noche a verla, cuando la etiqueta establecida en tales casos por mi padre lo permitió. Al despedirme de ella, reteniéndome un instante la mano, “hasta mañana”, me dijo y acentuó esta última palabra como solía hacerlo siempre que inte-rrumpida nuestra conversación en alguna velada, quedaba deseando el día siguiente para que la concluyésemos. XV Cuando salí al corredor que conducía a mi cuarto, un cierzo impe-tuoso columpiaba los sauces del patio; y al acercarme al huerto, lo oí rasgarse en los sotos de naranjos, de donde se lanzaban las aves asustadas. Relámpagos débiles, semejantes al reflejo instan-táneo de un broquel herido por el resplandor de una hoguera, parecían querer iluminar el fondo tenebroso del valle. Recostado en una de las columnas del corredor, sin sentir la lluvia que me azotaba las sienes, pensaba en la enfermedad de María, sobre la cual había pronunciado mi padre tan terribles palabras. ¡Mis ojos querían volver a verla como en las noches silenciosas y serenas que acaso no volverían ya más! No sé cuánto tiempo había pasado, cuando algo como el ala vibran-te de un ave vino a rozar mi frente. Miré hacia los bosques inmediatos para seguirla: era un ave negra. Mi cuarto estaba frío; las rosas de la ventana temblaban como si se temiesen abandonadas a los rigores del tempestuoso viento: el florero contenía ya marchitos y desmayados los lirios que en la mañana había colocado en él María. En esto una ráfaga apagó de súbito la lámpara, y un trueno dejó oír por largo rato su cre-ciente retumbo, como si fuese el de un carro gigante despeñado de las cumbres rocallosas de la sierra. En medio de aquella naturaleza sollozante, mi alma tenía una triste serenidad. Acababa de dar las doce el reloj del salón. Sentí pasos cerca de mi puerta y muy luego la voz de mi padre que me llamaba. “Leván-tate”, me dijo tan pronto como le respondí, “María sigue mal”. El acceso había repetido. Después de un cuarto de hora hallábame percibido para marchar. Mi padre me hacía las últimas indicacio-nes sobre los nuevos síntomas de la enfermedad, mientras el negrito Juan Angel aquietaba mi caballo retinto, impaciente y asustadizo. Monté; sus cascos herrados crujieron sobre el empedrado, y un instante después bajaba yo hacia las llanuras del valle buscando el sendero a la luz de algunos relámpagos lívidos... Iba en solicitud del doctor Mayn, que pasaba a la sazón una temporada de campo a tres leguas de nuestra hacienda. La imagen de María, tal como la había visto en el lecho aquella tarde, al decirme ese “hasta mañana” que tal vez no llegaría, iba conmigo, y avivando mi impaciencia me hacía medir incesante-mente la distancia que me separaba del término del viaje, impa-ciencia que la velocidad del caballo no era bastante a moderar. Las llanuras empezaban a desaparecer, huyendo en sentido contra-rio a mi carrera, semejantes a mantos inmensos arrollados por el huracán. Los bosques que más cercanos creía, parecían alejarse cuando avanzaba hacia ellos. Sólo algún gemido del viento entre los higuerones y chiminangos sombríos, el resuello fatigoso del caballo y el choque de sus cascos en los pedernales que chispea-ban interrumpían el silencio de la noche. Algunas cabañas de Santa Elena quedaron a mi derecha, y poco después dejé de oír los ladridos de sus perros. Vacadas dormidas sobre el camino empezaban a hacerme moderar el paso. La hermosa casa de los señores de M..., con su capilla blanca y sus bosques de ceibas, se divisaba en lejanía a los primeros rayos de la luna naciente, cual castillo cuyas torres y techum-bres hubiese desmoronado el tiempo. El Amaime baja crecido con las lluvias de la noche, y su es-truendo me lo anunció mucho antes de que llegase yo a la orilla. A la luz de la Luna, que atravesando los follajes de las riberas iba a platear las ondas, pude ver cuánto había aumentado su raudal. Pero no era posible esperar: había hecho dos leguas en una hora, y aún era poco. Puse las espuelas en los ijares del caballo, que con las orejas tendidas hacia el fondo del río y resoplando sordamente parecía calcular la impetuosidad de las aguas que se azotaban a sus pies: sumergió en ellas las manos, y como sobrecogido por un terror invencible, retrocedió veloz girando sobre las patas. Le acaricié el cuello y las crines humedecidas y lo aguijoneé de nuevo para que se lanzase al río; entonces levantó las manos impacientado, pidiendo al mismo tiempo toda la rienda, que le abandoné, temeroso de haber errado el botadero2 de las crecientes. El subió por la ribera unas veinte varas, tomando la ladera de un peñasco; acercó la nariz a las espumas, y levantándola en seguida, se precipitó en la corriente. El agua lo cubrió casi todo, llegándome hasta las rodillas. Las olas se encresparon poco después alrededor de mi cintura. Con una mano le palmeaba el cuello al animal, única parte visible ya de su cuerpo, mientras con la otra trataba de hacerle describir más curva hacia arriba la línea de corte, porque de otro modo, perdi-da la parte baja de la ladera, era inaccesible por su altura y la fuerza de las aguas, que columpiaban guaduales desgajados. Había pasado el peligro. Me apeé para examinar las cinchas, de las cuales se había reventado una. El noble bruto se sacudió, y un instante después continué la marcha. |