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Así le encontró Nay al acercarse en busca de su amante. Los dos pescadores subieron a ese tiempo el cadáver del otro europeo, el cual estaba vestido de la misma manera que su compañero. Los pescadores refirieron a Sinar cómo habían encontrado a los dos blancos bajo una barraca de hojas de palmera, dos leguas arriba del Gambia, expirante el joven y ungiéndole el anciano al pronunciar oraciones en una lengua extraña. El viejo sacerdote permaneció por algún rato abstraído de cuanto le rodeaba. Luego que se puso en pie, Sinar, llevando de la mano a Nay, asustada ante aquel extranjero de tan raro traje y figura, le preguntó de dónde venía, qué objeto tenía su viaje y de qué país era; y quedó sorprendido al oírle responder, aunque con alguna dificultad, en la lengua de los Achimis: —Yo vengo de tu país: veo pintada en tu pecho la serpiente roja de los Achimis nobles, y hablas su idioma. Mi misión es de paz y de amor: nací en Francia. ¿Las leyes de este país no permiten dar sepultura al cadáver del extranjero? Tus compa-triotas lloraron sobre los de otros dos de mis hermanos, pusieron cruces sobre sus tumbas, y muchos las llevan de oro pendientes del cuello. ¿Me dejarás, pues, enterrar al extra-njero? Sinar le respondió: —Parece que dices la verdad, y no debes de ser malo como los blancos, aunque se te parezcan; pero hay quien mande más que yo entre los Kombu-Manez. Ven con nosotros: te presentaré a su jefe y llevaremos el cadáver de tu amigo para saber si permite que lo entierres en sus dominios. Mientras andaban el corto trecho que los separaba de la ciudad, Sinar hablaba con el misionero, y esforzábase Nay por entender lo que decían; seguíanle los dos pescadores condu-ciendo en una manta el cadáver del joven sacerdote. Durante el diálogo, Sinar se convenció de que el extranjero era veraz, por el modo como respondió a las preguntas que le hizo sobre el país de los Achimis: reinaba en éste un hermano suyo, y a Sinar lo creían muerto. Explicóle el misionero los medios de que se había valido para captarse el afecto de algunas tribus de los Achimis; afecto que tuvo por origen el acierto con que había curado algunos enfermos, y la circuns-tancia de haber sido uno de ellos la esclava favorita del Rey. Los Achimis le habían dado una caravana y víveres para que se dirigiese a la costa con el único de sus compañeros que sobre-vivía; pero sorprendidos en el viaje por una partida enemiga, unos de sus guardianes los abandonaron y otros fueron muertos; contentándose los vencedores con dejar sin guías en el desier-to a los sacerdotes, temerosos quizá de que los vencidos volviesen a la pelea. Muchos días viajaron sin otra guía que el Sol y sin más alimento que las frutas que hallaban en los oasis, y así habían llegado a la ribera del Gambia, donde, devorado por la fiebre, acababa de expirar el joven cuando los pescadores los encontraron. Magmahú y Sinar llevaron al sacerdote a presencia del jefe de los Kombu-Manez, y el segundo le dijo: —He aquí un extranjero que te suplica le permitas enterrar en tus dominios el cadáver de su hermano, y tomar descanso para poder continuar viaje a su país: en cambio, te promete curar a tu hijo. Aquella noche, Sinar y dos esclavos suyos ayudaron al misio-nero a sepultar el cadáver. Arrodillado el anciano al borde de la huesa que los esclavos iban colmando, entonó un canto profundamente triste, y la Luna hacía brillar en la blanca barba del ministro lágrimas que rodaban a humedecer la tierra extranjera que le ocultaba al denodado amigo. XLI Poco menos de dos semanas habían pasado desde la llegada del sacerdote francés al país de los Kombu–Manez. Sea porque sola-mente Sinar podía entenderle, o porque gustase éste del trato del europeo, daban juntos diariamente largos paseos, de los cuales notó Nay que su amante regresaba preocupado y melancólico. Supúsose ella que las noticias que daba a Sinar de su país el extranjero, debían de ser tristes; pero más tarde creyó acertar mejor con la causa de aquella melancolía, imagi-nando que los recuerdos de la patria, avivados por la relación del sacerdote, hacían desear nuevamente al hijo de Orsué el verse en su suelo natal. Mas como la amorosa ternura de Sinar para con ella aumentaba en vez de disminuir, procuró aprove-char una ocasión oportuna para confiarle sus zozobras. Apagábase una tarde calurosa, y Sinar sentado en la ribera, parecía dominado por la tristeza que en los pasados días de su esclavitud tanto había enternecido a Nay. Esta lo divisó y se acercó a él con silenciosos pasos. Con la corta y pulcra falda de carmesí salpicada de estrellas de plata; el amplio chal color de cielo, que después de ocultarle el seno, cruzándolo, pendía de la cintura; turbante rojo prendido con agujas de oro, y collares y pulsera de ágata, debía estar más seductiva que nunca. Sentóse al lado de su amado; mas él continuaba meditabundo. Al fin le dijo ella: —Nunca creí que al acercarse la hora antes tan deseada por ti en que mi padre debe hacerme tu esposa, hubieras de estar como te veo. ¿Te ama él ya menos que antes? ¿Soy acaso menos tierna contigo, o no te parezco tan bella como el día en que merecí me confesaras tu amor? Sinar, fijos los ojos en las fugitivas ondas del Gambia, parecía no haber oído. Nay lo contempló en silencio unos momentos con los ojos cuajados de lágrimas, y su pecho dejó escapar al fin un sollozo. Al oírlo Sinar se volvió con precipitación hacia ella, y viendo aquellas lágrimas, besóla tiernamente, diciéndole: —¿Lloras? ¿Así recibes la felicidad que tanto hemos esperado y que al fin llega? —¡Ay de mí! Jamás habías sido sordo a mi voz; jamás te habían buscado mis ojos sin que los tuyos se mostrasen halagüeños; por eso lloran. —¿Cuándo, di, el más leve acento tuyo no turbó el más profundo de mis sueños; cuándo, aunque no te esperase ni te viese, dejé de sentirte si te acercabas a mí? —Hace un instante; y tu inocencia, Sinar, confirma tu desdén y mi desventura. —Perdón, Nay; perdóname, pues pensaba en ti. —¿Qué te ha dicho ese extranjero?—preguntóle Nay, enjugadas ya sus lágrimas, y jugando con los corales y dientes de los collares del guerrero—; ¿por qué buscas con él la soledad que tantas veces me dijiste te era odiosa sin mí? ¿Te ha contado que las mujeres de su país son blancas como el marfil y que sus ojos tienen el azul profundo de las olas del Tando? Mi madre me lo decía a mí, y había olvidado contártelo... A ella le habló mucho del país de los blancos un extranjero parecido al que amas, según ella lo amó; pero desde que partió de Cumasia ese hombre, mi madre se hizo odiosa a Magmahú: ella adoraba a otro dios, y mi padre... mi padre le dio la muerte. Nay calló por largo rato, y Sinar se mostraba dominado otra vez por tristes pensamientos. Despertando de súbito de esa especie de embebecimiento, toma de la mano a su amada, sube con ella a la cima de un peñasco, desde el cual se divisaba el desierto sin límites y rielando de trecho en trecho el caudaloso río, y le dice: —El Gambia, como el Tando, nacen del seno de las montañas. La madre no es nunca hechura de su hijo. ¿Sabes tú quién hizo las montañas? —No. —Un dios las hizo. ¿Has visto al Tando retroceder en su carre-ra? —No. —El Tando va como una lágrima a perderse en un inmenso mar, ante el bramido del cual el rumor de un río es como tu voz compa-rada con la del huracán que durante las tempestades sacude estos bosques gigantescos cual si fuesen débiles juncos. ¿Sabes tú quién hizo el mar? —No. —El rayo que rasga las nubes y cayendo sobre la copa del baobab lo despedaza, como tu planta deshace una de sus flores secas; las estrellas que como el oro y perlas que bordan tus mantos de calín, tachonan el cielo; la Luna, que te place contemplar en la soledad dejándote aprisionar entre mis brazos; el sol que bruñó tu tez de azabache y da luz a tus ojos, el Sol ante el cual el fuego de nuestros sacrificios es menos que el brillo de una luciérnaga: todas son obras de un solo dios. El no quiere que ame a otra mujer que a ti; él manda que te ame como a mí mismo; él quiere que yo ría si ríes, que llore yo si lloras, y que en cambio de tus caricias te defienda como a mi propia vida; que si mueres llore yo sobre tu tumba hasta que vaya a juntarme contigo más allá de las estrellas, donde me esperarás. Nay, entrambas manos cruzadas sobre el hombro de Sinar, lo contemplaba enamorada y absorta, porque nunca lo había visto tan hermoso. Estrechándola él contra su corazón, besóle con ardor los labios y continuó: —Eso me ha dicho el extranjero para que yo te lo enseñe: su Dios debe ser nuestro Dios. —Sí, sí —replicó Nay circundándolo con los brazos— y después de él, yo tu único amor. XLII Al amanecer del día en que el jefe de los Kombu-Manez había ordenado se diera principio a las pomposas fiestas que se hacían en celebración del desposorio de Sinar, éste, Nay y el misionero bajaron sigilosamente a la ribera del Gambia, y buscando allí el sitio más recóndito, el misionero se detuvo y les habló así: —El dios que os he hecho amar, el dios que adorarán vuestros hijos no desdeña por templo los pabellones de palmeras que nos ocultan; y en este instante os está viendo. Pidámosle que os bendiga. Adelantándose con ellos a la orilla, dijo lentamente y con voz solemne una oración que los amantes repitieron arrodillados a uno y otro lado del sacerdote. En seguida les derramó agua sobre la cabeza pronunciando las palabras del bautismo. El ministro permaneció orando solo algún espacio, y acercándose de nuevo a Nay y Sinar, les hizo enlazarse las manos, y antes de bendecírselas dijo a uno y otro palabras que Nay no olvidó jamás. Era ya la última noche que los nobles de la tribu pasaban en casa de Magmahú en danzas y festines. Hermosas mujeres los rodea-ban, y ellas y ellos ostentaban sus más bellas joyas y vestidos. Magmahú, por su gigantesca estatura y lo lujoso del traje que llevaba, se distinguía en medio de los guerreros, así como Nay había humillado durante seis días con sus galas y encantos a las más bellas esposas y esclavas de los Kombu–Manez. Hachones de resinas aromáticas, sostenidos por cráneos perforados de Cambez, muertos en los combates por Magmahú, iluminaban los espaciosos aposentos. Si por momentos cesaban las músicas marciales, eran reemplazadas por la blanda y voluptuosa de las liras. Los convi-dados apuraban con exceso caros y enervantes licores; y todos habían ido rindiéndose lentamente al sueño. Sinar, huyendo de la algazara de la fiesta, descansaba en un lecho de sus habitaciones mientras Nay le refrescaba la frente con un abanico de plumas perfumadas. De improviso se oyeron en el bosque vecino algunas detonaciones de fusiles seguidas de otras y otras que se acercaban a la morada de Magmahú. El llamó con voz estentórea a Sinar, quien empuñando un sable salió precipitadamente en su busca. Nay estaba abrazada a su esposo cuando Magmahú decía a éste: —¡Los Cambez!... ¡Son ellos!... ¡Morirán degollados! —añadía removiendo inútilmente a los valientes tendidos inertes sobre los divanes y pavimentos. Algunos hacían esfuerzos para ponerse en pie; pero a los más les era imposible. El estruendo de las armas y los gritos de guerra se acercaban. Incendiadas las casas de la población más próximas a la ribera, un resplandor rojizo iluminaba el combate, y heridos por él relampagueaban los sables de los lidiadores. Magmahú y Sinar, sordos a los alaridos de las mujeres, sordos a los lamentos de Nay, corrían hacia el sitio en que la pelea era más encarnizada, a tiempo que una masa compacta y desordenada de soldados se dirigía a la casa del jefe achanti, llamándoles a él y a Sinar con enronquecidas voces. Trataron de parapetarse en las habitaciones de Magmahú; pero todo fue inútil, y tardío ya el coraje con que los jefes extranjeros combatían y animaban a los guerreros Kombu-Manez. Atravesado el corazón por una bala, Magmahú cayó. Pocos de sus compañeros dejaron de correr la misma suerte. Sinar luchó hasta el fin defendiendo cuerpo a cuerpo a Nay y su vida, hasta que un capitán de los Cambez, de cuya diestra pendía sangrienta la cabeza del misionero francés, le gritó: —Ríndete y te concederé la vida. Nay presentó entonces las manos para que las atase aquel hombre. Ella sabía la suerte que le esperaba, y postrándose ante él le dijo: —No mates a Sinar; yo soy tu esclava. Sinar acababa de caer herido de un sablazo en la cabeza, y lo ataban ya como a ella. Los feroces vencedores recorrieron los aposentos saciando su sed de sangre al principio, y después saqueándolos y amarrando pri-sioneros. Los valientes Kombu-Manez se habían dormido en un festín y no despertaron... o despertaron esclavos. Cuando amos y siervos ya, no vencedores y vencidos, llegaron a la ribera del Gambia, cuyas ondas enrojecían las últimas llamara-das del incendio, los Cambez hicieron embarcar con precipitación, en canoas que los esperaban, los numerosos prisioneros que condu-cían; mas no bien hubieron desatado éstas para abandonarse a las corrientes, una nutrida descarga de fusiles, hecha por algunos Kombu-Manez, que tarde ya volvían al combate, sorprendió a los navegantes que últimos habían dejado la ribera, y los cuerpos de muchos de ellos flotaron a poco sobre las aguas. Amanecía cuando los vencedores atracaron las piraguas a la ribera derecha del río, y dejando algunos de sus soldados en ellas, continuaron los otros la marcha por tierra custodiando el convoy de prisioneros, y encontrando de trecho en trecho masas de combatientes que habían emprendido retirada por en medio de los bosques. Durante las largas horas del viaje hasta llegar a las inmediaciones de la costa, no permitieron a Nay los conductores que se acercase a Sinar, y éste vio incesantemente rodar lágrimas por sus mejillas. A los dos días, una mañana antes que el Sol ahuyentase las últimas sombras de la noche, condujeron a Nay y a otros prisione-ros a la orilla del mar. Desde el día anterior la habían separado de su esposo. Algunas canoas esperaban a los prisioneros varadas en las arenas, y a mucha distancia sobre la mar que el buen viento rizaba, blanqueaba el velamen de un bergantín. —¿Dónde está Sinar, que no viene con nosotros? —preguntó Nay a uno de los jefes compañeros de prisión al saltar a la piragua. —Desde ayer lo embarcaron —le respondió—; estará en el buque. Ya en él, Nay busca entre los prisioneros amontonados en la bodega a Sinar. Llámalo y nadie le responde. Sus miradas extra-viadas lo buscan otra vez en la sentina. Un sollozo y el nombre de su amante salieron a un mismo tiempo de su pecho, y cayó como muerta. Cuando despertó de ese sueño quebrantador y espantoso, se halló sobre cubierta, y sólo divisó a su alrededor el nebuloso horizon-te del mar. Nay no dijo ni un adiós a las montañas de su país. Los gritos de desesperación que dio al convencerse de la reali-dad de su desgracia fueron interrumpidos por las amenazas de un blanco de la tripulación, y como ella le dirigiese palabras amenazantes que por sus ademanes tal vez comprendió, alzó sobre Nay el látigo que empuñaba, y... volvió a hacerla insensible a su desventura. Una mañana, después de muchos días de navegación, Nay con otros esclavos estaba sobre cubierta. Con motivo de la epidemia que había atacado a los prisioneros se les dejaba respirar aire libre, temeroso sin duda el capitán del buque de que murieran algunos. Se oyó el grito de “¡tierra!” dado por los marineros. Levantó ella la cabeza de las rodillas, y divisó una línea azul más oscura que la que rodeaba constantemente el horizonte. Algu-nas horas después entró el bergantín a un puerto de Cuba, donde debían desembarcar algunos negros. Las mujeres de entre éstos, que iban a separarse de la hija de Magmahú, le abrazaron las rodillas sollozando, y los varones le dijeron adiós, doblando las suyas ante ella y sin tratar de ocultar el llanto que derramaban. Casi se consideraban dichosos los pocos que quedaron al lado de Nay. |