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Por otra parte, el aparente recato de María ante los asedios de Efraín esconde una no disimulada satisfacción al tiempo que promueve con su actitud nuevos avances; hay cierta coquetería en su comportamiento, aunque no quiere decir que con ello asuma actitudes proclives a la frivolidad o a un abierto devaneo. A todo este perturbador clima que pone en entredicho una castidad que algunos se apresuran a inscribir en la tradición del amor courtois y que otros, más imaginativos, remiten a la mariología, es preciso agregar una amplia sucesión de incidencias que, en el contexto de las relaciones de los personajes principales, las ilustran e incluso determinan. La carnalidad como creciente preocupación se abre paso con las sensaciones vividas en la boda de Bruno y Remigia y la fiesta que la celebra: esa es la ocasión que aprovecha el padre de Efraín para anunciarle su decisión de enviarlo a Europa a estudiar medicina. ¿Cómo puede sentirse el joven cuando en pleno calor de un ágape nupcial se le notifica la inminente separación de su amada? En el pasado de Efraín hay razones que invitan a dudar de una bien guardada virtud, sobre todo si se considera su relación con Carlos, su amante Micaelina y Emigdio víctima éste de las nada ingenuas bromas de la mujer, que se presta incluso a la burla de sus sentimientos. En este sentido es preciso destacar las pretensiones que el propio Carlos alimenta por María, la novia de su amigo. Otra boda, en la que los padrinos son Efraín y María —más guiños nupciales— es la de Braulio y Tránsito cuyo hijo suscribe con su edad el lapso de la separación de los enamorados. También el amor forma parte esencial en la historia de Nay y Sinar, que tiene como marco étnico los ashantis, en el Africa Occidental. La boda de Nay y Sinar es ratificada por vínculos más fuertes: la esclavitud que los separa definitivamente. Ella, empero, da a luz un hijo de Sinar: la homologación de los hechos resalta un dato: ante la inminente separación de Efraín y María —el viaje de él, la enfermedad de ella— los amantes no tienen la recompensa que sí tuvieron Tránsito y Braulio y Nay y Sinar. La mayor parte de las parejas y bodas del libro parecen empeñadas en llamar la atención sobre la esterilidad más que sobre la castidad a que está condenada la pareja principal: no hay hijos en El Paraíso. Sin embargo, un personaje destaca por su ostensible sensualidad y su capacidad vital: Salomé. ¿Es casual este nombre en la onomástica judía de Isaacs? El apetito de la hija de Herodías nada tiene que ver con el de la hija de Custodio, aunque sí es inquietante. Salomé no sólo es muy hermosa sino también consciente del fuerte deseo que despierta su cuerpo, tanto que su padre teme sea seducida, por lo que encarga su protección a Efraín. La castidad de éste es puesta a prueba por la muchacha, cuyos atributos eróticos no le son indiferentes al punto de hacerlo vacilar al liberarse ella de su hermano pequeño cuando deciden bañarse a solas. Otro personaje notable por su falta de escrúpulos en relación con el sexo es la vieja Dominga, celestina y en buena parte hechicera —su filiación con la negra Juana García, en El Carnero, de Juan Rodríguez Freyle, es evidente— e imagen en todo refractaria a la inocencia de María. Algo similar a lo que ocurre con Custodio y su hija Salomé se repite durante el frenético viaje de regreso entre el ex boga Bibiano y su sugestiva hija núbil Rufina, quien "por lo movible de su talle y sus sonrisas esquivas me recordaba a Remigia en la noche de sus bodas". No deja de ser significativo que un hombre obsedido por el dolor y la preocupación de no alcanzar a ver con vida a su amada se detenga a recrear con deleite y no escondida pasión las formas físicas de una muchacha que lo remite a otra, precisamente durante su noche de bodas. ¿Cabe olvidar a este respecto que Isaacs mismo se casó con una nínfula de apenas catorce años de edad? Pero lo erótico no se agota sólo en lo relativo a las personas: la sensualidad se traslada, en un sugerente e inesperado gesto vitalizador, a la naturaleza. "La niña está celosa", dice uno de los bogas, y ante las sospechas del lector, que piensa en Rufina, la respuesta es sorprendente y poética: se trata del río Pepita, que el boga llama "niña" y que está "celosa" del río Dagua por el que navegan y del cual es afluente. A esta comunidad hidrográfica se aplica el mismo criterio pasional que a la comunidad humana, con sus debilidades y osadías, lo que traza un puente con el tratamiento vitalizador que José Eustasio Rivera inmortalizara en La Vorágine, novela en la que los capítulos fluviales de María fijan un sugestivo precedente. Un último dato que pone en duda la inocencia a ultranza es la ofrenda de las trenzas que encarga la difunta y el legado de sus vestidos y prendas que Efraín recoge y venera con un gesto no ajeno al fetichismo: "Abrí el armario: todos los aromas de los días de nuestro amor se exhalaron combinados de él. Mis manos y mis labios palparon aquellos vestidos tan conocidos para mí...". Ante lo visto, ¿en qué radica el romanticismo preten-didamente casto y puro de María? Es evidente que en la novela de Isaacs no todo es orgía lacrimógena y que también hay espacio para el tono sutil del sentimiento equívoco: celestinaje, fetichismo, delectatio morosa, la rotundidad erótica de Salomé y la ambigüedad de algunos otros, como la precoz exuberancia de Rufina y el toque homosexual del administrador de aduanas, personaje que desata una serie de compulsiones en Efraín y, por contagio, en el lector. Por otra parte, a pesar del deliberado timbre sentimental de la novela —el lado cursi y sensiblero que el vulgo confunde con la única acepción de lo romántico—, hay también una serie de elementos que ponen de presente el hondo sentido de la realidad y el pragmatismo de Efraín: la actitud ante los descalabros financieros de su padre, el viaje de retorno por el río Dagua, sus ideas sobre la esclavitud, algunos títulos de su propia biblioteca. A LOS HERMANOS DE EFRAÍN He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquel a quien tanto amasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas me han pare-cido pálidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y de mi afecto. Vosotros no ignoráis las palabras que pronunció aquella noche terrible, al poner en mis manos el libro de sus recuerdos: “Lo que ahí falta tú lo sabes: podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado”. ¡Dulce y triste misión! Leedlas, pues, y si suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente. I Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo. En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas. Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia. A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María esperó humil-demente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor. Pocos momentos después seguía yo a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Zabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda, en las que solían divisarse desde la casa viajeros desea-dos; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre. II Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me reci-bieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuero-nes frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos guadua-les; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U... ¡Los perfumes que aspiraba eran tan gratos, comparados con el de los vestidos lujosos de ella, el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón! Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuo-sas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras mira-das no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el mundo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca hacen enmudecer a quien los con-templa. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma, empali-decidas por la memoria infiel. Antes de ponerse el Sol, ya había yo visto blanquear sobre la sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones. Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que me vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedra-do del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: era el supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen. Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las herma-nas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió del más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos, aún al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna. III A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río. Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo. Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí. Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas: y se sonrojaba aquella a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada examinadora. María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de su linda denta-dura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado. Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algo-dón fino, color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta, de blancura mate. Al volver las trenzas a la espal-da, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina. Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padrenuestro, y sus amos completamos la oración. La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo. María tomó en brazos al niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto. Ya en el salón, mi padre, para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas ya, querían obser-var qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño com-pletaban el ajuar. —¡Qué bellas flores! —exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa. —María recordaba cuánto te agradaban —observó mi madre. Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada. —María —dije— va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme. —¿Es verdad? —respondió—; pues las repondré mañana. ¡Qué dulce era su acento! —¿Tantas así hay? —Muchísimas; se repondrán todos los días. Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles, sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael. IV Dormí tranquilo, como cuando me adormecía en la niñez uno de los maravillosos cuentos del esclavo Pedro. |