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—Sí, eso; dámelos ahora. —Si es una cinta —contestó volviendo a guardar lo que me había mostrado. —Bueno; no te los exigiré más. —¡Conque bueno! ¿Y entonces para qué me los he cortado? Es que falta componerlos bien; y mañana precisamente... —Esta noche. —También; esta noche. Mi brazo oprimió suavemente el suyo, desnudo de la muselina y encajes de la manga; su mano rodó poco a poco hasta encontrarse con la mía; la dejó levantar del mismo modo hasta mis labios; y apoyándose con más fuerza en mí para subir la escalera del corre-dor, me decía con voz lenta y de vibraciones acalladas: —¿Ahora sí estás contento? No volvamos a estar tristes. Quiso mi padre que en aquella noche le leyese de sobremesa algo del último número de El Día. Terminada la lectura, se retiró él, y pasé yo a la sala. Se me acercó Juan y puso la cabeza en una de mis rodillas. —¿No duermes esta noche? —le pregunté acariciándolo. —Quiero que tú me hagas dormir —me contestó en aquella lengua que pocos podían entenderle. —¿Y por qué no María? —Yo estoy muy bravo con ella —repuso acomodándose mejor. —¿Con ella? ¿Qué le has hecho? —Si es ella la que no me quiere esta noche. —Cuéntame por qué. —Yo le dije que me contara el cuento de la Caperuza, y no ha querido; le he pedido besos y no me ha hecho caso. Las quejas de Juan me hicieron temer que la tristeza de María hubiese continuado. —Y si esta noche tienes sueños medrosos —dije al niño— ella no se levantará a acompañarte, como me has referido que lo hace. —Entonces, mañana no le ayudaré a coger las flores para tu cuarto ni le llevaré los peines al baño. —No digas tal; ella te quiere mucho: ve y dile que te dé los besos que le pediste y que te haga dormir oyendo el cuento. —No —dijo poniéndose en pie y como entusiasmado por una buena idea—: voy a traértela para que la regañes. —¿Yo? —Voy a traerla. Y diciéndolo se entró en su busca. A poco se presentó haciendo el papel de que la conducía de la mano por fuerza. Ella, sonrien-do, le preguntaba: —¿Adónde me llevas? —Aquí —respondió Juan— obligándola a sentarse a mi lado. Referí a María todo lo que había charlado su consentido. Ella, tomando la cabeza de Juan entre las manos y tocándole la frente con la suya, díjole: —¡Ah ingrato! Duérmete pues con él. Juan se puso a llorar tendiéndome los bracitos para que lo tomase. —No, mi amo; no, mi señor —le decía ella—: son chanzas de tu Mimiya; —y lo acariciaba. Mas el niño insistió en que yo lo recibiera. —¿Conque eso haces conmigo, Juan? —continuó María quejándosele. Bueno, ya el señor está hombre: esta noche haré que le lleven la cama al cuarto de su hermano; ya él no me nece-sita: yo me quedaré sola y llorando porque no me quiere más. Se cubrió los ojos con una mano para hacerle creer que lloraba: Juan esperó un instante; mas como ella persistió en fingirle llanto, se escurrió poco a poco de mis rodillas, y se le acercó tratando de descubrirle el rostro. Encontrando los labios de María sonrientes, y amorosos los ojos, rió también y abrazándose-le de la cintura recostó la cabeza en su regazo, diciéndole: —Te quiero como a los ojitos, te quiero como al corazón. Ya no estoy bravo ni tonto. Esta noche voy a rezar el bendito muy formal para que me hagas otros calzones. —Muéstrame los calzones que te hacen —le dije. Juan se puso en pie sobre el sofá, entre María y yo, para hacer-me admirar sus primeros calzones. —¡Qué lindos! —exclamé abrazándolo—. Si me quieres bastante y eres formal, conseguiré que te hagan muchos, y te compraré silla, zamarros, espuelas... —Y un caballito negro —me interrumpió. —Sí. Abrazóme dándome un prolongado beso, y asido al cuello de María, quien volvía el rostro para esquivarle los labios, la obligó a recibir idéntico agasajo. Se arrodilló donde había estado en pie, con las manos juntas rezó devotamente el bendito y se reclinó soñoliento sobre la falda que ella le brindaba. Noté que la mano izquierda de María jugaba con algo sobre la cabellera del niño, al paso que una sonrisa maliciosa le asomaba a los labios. Con una rápida mirada me mostró entre los cabellos de Juan el bucle de los que me tenía prometidos; ya me apresuraba yo a tomarlos, cuando ella, reteniéndolos, me dijo: —¿Y para mí?... tal vez sea malo exigírtelo. —¿Los míos? —le pregunté. Significóme que sí, agregando: —¿No quedarán bien en el mismo guardapelo en que tengo los de mi madre? XXXII En la mañana siguiente tuve que hacer un esfuerzo para que mi padre no comprendiese lo penoso que me era acompañarlo en su visita a las haciendas de abajo. El, como lo hacía siempre que iba a emprender viaje, por corto que fuese, intervenía en el arreglo de todo, aunque no era necesario, y repetía sus órdenes más que de costumbre. Como era preciso llevar algunas provisiones delicadas para la semana que íbamos a permanecer fuera de la casa, provisiones a las cuales era mi padre muy aficionado, riéndose él al ver las que acomodaban Emma y María en el comedor, dentro de los cuchugos que Juan Angel debía llevar colgados a la cabeza de la silla, dijo: —¡Válgame Dios, hijas! ¿Todo eso cabrá ahí? —Sí, señor —respondió María. —Pero si con esto bastará para un obispo. ¡Ajá! Eres tú la más empeñada en que no lo pasemos mal. María, que estaba de rodillas acomodando las provisiones, y que le daba la espalda a mi padre, se volvió para decirle tímidamente a tiempo que yo llegaba: —Pues como van a estarse tantos días... —No muchos, niña —le replicó riéndose—. Por mí no lo digo: todo te lo agradezco, pero este muchacho se pone tan desganado allá... Mira —agregó dirigiéndose a mí. —¿Qué cosa? —Pues todo lo que ponen. Con tal avío hasta puede suceder que me resuelva a estarme quince días. —Pero si es mamá quien ha mandado —observó María. —No hagas caso, judía —así solía llamarla algunas veces cuando se chanceaba con ella—; todo está bueno; pero no veo aquí tinto del último que vino, y allá no hay; es necesario llevar. —Si ya no cabe —le respondió María sonriendo. —Ya veremos. Y fue personalmente a la bodega por el vino que indicaba: al regresar con Juan Angel, recargado además con unas latas de salmón, repitió: —Ahora veremos. —¿Eso también? —exclamó ella viendo las latas. Como mi padre trataba de sacar del cuchugo una lata ya acomoda-da, María, alarmándose, le observó: —Es que esto no puede quedarse. —¿Por qué, mi hija? —Porque son las pastas que más le gustan y... porque las he hecho yo. —¿Y también son para mí? —le preguntó mi padre por lo bajo. —¿Pues no están ya acomodadas? —Digo que... —Ahora vuelvo —interrumpió ella poniéndose en pie—. Aquí faltan unos pañuelos. Y desapareció para regresar un momento después. Mi padre, que era tenaz cuando se chanceaba, le dijo nuevamente en el mismo tono que antes, inclinándose a colocar algo cerca de ella: —Allá cambiaremos pastas por vino. Ella apenas se atrevía a mirarlo; y notando que el almuerzo estaba servido, dijo levantándose: —Ya está la mesa puesta, señor; —y dirigiéndose a Emma—: dejemos a Estéfana lo que falta; ella lo hará bien. Cuando yo me dirigía al comedor, María salía de los aposentos de mi madre, y la detuve allí. —Corta ahora —le dije el pelo que quieras. —¡Ay!, no, yo no. —Di de dónde, pues. —De donde no se note. —Y me entregó unas tijeras. Había abierto el guardapelo que llevaba suspendido al cuello. Presentándome la cajilla vacía, me dijo: —Ponlo aquí. —¿Y el de tu madre? —Voy a colocarlo encima para que no se vea el tuyo. Hízolo así diciéndome: —Me parece que hoy te vas contento. —No, no; es por no disgustar a mi padre; es tan justo que yo manifieste deseo de ayudarle en sus trabajos y que le ayude. —Cierto: así debe ser; y yo procuraré también manifestar que no estoy triste para que mamá y Emma no se resien-tan conmigo. —Piénsame mucho —le dije besando el pelo de su madre y la mano con que lo acomodaba. —¡Ah!, ¡mucho, mucho! —respondió mirándome con aquella ternura e inocencia que tan bien sabían hermanarse en sus ojos. Nos separamos para llegar al comedor por diferentes entradas. XXXIII Los soles de siete días se habían apagado sobre nosotros, y altas horas de sus noches nos sorprendieron trabajando. En la última, recostado mi padre en un catre, dictaba y yo escribía. Dio las diez el reloj del salón: le repetí la palabra final de la frase que acababa de escribir; él no dictó más: volvíme entonces cre-yendo que no me había oído, y estaba dormido profundamente. Era él un hombre infatigable; mas aquella vez el trabajo había sido excesivo. Disminuí la luz del cuarto, entorné las ventanas y puertas, y esperé a que se despertase, paseándome en el espacioso corredor a la extremidad del cual se hallaba el escritorio. Estaba la noche serena y silenciosa: la bóveda del cielo, azul y transparente, lucía toda la brillantez de su ropaje de verano; en los follajes negros de las hileras de ceibas que partiendo de los lados del edificio cerraban el patio; en los ramos de los naran-jos que demoraban en el fondo revoloteaban candelillas24 sinnúmero, y sólo se percibía de vez en cuando el crujido de los ramajes enlazados, el aleteo de alguna ave asustada o suspiros del viento. El blanco pórtico, que frontero al edificio daba entrada al patio, se destacaba en la oscuridad de la llanura proyectando sus capiteles sobre la masa informe de las cordilleras lejanas, cuyas crestas aparecían iluminadas a ratos por fulgores de las tormen-tas del Pacífico. María —me decía, atento a los quedos susurros, respiros de aquella naturaleza en su sueño— María se habrá dormido sonriendo al pensar que mañana estaré de nuevo a su lado... ¡Pero después! Ese después era terrible: era mi viaje. Parecióme oír el galope de un caballo que atravesase la llanura; supuse que sería un criado que habíamos enviado a la ciudad hacía cuatro días, y al cual esperábamos con impaciencia, porque debía traer correspondencia importante. A poco se acercó a la casa. —¿Camilo? —pregunté. —Sí, mi amo —respondió entregándome un paquete de cartas des-pués de alabar a Dios. El ruido de las espuelas del paje despertó a mi padre. —¿Qué es esto, hombre? —interrogó al recién llegado. —Me despacharon a las doce, mi amo, y como el derrame del Cauca llega al Guayabo tuve que demorarme mucho en el paso. —Bien: di a Feliciana que te haga poner de comer, y cuida mucho ese caballo. Había revisado mi padre las firmas de algunas cartas de las que contenía el paquete; y encontrando por fin la que deseaba, me dijo: —Empieza por ésta. Leí en voz alta algunas líneas, y al llegar a cierto punto me detuve involuntariamente. Tomó él la carta, y con los labios contraídos, mientras devoraba el contenido con los ojos, concluyó la lectura y arrojó el papel sobre la mesa diciendo: —¡Ese hombre me ha muerto!, lee esa carta: al cabo sucedió lo que tu madre temía. Recogí la carta para convencerme de que era cierto lo que ya me imaginaba. —Léela alto —añadió mi padre paseándose por la habitación y enjugándose el sudor que le humedecía la frente. —Eso no tiene ya remedio —dijo apenas concluí—. ¡Qué suma y en qué circunstancias!... Yo soy el único culpable. Le interrumpí para manifestarle el medio de que creía podíamos valernos para hacer menos grave la pérdida. —Es verdad —observó oyéndome ya con alguna calma—; se hará así. ¡Pero quién lo hubiera temido! Yo moriré sin haber aprendido a desconfiar de los hombres. Y decía la verdad: ya muchas veces en su vida comercial había recibido iguales lecciones. Una noche, estando él en la ciudad sin la familia, se presentó en su cuarto un dependiente a quien había mandado a los Chocoes a cambiar una considerable cantidad de efectos por oro, que urgía enviar a los acreedores extranje-ros. El agente le dijo: —Vengo a que me dé usted con qué pagar el flete de una mula, y un balazo: he jugado y perdido todo cuanto usted me entregó. —¿Todo, todo se ha perdido? —preguntóle mi padre. —Sí, señor. —Tome usted de esa gaveta el dinero que necesita. Y llamando a uno de su pajes añadió: —El señor acaba de llegar: avisa adentro para que se le sirva. Pero aquellos eran otros tiempos. Golpes de fortuna hay que se sufren en la juventud con indiferencia, sin pronunciar una queja: entonces se confía en el porvenir. Los que se reciben en la vejez parecen asestados por un enemigo cobarde: ya es poco el trecho que falta para llegar al sepulcro... Y, ¡cuán raros son los amigos del que muere que sepan serlo de su viuda y de sus hijos! ¡Cuántos los que espían el aliento postrero de aquel cuya mano, helada ya, están estrechando, para convertirse luego en verdugos de huérfanos!... Tres horas habían pasado desde que terminó la escena que acabo de describir conforme al recuerdo que me ha quedado de aquella noche fatal, a la que tantas otras habían de parecerse años después. Mi padre, a tiempo de acostarse, me dijo desde su lecho, distan-te pocos pasos del mío: —Es preciso ocultar a tu madre cuanto sea posible lo que ha sucedido; y será necesario también demorar un día más nuestro regreso. Aunque siempre le había oído decir que su sueño tranquilo le servía de alivio en todos los infortunios de la vida, cuando a poco de haberme hablado me convencí de que ya él dormía, vi en su reposo tan denodada resignación, había tal valor en su calma, que no pude menos de permanecer por mucho espacio contemplándolo. No había amanecido aún, y tuve que salir en busca de aire mejor para calmar la especie de fiebre que me había atormentado durante el insomnio de la noche. Solamente el canto del titiribí y los de las guacharacas de los bosques vecinos anunciaban la aurora: la naturaleza parecía desperezarse al despertar de su sueño. A la primera luz del día empezaron a revolotear en los plátanos y sotos asomas y azulejos; parejas de palomas emprendían viaje a los campos vecinos, la greguería de las bandadas de loros remeda-ba el ruido de una quebrada bulliciosa; y de las copas florecien-tes de los písamos del cacaotal, se levantaban las garzas con leve y lento vuelo. Ya no volveré a admirar aquellos cantos, a respirar aquellos aromas, a contemplar aquellos paisajes llenos de luz, como en los días alegres de mi infancia y en los hermosos de mi adolescencia: ¡extraños habitan hoy la casa de mis padres! Apagábase la tarde al día siguiente, cuando mi padre y yo subíamos la verde y tendida falda para llegar a la casa de la sierra. Las yeguadas que pastaban en la vereda y sus orillas nos daban paso resoplando asustadas, y los pellares se levantaban de las márgenes de los torrentes para amenazarnos con su canto y revue-los. Divisábamos ya de cerca el corredor occidental, donde estaba la familia esperándonos; y allí volvió mi padre a encargarme oculta-ra la causa de nuestra demora y procurase aparecer sereno. XXXIV No todas las personas que nos aguardaban estaban en el corredor: no descubrí entre ellas a María. Algunas cuadras antes de llegar a la puerta del patio, a nuestra izquierda y sobre una de las grandes piedras desde donde se domina mejor el valle, estaba ella de pie, y Emma la animaba para que bajase. Nos les acercamos. La cabellera de María, suelta en largos y lucientes rizos, negreaba sobre la muselina de su traje color verde mortiño: sentóse para evitar que el viento le agitase la falda, diciendo a mi hermana, que se reía de su afán: |