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—Otras veces —respondióle mi hermana— ha muerto con José y Braulio osos pequeños y lobos muy bonitos. —¡Yo que pensaba instarle para que hiciésemos mañana una cacería de venados, y preparándome para esto vine con mi escopeta inglesa! —El tendrá muchísimo placer en divertir a usted: si ayer hubie-se usted venido, hoy habrían ido ambos a la cacería. —¡Ah! sí... si yo hubiera sabido... Mayo, que habría estado despachando algunos bocados sabrosos en la cocina, pasó entonces por el comedor. Paróse en vista de la cabeza; erizado el cogote y espinazo, dio un cauto rodeo para acercarse al fin a olfatearla. Recorrió la casa a galope, y volviendo al comedor, se puso a aullar: no me encontraba, y acaso le avisaba su instinto que yo había corrido peligros. A mi padre le impresionaron los aullidos; era hombre que creía en cierta clase de pronósticos y agüeros, preocupaciones de su raza de las cuales no había podido prescindir por completo. —Mayo, Mayo, ¿qué hay? —dijo acariciando al perro, y con mal disimulada impaciencia—: este niño que no llega... A ese tiempo entraba yo al salón en un traje en que a la verdad no me hubieran reconocido sino muy de cerca Tránsito y Lucía. María estaba allí. Apenas hubo tiempo para que cambiásemos un saludo y una sonrisa. Juan, que estaba sentado en el regazo de María, me dijo en su mala lengua al pasar, señalándome la puerta del comedor: —Ahí está el coco. Y yo entré al comedor sonriendo, porque me figuraba que el niño hacía alusión a don Jerónimo. Di un estrecho abrazo a Carlos, que se adelantó a recibirme; y por aquel momento olvidé casi del todo lo que en los últimos días había sufrido por culpa suya. El señor de M.... estrechó cordialmente en sus manos las mías, diciendo: —¡Vaya, vaya! ¿cómo no hemos de estar viejos si todos estos muchachos se han vuelto hombres? Seguimos al salón: María no estaba ya en él. La conversación rodó sobre la cacería última, y fui casi desmen-tido por don Jerónimo al asegurarle que el éxito de ella se debía a Braulio, pues me puso de frente lo referido por Juan Angel. Emma me hizo saber que Carlos había venido preparado para que hiciésemos una cacería de venados: él se entusiasmó con la prome-sa que le hice de proporcionarle una linda partida a inmediacio-nes de la casa. Luego que salió mi hermana, quiso Carlos hacerme ver su escopeta inglesa, y con tal fin pasamos a mi cuarto. Era el arma exacta-mente igual a la que mi padre me había regalado a mi regreso de Bogotá, aunque antes de verla yo, me aseguraba Carlos que nunca había venido al país cosa semejante. —Bueno —me dijo, luego que la examiné—. ¿Con esta también matarías animales de esa clase? —Seguramente que sí: a sesenta varas de distancia no bajará una línea. —¿A sesenta varas se hacen esos tiros? —Es peligroso contar con todo el alcance del arma en tales casos; a cuarenta varas es ya un tiro largo. —¿Qué tan lejos estabas cuando disparaste sobre el tigre? —A treinta pasos. —Hombre, yo necesito hacer algo bueno en la cacería que tendre-mos, porque de otro modo dejaré enmohecer esta escopeta y juraré no haber cazado ni tominejas en toda mi vida. —¡Oh! ya verás: te haré lucir, porque haré entrar el venado al huerto. Carlos me hizo mil preguntas sobre sus condiscípulos, vecinas y amigas de Bogotá: entraron por mucho los recuerdos de nuestra vida estudiantil: hablóme de Emigdio y de sus nuevas relaciones con él, y se rió de buena gana acordándose del cómico desenlace de los amores de nuestro amigo con Micaelina. Carlos había regresado al Cauca ocho meses antes que yo. Durante este tiempo sus patillas habían mejorado, y la negrura de ellas hacía contraste con sus mejillas sonrosadas; su boca conservaba la frescura que siempre la hizo admirable; la cabellera abundante y medio crespa sombreaba su tersa frente, de ordinario serena como la de un rostro de porcelana. Decididamente era un buen mozo. Hablóme también de sus trabajos de campo, de las novillas que cebaba en la actualidad, de los buenos pastales que estaba ha-ciendo; y por fin de la esperanza fundada que tenía de ser muy pronto un propietario acomodado. Yo le veía hacer la puntería seguro del mal suceso; pero procuraba no interrumpirle para evitarme así la incomodidad de hablarle de mis asuntos. —Pero, hombre —dijo poniéndose en pie delante de mi mesa y después de una larguísima disertación acerca de las ventajas de los cebaderos de guinea sobre los de pasto natural—: aquí hay muchos libros. Tú has venido cargando con todo el estante. Yo también estudio, es decir, leo... no hay tiempo para más; y tengo una prima bachillera que se ha empeñado en que me engulla un diluvio de novelas. Ya sabes que los estudios serios no han sido mi flaco: por eso no quise graduarme, aunque pude haberlo hecho. No puedo prescindir del fastidio que me causa la política y de lo que me encocora todo eso de litis, a pesar de que mi padre se lamenta día y noche de que no me ponga al frente de sus pleitos; tiene la manía de litigar, y las cuestiones más graves versan sobre veinte varas cuadradas de pantano o la variación de cauce de un zanjón que ha tenido el buen gusto de echar al lado del vecino una fajilla de nuestras tierras. —Veamos —empezó leyendo el rótulo de los libros— Frayssinous, Cristo ante el Siglo, La Biblia... Aquí hay mucha cosa mística. Don Quijote... Por supuesto: jamás he podido leer dos capítulos. —¿No, eh? —Blair —continuó—; Chateubriand ...Mi prima Hortensia tiene furor por esto. Gramática Inglesa. ¡Qué lengua tan rebelde! no pude entrarle. —Pero ya hablabas algo. —El “how do you do” como el “comment ca vat’ il” del francés. —Pero tienes una excelente pronunciación. —Eso me decían por estimularme. Y prosiguiendo el examen: —¿Shakespeare? Calderón... Versos, ¿no? Teatro Español. ¿Más versos? Confiésamelo, ¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me entristecían haciéndome pensar en el Cauca. ¿Conque haces? —No. —Me alegro de ello, porque acabarías por morirte de hambre. —Cortés —continuó—; ¿Conquista de México? —No; es otra cosa. —Tocqueville, Democracia en América... ¡Peste! Ségur... ¡Qué runfla! Al llegar ahí sonó la campanilla del comedor avisando que el refresco estaba servido. Carlos, suspendiendo la fiscalización de mis libros, se acercó al espejo, peinó sus patillas y cabellos con una peinilla de bolsillo, plegó, como una modista un lazo, el de su corbata azul, y salimos. XXIII Carlos y yo nos presentamos en el comedor. Los asientos estaban distribuidos así: presidía mi padre la mesa; a su izquierda acababa de sentarse mi madre; a su derecha don Jerónimo, que desdoblaba la servilleta sin interrumpir la pesada historia de aquel pleito que por linderos sostenía con don Ignacio; a conti-nuación del de mi madre había un asiento vacío y otro al lado del señor de M...; en seguida de éstos, dándose frente, se hallaban María y Emma, y después los niños. Cumplíame señalarle a Carlos cuál de los dos asientos vacantes debía ocupar. A tiempo de enseñárselo, María, sin mirarme, apoyó una mano en la silla que tenía inmediata, como solía hacerlo para indicarme, sin que lo comprendiesen los demás, que podía estar cerca de ella. Dudando quizá ser entendida, buscó instantáneamente mis ojos con los suyos, cuyo lenguaje en tales ocasiones me era tan familiar. No obstante, ofrecí a Carlos la silla que ella me brindaba, y me senté al lado de Emma. Puso milagrosamente don Jerónimo punto final a su alegato de conclusión que había presentado al juzgado el día anterior, y volviéndose a mí, dijo: —Vaya que les ha costado trabajo a ustedes interrumpir sus conferencias. De todo habrá habido: buenos recuerdos del pasado, de ciertas vecindades que teníamos en Bogotá... proyectos para el porvenir... Corriente. No hay como volver a ver un condiscípulo querido. Yo tuve que olvidarme de que ustedes deseaban verse. No acuse usted a Carlos por tanta demora, pues él fue capaz hasta de proponerme venirse solo. Manifesté a don Jerónimo que no podía perdonarle el que me hubie-se privado por tanto tiempo el placer de verlos a él y a Carlos; y que sin embargo, sería menos rencoroso si la permanencia de ellos en casa era larga. A lo cual me respondió, con la boca no tan desocupada como fuera de desearse, y mirándome al soslayo mientras tomaba un sorbo de chocolate: —Eso es difícil, porque mañana empiezan las datas de sal. Después de un momento de pausa, durante el cual sonrió mi madre imperceptiblemente, continuó: —Y no hay remedio: si no estoy yo allá, debe estar éste. —Tenemos mucho que hacer —apuntó Carlos con cierta suficiencia de hombre de negocios, la cual debió de parecerle oportuna sa-biendo que cazar y estudiar eran mis ocupaciones ordinarias. María, resentida tal vez conmigo, esquivaba mirarme. Estaba bella más que nunca, así ligeramente pálida. Llevaba un traje de gasa negra profusamente salpicado de uvillas azules, cuya falda, cayendo en numerosísimos pliegues, susurraba cuando ella andaba tan quedo como las brisas de la noche en los rosales de mi venta-na. Tenía el pecho cubierto con una pañoleta transparente del mismo color del traje, la que parecía no atreverse a tocar ni la base de su garganta de tez de azucena; pendiente de ésta, en un cordón de pelo negro, brillaba una crucecita de diamantes; la cabellera, dividida en dos trenzas de abundantes guedejas, le ocultaba a medias las sienes y ondeaba en sus espaldas. La conversación se había hecho general; y mi hermana me preguntó casi en secreto por qué había preferido aquel asiento. Yo le respondí con un “así debe ser” que no la satisfizo: miróme con extrañeza y buscó luego en vano los ojos de María: estaban tenaz-mente velados por sus párpados de raso-perla. Levantados los manteles, se hizo la oración de costumbre. Nos invitó mi madre a pasar al salón: don Jerónimo y mi padre se quedaron a la mesa hablando de sus empresas de campo. Presentéle a Carlos la guitarra de mi hermana, pues sabía que él tocaba bastante bien ese instrumento. Después de algunas instan-cias convino en tocar algo. Preguntó a Emma y a María, mientras templaba, si no eran aficionadas al baile; y como se dirigiese en particular a la última, ella le respondió que nunca había bailado. El se volvió hacia mí, que regresaba en ese momento de mi cuarto, diciéndome: —¡Hombre!, ¿es posible? —¿Qué? —Que no hayas dado algunas lecciones de baile a tu hermana y a tu prima. No te creía tan egoísta. ¿O será que Matilde te impuso por condición que no generalizaras sus conocimientos? —Ella confió en los tuyos para hacer del Cauca un paraíso de bailarines —le contesté. —¿En los míos? Me obligas a confesar a las señoritas que habría aprovechado más, si tú no hubieras asistido a tomar lecciones al mismo tiempo que yo. —Pero eso consistió en que ella tenía esperanza de satisfacerte en el diciembre pasado, puesto que esperaba verte en el primer baile que se diese en Chapinero. La guitarra estaba templada y Carlos tocó una contradanza que él y yo teníamos motivos para no olvidar. —¿Qué te acuerda esta pieza? —preguntóme poniéndose la guitarra perpendicularmente sobre las rodillas. —Muchas cosas, aunque ninguna en particular. —¿Ninguna?, ¿y aquel lance jocoserio que tuvo lugar entre los dos, en casa de la señora...? —¡Ah!, sí; ya caigo. —Se trataba —dijo— de evitar un mal rato a nuestra puntillosa maestra: tú ibas a bailar con ella, y yo... —Se trataba de saber cuál de nuestras parejas debía poner la contradanza. —Y debes confesarme que triunfé, pues te cedí mi puesto —replicó Carlos riendo. —Yo tuve la fortuna de no verme obligado a insistir. Haznos el favor de cantar. Mientras duró este diálogo, María, que ocupaba con mi hermana el sofá a cuyo frente estábamos Carlos y yo, fijó por un instante la mirada en mi interlocutor, para notar al punto lo que sólo para ella era evidente, que yo estaba contrariado; y fingió luego distraerse en anudar sobre el regazo los rizos de las extremida-des de sus trenzas. Insistió mi madre en que Carlos cantara. El entonó con voz llena y sonora una canción que andaba en boga en aquellos días, la cual empeza-ba así: El ronco son de la guerrera trompa Llamó tal vez a la sangrienta lid, Y entre el rumor de belicosa pompa Marcha contento al campo el adalid. Una vez que Carlos dio fin a su trova, suplicó a mi hermana y a María que cantasen también. Esta parecía no haber oído de qué se trataba. ¿Habrá Carlos descubierto mi amor, me decía yo, y complacídose por eso en hablar así? Me convencí después de que lo había juzga-do mal, de que si él era capaz de una ligereza, nunca lo sería de una malignidad. Emma estaba pronta. Acercándose a María, le dijo: —¿Cantamos? —¿Pero qué puedo yo cantar? —le respondió. Me aproximé a María para decirle a media voz: —¿No hay nada que te guste cantar, nada? Miróme entonces como lo hacía siempre al decirle yo algo en el tono con que pronuncié aquellas palabras: y jugó un instante en sus labios una sonrisa semejante a la de una linda niña que se despierta acariciada por los besos de su madre. —Sí, las Hadas —contestó. Los versos de esta canción habían sido compuestos por mí. Emma, que los había encontrado en mi escritorio, les adaptó la música de otros que estaban de moda. En una de aquellas noches de verano en que los vientos parecen convidarse al silencio para escuchar vagos rumores y lejanos ecos; en que la luna tarda o no aparece, temiendo que su luz importune; en que el alma, como una amante adorada que por unos momentos nos deja, se deshace de nosotros poco a poco y sonrien-do, para tornar más que nunca amorosa; en una noche así, María, Emma y yo estábamos en el corredor del lado del valle, y después de haber arrancado la última a la guitarra algunos acordes melan-cólicos, concertaron ellas sus voces incultas pero vírgenes como la naturaleza que cantaban. Sorprendíme, y me parecieron bellas y sentidas mis malas estrofas. Terminada la última, María apoyó la frente en el hombro de Emma, y cuando la levantó, entusiasmado murmuré a su oído el último verso. ¡Ah! Ellos parecen conservar aún de María no sé si un aroma; algo como la humedad de sus lágrimas. Helos aquí: Soñé vagar por bosques de palmeras Cuyos blondos plumajes, al hundir Su disco el sol en las lejanas sierras, Cruzaban resplandores de rubí. Del terso lago se tiñó de rosa La superficie límpida y azul, Y a sus orillas garzas y palomas Posábanse en los sauces y bambús. Muda la tarde, ante la noche muda Las gasas de su manto recogió: Del indo mar dormido en las espumas La luna hallóla y a sus pies el sol. Ven conmigo a vagar bajo las selvas Donde las Hadas templan mi laúd; Ellas me han dicho que conmigo sueñas, Que me harán inmortal si me amas tú. Mi padre y el señor de M... entraron al salón a tiempo que la canción terminaba. El primero, que sólo tarareaba entre dientes algún aire de su país, en los momentos en que la apacibilidad de su ánimo era completa, tenía afición a la música y la había tenido al baile en su juventud. Don Jerónimo, después de sentarse tan cómodamente como pudo en un mullido sofá, bostezó de seguida dos veces. —No había oído esa música con esos versos —observó Carlos a mi hermana. —Ella los leyó en un periódico —le contesté— y le puso la música con que se cantan otros. Los creo malos —agregué—: ¡publican tantas insulseces de esta laya en los periódicos! Son de un poeta habanero; y se conoce que Cuba tiene una naturaleza semejante a la del Cauca. |