Poemas de Jorge Luis Borges ÍNDICE
UNA ROSA Y MILTON
| ARTE POÉTICA
| A UN POETA MENOR DE LA ANTOLOGÍA
| POEMA DE LOS DONES
| EL RELOJ DE ARENA
| LOS ESPEJOS
| LA LUNA (1)
| LA LUNA (2)
| LA LLUVIA
| EL GOLEM
| UNA ROSA Y MILTON
De las generaciones de las rosas Que en el fondo del tiempo se han perdido Quiero que una se salve del olvido, Una sin marca o signo entre las cosas
Que fueron. El destino me depara Este don de nombrar por vez primera Esa flor silenciosa, la postrera Rosa que Milton acercó a su cara,
Sin verla. Oh tú bermeja o amarilla O blanca rosa de un jardín borrado, Deja mágicamente tu pasado
Inmemorial y en este verso brilla, Oro, sangre o marfil o tenebrosa Como en sus manos, invisible rosa.

ARTE POÉTICA
Mirar el río hecho de tiempo y agua Y recordar que el tiempo es otro río, Saber que nos perdemos como el río Y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño Que sueña no soñar y que la muerte Que teme nuestra carne es esa muerte De cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo De los días del hombre y de sus años, Convertir el ultraje de los años En una música, un rumor y un símbolo,
Ver en la muerte el sueño, en el ocaso Un triste oro, tal es la poesía Que es inmortal y pobre. La poesía Vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara Nos mira desde el fondo de un espejo; El arte debe ser como ese espejo Que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios, Lloró de amor al divisar su Itaca Verde y humilde. El arte es esa Itaca De verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable Que pasa y queda y es cristal de un mismo Heráclito inconstante, que es el mismo Y es otro, como el río interminable.

A UN POETA MENOR DE LA ANTOLOGÍA
¿Dónde está la memoria de los días que fueron tuyos en la tierra, y tejieron dicha y dolor y fueron para ti el universo?
El río numerable de los años los ha perdido; eres una palabra en un índice.
Dieron a otros gloria interminable los dioses, inscripciones y exergos y monumentos y puntuales historiadores; de ti sólo sabemos, oscuro amigo, que oíste al ruiseñor, una tarde.
Entre los asfódelos de la sombra, tu vana sombra pensará que los dioses han sido avaros.
Pero los días son una red de triviales miserias, ¿y habrá suerte mejor que la ceniza de que está hecho el olvido?
Sobre otros arrojaron los dioses la inexorable luz de la gloria, que mira las entrañas y enumera las grietas, de la gloria, que acaba por ajar la rosa que venera; contigo fueron más piadosos, hermano.
En el éxtasis de un atardecer que no será una noche, oyes la voz del ruiseñor de Teócrito.

POEMA DE LOS DONES
Nadie rebaje a lágrima o reproche Esta declaración de la maestría De Dios, que con magnífica ironía Me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños A unos ojos sin luz, que sólo pueden Leer en las bibliotecas de los sueños Los insensatos párrafos que ceden
Las albas a su afán. En vano el día Les prodiga sus libros infinitos, Arduos como los arduos manuscritos Que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega) Muere un rey entre fuentes y jardines; Yo fatigo sin rumbo los confines De esa alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente Y el Occidente, siglos, dinastías, Símbolos, cosmos y cosmogonías Brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca Exploro con el báculo indeciso, Yo, que me figuraba el Paraíso Bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra Con la palabra azar, rige estas cosas; Otro ya recibió en otras borrosas Tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías Suelo sentir con vago horror sagrado Que soy el otro, el muerto, que habrá dado Los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema De un yo plural y de una sola sombra? ¿Qué importa la palabra que me nombra si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido Mundo que se deforma y que se apaga En una pálida ceniza vaga Que se parece al sueño y al olvido.

EL RELOJ DE ARENA
Está bien que se mida con la dura Sombra que una columna en el estío Arroja o con el agua de aquel río En que Heráclito vio nuestra locura
El tiempo, ya que al tiempo y al destino Se parecen los dos: la imponderable Sombra diurna y el curso irrevocable Del agua que prosigue su camino.
Está bien, pero el tiempo en los desiertos Otra substancia halló, suave y pesada, Que parece haber sido imaginada Para medir el tiempo de los muertos.
Surge así el alegórico instrumento De los grabados de los diccionarios, La pieza que los grises anticuarios Relegarán al mundo ceniciento
Del alfil desparejo, de la espada Inerme, del borroso telescopio, Del sándalo mordido por el opio Del polvo, del azar y de la nada.
¿Quién no se ha demorado ante el severo Y tétrico instrumento que acompaña En la diestra del dios a la guadaña Y cuyas líneas repitió Durero?
Por el ápice abierto el cono inverso Deja caer la cautelosa arena, Oro gradual que se desprende y llena El cóncavo cristal de su universo.
Hay un agrado en observar la arcana Arena que resbala y que declina Y, a punto de caer, se arremolina Con una prisa que es del todo humana.
La arena de los ciclos es la misma E infinita es la historia de la arena; Así, bajo tus dichas o tu pena, La invulnerable eternidad se abisma.
No se detiene nunca la caída Yo me desangro, no el cristal. El rito De decantar la arena es infinito Y con la arena se nos va la vida.
En los minutos de la arena creo Sentir el tiempo cósmico: la historia Que encierra en sus espejos la memoria O que ha disuelto el mágico Leteo.
El pilar de humo y el pilar de fuego, Cartago y Roma y su apretada guerra, Simón Mago, los siete pies de tierra Que el rey sajón ofrece al rey noruego,
Todo lo arrastra y pierde este incansable Hilo sutil de arena numerosa. No he de salvarme yo, fortuita cosa De tiempo, que es materia deleznable.

LOS ESPEJOS
Yo que sentí el horror de los espejos No sólo ante el cristal impenetrable Donde acaba y empieza, inhabitable, un imposible espacio de reflejos
Sino ante el agua especular que imita El otro azul en su profundo cielo Que a veces raya el ilusorio vuelo Del ave inversa o que un temblor agita
Y ante la superficie silenciosa Del ébano sutil cuya tersura Repite como un sueño la blancura De un vago mármol o una vaga rosa,
Hoy, al cabo de tantos y perplejos Años de errar bajo la varia luna, Me pregunto qué azar de la fortuna Hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado Espejo de caoba que en la bruma De su rojo crepúsculo disfuma Ese rostro que mira y es mirado,
Infinitos los veo, elementales Ejecutores de un antiguo pacto, Multiplicar el mundo como el acto Generativo, insomnes y fatales.
Prolongan este vano mundo incierto En su vertiginosa telaraña; A veces en la tarde los empaña El hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro Paredes de la alcoba hay un espejo, Ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo Que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda En esos gabinetes cristalinos Donde, como fantásticos rabinos, Leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado, No sintió que era un sueño hasta aquel día En que un actor mimó su felonía Con arte silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos, Que el usual y gastado repertorio De cada día incluya el ilusorio Orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño En toda esa inasible arquitectura Que edifica la luz con la tersura Del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman De sueños y las formas del espejo Para que el hombre sienta que es reflejo Y vanidad. Por eso nos alarman.

LA LUNA (1)
Cuenta la historia que en aquel pasado Tiempo en que sucedieron tantas cosas Reales, imaginarias y dudosas, Un hombre concibió el desmesurado
Proyecto de cifrar el universo En un libro y con ímpetu infinito Erigió el alto y arduo manuscrito Y limó y declamó el último verso.
Gracias iba a rendir a la fortuna Cuando al alzar los ojos vio un bruñido Disco en el aire y comprendió, aturdido, Que se había olvidado de la luna.
La historia que he narrado aunque fingida, Bien puede figurar el maleficio De cuantos ejercemos el oficio De cambiar en palabras nuestra vida.
Siempre se pierde lo esencial. Es una Ley de toda palabra sobre el numen. No la sabrá eludir este resumen De mi largo comercio con la luna.
No sé dónde la vi por vez primera, Si en el cielo anterior de la doctrina Del griego o en la tarde que declina Sobre el patio del pozo y de la higuera.
Según se sabe, esta mudable vida Puede, entre tantas cosas, ser muy bella Y hubo así alguna tarde en que con ella Te miramos, oh luna compartida.
Más que las lunas de las noches puedo Recordar las del verso: la hechizada Dragon moon que da horror a la halada Y la luna sangrienta de Quevedo.
De otra luna de sangre y de escarlata Habló Juan en su libro de feroces Prodigios y de júbilos atroces; Otras más claras lunas hay de plata.
Pitágoras con sangre (narra una Tradición) escribía en un espejo Y los hombres leían el reflejo En aquel otro espejo que es la luna.
De hierro hay una selva donde mora El alto lobo cuya extraña suerte Es derribar la luna y darle muerte Cuando enrojezca el mar la última aurora.
(Esto el Norte profético lo sabe Y tan bien que ese día los abiertos Mares del mundo infestará la nave Que se hace con las uñas de los muertos.)
Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortuna Quiso que yo también fuera poeta, Me impuse. como todos, la secreta Obligación de definir la luna.
Con una suerte de estudiosa pena Agotaba modestas variaciones, Bajo el vivo temor de que Lugones Ya hubiera usado el ámbar o la arena,
De lejano marfil, de humo, de fría Nieve fueron las lunas que alumbraron Versos que ciertamente no lograron El arduo honor de la tipografía.
Pensaba que el poeta es aquel hombre Que, como el rojo Adán del Paraíso, Impone a cada cosa su preciso Y verdadero y no sabido nombre,
Ariosto me enseñó que en la dudosa Luna moran los sueños, lo inasible, El tiempo que se pierde, lo posible O lo imposible, que es la misma cosa.
De la Diana triforme Apolodoro Me dejo divisar la sombra mágica; Hugo me dio una hoz que era de oro, Y un irlandés, su negra luna trágica.
Y, mientras yo sondeaba aquella mina De las lunas de la mitología, Ahí estaba, a la vuelta de la esquina, La luna celestial de cada día
Sé que entre todas las palabras, una Hay para recordarla o figurarla. El secreto, a mi ver, está en usarla Con humildad. Es la palabra luna.
Ya no me atrevo a macular su pura Aparición con una imagen vana; La veo indescifrable y cotidiana Y más allá de mi literatura.
Sé que la luna o la palabra luna Es una letra que fue creada para La compleja escritura de esa rara Cosa que somos, numerosa y una.
Es uno de los símbolos que al hombre Da el hado o el azar para que un día De exaltación gloriosa o de agonía Pueda escribir su verdadero nombre.

LA LUNA A María Kodama
Hay tanta soledad en ese oro. La luna de las noches no es la luna que vio el primer Adán. Los largos siglos de la vigilia humana la han colmado de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.

LA LLUVIA
Bruscamente la tarde se ha aclarado Porque ya cae la lluvia minuciosa. Cae o cayó. La lluvia es una cosa Que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado El tiempo en que la suerte venturosa Le reveló una flor llamada rosa Y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales Alegrará en perdidos arrabales Las negras uvas de una parra en cierto
Patio que ya no existe. La mojada Tarde me trae la voz, la voz deseada, De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

EL GOLEM
Si (como el griego afirma en el Cratilo) El nombre es arquetipo de la cosa, En las letras de rosa está la rosa Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Y, hecho de consonantes y vocales, Habrá un terrible Nombre, que la esencia Cifre de Dios y que la Omnipotencia Guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas lo supieron En el Jardín. La herrumbre del pecado (Dicen los cabalistas) lo ha borrado Y las generaciones lo perdieron.
Los artificios y el candor del hombre No tienen fin. Sabemos que hubo un día En que el pueblo de Dios buscaba el Nombre En las vigilias de la judería.
No a la manera de otras que una vaga Sombra insinúan en la vaga historia, Aún está verde y viva la memoria De Judá León, que era rabino en Praga.
Sediento de saber lo que Dios sabe, Judá León se dio a permutaciones de letras y a complejas variaciones Y al fin pronunció el Nombre que es la Clave.
La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio, Sobre un muñeco que con torpes manos labró, para enseñarle los arcanos De las Letras, del Tiempo y del Espacio.
El simulacro alzó los soñolientos Párpados y vio formas y colores Que no entendió, perdidos en rumores Y ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente se vio (como nosotros) Aprisionado en esta red sonora de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora, Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
(El cabalista que ofició de numen A la vasta criatura apodó Golem; Estas verdades las refiere Scholem En un docto lugar de su volumen.)
El rabí le explicaba el universo "Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga." Y logró, al cabo de años, que el perverso Barriera bien o mal la sinagoga.
Tal vez hubo un error en la grafía O en la articulación del Sacro Nombre; A pesar de tan alta hechicería, No aprendió a hablar el aprendiz de hombre,
Sus ojos, menos de hombre que de perro Y harto menos de perro que de cosa, Seguían al rabí por la dudosa penumbra de las piezas del encierro.
Algo anormal y tosco hubo en el Golem, Ya que a su paso el gato del rabino Se escondía. (Ese gato no está en Scholem Pero, a través del tiempo, lo adivino.)
Elevando a su Dios manos filiales, Las devociones de su Dios copiaba O, estúpido y sonriente, se ahuecaba En cóncavas zalemas orientales.
El rabí lo miraba con ternura Y con algún horror. ¿Cómo (se dijo) Pude engendrar este penoso hijo Y la inacción dejé, que es la cordura?
¿Por qué di en agregar a la infinita Serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana Madeja que en lo eterno se devana, Di otra causa, otro efecto y otra cuita?
En la hora de angustia y de luz vaga, En su Golem los ojos detenía. ¿Quién nos dirá las cosas que sentía Dios, al mirar a su rabino en Praga?
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