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Introducción
No quisiera pecar contra la máxima de sabiduría griega que rechazaba la demasía, la trágica ubris, como inadecuada al precario destino humano so pena de incurrir en la ira divina: meden agan. Demasía tal fuera la afirmación de Richards que postulaba para la traducción una categoría trágica, por excesiva: «We have here indeed what may very probably be the most complex type of event yet pro-duced in the evolution of the cosmos»1. No obstante, sí quisiera levantar la voz para reivindicar para la traducción una categoría social, histórica, científica, estética, incluso moral, de primer orden, categoría que, tradicionalmente, la sociedad, la historia, la ciencia, la estética, incluso la moral, le han negado. ¿Qué habría sido del mundo si no hubiera existido la posibilidad de traducir (= llevar a la otra parte, traducen navem) la verdad, la bondad y la belleza —quizás también el error— encerradas en la Biblia, en el Corán, en Shakespeare, en el Quijote, en El capital, de Marx, en los sueños interpretados de Freud o en la relatividad aplicada de Einstein, a una lengua distinta de aquella en la que originariamente se expresaron? ¿Qué sería del mundo si el empresario japonés no pudiera llegar al sentido del escrito que García & Cía., Madrid, le hace en la lengua de Cervantes solicitando los Nissan que harán la competencia a esta parte de Europa consciente del ocio y la seguridad social, no tanto del rendimiento laboral? ¿Qué, si el embajador de China en las Naciones Unidas no pudiera expresar el matiz de sus proposiciones en su propia lengua y tuviera que expresarse en el código lingüístico del geoimperialismo sajón? La historia registra episodios en los que la traducción, es decir, el trasvase del pensamiento de un recipiente lingüístico a otro, ha sido decisivo. Roma dejó de ser la república «latina» que Catón pretendía cuando, a través de la naturalización que Livio hizo de la biblia griega, es decir, de los cantos homéricos, descubrió la dimensión, al menos mediterránea, de su vocación. La bárbara Europa que suplantó a la decadente Roma empezó a dejar atrás su barbarie cuando, a través de la Biblia de Ulfilas, el Abrogan (765), el Isidor Fragment (siglo vui) o las Evangelienbarmonien, de Tatiano (830), y de O. von Weissenburg, se hizo de nuevo con las fuentes de la sabiduría perdida en las invasiones. Poco a poco, Toledo o Amalfi contribuyeron decisivamente a que esa Europa dejara la concepción teocrática y teocéntrica y descubriera que la humanidad podía girar, gracias a la ciencia, alrededor de sí misma, al tiempo que Ficino o Éneas Silvio mostraban otra variante, la platónica, de la humanidad trascendida. Poco después, Lutero, con una simple traducción subjetiva del discutido pasaje paulino «arbitramur hominem justifican ex fide, absque operibus»2, causó la más profunda conmoción que Europa había vivido desde la desaparición del cuadro político creado por Roma. Y si quitásemos de los panoramas de la Inglaterra postisabelina, de la Francia neoclásica o de la Alemania goetheana las traducciones de Dryden, Chapman, Pope, Roscommon, Shelley, Batteaux, Dacier, Wieland, Voltaire, Bertuch, Herder, Voss, Wieland o Schlegel, comprobaríamos, por contraste, el enriquecimiento que la traducción ha supuesto para el acervo común de la cultura europea. Hoy en día, un cierto hálito de cultura ensimismada, no dialéctica, aureola el cuadro lingüístico anglosajón, que, basado en el prestigio político de su lengua —y como antaño los griegos3, que desde luego no rindieron ese servicio de mediación a una posteridad que tanto les admiró— desprecia lo otro, «lo no ellos». El hecho de que la mayor potencia lingüística del mundo —la antigua Commonwealth (exceptuada Canadá, obligada políticamente al bilingüismo) más Estados Unidos— tenga uno de los menores índices traductográficos relativos del conjunto de naciones cultas4 alude a su escasa curiosidad cultural y explica, también, más de un comportamiento político con su entorno humano. Siendo Estados Unidos la mayor potencia editorial, con 84.540 títulos registrados estadísticamente para 1985, año que escogemos al azar, es chocante que sólo una mínima parte de ellos se deba al intercambio cultural con otras esferas lingüísticas: sólo 6.490 títulos estaban dedicados a la literatura, 1.480 eran traducciones, y traducciones literarias sólo 450. Ejemplar, por defecto, el interés que esa nación tiene por todo lo que piensa y se expresa de manera distinta. Algo parecido sucede en el Reino Unido, que, con 34.430 títulos impresos, sólo dedica 460 a la traducción literaria, en un contexto de 8.680 traducciones, mientras Francia edita 3.920 traducciones poéticas de un total de 29.370 títulos y en un contexto de 8.700 títulos dedicados a las bellas letras. La desaparecida URSS, en ese mismo año, registraba unos 200 títulos menos que Estados Unidos, si bien 6.900 eran traducciones y 2.650 de ellas literarias. Ante este panorama, no es de extrañar que Estados Unidos exporte chicas de oro, rambos, robo-cops, arcas perdidas, matrix y parques jurásicos. ¡Viva la cultura! A la inversa, uno de los rasgos más risueños del perfil cultural español del momento es esa afición, esa curiosidad traductora que difícilmente se casa con esa -—pretendida, real o sólo estadística— escasa afición del español a la lectura. España es5 la nación comunitaria que, superada escasamente por Alemania y Francia en número de publicaciones, mayor espacio editorial reserva a las traducciones: un 20 por 100 (unos 9.000) de sus títulos editoriales (casi 50.000 al año) son importaciones de otras lenguas, importaciones que nos presentan el kafkiano mundo de Kadaré en la pluma traductora de Sánchez Lizarralde, el fantástico de Ende en la de Miguel Sáenz, o el expresionista de K. Kraus en las de Kovasics/Solar/Tortosa. Bien es verdad que en nuestro país la traducción ha adolecido de la mayor desatención oficial, una desatención que sólo ahora, a destiempo y por la vía equivocada, se pretende subsanar recuperando el tiempo perdido. Por otra parte, conocido es el efecto que una mala traducción puede tener en la vida práctica e histórica de los pueblos: el célebre Telegrama de Ems causó, por falsa endo o exo traducción, más de una tormenta en la historia de Europa. Y en España más de un accidente social se ha atribuido a desidia traductora. Preferimos no acusar. ¿Por qué, pues, si esto es así —y así es, efectivamente— no ha recibido la traducción más atención que la que supone una escasa promoción mecenática, en forma de premios o subvenciones puntuales que no fomentan estructuralmente ni la calidad de la traducción ni la conciencia de su importancia? Incluso hay bibliotecas universitarias —y no me estoy refiriendo a las españolas, sino a otras que en nuestros lares siempre se ponen como modelo— que no tienen en sus fondos más de un par de títulos acerca de la traducción. Tal vez sea el de la traducción el destino de lo vehicular, de lo medial: pasar desapercibido. El miope y el présbita no tienen conciencia del servicio que les prestan sus gafas nada más que cuando les faltan o cuando les fallan. Quizá sea buen síntoma que no pensemos en la traducción. No vemos la traducción, porque nos hemos acostumbrado a su mediación, porque se nos ha hecho ambiente, medio físico, porque, a pesar de los pesares, sigue funcionando, cumpliendo sus tareas, tareas que responden a uno de los más bellos condicionamientos de la naturaleza social del hombre: el polimorfismo lingüístico. Porque, ¿se imaginan lo que sería ese mismo mundo si no existiera la maldición divina de Babel, es decir, si todos estuviéramos condenados a la monotonía lingüística, a la unidad de pensamiento que supondría la existencia de un solo idioma? ¿Se imaginan ustedes lo que sería el mundo si, a comienzos del siglo XXI, todos fuéramos americanos? Bien es verdad que llevamos camino de serlo. Y cuando lleguemos a ello, será algo así como conocer los límites del propio horizonte, la fecha de la propia muerte. Hay algo de grandioso en esa encarnación «histórica», en esa necesidad de «concreción» en el tiempo, en el espacio y, sobre todo, en la lengua, de lo que la filosofía medieval llamaba «trascendentales», es decir, de la verdad, la bondad y la belleza; concreción o encarnación que, sin embargo, obliga al esfuerzo de comprensión de lo otro desde la propia lengua, a la curiosidad por la otra lengua desde la nuestra, al viaje hacia el otro y lo otro. Y el vehículo de ese viaje es la traducción. En esa naturaleza viajera estriba el carácter irremediablemente subjetivo de la traducción. Por parte del viajero, el esfuerzo de empatía con el país, la gente y la cultura visitados puede ser absolutamente comprometido y moralmente orientado a la objetividad. El resultado, sin embargo, siempre será la visión de lo otro desde lo propio, desde la propia idiosincrasia y desde el propio idioma. Por eso, la traducción son las machadianas gafas con las que vemos lo otro; es el color que tiñe las realidades a las que lingüísticamente no podemos llegar de una manera directa, bien sea la Divino. Comedia o el sistema de producción de las empresas automovilísticas japonesas. Y toda subjetividad trata de justificarse, de dar explicaciones. Tal y como ha sucedido con la traducción y con los traductores, que han relatado sus vivencias viajeras, han reflexionado sobre ellas, han dado explicaciones de su proceder... Desde siempre, la curiosidad científica se fijaba en unos testimonios viajeros —diarios de bitácora, relatos de viajes, etc.— que daban noticia, que explicaban y justificaban. Y eso mismo ha hecho la traducción, que ha acompañado —en prólogos, tratados, recensiones, etc.— ese viaje lingüístico, literario que ella misma es, de la oportuna reflexión, de la no pedida justificación. Y esto es lo que aquí pretendemos hacer: llenar una laguna. La que supone el desconocimiento que la cultura y la sociedad han tenido del pasado de la actividad y de la reflexión que ésta ha provocado. Hora es ya de conocer y estudiar, para orientar el futuro, lo que ha sido el pasado de la traducción. El prematuramente desaparecido Antoine Berman6 lo expresó en uno de sus últimos estudios: «La constitution d'une histoire de la traduction est la premiére tache d'une théorie moderne de la traduction». Efectivamente, esta tarea está todavía por hacer. Investigadores que fueron o que son, como H. van Hoof en Bélgica, Fraenzel o Sdun en Alemania, Mounin en Francia, Larose en Canadá o García Yebra y Julio César Santo-yo en España7, han conseguido desbrozar el camino por donde podrá seguir la investigación, una investigación que en España todavía no goza de una situación digna, y mucho menos justa con la tradición traductora de nuestro país. La organización académica y social de una actividad que hasta hace poco se relegaba a ámbitos privados, así como el surgimiento de una infinidad de escuelas —demasiadas en todo caso— dedicadas a la formación de traductores e instituciones públicas y privadas de apoyo, exige formalizar científicamente una nueva disciplina, una de cuyas primeras exigencias es la teórica y la histórica. A estas exigencias responde esta antología: a la exigencia de historiar ese constante viaje a lo otro que es la traducción y los principios que lo guiaron y todavía lo guían. 2. precisión metodológica: una cuestión de términos o de la unidad de lo triple Antes de relatar el decurso del tiempo a través del pensamiento traductológico, se impone una precisión terminológica que podría tener una múltiple formulación interrogativa: ¿en qué consiste la teoría de la traducción? ¿Qué es la traductología? ¿Cuáles son los textos que constituyen ese corpus de la teoría de la traducción? Si la gama terminológica que designa ese acto de cambiar un contenido mental de un sistema de signos lingüísticos a otro es ya de por sí amplia8, no lo es menos la gama diferencial de los textos que ordinariamente se ponen bajo el epígrafe teoría de la traducción9. Desde las instrucciones normativas de la actividad hasta la descripción lingüistica del proceso, pasando por la crítica estilítica del resultado: todo cabe en ese epígrafe, que a lo largo de la historia, ha tenido diferente realización. Sólo en las últimas décadas, a partir de 1960, se ha practicado una teoría descriptiva de carácter lingüístico con pretensiones científicas que ha sustituido a las poéticas traductológicas hasta entonces normales. El hecho de que esta traductología lingüística se haya presentado con pretensiones científicas —y de éstas es buen testimonio el libro de Wilss10— no quiere decir que las anteriores no tengan sentido. Todo lo contrario: ambas orientaciones se complementan y se exigen mutuamente. La descripción procesual crea la conciencia de que la actividad debe ir acompañada siempre de una poética normativa que oriente la práctica. Por eso, dado que esta segunda teoría, la científico-lingüística, disfruta actualmente de una favorable coyuntura, la hemos excluido de nuestra consideración y nos hemos limitado, exclusivamente, a esa teoría de carácter estético, hermenéutico o crítico, es decir, a la filosofía de la traducción y a su poética. La lingüística de la traducción (Mounin, Barjudarov, Fedorov, Wilss, Nida, Reiss, etc.) está sobradamente presente en el ambiente académico y editorial y aquí sólo pretendemos rescatar la teoría cautiva del pasado o del olvido, pues creemos que la perspectiva histórica es parte integral del conocimiento filológico de esta actividad, así como de su interpretación cultural. Al hablar de «textos clásicos», hemos utilizado el término tanto en su sentido cronológico como en su sentido cualitativo: nos hemos referido a aquellos textos que, siendo antiguos, han hecho escuela, clase, si bien el carácter de consagración, consustancial a lo clásico, no exige la antigüedad como requisito. Por eso hemos incluido textos modernos que, por su extraordinario valor orientador de la práctica —función de la teoría—, han accedido a esa categoría de consagrados. Por todo esto figuran en nuestra antología Ortega, Benjamín, o Meschonnic y no Mounin, Reiss o Catford, cuyas obras tienen, por su parte, un enorme valor descriptivo. 3. el contexto. traducción y teoría de la traducción: ¿unísono o harmonía? 3.1. De las altas culturas al Humanismo o la prehistoria de la traductología El viaje empezó, que se sepa y desde una perspectiva eurocéntrica, en las altas culturas, en dos espacios, el mediterráneo y el mesopotámico, en los que tuvieron lugar los primeros contactos internacionales o interlingüísticos. No podía ser menos siendo estos espacios donde, a juzgar por el mito de Babel, más conciencia quedaba de la posibilidad de un lenguaje común. Testimonios directos o indirectos remontan la actividad profesional de la traducción a varios milenios antes de Cristo. Ha tenido que tratarse sobre todo, aunque no exclusivamente, de una traducción oral, es decir, lo que hoy llamamos interpretación. Las relaciones económicas o políticas entre las diversas naciones que componían esos cuadros de civilización han dado la primacía a esta variante de transferencia lingüística, la funcional, si bien en el imperio sumerio-acadio hubo también una importante actividad de traducción poética11. Heródoto da cuenta de la existencia en Egipto, como casta independiente, de los dragomanes o traductores, los cuales debieron de estar socialmente muy considerados, ya que el título de Jefe de Traductores lo desempeñaron altos cargos de la administración. Testimonio de esta actividad de interpretación es el pasaje del Génesis en el que José, ministro del faraón, se dirige a sus hermanos mediante intérprete. Posteriormente, en el Cartago púnico, al parecer más un centrífugo conglomerado de pueblos que una potencia unirracial de talante imperialista, se registra la existencia de una casta profesional, la de los traductores, que lleva como distintivo la cabeza rapada y el tatuaje de un loro para distinguir sus capacidades uni- o plurilingües. Como K. Thieme afirma, «es fácilmente presumible que la existencia organizada del oficio de intérprete haya supuesto la existencia de una pluralidad de estados en igualdad de derechos»12. Sin embargo, la experiencia acumulada en el ejercicio temprano de esa actividad ha tardado en fijarse por escrito. Antes de que aparezca la primera reflexión teórica o crítica sobre la traducción, ésta dejará importantes testimonios de su historia, como la Piedra Rosetta o la traducción de la Biblia al griego denominada de los |