Los inconvenientes de ir tras una bella mujer de no­che por las calles






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PROSIGUEN LOS INCONVENIENTES


Gringoire, aturdido por la caída, se había quedado en el suelo ante la hornacina de la Virgen que había en la calle y, poco a poco, iba recobrándose. Primero estuvo algunos minu­tos flotando, como medio perdido en una especie de semi incons­ciencia, bastante atractiva, en dohde la vaga representación de la gitana y de su cabra se confundían con el peso del puño de Qua­simodo. Sin embargo, esta situación no se prolongó demasiado, pues sintió muy pronto una viva impresión de frío en la parte de su cuerpo que se encontraba en contacto con el empedrado y que acabó por espabilarle y sacar su espíritu a la superficie.

 ¿De dónde me viene esta frialdad?  se preguntó brusca­mente, y fue entonces cuando comprobó que se hallaba sobre una

corriente de agua que fluía por la calle, procedente de las casas.  Demonio de cíclope jorobado  masculló entre dientes in­tentando levantarse, sin conseguirlo, pues se encontraba aún un tanto aturdido y demasiado magullado. Así que hubo de quedarse en el suelo, resignado, sonándose con la mano que le quedaba libre.

 ¡Entre el fango de París!  pensaba, seguro ya de que aque­Ilo iba a ser su lecho «¿y qué hacer en un lecho sino meditar?»(14) . El fango de.París apesta pues debe contener cantidad de sales vo­látiles y vitrosas; eso es, al menos, lo que piensan maese Nicolás Flamel y los herméticos (15)
14. Es, modificado, un verso de una fábula de La Fontaine.

15. Nicolás Flamel (1310 1418). Escribano de la universidad de quien decía que sus grandes riquezas eran debidas a sus conocimientos de alquimia y de brujería.
Esta palabra le trajo súbitamente al espíritu la idea del archi­diácono Claude Frollo y recordó la escena violenta que había en­trevisto cuando la zíngara se debatía entre dos hombres. Había otro más con Quasimodo y la figura altiva del archidiácono se di­bujó confusamente en su recuerdo.

 ¡Sería muy extraño!  y comenzó a reconstruir sobre esa base y con esos datos un fantástico edificio de hipótesis, un castillo de cartas filosófico, para volver en seguida a la realidad, al sentirse de nuevo en contacto con el agua de la calle.

Aquel sitio se hacía cada vez más insoportable, pues cada mo­lécula del agua que corría por la calle robaba otra molécula de ca­lor a los riñones de Gringoire y el equilibrio entre la temperatura del cuerpo y la del arroyuelo aquel empezaba a establecerse de una manera bastante ruda.

Otro inconveniente totalmente distinto surgió de improviso pues un grupo de muchachetes, un grupo de esos pequeños sal­vajes que desde siempre han correteado por las calles de París con el nombre de pilluelos y que, ya cuando nosotros mismos éra­mos niños, nos tiraban piedras al salir de la escuela, porque no íbamos sucios ni desharrapados como ellos; una panda de estos rapaces se dirigía, entre risas y gritos, hacia la plaza en donde es­taba Gringoire, sin importarles nada el sueño de los vecinos. Lle­vaban a rastras una especie de saco y, sólo con el ruido de sus zue­cos, se habría despertado hasta un muerto.

Gringoire, que aún no lo estaba del todo, se incorporó a medias.

 ¡Eh! ¡Annequin Dandéche! ¡Eh! ¿Jean Pincebourde!  chilla­ban a voz en grito ; el viejo Eustaquio Moubon, el viejo ferre­tero de la esquina, acaba de morirse y hemos cogido su jergón y vamos a hacer una hoguera con él; hoy es el día de los flamencos. Y fueron a tirar el jergón justo encima de Gringoire, hasta donde habían llegado sin haberle visto. Uno de ellos le sacó un puñado de paja y fue a encenderlo en la lamparilla de la Virgen.

 ¡Dios me valga!  susurró Gringoire . ¡Pues no voy a pa­sar calor ni nada!

La situación era crítica ya que se encontraba entre el fuego y el agua; realizó un esfuerzo casi sobrenatural, como el de un fal­sificador que intenta escapar cuando quieren quemarle. Logró po­nerse de pie y lanzando el jergón contra los pilluelos aquellos, se escapó.

 ¡Santa María!  gritaron asustados ; es el fantasma del fe­rretero que ha vuelto  y también ellos echaron a correr.

El jergón se adueñó del campo de batalla. Belforét, el tío Le Juge y Corrozet aseguran que al día siguiente fue recogido con gran pompa por el cura del barrio y guardado como parte del te­soro de la iglesia de Saint Opportune, con lo que el sacristán con­siguió unas buenas propinas hasta 1789 a costa del gran milagro de la estatua de la Virgen de la esquina, en la calle Mauconseil que, aquella memorable noche del 6 al 7 de enero había con su sola presencia exorcizado al difunto Eustaquio Moubon quien, para hacer una travesura al diablo en el momento de la muerte, había ocultado astutamente su alma en el jergón.
VI

LA JARRA ROTA

Después de haber escapado a todo correr, sin saber hacia dónde, y darse más de un coscorrón contra alguna esquina; después de saltar unos cuantos arroyuelos y atravesar bastantes callejones y plazas en busca de una salida por entre el entramado del viejo mercado y después de explorar en su miedo lo que el bello latín llama tota via, cheminum et viaria, nuestro poeta se detuvo de pronto, primeramente por el cansancio y luego por el dilema que acababa de venirle al espíritu:

 Me parece, maese Pierre Gringoire  se dijo apoyando el dedo en la frente  que estáis corriendo como un chalado. Aque­llos pilluelos han debido asustarse al veros tanto como vos lo ha­béis hecho al verlos. Tengo la impresión, os digo, de que habéis oído el ruido de sus zuecos alejándose hacia el sur, mientras vos lo hacéis hacia el norte. Así que una de dos: o han huido y en­tonces el jergón que olvidaron con el miedo va a ser esa cama con­fortable que estáis buscando desde esta mañana y que la Virgen os envía milagrosamente en recompensa de esa «moralidad» que habéis intentado representar, o bien los rapaces esos no han hui­do, y entonces han debido pegarle fuego al jergón, en cuyo caso podéis aprovecharlo para alegraros, secaros y calentaros. Sea como sea, fuego o cama, ese jergón es un regalo del cielo y se me ocu­rre que, a lo mejor, la santísima Virgen de la esquina de la calle de Mauconseil se ha llevado a Eustaquio Maubon sólo para eso y en ese caso sería una locura que huyerais así, a toda prisa, cual un picardo ante un francés, dejándoos atrás lo que andáis buscan­do con tantas ganas. ¡Sería de tontos!

Así que echó marcha atrás y por todos los medios, olfateando como un perro y escuchando con todo interés, intentó dar con el bendito jergón, pero todo fue en vano. Todo eran cruces de calles, callejones sin salida, bifurcaciones en las que nunca llegaba a orientarse con seguridad... En fin, se encontraba más perdido en aquella maraña de callejuelas de lo que se habría encontrado en el laberinto del hotel de las Tournelles; así que, agotada ya su paciencia, exclamó solemnemente:

 ¡Malditas encrucijadas! Seguro que las ha hecho el diablo a imitación de su propio tridente.

Más tranquilo ya después de esta exclamación, tras observar un resplandor rojizo al fondo de una larguísima y estrecha callejuela, sintió que su moral se acrecentaba.

 ¡Alabado sea Dios! ¡Si es allá, al fondo! ¡Si es mi jergón el que está ardiendo!  y, cual navegante que zozobra en medio de la noche, añadió piadosamente : ¡Salve, salve, marls stella!

No podríamos decir, en verdad, a quién iba dirigida aquella le­tanía, si a la Virgen o al jergón.

No habría aún dado dos pasos pot aquella larga calleja, sin pa­vimentar llena de barro y en pendiente, cuando observó algo que le pareció muy singular y es que no estaba desierta. Acá y allá, a lo largo de la misma, grupos de masas vagas a imprecisas se di­rigían hacia el resplandor vacilante del fondo de la callejuela, como esos torpes insectos, que se arrastran pot la noche entre las hier­bas, hacia la hoguera de un pastor.

Nada le hace a uno tan aventurero como el no tenet un cuarto. Gringoire, pues, siguió avanzando hacia el resplandor y pronto al­canzó a una de aquellas larvas que se arrastraban perezosamente siguiendo a las demás. Al llegar vio que no era otra cosa que un miserable lisiado, sin piernas, que se servía de sus manos para an­dar, dando una especie de saltos, como una araña herida a la que sólo le quedan dos patas.

Precisamente cuando pasaba al lado de aquella araña con ros­tro humano, alzó hacia él una voz plañidéra.

 ¡La buona mancia, signor! ¡La buona mancia! (16)

 Vete al diablo  dijo Gringoire , y que me lleve a mí tam­bién si entiendo lo que dices. Y siguió adelante.

Alcanzó a otra de aquellas masas ambulantes y la examinó con atención. Se trataba esta vez de un tullido, cojo y manco al mis­mo tiempo. Lo era de tal modo, que el complicadísimo sistema de muletas y de piernas de madera que le sostenía, le daba el as­pecto de un andamiaje de albañilería en marcha. Gringoire, que gustaba de hacer comparaciones nobles y clásicas, le comparó a unas trébedes vivas de la fragua de Vulcano. Igual que el anterior, le saludó a su paso poniéndole el sombrero a la altura del men­tón, como una bacía de barbero, gritándole:

 Señor caballero; para comprar un troso de pan(17).

 Parece que también éste habla, pero lo hace en una lengua tan rara que, si él mismo la entiende, es más feliz que yo.

Luego, golpeándose la frente pot una repentina asociación de ideas, dijo:

 ¡A propósito! ¿Qué diablos querrían decir esta mañana con aquello de su Esmeralda(18)
16. Caridad, señor, caridad. (En italiano.)

17. En español, en el original.

18. En español, en el original.
Quiso acelerar el paso pero pot tercera vez algo le cortó el ca­mino. Ese algo, o mejor, ese alguien era un ciego; un ciego bajito y barbudo, con cara de judío que, maniobrando en torno a él con el bastón y guiado pot un enorme perro, le lanzó con un acento húngaro:

 Facitote caritatem.

 ¡Menos mall  dijo Pierre Gringoire ; pot fin doy con al­guien que me habla en cristiano. Debo tener cara de limosnero para que todos me pidan limosna, teniendo en cuenta el estado de debilidad en que se encventra mi bolsa.

 Mi querido amigo  dijo volviéndose hacia el ciego , hace ya una semana que vendl mi última camisa, y para decírtelo me­jor, en la lengua de Cicerón que tan bien entiendes: Vendidi heb­domade nuper trantita meam ultimam chemiram.

Dicho lo cual, dio la espalda y siguió andando; pero el ciego ace­leró el paso a su ritmo y hete aquí que el lisiado y el tullido apa­recen también a buen ritmo, y con gran estrépito de escudillas y de muletas contra el empedrado; y así los tres, empujándose tras el pobre Gringoire, se pusieron a entonar su cantinela.

 ¡Caritatem!  decía el ciego.

 ¡La buona mancia!  decía el tullido; y el cojo empalmaba esa musiquilla con su:

 ¡Un pedaso de pan!

 Esto es la torre de Babel  decía Gringoire, tapándose las orejas y echando a correr. Pero también el ciego y el tullido y el cojo corrían tras él y, a medida que iba internándose en la calle, empezaron a pulular a su alrededor más cojos y más tullidos y más ciegos y mancos y tuertos y leprosos, enseñando sus llagas. Unos salían de los portales, otros de las callejas aledañas, otros más de algún tragaluz o de algún sótano, mugiendo todos o rugiendo y chillando, cojeando, renqueando o arrastrándose hacia la luz y revolcándose entre el fango, coal babosas después de llover.

Gringoire, a quien aún seguían sus tres perseguidores, no sa­biendo en qué podía parar todo aquello, corría, asustado, empu­jando y tirando a cojos y ciegos, saltando por encima de más li­siados o pisando a quien se ponía delante, como aquel capitán in­glés que fue a encallar en un banco de cangrejos.

Pensó en volver sobre sus pasos, pero era ya demasiado tarde, pues toda aquella legión tapaba casi por completo la calle, y los tres mendigos seguían acosándole. Así que continuó hacia adelan­te, empujado al mismo tiempo por aquella oleada irresistible, por el miedo y por una especie de vértigo que le hacía ver aquello como una horrible pesadilla.

Por fin alcanzó el extremo de la calle, que desembocaba en una gran plaza en donde mil luces dispersas titilaban, envueltas en la niebla de la noche. Gingoire entró en ella corriendo con la idea de zafarse, por rapidez, de los tres espectros lisiados que casi se habían otra vez agarrado a él.

 ¿Onde vas, hombre?(19)  le gritó el cojo soltando las dos mu­letas y acercándose a él con las dos piernas más sanas que jamás hubieron corrido por las calles de París.

Mientras tanto el tullido, el que no tenía piernas, se puso de pie ante la sorpresa de Gringoire; le plantó en la cabeza su pe­sado cuenco y el ciego le miraba frente a frente con ojos centelleantes.

 ¿En dónde me hallo?  preguntó el poeta aterrorizado.

 En la Corte de los Milagros(20)  respondió un cuarto fantas­ma que se les había juntado.

 Por mi alma que así debe ser pues compruebo que los cojos corren y que los ciegos ven, pero, ¿en dónde está el Salvador?
19. En español, en el original.

20. La Corte de los Milagros se encontraba en el barrio des Halles, en­tre la calle Réaumur y la plaza du Caire actuales (en el antiguo París ha­bía una docena de Cortes de los Milagros). En el siglo xvii, bajo Luis XIV, se llegó a liquidar casi por completo.

21. Había dos fortalezas en París, el gran Châtelet y el pequeño Châte­let. El primero fue demolido en 1802 y estaba emplazado en la orilla de­recha del Sena, frente al Pont au Change. Era la sede de la jurisdicción de lo criminal del prebostazgo de París. El pequeño Chitelet estaba si­tuado en la orilla izquierda y servía de prisión. Se demolió en 1782.
Como respuesta obtuvo una carcajada siniestra. El desdichado se encontraba de verdad en la temible Corte de los Milagros, en donde ningún hombre prudente se habria decidido a entrar a ta­les horas. Círculo mágico en el que los soldados del Châtelet(21) o los guardias del prebostazgo, que se aventuraban por allí, desa­parecían hechos pedazos. Ciudad de ladrones, horrible verruga, surgida en la cara de París, cloaca de donde salía cada mañana para volver a esconderse por la noche ese torrente de vicios de mendicidad y de miseria, que siempre existe en las calles de las grandes urbes; colmena monstruosa a la que volvían por la no­che, con su botín, todos los zánganos del orden social; falso hos­pital en donde el bohemio, el fraile renegado, el estudiante per­dido, los indeseables de todas las nacionalidades: españoles, ita­lianos, alemanes... de todas las religiones: judíos, cristianos, ma­hometanos, idólatras, cubiertos de llagas simuladas, mendigos de día que son bandidos por las noches; inmenso vestuario en donde se vestían y se cambiaban todos los adores de la eterna comedia que el robo, la prostitución y el asesinato representaban sobre el adoquinado de París.

Se trataba de una gran plaza irregular y mal pavimentada, como lo eran entonces todas las plazas de París. Algunas fogatas en­cendidas aquí y allá, en torno a las cuales hormigueaban grupos extraños. Todo era movimiento y gritos. Se oían risas estentó­reas, Ilantos de niños, voces de mujeres. Las manos, las cabezas de todas aquellas gentes, recortadas en negro sobre el fondo lu­minoso de las fogatas, se perfilaban en mil gestos extraños. A ve­ces, en el suelo, en donde tremolaban las llamas, mezcladas con grandes sombras indefinidas, se podía ver pasar un perro que pa­recía un hombre o a un hombre que parecía un perro. Los límites de las razas y de las especies parecían borrarse en aquella ciudad, como en un pandemonium pues hombres, mujeres, animales, sexo, edad, salud y enfermedad, todo parecía patrimonio común en aquel pueblo; todo se hallaba junto, mezclado, confundido, su­perpuesto y todos, en fin, participaban de todo.

El resplandor vacilante y débil de aquellas fogatas permitía a Gringoire distinguir, en medio de su turbación, en torno a toda la inmensa plaza, un horrible cuadro de casas viejas cuyas facha­das, carcomidas, deformadas, mugrientas, tenían un par de luce­ras encendidas en cada una.

Todo ello le parecía, en medio de las sombras, como enormes cabezas de viejas colocadas en círculo, ceñudas y monstruosas, con­templando un aquelarre.

Era para él como un mundo nuevo, desconocido, inaudito, de­forme, reptil, increíble y fantástico. Se sentía cada vez más aterrado, sujeto por los tres mendigos, como si fueran tenazas, en medio de un gentío ensordecedor, con caras que se encrespaban y ladraban.

El infortunado Gringoire intentaba recobrar su presencia de ánimo para saber si era sábado, pero sus esfuerzos eran vanos, pues el hilo de su pensamiento y de su memoria se había roto. Dudaba ya de todo; fluctuaba entre lo que veía y lo que sentía y se hacía siempre la misma pregunta.

 Si yo soy, ¿esto es también?, y si esto es, ¿yo soy también?

En aquel momento surgió un grito muy claro de entre el bu­llicio increíble que le rodeaba.

 ¡Llevémosle ante el rey! ¡Llevémosle ante el rey!

 ¡Virgen santa!  murmuró Gringoire . El rey aquí será un chivo(22).
22. Forma que, se decía, tomaba el diablo, principalmente en los aque­larres. Víctor Hugo dice en una nota para los documentos de Nuertra Se­ñora de Parír que «el diablo para reunir el aquelarre, hace aparecer, entre nubes, a un chivo que sólo es visto por los brujos».
 ¡Al rey! ¡Al rey!  repitieron todas las voces.

Le llevaron a rastras, disputándose entre ellos por arrastrarle con sus garras, pero ninguno de los tres mendigos soltó su presa y se la arrancaron a los demás rugiendo:

 ¡Es nuestro!

El jubón casi destrozado del poeta rindió en aquella lucha su último suspiro.

Al atravesar la horrible plaza su vértigo desapareció y unos po­cos pasos más allá recobró el sentido de la realidad. Comenzaba a familiarizarse con el ambience de aquel lugar. En el primer mo­mento, de su cabeza de poeta, o más sencillamente o más prosai­camente, de su estómago vacío se había elevado una especie de vapor que, al expandirse entre él y las cosas, no le había permi­tido más que entreverlas, envueltas en la bruma incoherente de su pesadilla, en esas tinieblas de los sueños que deforman todos los contornos, que hacen gesticular a todas las formas, que hacen que los objetos se amontonen a grupos desmesurados, transfor­mando las cosas en quimeras y a los hombres en fantasmas. Poco a poco, a esta alucinación le fue siguiendo una visión menos tur­bada y menos deformante, y lo real iba abriéndose paso a su al­rededor; le golpeaba los ojos, chocaba contra sus pies a iba des­montando pieza a pieza toda aquella espantosa creación de la que en principio se creyó rodeado.

Había que darse cuenta de que no iba caminando por la laguna Estigia sino por el fango; de que no eran demonios quienes le lle­vaban cogido sino ladrones y que no se jugaba el alma sino la vida (puesto que carecía de ese precioso conciliador que actúa tan eficazmente entre el bandido y el hombre honrado y que se llama bolsa) y finalmente cuando observó más de cerca y con más san­gre fría la juerga aquella de la plaza se dio cuenta de que no era un aquelarre sino una reunión de taberna.

Porque, en efecto, la corte de los milagros no era sino una ta­berna de truhanes enrojecida tanto por el vino como por la sangre.

El espectáculo que se ofreció a sus ojos cuando su harapienta escolta le dejó, al fin, no era el más propicio para pensamientos poéticos, aunque se tratara de una poesía infernal; antes al con­trario era aquella situación la realidad más prosaica y vulgar de la taberna. Si no estuviésemos en el siglo xv habría que decir que Gringoire había descendido de Miguel Ángel a Callot(23).

En torno a la gran hoguera que ardía en una enorme losa re­donda y que envolvía con sus llamas las patas al rojo de unas tré­bedes, vacías por el momento, se habían colocado aquí y allá al­gunas mesas carcomidas; las habían puesto al azar, sin orden nin­guno, sin que ningún lacayo, versado en geometría, se hubiera dig­nado ajustar un poco su paralelismo o al menos preocupado de que no se cortasen en ángulos tan poco usuales. Encima de aque­llas mesas relucían algunas jarras rebosando vino y cerveza y a su alrededor se agrupaban muchos rostros báquicos, rojos de fue­go y de vino. Había un hombre de voluminoso vientre y de cara jovial que besaba ruidosamente a una mujerzuela ya bien entrada en carnes. Había también un falso soldado, un marrullero como se decía entre ellos, que deshacía, silbando, los vendajes de su fal­sa herida y que desentumecía su rodilla, sana y fuerte, cubierta des­de la mañana con mil ligaduras. Otro encanijado hacía lo contra­rio: preparaba con celidonia y sangre de buey su pierna de Dios(24) para el día siguiente. Dos mesas más allá un conchero, con su há­bito de peregrino, recitaba las quejas de la Santa Reina sin olvi­dar la salmodia y su tono nasal. Más allá un hubertino recibía lec­ciones de epilepsia de un viejo espumoso que le enseñaba el arte de echar espumarajos masticando un pedazo de jabón. A su lado, un hidrópico se deshinchaba, lo que obligaba a taparse la nariz a cuatro o cinco ladronas que se disputaban en la misma mesa un niño robado aquella misma noche. Circunstancias todas que dos siglos más tarde «parecieron tan ridícular a la corte» como dice Sauval «que sirvieron de entretenimiento al rey y como tema al real ballet de 'La Noche', dividido en cuatro partes y bailado en el teatro del Petit Bourbon. Jamás  añade un testigo ocular de 1653  las súbitas metamorfosis de la corte de los milagros han sido tan acertadamente representadas. Benserade nos había preparado para ellas con unos versos muy galantes.»
23. Gran pintor y grabador francés de gran influencia (1592 1653).

24 Así llamaban a los miembros con heridas simuladas.
Las risotadas y las canciones obscenas se oían por doquier y cada cual se ocupaba de sí mismo criticando y maldiciendo sin es­cuchar a los demás. Se brindaba continuamente con las jarras de vino y las pendencias surgían ya en ese mismo instante, arreglán­dose mediante peleas con las jarras melladas.

Un enorme perro tumbado junto a la hoguera miraba impasi­ble y había también algunos críos que participaban en aquella or­gía. El niño que habían robado lloraba sin parar; otro niño, de unos cuatro años, bien gordito y sentado en un banco con las pier­nas colgando, no decía una palabra, un tercero extendía por la mesa, con un dedo, la cera líquida que iba fluyendo de una vela y el último, un niñito, en cuclillas entre el fango, estaba casi me­tido en un caldero que rascaba con una teja y del que sacaba unos sonidos que harían desmayarse a Stradivarius.

Había también un tonel junto al fuego con un mendigo senta­do encima. Era el rey en su trono.

Los tres que sujetaban a Gringoire le llevaron ante el tonel y toda aquella bacanal se quedó en silencio, excepto el niño aquel que seguía dándole al caldero.

Gringoire con la vista baja no se atrevía ni a respirar.

 Hombre, quítate el sombrero (25)  le dijo uno de los tres ti­pos que le sujetaban y, antes de que hubiera comprendido lo que quería decir, el otro se lo había quitado ya. Era un triste gorro, la verdad, pero valía aún para el sol o en caso de lluvia. Gringoire suspiró.
25. En español et. el original.
El rey entonces desde lo alto del tonel le dirigió la palabra:

 ¿Quién es este bribón?

Gringoire se estremeció. Aquella voz, aunque acentuada por el tono de amenzada, le recordó otra voz que aquella misma maña­na había dado el primer golpe a su misterio, diciendo con voz gan­gosa en medio del auditorio: Una caridad, por favor. Entonces le­vantó la cabeza y vio que, en efecto, se trataba de Clopin Trouillefou.

Clopin Trouillefou, revestido de sus insignias reales, no llevaba ni un harapo de más ni de menos y la llaga de su brazo había desaparecido y llevaba en la mano uno de esos látigos hechos con correas de cuero de los que utilizaban entonces los alguaciales de vara para concentrar a la gente y que se llamaban boulayes. Lle­vaba en la cabeza una especie de gorro redondo y cerrado por arri­ba, aunque resultaba difícil saber si se trataba de una chichonera para niños o de una corona real, pues podía pasar muy bien por ambas cosas.

Sin embargo, Gringoire, sin saber por qué, había recobrado al­guna esperanza al reconocer en el rey de la corte de los milagros al maldito pordiosero de la Gran Sala.

 Señor  musitó   . Monseñor..., Sire..., ¿cómo debería Ila­maros?  dijo al fin al haber llegado al punto culminante de su crescendo y no saber ya cómo subir ni cómo bajar.

 Monseñor, majestad o camarada, Ilámame como quieras, pero rápido. ¿Qué puedes alegar en tu defensa?

 ¿En tu defensa?  pensó Gringoire ; esto no me gusta  y continuó entre tartamudeos : Yo soy el que esta mañana...

 ¡Por las uñas del diablo! Dime tu nombre y nada más, bri­bón. Escucha: estás ante tres poderosos soberanos: yo, Clopin Trouillefou, rey de Thunes, sucesor del gran Coësre, supremo so­berano del reino del hampa; aquel viejo amarillo que ves allá con un trapo ceñido a la cabeza es Mathias Ungadi Spicali, duque de Egipto y de Bohemia. Y ese gordinflón que no nos escucha y que está acariciando a esa ramera, es Guillermo Rousseau, emperador de Galilea. Has entrado en el reino del hampa sin ser de los nues­tros; has violado los privilegios de nuestra ciudad y en consecuen­cia debes ser castigado, a menos que seas capón, franc mitou o es­caldado, es decir, en el argot de la gente honrada: ladrón, men­digo o vagabundo. ¿Eres algo de eso? Justifícate; dinos tus cualidades.

 ¿Cualidades? ¡Ay!  dijo Gringoire  no tengo ese honor; sólo soy autor...

 ¡Basta!  cortó Trouillefou sin dejarle acabar . Vas a ser col­gado. ¡Es algo muy sencillo, honrados señores burgueses! Igual que tratáis a los nuestros en vuestro mundo así os tratamos no­sotros en el nuestro. Las leyes que aplicáis a los truhanes, os las aplican a vosotros los truhanes. ¿Que son malas? La culpa es vues­tra. Es bueno el ver de vez en cuando upa mueca de honrado bur­gués por encima del collar de cáñamo; eso lo hace todo más ho­norable; así que... ¡ánimo, amigo!; reparte alegremente tus hara­pos a esas señoritas. Te vamos a colgar para divertir a los truha­nes y tú les vas a dar tu bolsa para que puedan beber. Si quieres hacer alguna mogiganga ahí encontrarás junto al gran mortero un buen reclinatorio de piedra que hemos robado en Saint Pie­rre aux Boeufs. Te quedan cuatro minutos para encomendarle tu alma a Dios.

Desde luego, la arenga resultó formidable.

 ¡Así se habla, a fe mía! Clopin Trouillefou predica como nues­tro santo padre, el papa  exclamó el emperador de Galilea rom­piendo la jarra para calzar la mesa.

 Señores emperadores y reyes  dijo Gringoire con sangre fría (no sé cómo había recobrado la firmeza y hablaba con gran decisión) ; no sabéis lo que estáis diciendo. Yo me llamo Pierre Gringoire y soy el poeta que ha escrito la moralidad, esa obra que se ha representado esta mañana en la gran sala del palacio.

 ¡Ah! ¿Eres tú?  dijo Clopin . Yo estaba allí. ¡Por todos los santos! ¿Y qué pasa, camarada? ¿El que esta mañana nos ha­yas aburrido es una razón para que no lo colguemos esta noche?

Me va a costar salir con bien de ésta  pensó Gringoire , pero hizo aún un último intento : No veo por qué no vais a colocar a los poetas entre los truhanes cuando Esopo fue un vagabundo, Homero fue un mendigo, Mercurio era un ladrón...

Clopin le interrumpió.

 Creo que quieres alelarnos con esos conjuros: ¡Venga ya; me­nos cuento y déjate ahorcar!

 Perdóneme el rey de Thunes  replicó Gringoire, disputan­do el terreno palmo a palmo ; creo que merece la pena... ¡Un mo­mento!... escuchadme... No querréis condenarme sin haberme escuchado.

Su temblorosa voz quedaba ahogada por el bullicio que había a su alrededor. El niño seguía rascando su caldero con más furor que nunca y para colmo una vieja acababa de poner encima de las trébedes una sartén llena de sebo que chisporroteaba al fuego con un ruido como el que haría una cuadrilla de niños persiguiendo a una máscara.

Pero Clopin Trouillefou pareció conferenciar un momento con el duque de Egipto y con el emperador de Galilea, que estaba com­pletamente borracho y luego gritó malhumorado:

 ¡Silencio!  y como ni el caldero ni la sartén podían oírle y seguían con su dúo, saltó del tonel abajo y largó una patada al cal­dero que rodó más de diez pasos con niño y todo y otro puntapié a la sartén, volcando todo el aceite en el fuego, y luego volvió gra­vemente a su trono sin preocuparse de los suspiros ahogados del niño ni de los gruñidos de la vieja cuya cena se había convertido en una bella y blanca llamarada.

Trouillefou hizo una señal y el duque, el emperador, los escoltas y los falsos leprosos vinieron a colocarse a su alrededor for­mando un semicírculo, en el que Gringoire, todavía fuertemente sujeto, ocupaba el centro. Era aquél un semicírculo de harapos, de andrajos, de relumbrón, de horquillas, de hachas, de piernas su­cias de vino, de fuertes brazos desnudos, de caras sórdidas, sin lus­tre y embrutecidas. En medio de esta tabla redonda de la bella­quería, Clopin Trouillefou, como el dogo de aquel senado, como el rey de la pradera, como el papa de aquel cónclave, dominaba todo, primero desde la altura de su tonel y además por un algo de altanería y de ferocidad que brillaba en sus pupilas y que hacía corregir en su perfil salvaje el tipo bestial de la raza de los tru­hanes; habríase dicho una cabeza de jabalí entre hocicos de cerdos.

 ¡Escuchadme!  dijo a Gringoire acariciándose el deforme mentón con su mano callosa ; no entiendo por qué razón no has de ser colgado; es cierto que tal cosa parece repugnarte y es sencillamente porque vosotros, los burgueses, no estáis acostum­brados. Le dais demasiada importancia al asunto; y además no te deseamos ningún mal. ¿Quieres el medio de librarte de esto por el momento? Hazte de los nuestros.

Podemos imaginar el efecto que semejante propuesta produjo en Gringoire cuando veía ya que la vida se le escapaba y comen­zaba a perder toda esperanza. Se agarró, pues, a ella, con todas sus fuerzas.

 Ya lo creo que sí  dijo.

 ¿Estás de acuerdo en enrolarte con los cortabolsas?

 Con los cortabolsas, exactamente  respondió Gringoire.  ¿Te reconoces miembro de la francoburguesía? (26)

 De la francoburguesía.

 ¿Sujeto del reino del hampa?

 Del reino del hampa.

 ¿Truhán?

 Truhán.

 ¿Con toda el alma?

 Con toda mi alma.

 Quiero que sepas  prosiguió el rey  que no por eso vas a dejar de ser colgado.

 ¡Diablos!  dijo el poeta.

 Lo que ocurre es que serás colgado más adelante, con más ceremonia, con cargo a la buena villa de París, en una bonita hor­ca de piedra y por los honrados burgueses. Es un consuelo.

 Como vos digáis  respondió Gringoire.

 Hay más ventajas pues, en calidad de francoburgués, no ten­drás que pagar ni el impuesto de lodos, ni el de pobres, ni el de farolas a los que están sujetos los burgueses de París.

 Que así sea  añadió el poeta ; consiento en ello. Soy tru­hán, hampón, francoburgués, cortabolsas y todo lo que queráis, aunque yo era todo eso antes, señor rey de Thunes, pues soy fi­lósofo: et omnia in philosophia, omnes in philosopho continen­tur(27), como vos sabéis muy bien.
27 Y todas esas cosas están contenidas en la filosofla y todos los horn bres en el filósofo.

26. Habitante de la ciudad que no paga impuestos.
El rey de Thunes frunció las cejas.

 ¿Por quién me tomas, amigo? ¿Qué argot de judío de Hun­gría nos cantas? No conozco el hebrero, pero no hay que ser ju­dío para ser ladrón y yo incluso ya ni robo; estoy por encima de esas cosas; yo mato. Cortacuellos sí, no cortabolsas.

Gringoire trató de deslizar alguna excusa en medio de aquellas palabras que la cólera hacía más cortantes:

 Os pido perdón monseñor, pero no es hebrero es latín.

 Te repito que no soy judío  gritó encolerizado Clopin , y ¡te juro que lo haré colgar, vientre de sinagoga! Igual que a ese pequeño mendigo de Judea que 'está junto a ti y que un día espero clavar en un mostrador como una moneda falsa que es.

Al decir esto se refería, señalándole con el dedo, al pequeño y barbudo judío húngaro que se había acercado a Gringoire soltán­dole lo de Facitote caritatem, y que como no conocía otra lengua, miraba con sorpresa cómo el mal humor del rey se desbordaba sobre él.

Por fin monseñor Clopin se calmó.

 Bribón  le dijo  ¿Quieres entonces ser truhán?

 Sin duda  respondió Gringoire.

 No todo consiste en querer  dijo el verdugo Clopin ; la buena voluntad no añade ninguna cebolla a la sopa y no sirve más que para ir al paraíso y el paraíso nada tiene que ver con el hampa. Debes probarnos que sirves para algo si de verdad deseas ser admitido en el hampa y para empezar tienes que registrar y robar al maniquí.

 Haré todo lo que os plazca  aseguró Gringoire.

Clopin hizo una señal y algunos de los truhanes se marcharon del círculo para volver momentos más tarde con dos postes ter­minados en la parte inferior por dos espátulas con armazón que les permitía fácilmente sostenerse en el suelo. Sobre la parte su­perior de ambos postes atravesaron una viga con lo que se formó un bonito patíbulo portátil, erigido ante Gringoire en un abrir y cerrar de ojos. Nada le faltaba pues hasta tenía una cuerda balan­ceándose graciosamente en la viga.

 ¿Qué se propondrán?  se preguntaba Gringoire no sin cier­ta inquietud, cuando un ruido de campanillas que empezó a sonar en aquel momento puso fin a su ansiedad. Se trataba de un ma­niquí que los truhanes habían colgado por el cuello de una cuer­da; una especie de espantapájaros vestido de rojo con tal cantidad de campanillas y de cascabeles que se habría podido enjaezar con ellos a más de treinta mulas castellanas.

Aquellas mil campanillas tintinearon un rato, al mover la cuer­da, después fueron apagándose poco a poco hasta que dejaron de oírse cuando el maniquí hubo recobrado la inmovilidad total, si­guiendo la ley del péndulo, que ha destronado a la clepsidra y al reloj de arena.

Entonces Clopin, indicando a Gringoire un viejo taburete tam­baleante, colocado bajo el maniquí, le dijo:

 Súbete encima.

 ¡Por todos los diablos!  le objetó Gringoire  Me voy a romper la cabeza, pues vuestro escabel cojea como un dístico de Marcial; tiene una pata de hexámetro y otra de pentámetro.

 Sube  repitió Clopin.

Gringoire subió por fin al escabel y después de unos cuantos equilibrios de la cabeza y de los brazos, consiguió encontrar el cen. tro de gravedad.

 Ahora  prosiguió el rey de Thunes , enrosca el pie dere­cho alrededor de tu pierna izquierda y ponte de puntillas sobre el pie izquierdo.

 Monseñor  dijo Gringoire , ¿os proponéis de verdad que me rompa algo?

Clopin movió la cabeza.

 Escúchame, amigo, y no hables tanto. Voy a explicarte en dos palabras en qué consiste el juego. Vas a ponerte de puntillas como te he dicho y así podrás llegar al bolsillo del muñeco; le re­gistrarás y cogerás una bolsa que hay en él. Si lo haces todo sin que llegue a oírse el ruido de ningún cascabel, será perfecto y po­drás ser un truhán como nosotros y así sólo nos quedará ya mo­lerte a palos durante ocho días.

 ¡Que el diablo me lleve! ¡Ni hablar!  dijo Gringoire. ¿Y si ,hago sonar las campanillas?

 Entonces lo colgaremos. ¿Está claro?

 No entiendo nada  respondió Gringoire.

 Escúchame otra vez. Tienes que registrar al muñeco y quitarle la bolsa pero si, en esta operación, se oye una sola campa­nilla, serás ahorcado. ¿Lo entiendes ahora?

 Bueno; hasta ahora está claro, ¿y después?

 Si consigues quitarle la bolsa sin que se oiga ninguna cam­panilla, entonces ya eres un truhán y serás molido a palos duran­ce ocho días seguidos. ¿Lo entiendes ya todo, sin ninguna duda?

 No, monseñor, no lo entiendo. Vamos a ver: en el peor de los casos, colgado; y en el mejor, apaleado; entonces, ¿qué venta­jas tengo yo?

 ¿Y convertirte en truhán no tiene importancia? ¿No significa nada para ti? Si te molemos a palos es por tu bien, para endurecerte el cuerpo.

 Un gran placer; muchas gracias  replicó el poeta.

 Venga ya; aceleremos  dijo el rey dando una patada al to­nel, que resonó como un tambor . Registra al muñeco y acabe­mos, pero que quede claro una vez más: si se oye un solo cascabel pasas a ocupar el sitio del maniquí.

La banda de hampones aplaudió fuertemente aquellas palabras de Clopin y se fueron colocando todos alrededor de la horca con unas risotadas tan despiadadas que Gringoire comprendió que les divertía demasiado, para no temer lo peor. No le quedaba, pues, la más minima esperanza salvo la remotísima posibilidad de salir con bien de aquella terrible prueba, así que decidió comer el ries­go no sin antes dirigir una ferviente súplica al muñeco al que iba a desvalijar, convencido de que sería más fácil de enternecer que los truhanes.

Aquellos miles de cascabeles con sun lengüecitas de cobre se le antojaban fauces abiertas de áspides, prestas a morder y a silbar.

 ;Oh!  se decía bajito a sí mismo  ¿Será posible que mi vida dependa de la más pequeña vibración del más pequeño de estos cascabeles? ¡Oh!  añadía juntando sun manos : ;Campa­nilla! ¡No tembléis, no vibréis, no cascabeléis!

Aún tuvo una última intentona con Trouillefou.

 ¿Y si se levanta un poco de brisa?  le preguntó.

 Te colgaremos  respondió sin dudar.

Visto que no había aplazamiento ni tregua ni escapatoria po­sible, tomó valientemente una decisión. Enroscó el pie derecho en la pierna izquierda, se puso de puntillas sobre el pie izquierdo y estiró el brazo; pero, en el instance en que iba a tocar al ma­niquí, su cuerpo, apoyado sólo en un pie, se desequilibró al mo­verse el taburete, que sólo tenía tres, y entonces instintivamente se apoyó en el maniquí y fue a parar al suelo aturdido por los fa­tales tintineos de las mil campanillas del maniquí que, al tirar de él, cedió primero y, girando después sobre sí mismo, se balanceó majestuosamente entre los don postes.

 ¡Maldición!  gritó al caer y se quedó como muerto con la cara contra el suelo, pero seguía oyendo el terrible carillón y la risa diabólica de los truhanes y la voz de Trouülefou que decía:

 Levantadme a este tipejo y colgadle sin más historian.

Se levantó y vio que ya habían descolgado el muñeco para ha­cerle sitio.

Los truhanes le subieron al tabuerete y Clopin se le acercó; le puso la soga al cuello y dándole anon golpecitos en el hombro le dijo:

 Ahora ya no te escapas ni aunque tuvieses las tripas del papa.

La palabra gracia se quedó cortada en los labios de Gringoire. Paseó la mirada en torno a él pero no había ninguna esperanza; todos reían.

 Bellevigne de l'Etoile  dijo el rey de Thanes a un corpu­lento truhán que salió de las filas : súbete a la viga.

Bellevigne de l'Etoile subió ágilmente a la viga transversal y un instance más tarde, Gringoire, aterrorizado, levantó la vista y le vio, en cuclillas, en la viga, por encima de su cabeza.

 Ahora  prosiguió Clopin Trouillefou , cuando yo dé una palmada, tú, André le Rouge retirarás el taburete de un rodilla­zo; tú, François Chante Prune lo colgarás de los pies del bribón y tú, Bellevigne, lo echarás sobre sun hombros; pero todos al mis­mo ciempo, ¿entendido?

Gringoire sintió un escalofrío.

 ¿Ya estáis?  dijo Clopin a los tres truhanes, prestos a lan­zarse sobre Gringoire como tres arañas sobre una wosca. El po­bre condenado tuvo anon momentos de espera horribles mientras Clopin empujaba tranquilamente con el pie hasta el fuego anon trozos de sarmiento que se habían quedado fuera del alcance de las llamas . ¿Ya estáis?  repitió, separando sun manos para dar una palmada. Un segundo más y todo acabado.

Pero se detuvo como iluminado por una idea repentina.

 ¡Un momento!  dijo ; se me olvidaba..., no tenemos cos­tumbre de colgar a un hombre sin preguntarle antes si hay algu­na mujer que le quiera. Camarada, aún te queda un último recur­so: o te casas con una truhana o la cuerda.

Esta ley gitana, por extraña que pueda parecer al lector, está aún vigente en la legislación inglesa. Ved si no Burington's Observations.

Gringoire respiró pues era, en la última media hora, la segun­da vez que se salvaba; por eso no se confió demasiado.

 ¡Eh!  gritó Chopin, puesto de pie en su barrica=, ¡eh!, ¡mu­jeres, hembras! ¿Hay entre vosotras, desde la bruja hasta la gata, una bribona que se quiera quedar con este bribón? ¡Tú, Colette, la Chamaronne! ¡Elisabeth Trouvain! ¡Tú, Simone Jodouyne! ¡Ma­rie Piédebou! ¡Thonne la Longue! ¡Bérarde Fanouel! ¡Michelle Ge­naille! ¡Claude Rongeoreille! ¡Mathurine Girorou! ¡Tú, Isabeau la Thierrye! ¡Venid todas a ver! ¡Un hombre por nada! ¿Quién lo quiere?

Gringoire, en el estado en que se encontraba, no debía estar muy apetitoso y las truhanas no se sintieron precisamente atraí­das por aquella propuesta y el desventurado las oía decir:

 No, no, colgadle; así disfrutaremos todas.

Sin embargo, tres de ellas salieron de entre las filas y se acer­caron a olfatearle. La primera era una muchacha gorda de cara cuadrada que examinó con mucha atención el deplorable jubón del filósofo. Su blusón estaba ya muy viejo y tenía más agujeros que un asador de castañas.

La moza puso mala cara al verlo:

 ¡Vaya tela vieja!  y se dirigió a Gringoire  ¿dónde tienes la capa?

 Se me ha perdido  dijo Gringoire.

 ¿Y el sombrero?

 Me lo han quitado...

 ¿Y los zapatos?

 Empiezan a fallarles la suela.

 ¿Y tu bolsa?

 Ay, ¿mi bolsa?  suspiró Gringoire  no me queda ni un de­nario parisino.

 Anda, que lo cuelguen y da las gracias  replicó la truhana dándole la espalda.

La segunda, vieja, negruzca, arrugada y repulsiva, con una feal­dad que llamaba la atención en la corte de los milagros, dio una vuelta alrededor de Gringoire. A éste le entró miedo de que pu­'diera quedarse con él pero, por fortuna, dijo ella entre dientes:

 Está muy flaco  y se alejó.

La tercera era una joven lozana y nada fea.

 ¡Sálvame!  le dijo por lo bajo el pobre diablo.

Ella le miró un instante un canto apiadada, luego bajó los ojos, se cogió la falda con la mano y se quedó indecisa. Él seguía con la vista todos sus movimientos, pues representaba su último ful­gor de esperanza.

 No  dijo al fin la joven ; Guillaume Longuejoue me zu­rraría  y volvió al grupo.

 Camarada  le dijo Clopin ; no tienes suerte.

Se puso de pie encima del tonel y dijo, imitando el tono y las maneras de un subastador, con gran regocijo de los presentes: ¿na­die lo quiere? ¡A la una, a las dos, a las tres!  y volviéndose ha­cia la horca hizo un gesto con la cabeza : «Adjudicado».

Bellevigne de l'Etoile, Andry le Rouge y François Chance Pru­ne se acercaron a Gringoire.

En aquel momento se elevó un clamor entre los hampones: ¡La Esmeralda! ¡La Esmeralda!

Gringoire se echó a temblar y se volvió hacia el lado de donde procedía el clamor. La multitud se separó y dio paso a una pura y resplandeciente figura. Era la gitana.

 ¡La Esmeralda!  dijo Gringoire, estupefacto, en medio de sus emociones, sintiendo cómo esa palabra mágica era capaz de aglutinar todos los recuerdos del día.

Hasta en la corte de los milagros parecía ejercer su imperio y encanto aquella extraña criatura. A su paso, hampones y hampo­nas se ponían calmadamente en fila y hasta sus rostros brutales se iluminaban bajo sus miradas.

Se aproximó al sentenciado con paso ligero seguida por su ca­brita Djali. Gringoire estaba ya más muerto que vivo. La Esme­ralda le examinó un momento en silencio.

 ¿Vais a ahorcar a este hombre?  preguntó a Clopin con mu­cha seriedad.

 Sí, hermana  le respondió el rey de Thunes ; a menos que ttí le tomes por marido.

 Lo tomo  respondió.

En este punto Gringoire creyó firmemente que había estado so­ñando desde la mañana y que ésta no era sino la continuación de su sueño. La situación, aunque bastante graciosa, no era por ello menos violenta.

Soltaron el nudo corredizo y bajaron del escabel al poeta, el cual no tuvo más remedio que sentarse; tan viva era su emoción.

El duque de Egipto, sin pronunciar una sola palabra, trajo un cántaro de arcilla; la gitana se lo ofreció a Gringoire pidiéndole que lo lanzara contra el suelo. Así lo hizo, y la jarra se rompió en cuatro trozos(28).

 Hermano  dijo entonces el duque de Egipto, imponiendo las manos en su frente : ella es tu mujer; hermana, él es tu ma­rido durante cuatro años. ¡Marchaos!
28. Cuando una gitana se casaba, toda la ceremonia consistía en romper un jarro de arcilla ante el hombre del que quería ser compañera y así vi­vían juntos tantos años como los fragmentos en que se hubiera roto el jarro. Al cabo de ese tiempo los esposos quedaban libres de nuevo y po­dían separarse o romper otra vez una nueva jarra.
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