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4. Las implicaciones más amplias de la confusión ¿Qué papel juega una creencia en la vida más allá de la tumba dentro del espectro de los asuntos más amplios que enfrentamos en relación con la vida y el pensamiento cristiano? En un comentario que se hizo muy famoso, Karl Marx mencionó que la religión era el opio del pueblo. Él suponía que los gobernantes opresivos podían utilizar la promesa de una vida futura de dicha y felicidad para tratar de impedir que las masas se levantaran e hicieran revueltas. Ese ha sido el caso con mucha frecuencia. No obstante, yo tengo la impresión de que esto es lo que sucede cuando la «religión» en cuestión también le resta importancia platónicamente a los cuerpos y al orden creado en general, considerándolos como las «sombras vanas» de la tierra que dejaremos detrás con toda felicidad al morir. ¿Para qué tratar de mejorar la prisión que nos circunda si nuestra liberación está muy cercana? ¿Para qué aceitar los engranajes de una máquina que pronto va a caerse por un precipicio? Este es precisamente el efecto que han generado hasta la fecha algunos cristianos devotos que creen genuinamente que la «salvación» no tiene nada que ver con la forma en la que está ordenado el mundo actual. Por el contrario, se ha observado con bastante frecuencia que las sólidas doctrinas judía y cristiana de la resurrección, como parte de la nueva creación de Dios, le otorgan más y no menos valor al mundo presente y a los cuerpos que tenemos actualmente. Lo que estas doctrinas ofrecen, tanto en el judaísmo clásico, como en el cristianismo clásico, es un sentido de continuidad, al igual que de discontinuidad entre el mundo actual (y el estado actual) y el mundo futuro, cualquiera que sea, con el resultado de que es indiscutible que lo que hacemos en el presente tiene una grandísima importancia. San Pablo nos habla de la resurrección futura como un motivo de gran importancia para tratar adecuadamente nuestros cuerpos en el tiempo presente (1 Cor 6,14), lo cual es razón no para sentarnos a pensar y esperar a que todo suceda, sino para trabajar arduamente en el presente sabiendo que nada que se haga en la gracia del Señor, en el poder del Espíritu y en el tiempo actual se desperdiciará en el futuro de Dios (1 Cor 15.58). Más adelante, volveremos a analizar este punto. Por consiguiente, la doctrina cristiana clásica es, en realidad, mucho más poderosa y revolucionaria que aquella que preconizara Platón. La gente que se levantó contra el César en los primeros siglos de la era cristiana era gente que creía firmemente en la resurrección y no gente que transigía y que simplemente buscaba una manera espiritualizada de sobrevivir. Una piedad y una devoción con las que se ve a la muerte como el momento de «por fin volver a casa», el momento en el que somos «llamados a la paz eterna de Dios», no tienen nada, en lo absoluto, en contra de las ideas de aquellos que quieren darle forma al mundo para que se adapte a sus propios fines. Por el contrario, la resurrección siempre se ha relacionado con una visión muy sólida de la justicia de Dios y de Dios como el buen Creador. Estas dos creencias, que siempre van de la mano, no dieron lugar a un consentimiento sumiso ante la injusticia del mundo, sino a una firme resolución de oponerse a ella. Es bastante elocuente que los evangélicos ingleses dejaran de creer en el imperativo urgente de mejorar la sociedad (tal como lo podemos apreciar en el Wilberforce de fines del siglo XVIII y de principios del siglo XIX), aproximadamente al mismo tiempo en que dejaron de creer firmemente en la resurrección y se contentaron, más bien, con un cielo incorpóreo. También este tema crucial lo volveremos a abordar en los últimos capítulos de este libro. 5. Las preguntas clave Espero que el breve recuento que se ha presentado en estos dos primeros capítulos sea suficiente para dar cuando menos una idea general de la imagen bastante confusa que enfrentamos todos los días, tanto en el mundo actual como en la Iglesia contemporánea. Ahora debemos proceder, más bien, a enumerar las preguntas clave que subyacen y que constituyen la estructura básica de todo este libro, así como también debemos abordar en términos generales aquellas discusiones y soluciones que ofreceremos en los capítulos siguientes. Las dos primeras preguntas están incorporadas como presunciones en todo momento, sin que se les haya asignado un capítulo en particular. La primera de ellas es la siguiente: ¿cómo tenemos conocimiento sobre todo esto? Mi propia Iglesia, la Iglesia de Inglaterra, parte de la comunidad anglicana mundial, declara que encuentra su doctrina en las Escrituras, la tradición y la razón, todas ellas unidas en la combinación adecuada. Yo sugeriría que gran parte de nuestra visión actual de la muerte y la vida más allá de la muerte no ha provenido de ninguna de éstas, sino de los impulsos que se aprecian en una cultura que ha sido fundada sobre las mejores tradiciones semicristianas informales y que ahora necesita ser sometida a una reevaluación adecuada a la luz clara de las Escrituras. En realidad, las Escrituras nos enseñan mucho acerca de la vida futura sobre la cual la mayor parte de los cristianos y casi todos los no cristianos nunca han escuchado hablar. Claro está que la evidencia de la parasicología y de otros estudios similares, al igual que de las que se conocen como experiencias «cercanas a la muerte», no carecen de importancia, aunque con mucha frecuencia se mezclan fácilmente con la acumulación de la sabiduría popular. Aquí lo que nos compete es ir más allá de todo esto e investigar las riquezas, a menudo olvidadas, de la misma tradición cristiana que tienen en las Escrituras su eje medular. En segundo lugar, está la siguiente pregunta: ¿tenemos almas inmortales? Y, de ser así, ¿qué son estas almas inmortales? Una vez más, gran parte de la tradición cristiana y subcristiana se ha basado en el supuesto de que, en realidad, cada uno de nosotros tiene un «alma» que requiere ser «salvada», y que si «se salva» esa «alma», entonces ésa será la «parte» nuestra que «irá al cielo al momento de nuestra muerte». Sin embargo, todos estos argumentos encuentran un respaldo muy limitado en el Nuevo Testamento, incluidas las enseñanzas de Jesús donde la palabra «alma», aunque es muy poco frecuente, al aparecer refleja las palabras hebreas o arameas subyacentes que no se refieren a una entidad incorpórea que se esconde en la estructura externa del cuerpo desechable, sino, más bien, a aquello a lo que podríamos denominar la «persona» integral o la «personalidad» vista como enfrentada a Dios. En cuanto a la inmortalidad, 1 Tim 6:16 establece que solo el mismo Dios tiene inmortalidad, mientras que 2 Tim 1:10 declara que la inmortalidad solo ha salido a la luz y, por lo tanto, podemos suponer, que nada más está disponible a través del Evangelio. Dicho en otras palabras, la idea de que todo ser humano posee un alma inmortal que es la parte «real» suya no encuentra mayor respaldo en la Biblia. En tercer lugar, el punto de partida de todo el pensamiento cristiano acerca de este tema en general debe ser la propia resurrección de Jesús. Sin embargo, para entenderla y para comprender lo que significó la misma para los primeros discípulos, así como la razón por la que derivaron de ella las conclusiones que hoy conocemos, debemos primero analizar aspectos de la vida después de la muerte en el propio mundo de Jesús, el mundo del primer siglo del judaísmo, dentro de sus raíces en el Nuevo Testamento y su contexto circundante en el mundo de Grecia y de Roma. Por consiguiente, en el tercer capítulo se procederá a examinar las creencias del mundo antiguo sobre la vida después de la muerte, así como la naturaleza radical y revolucionaria de la creencia judía en la resurrección que floreció en los tiempos de Jesús. A su vez, en el cuarto capítulo se abordará, dentro de ese mismo contexto, la pregunta siguiente: ¿qué podemos decir sobre la resurrección de Jesús mismo? Esto nos permitirá proyectarnos hacia la segunda parte, la parte central de este libro, en la que se formula la pregunta siguiente: ¿cuál es entonces la esperanza cristiana fundamental, tanto para el mundo en general, como para cada uno de nosotros? Este aspecto se divide en tres temas separados, cada uno de los cuales tiene sus divisiones subsiguientes en cuanto al material abordado. En primer lugar, ¿qué es lo que podemos decir sobre el futuro de todo el cosmos? En segunda instancia, ¿a qué nos referimos cuando decimos que Jesús «desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos»? Y en tercer lugar, ¿a qué deberíamos referirnos y qué deberíamos creer sobre la «resurrección del cuerpo y la vida futura»? Sin embargo, hay una pregunta adicional, que se relaciona con todo esto, pero que a mí me pareció tan importante que, más bien, decidí hacer de ella un libro separado y abordarla por su cuenta: ¿dónde se encuentran ahora los muertos, especialmente los muertos cristianos? ¿Qué podemos decir sobre ellos en el momento actual? ¿Deberíamos rezar por ellos o incluso rezarles a ellos? ¿Se nos permite algún contacto con ellos? ¿Qué es la Comunión de los Santos? Y, finalmente, tenemos una interrogante que es igualmente importante: ¿cómo pueden llorar de forma adecuada los cristianos la muerte de un ser querido? En este libro, he resumido todos estos temas en un solo capítulo que se combina con una sección sobre la perspectiva de la pérdida final. A continuación, en la tercera y última parte de este libro, volvemos del pasado (parte 1), al igual que del futuro (parte 2), al presente y nos preguntamos lo siguiente: ¿cómo podemos celebrar adecuadamente y vivir de conformidad con esta esperanza precisa en nuestra época actual y en nuestra cultura contemporánea? ¿Que significará todo esto, específicamente en términos de la misión de la Iglesia y del trabajo en el mundo? ¿Cómo podríamos ver la «esperanza», no solo en el futuro final, sino en el futuro más cercano que nos espera? ¿Qué sorpresas podrían estar esperándonos? Por consiguiente, todo el libro es un intento por reflejar la Oración en sí de nuestro Señor cuando nos dice, «venga a nosotros tu reino, así en la tierra como en el cielo». Esa sigue siendo una de las frases más poderosas y revolucionarias que podamos decir en algún momento. Tal como yo lo veo, la oración recibió su respuesta más poderosa en la primera Pascua y será respondida final y plenamente cuando se unan el cielo y la tierra en la nueva Jerusalén. La Pascua fue aquel tiempo en el que la Esperanza en persona sorprendió a todo el mundo al salir del futuro para entrar en el presente. La esperanza final futura sigue siendo una sorpresa y esto se debe en gran parte a que nosotros no sabemos cuándo llegará, pero también en parte a que en el presente solo tenemos imágenes y metáforas de la misma, lo que nos deja tan solo con la posibilidad de adivinar que la realidad será mucho más importante y aún mucho más sorprendente. De igual manera, la esperanza intermedia, aquella de las cosas que pasan en el tiempo presente que ponen en práctica la Pascua y anticipan el día final, siempre es sorprendente porque, cuando es cuestión nuestra, nos hace caer en una especie de colusión con la entropía, aceptando la creencia general de que las cosas pueden estar empeorando pero que no podemos hacer mayormente nada al respecto. Y en eso estamos equivocados. Nuestra tarea en el presente, de la que Dios mediante, espero que este libro forme parte, es la de vivir como gente de la resurrección entre la Pascua y el día final, con nuestra vida cristiana comunitaria e individual, así en la adoración a Dios, como en nuestra misión en este mundo, en tanto un signo de lo primero y una anticipación de lo segundo. Capítulo 3 La esperanza cristiana en los primeros tiempos dentro de su ambiente histórico Introducción El viernes 25 de octubre de 1946, a las 8:30 de la noche, dos de los más grandes filósofos del siglo veinte se reunieron en el King’s College de la Universidad de Cambridge por primera y última vez. Esa ocasión en la que estuvieron frente a frente no fue muy afortunada. Más adelante, cuando aquellos que estaban presentes compararon sus percepciones, no lograban ponerse de acuerdo con respecto a lo que había pasado con exactitud. Los dos filósofos a los que se hace referencia no son otros que Ludwig Wittgenstein y Karl Popper. Wittgenstein ya se había ganado la fama de ser una persona brillante y muchos habían caído bajo el influjo de sus ideas revolucionarias. Era el presidente del Club de Ciencias Morales de Cambridge (en Cambridge, cuando se habla de «Ciencias morales», a lo que se refieren es a la «filosofía»). Sin embargo, muchos otros filósofos, entre los que se contaba Popper, lo veían con mucho recelo. Popper apenas se estaba haciendo famoso al haber publicado recientemente la traducción al inglés de su obra maestra The Open Society and its Enemies (La sociedad abierta y sus enemigos). Ambos hombres habían sido criados como judíos asimilados en la Viena anterior a la guerra. Wittgenstein había crecido en el seno de una familia acaudalada con el mundo a sus pies. Por el contrario, Popper había crecido en un ambiente mucho más común y corriente. Durante mucho tiempo, Popper había esperado la oportunidad de demostrar la locura del pensamiento de Wittgenstein y de pronto se le ofrecía la oportunidad de hacerlo. Había ido a Cambridge para presentar una ponencia que le permitiría atacar de frente al gran hombre. Era una noche fría y habían encendido el fuego en la chimenea. Wittgenstein estaba sentado al lado de ella. Muchos de los que estaban presentes ya eran o estaban por convertirse en nombres muy conocidos de la filosofía: Bertrand Russell, Peter Geach, Stephen Toulmin, Richard Braithwaite. Otros optaron, más bien, por profesiones distintas, tales como el derecho. Muchos de ellos siguen vivos y recuerdan la ocasión bastante bien. Cuando menos, así lo han hecho saber. No había motivo para que Popper supiera que Wittgenstein no tenía la costumbre de escuchar el final de las presentaciones o que se le conocía por ser arrogante y bastante grosero. Tenía el hábito de abandonar, frecuentemente, las reuniones antes de que terminaran. No había transcurrido mucho tiempo en esa reunión, y es aquí donde comienzan a ser diferentes los relatos, cuando Wittgenstein interrumpió a Popper y los dos empezaron un breve intercambio de palabras bastante cáustico. En un punto específico, Wittgenstein tomó el atizador de la chimenea y comenzó a blandirlo. Poco después, abandonó el salón y nunca volvió. No pasó mucho tiempo antes de que los rumores acerca de lo que había sucedido comenzaran a darle la vuelta al mundo. Popper recibió una carta de Nueva Zelanda en la que le preguntaban si era cierto que Wittgenstein lo había amenazado con un atizador de fuego que estaba al rojo vivo. Desde ese día en adelante, las grandes mentes que estuvieron presentes no logran ponerse de acuerdo con respecto a lo que pasó exactamente esa noche. Algunos dicen que el atizador estaba caliente, al rojo vivo, mientras que otros indican que estaba frío. Algunos dicen que Wittgenstein simplemente lo blandió para enfatizar el punto que estaba esgrimiendo (lo que no hubiera sido nada inusual de su parte). Otros, entre los que se cuenta Popper, señalan que parecía estar amenazando con el atizador a su oponente. Algunos relatan que Wittgenstein abandonó el lugar luego de un intercambio muy iracundo con Russell y que, después de haberse ido, Popper sugirió como ejemplo de un principio moral obvio: «No amenazar a los oradores invitados con atizadores de fuego». Otros, entre los que también se cuenta Popper, dicen que Wittgenstein abandonó el lugar cuando Popper se lo dijo en su cara. Algunos recuerdan que golpeó fuertemente la puerta y otros sostienen que abandonó el lugar silenciosamente. No cabe duda de que ésta es una historia fascinante y recientemente la misma ha quedado reflejada en un libro que demuestra tener bastante iniciativa. La primera conclusión que se puede derivar de este libro es que, probablemente, Wittgenstein abandonó el lugar antes de que Popper hiciera el comentario. Es probable que la memoria de Popper lo haya traicionado. Él estaba tan interesado en esta reunión y en la misma había tanto en juego para él, a nivel personal, al igual que profesional, que se moría por contar lo sucedido como la historia de su famosa victoria sobre Wittgenstein. Por lo tanto, se apresuró a hacer eso y sin pasar mucho tiempo, el mismo se creyó su propio cuento. Nadie logra ponerse de acuerdo sobre los detalles precisos. Sin embargo, tampoco nadie pone en duda que la reunión haya tenido lugar. Nadie duda de que Wittgenstein y Popper hayan sido los dos principales adversarios y que Russell haya actuado como una especie de árbitro principal del encuentro. Nadie pone en duda que Wittgenstein, cuando menos, blandió el atizador y salió del lugar con bastante brusquedad. He empezado el capítulo con este relato por una razón muy obvia. Es algo común y corriente para los abogados estar en un ambiente en el que los testigos presenciales de un hecho están en desacuerdo, aunque esto no quiera decir en lo absoluto que nada haya pasado. Lo que más llama la atención por extraordinario es que el desacuerdo suceda cuando todos los testigos presenciales son en extremo eruditos y están profesionalmente involucrados en el mundo del conocimiento y de la verdad. Pero, aquí tenemos ese caso. De igual manera, el Evangelio cristiano afirma como hecho central, sin el cual no existiría ningún evangelio, que algo sucedió quizás cincuenta años antes de los registros más detallados que tenemos al respecto y ésa es la razón por la que esos registros y esos recuentos no concuerdan entre sí con toda exactitud. Algunos han esgrimido que esto pone en duda si pasó algo en realidad ese primer día de Pascua. En los cuatro evangelios, así como en Hechos y Pablo, tenemos un equivalente del primer siglo de los diversos relatos acerca del atizador que blandió en el aire Wittgenstein y ahora mi pregunta es muy clara: ¿de qué tipo de evento se trató? ¿En realidad, cuán vacía estuvo la tumba esa mañana de Pascua? Claro está que con esto nos metemos de lleno en el epicentro mismo de uno de los debates que ha molestado a la Iglesia convencional de Occidente durante más de un siglo. William Temple, quien más adelante se convertiría en el arzobispo de Canterbury, no fue ordenado sino hasta que se convenció de que verdaderamente creía en la resurrección corporal de Jesús. Más adelante, muchos miembros del clero, entre los que se contaron numerosos obispos, no tomaron la misma línea y David Jenkins fue famoso por avivar toda una tormenta de controversias con sus comentarios sobre la tumba vacía, los huesos de Jesús y trucos de prestidigitación, aunque sus palabras, como el intercambio entre Popper y Wittgenstein, han logrado una carrera subsiguiente muy interesante en la tradición oral y escrita. ¿Qué debemos creer sobre la resurrección de Jesús y por qué? Esta pregunta se ha enredado más aún con otras que se relacionan con la misma aunque son claramente diferentes y cada día es más difícil aclarar la mente de la gente lo suficiente como para concentrarse en los problemas reales. Aquí lo que está en juego no es si la Biblia es verídica o no. El problema y lo que está en juego no es determinar si los milagros ocurrieron o no. Lo que está en juego no es si creemos en algo llamado «lo sobrenatural» o no. Lo que está en juego aquí no es si Jesús está vivo hoy y si podemos llegar a conocerlo nosotros mismos. Si nosotros abordamos todo el aspecto de la Pascua de Resurrección simplemente como un caso de comprobación en cualquiera de estas discusiones, no estaremos entendiendo de lo que todo esto se trata. Tampoco podemos decir, aunque muchos si lo hayan intentado hacer, que debido a que conocemos las leyes de la naturaleza, mientras que la gente de siglo uno no las conocía, sabemos que Jesús no se pudo haber levantado de entre los muertos. Como he podido demostrar con considerable grado de detalle en otros puntos, los habitantes del mundo antiguo, con la excepción de los judíos, eran firmes y categóricos en cuanto a que los muertos no volvían a levantarse y los judíos no creían que nadie lo había hecho hasta el momento o que nadie lo podría hacer por sí mismo antes de la resurrección general. Sin embargo, incluso luego de haber aclarado esos malentendidos, persisten las preguntas más profundas. ¿En qué creían precisamente los primeros cristianos? ¿Por qué utilizaron el lenguaje de la resurrección para expresar esa creencia? ¿Es tal vez posible montar un caso histórico a favor o en contra de una tumba vacía y de la resurrección corporal, o siempre se tratará de un asunto que uno lo toma o lo deja, de una creencia que uno la acepta o la rechaza? ¿Cuán lejos puede llevarnos la historia, qué papel juega la fe y cómo pueden combinarse la fe y la historia en este aspecto? La pregunta no estriba simplemente en qué podemos saber, sino también en cómo podemos saberlo y en este punto es en el que se está cuestionando todo nuestro conocimiento. Edmonds y Eidinow llevaron a cabo su investigación sobre el encuentro entre Popper y Wittgenstein utilizando dos métodos fundamentales. En primer lugar, interrogaron a los testigos presenciales con el propósito de asegurarse de contar con la evidencia aparente de primera mano para su investigación. En segundo lugar, reconstruyeron, en forma por demás minuciosa, los antecedentes de la reunión en términos de las vidas complejas y de las agendas complicadas que tenían los dos principales actores. Luego, procedieron a derivar sus conclusiones en la forma de una narrativa histórica relacionada, esgrimiendo no solo que era totalmente cierta, sino que era la manera más probable de reconciliar los diferentes argumentos. Es necesario que hagamos algo similar cuando analizamos el hecho de la tumba vacía y el acontecimiento de la Pascua de Resurrección en sí. Los testigos presenciales, si así los podemos considerar, son bien conocidos por todos. Los tenemos frente a nosotros en el Nuevo Testamento. Podemos reconstruir los antecedentes de forma bastante cabal en términos de las creencias y expectativas de los judíos y de la propia carrera pública de Jesús, así como de las creencias y esperanzas de sus seguidores. Sin embargo, existe un tercer elemento que no tiene paralelismo con el debate que tuvo lugar en Cambridge en el año de 1946. Los aspectos filosóficos que allí se discutieron y la acalorada vehemencia que generaron fueron cuestión de su tiempo y ya han quedado en el pasado. A Popper se le considera, cada día más, como un «pensador que no tiene nada nuevo que ofrecer» y el legado más brillante de Wittgenstein es profundamente ambiguo. Al analizar la filosofía que nos dejaron no podemos decir quién ganó el debate esa noche, si es que acaso alguno de ellos lo ganó. Incluso si hoy en día pudiéramos determinar que el logro de uno de ellos fue superior al del otro, esto quizás no tendría nada que ver con los diez minutos de acalorada retórica que se vivieron en Cambridge. Ahora bien, en el caso de la Pascua de Resurrección, las cosas son diferentes. Lo que sucedió entonces, sea lo que sea que haya ocurrido, generó algo bastante nuevo, algo que creció y se desarrolló de formas muy particulares aunque siempre hayan tenido este momento singular como su punto de origen. Por consiguiente, una parte fundamental de nuestra investigación debe girar alrededor del análisis del movimiento cristiano emergente y preguntarnos: ¿qué lo ocasionó? Aun si nuestros testigos presenciales no están de acuerdo con respecto a los detalles, algo debe haber sucedido. Ya que he escrito ampliamente sobre este tema en otros capítulos, ahora podemos ir directamente al meollo mismo de este asunto. En este capítulo, ubicaré las creencias de los primeros cristianos acerca de la vida después de la muerte en el mapa de las visiones antiguas del mundo, tanto la pagana, como la judía. Los resultados sorprendentes de este ejercicio nos llevarán atrás, en el siguiente capítulo, a las narrativas mismas de la Pascua de Resurrección para alcanzar una investigación nueva y fresca con respecto a su naturaleza y su procedencia y nos permitirán reflexionar en torno a las opciones que se le abren a todo historiador. |