Repensando el cielo, la resurrección y la vida eterna






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2. La confusión sobre la esperanza: el mundo más amplio
Las creencias acerca de la muerte y de lo que se encuentra más allá de la muerte son de todo tipo, de toda forma y de todo color. Incluso cuando le echamos una rápida ojeada a las opiniones clásicas de las religiones más importantes, las tradiciones son las que nos llevan a la vieja idea de que todas las religiones son básicamente iguales. Hay todo un mundo de diferencia entre el musulmán que cree que un muchacho palestino que muere en manos de los soldados israelíes se va directo al cielo y el hindú para quien el obrar riguroso del karma significa que uno debe volver al mundo en un cuerpo diferente para vivir la siguiente etapa del destino que tiene. Hay un mundo de diferencia entre el judío ortodoxo que cree que todos los justos serán elevados a una vida corporal individual nueva en la resurrección y el budista que espera que después de la muerte va a desaparecer como una gota que se hunde en el océano, perdiendo su propia identidad en ese gran espacio sin nombre y sin forma que es el Más Allá. Y claro está, hay una serie de variaciones de importancia entre las diferentes ramas o escuelas de pensamiento que tienen vida en estas grandes religiones.
Así, podemos ver que existe también una amplia variedad de creencias sobre los muertos y a lo que éstos se dedican. En muchas partes del continente africano, los ancestros siguen jugando un papel de vital importancia en la vida de la comunidad y de la familia; hay sistemas muy diseminados y complejos que se ponen en práctica para buscar su ayuda o, cuando menos, para evitar que nos hagan alguna travesura o alguna maldad. Tampoco estas creencias están confinadas a los que se conocen como pueblos «primitivos», tal como pudieran suponer de forma por demás arrogante los secularistas occidentales. El antropólogo Nigel Barley nos relata que una vez conoció a un colega japonés ampliamente calificado que había trabajado muy cerca de él en Chad. Barley había quedado fascinado por «la forma complicada de culto a los ancestros en la que entraban en juego hasta los huesos y la destrucción del cráneo y una serie de intercambios entre los muertos y los vivos». Su amigo japonés consideraba que todo eso era muy aburrido. Barley, por su parte, nos comenta lo siguiente:
Sin lugar a dudas, era un budista y, como tal, tenla un altar para sus padres que ya se habían ido de este mundo. El altar estaba en la sala de su casa. Acudía a este lugar para hacerles ofrendas con cierta regularidad... Se había llevado a África un hueso de la pierna de su difunto padre y lo había envuelto con todo cuidado en una tela blanca para asegurar que estuviera protegido durante su trabajo de campo. Para mí [comenta Barley], el culto a los ancestros era algo que bien valía la pena describir y que también debía ser analizado. Para él, sería la ausencia de vínculos entre los vivos y los muertos lo que requeriría de una explicación especial.
Volviendo a nuestras propias tradiciones, en nuestra propia época y en nuestra cultura hemos apreciado una variedad desconcertante y apabullante, no sólo de creencias manifestadas, sino de prácticas reveladoras que se asocian con la muerte y la vida después de la muerte. Me atrevería a decir que nunca ha habido un período en el que la ortodoxia cristiana sobre el tema haya constituido la creencia incluso de la mayoría de personas de Gran Bretaña. Es más, ya en la época victoriana, había una amplia variedad de creencias cuando la gente trataba de lidiar con los aspectos de la fe y de la duda y los analizaba desde diferentes ángulos. La famosa pintura de Henry Alexander Bowler que lleva por título The Doubt: Can these Dry Bones Live? (La duda: ¿pueden vivir estos huesos secos?), que el artista pintara entre 1855 y 1856, resume en pocas imágenes el problema cuando se ve a una mujer joven que se reclina sobre la lápida de un tal John Faithful y en la losa se lee el siguiente texto: «Yo soy la resurrección y la vida». En la lápida de al lado aparece la palabra Resurgam, «Me levantaré», que era lo que se inscribía en muchas de las tumbas en esa época. Un castaño de Indias está naciendo de la tumba y una mariposa, que simboliza el alma, descansa sobre un cráneo expuesto. Las preguntas que vienen a la mente y las creencias a medias representadas en este cuadro son muy similares a las que aparecen en las preguntas que formula Tennyson en su gran poema In Memoriam. El mismo Tennyson, en el último poema de sus obras coleccionadas que fueran escritas en 1889, tan sólo tres años antes de su muerte, suena por un momento como si estuviera inclinándose hacia la visión budista del ser que es absorbido como una gota en el océano, aunque a la larga termina con una nota cristiana:
Estrella del atardecer y de la noche,

¡Y una clara llamada para mí!

Y no habrá lamento desde la barra,

cuando zarpe a la mar,
Pero la marea al moverse parece dormida,

Demasiado plena está para el sonido y la espuma,

Cuando aquello que surgió del sueño profundo

Vuelve a casa.
Campana del anochecer y de la noche,

¡Y después de eso la oscuridad!

Y que no haya tristeza por la despedida,

Cuando yo me embarque;
Ya que aunque en el Tiempo y el Lugar

La marea pueda llevarme lejos,

Espero ver cara a cara a mi Piloto

Cuando haya cruzado la barra.
No obstante y en claro contraste con esto tenemos la visión ortodoxa más sólida de Rudyard Kipling, tal como se aprecia en un poema que él escribiera en 1892. No sé cuánto creía él en eso y claro está que el poema tiene que ver más con el arte que con las teorías de la vida futura. Ahora bien, sin lugar a dudas, lo utiliza como marco para sus ideas y se basa en la creencia cristiana de que, luego de un período de descanso, habrá una nueva vida, una nueva encarnación:

Cuando se pinte la última imagen de la tierra y los tubos estén todos doblados y secos,

Cuando se hayan desvanecido los colores más viejos y haya muerto el crítico más joven, Descansaremos y necesitaremos la fe para yacer descansando durante un siglo o dos,

Hasta que el Maestro de Todos los Buenos Trabajadores nos ponga de nuevo a trabajar.
Y aquellos que fueron buenos serán felices: se sentarán en una silla dorada;

Salpicarán un lienzo de diez leguas con brochas de cabello de cometas.

Encontrarán en los verdaderos santos sus inspiraciones-Magdalena, Pedro y Pablo.

¡Trabajarán durante toda una era sin parar y nunca se sentirán cansados!
Y sólo el Maestro nos alabará y sólo el Maestro nos culpará;

Y nadie trabajará por dinero y nadie trabajará por la fama,

Más bien, cada uno trabajará por el placer de hacerlo y cada uno en su estrella separada.

Dibujará la Cosa como la ve para el Dios de las Cosas ¡como Ellas son*5!
Esta variedad de creencias que se aprecia a fines del siglo diecinueve se refleja muy claramente, como podremos observar, en los himnos y en las oraciones de la Iglesia.
Si nos remontamos un poco más atrás en la historia, podemos analizar este hecho en Shakespeare. En Measure for Measure (Medida por medida), el Duque aborda a Claudia, quien ha sido condenado, y lo insta a que se enfrente a la muerte. Le dice que la vida en sí misma no vale tanto y que la muerte debe valer lo mismo:
Lo mejor del descanso es el sueño,

Y aquello que a menudo provocaste; aunque temiste mucho

Tu muerte que ya no es más. Tú no eres tú mismo;

Porque tú existes en muchos miles de granos

Que surgen del polvo. No estás feliz;

Ya que sigues luchando por obtener lo que no tienes,

Y lo que tienes, lo olvidaste... Si tú eres rico, eres pobre;

Pues, como un asno cuyo lomo se dobla con el peso de los lingotes,

Tú cargas tus riquezas pesadas para el viaje,

Y la Muerte te descarga... ¿Qué es todavía esto

Que lleva el nombre de vida? Y aunque en esta vida

Yace escondido el dolor de miles de muertes, aún tememos a la muerte,

Que hace que estas incertidumbres sean todas iguales.
Por un momento, Claudia parece estar convencido por este argumento:
Te agradezco humildemente.

Para buscar vivir, busco y encuentro morir.

Y al buscar la muerte, encuentro la vida. Que así sea.


No obstante, poco después, Claudio está hablando con Isabella, quien se está ofreciendo a sacrificar su propio honor para salvarlo. Él enfrenta el dilema; como nos dice, la muerte es algo que atemoriza:
¡Ay! morir e ir sin saber a dónde;

Yacer en una fría obstrucción y podrirnos;

Este acertado movimiento cálido que se convierte

En un terrón trabajado; y el espíritu encantado que

Se baña en feroces inundaciones o que reside

En una región que se estremece debajo del grueso hielo;

Estar aprisionado en vientos que no alcanzamos a describir

Y ser arrastrado por una violencia sin cesar que nos rodea y

Rodea a todo el mundo o ser peor que lo peor.

Estar sujeto a aquellos sin ley y al pensamiento incierto

Tan sólo imaginar los aullidos -es demasiado terrible.

La vida terrenal más dura y despreciada

Esa edad, ese dolor, esa penuria y esa prisión,

Que pueden posarse sobre la naturaleza son un paraíso

Si las comparamos con nuestro temor a la muerte.
La comodidad es fría y allí sigue presente la triste realidad.
Volviendo a nuestra propia época, cabe destacar que la Primera Guerra Mundial produjo no solo una serie muy considerable de muertes súbitas, sino que también se comenzó a reflexionar acerca de su significado. Algunos historiadores han sugerido que la creencia en el infierno, que ya estaba sometida al ataque de los teólogos en el siglo diecinueve, fue una de las más grandes bajas de la Gran Guerra. Se había vivido tanto infierno en la tierra que la gente no podía creer que Dios pudiera crear tal lugar también para la eternidad. Pero esto no quiso decir que la gente creyera en el universalismo cristiano, en un cielo o una resurrección cristiana para todos o, cuando menos, para la mayoría. Más bien, muchos se desplazaron en direcciones muy diferentes que ya Shelley esboza en su poema memorial para Keats:
¡Paz, paz! Él no está muerto, él no está dormido

Él se ha despertado del sueño de la vida-

Somos nosotros, quienes, perdidos en visiones tormentosas,

Mantenemos una lucha infructífera con fantasmas...
Él es ahora uno con la Naturaleza: allí se escucha

Su voz en toda su música, desde el gemido

Del relámpago, hasta el dulce trinar del pájaro nocturno;

Él es una presencia que debe sentirse y conocerse
En la oscuridad y en la luz, de la yerba y de la piedra,

Diseminándose por doquiera que se desplace el Poder

Que ha replegado a sí mismo su ser...
Él es una porción del encanto

Que tornó una vez más encantador: él carga con

Su parte, mientras la tensión plástica del propio Espíritu

Barre y atraviesa todo el mundo denso y aburrido...
Yo nací en la oscuridad, con temor, lejos;

Aun quemándome a través del velo más interno del Cielo,

El alma de Adonais, como una estrella,

Lanza su luz desde la morada de los Eternos.
Shelley, en su condición de ateo, sabía perfectamente bien que esta visión neoplatónica de una transformación del alma en parte de la belleza del universo estaba muy lejos de las enseñanzas cristianas tradicionales. La ironía actual es que muchos expresan sentimientos similares y piensan que son cristianos, así como también esperan que la Iglesia les permita que se lean poemas como éste en los funerales y entierros cristianos. Bueno, sigamos con algo similar sin tardanza. Encontramos una posición muy similar en Rupert Brooke, cuando inspiraba a sus amigos en 1914 con las siguientes palabras:
Cuando yo muera, sólo piensen esto de mí:

Que hay algún rincón en un campo extranjero

Que será por siempre Inglaterra. Habrá

Escondido en esa tierra rica un polvo aún más rico;

Un polvo nacido, formado y nutrido por Inglaterra, que

Una vez le dio sus flores para amar, sus caminos para recorrer,

Un cuerpo de Inglaterra que respira el aire inglés,

Bañado por los ríos, bendito por los soles del hogar.
Y piensen, que este corazón expulsará todo el mal,

Un pulso en la mente eterna, igualmente devolverá

De alguna manera los pensamientos que Inglaterra le dio;

Sus paisajes y sonidos; sus sueños felices como sus días;

Y la risa, aprendida de los amigos, así como su gentileza,

En corazones que están en paz bajo un cielo inglés.
Sí quizás sea un cielo inglés, pero es muy difícil que sea el cielo de la tradición cristiana o del Nuevo Testamento. Se escuchan opiniones similares y bastante familiares en el caso de otros escritores, tales como George Eliot, quien habló sobre «los muertos inmortales que vuelven a vivir / en mentes que se han convertido en algo mejor por su presencia».
El preludio más obvio del desahogo del dolor que se sintió por la princesa Diana fue el funeral del Soldado Desconocido en noviembre de 1920. En esa oportunidad, millones de personas que habían perdido a miembros de su familia por la acción de explosiones que los despedazaron o que nunca fueron recuperados, tuvieron la ocasión de expresar su dolor como si este soldado desconocido fuera en realidad su propio hijo o su propio esposo. Tanta muerte afectó a tantos en ese momento y, luego, volvió a hacerlo una vez más, menos de una generación después, como resultado de la Segunda Guerra. Los afectó a tal grado que mi propia interpretación es que nuestras actitudes británicas del siglo veinte con respecto a la muerte manifiestan que, simplemente, fue demasiado lo que tuvieron que sobrellevar. Yo crecí en una cultura de un silencio evidente respecto a la muerte. En la década de los cincuenta, a los niños se les aislaba de la muerte. El primer funeral o entierro al que asistí fue cuando ya casi tenía veinte años. Diría que esto pudiera haber sido una reacción contra las prácticas victorianas que se manifestaban ante el lecho de muerte y durante los funerales, que se percibían como claramente melodramáticas. También pudo haber sido una estrategia mediante la cual los adultos podían protegerse de su propio sufrimiento enorme y aún sin aflorar, que se podría reflejar con mucha claridad y ser expresado en las reacciones inocentes de un niño.
Ahora bien, si la muerte y la vida después de la muerte eran las palabras que menos se mencionaban en la década de los cincuenta, sin lugar a dudas éste no es el caso ahora. Las películas, las obras de teatro y las novelas las han explorado desde todos los ángulos. Hay películas como Cuatro bodas y un funeral y Posibilidad de un sueño que han reflejado el interés e, incluso, la fascinación que tiene la nueva generación por una pregunta que ellos no se habían formulado y con respecto a la cual no han recibido respuestas que los satisfagan. El lado más oscuro y sórdido del mercado se regodea en la muerte y no solo en la violencia que aparece en la pantalla, sino en las películas sobre crímenes, en las que la muerte se convierte en la máxima emoción. El nihilismo al que ha dado lugar el secularismo puede dejar sin razón para vivir a muchos y la muerte, una vez más, está flotando en el ambiente cultural. La obra de teatro más brillante que vi cuando vivía en Londres fue la que se ganó el Premio Pulitzer. Su nombre es Wit y fue escrita por Margaret Edson, una profesora de colegio de Atlanta, Georgia. La heroína, Vivian Bearing, es una especialista renombrada en los Sonetos sagrados de John Donne y la totalidad de la obra de teatro tiene lugar en el pabellón de cáncer del hospital donde ella yace moribunda y reflexiona durante la obra sobre el gran soneto de Donne «Death Be not Proud» («Muerte no te sientas orgullosa»), al que dedicaré mi atención a continuación. La obra de teatro tuvo más éxito en Nueva York que en Londres. Quizás en Gran Bretaña no estamos todavía listos para una exploración cabal de la muerte en la edad madura, como lo están nuestros primos norteamericanos. Sin embargo, las preguntas siempre las tenemos en nuestra mente. En la época en la que estaba escribiendo las charlas en las que se basó este libro, el columnista John Diamond era famoso a nivel nacional por escribir con un ingenio estoico, aunque también lacónico, sobre su cáncer de garganta que estaba en etapa terminal y acerca de su sólido ateísmo mediante el cual rehusaba todo consuelo y todo ofrecimiento de algún tipo de salvación más allá de la tumba. Ya para el momento en que me dedique a escribir el libro había muerto. El interés por su columna y la correspondencia que nos intercambiamos indican con toda claridad el fuerte y renovado interés que existe en nuestro mundo por todo lo que tiene que ver con el tema de la muerte y lo que nos espera o no nos espera más allá de la misma.
¿A dónde nos conduce todo esto? No hace mucho tiempo, Ruth Gledhill, la corresponsal de asuntos religiosos del The Times, publicó un artículo en el que argumentaba que se había abierto la brecha entre las iglesias de la corriente dominante, por un lado, y la «magia» de las diferentes filosofías, cultos y supersticiones de la Nueva Era, por el otro. Un lector le escribió para decirle que vistas desde fuera, las iglesias de la corriente dominante también parecían inclinadas a creer en lo mágico. «Para los no cristianos», escribe este lector, «los miembros de la iglesia anglicana aparentemente creen en los cadáveres reanimados», y la implicación es que si esto no es magia, él no sabía, entonces, de qué se trataba.
Pero bueno, ¿se trata o no de creencias mágicas? ¿En qué es en lo que cree la gente cuando habla sobre la Pascua de Resurrección? ¿Y cómo se relaciona eso con lo que los credos de las iglesias de la corriente dominante declaran sobre nuestro destino futuro cuando dicen: «Creo en la resurrección del cuerpo»? ¿Qué significaba esta frase cuando la usaron los primeros cristianos y qué puede significar hoy en día? ¿Qué es lo que estamos esperando alcanzar después de la muerte? ¿Qué respuesta podríamos obtener a esta pregunta si hiciéramos una encuesta aleatoria en las calles de nuestros pueblos y ciudades? Y, ya que la buena teología nunca es cuestión que se decida a partir de una mayoría de votos, entonces, ¿cuál es la enseñanza que encontramos en la Biblia en torno a este tema y sobre Jesús y los Apóstoles?
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