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![]() Finis Mundi ![]() **Laura Gallego García** PREMIO DEL BARCO DE VAPOR Dirección editorial: María Jesús Gil Iglesias Colección dirigida por Marinella Terzi Imagen de cubierta: Pablo Torrecilla Diseño de la colección: Alfonso Ruano © Laura Gallego García, 1999 © Ediciones SM, 1999 Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid Comercializa CESMA, SA - Aguacate, 43 - 28044 Madrid ISBN: 84-348-6619-6 Depósito legal: M-12728-1999 Preimpresión: Grafilia, SL Impreso en España / Printed in Spain Imprenta SM - Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid Esto es una copia de seguridad de mi libro original en papel, para mi uso personal. Si ha llegado a tus manos, es en calidad de préstamo, de amigo a amigo, y deberás destruirlo una vez lo hayas leído, no pudiendo hacer, en ningún caso, difusión ni uso comercial del mismo. Edición digital: Adrastea, Abril 2008 Para mi familia, por haberme apoyado siempre. Para Gloria, por creer en mí. Para mis amigos: el GALBA, los miembros de la revista Náyade y el resto de compañeros de filología. También, especialmente, para Nuria, Stela, Arancha, Juanma y David. Porque, De una forma u otra, siempre habéis estado ahí. Gracias a todos por haber hecho posible Finis Mundi. Libro I: El Eje del Presente Año 997 d.C. Mundus senescit Acoro con los salvajes gritos de los atacantes, las llamas que envolvían la abadía crepitaban ferozmente y se alzaban hacia un cielo sin luna, iluminando el bosque cercano. El techo del establo se derrumbó con estrépito, al igual que la bóveda de la iglesia recién saqueada. Las oscuras sombras que rodeaban el monasterio aullaron de nuevo y, unas a pie y otras a caballo, se alejaron hacia el pueblo que dormía aguardando la llegada del alba. Oculta por la sombra de los frondosos árboles, una figura corría por el bosque, jadeante, tropezando, buscando un refugio. Dio un traspié y cayó sobre la húmeda hierba. Rodó hasta un espeso matorral y se ocultó allí, sollozando. Sólo cuando las voces se apagaron se atrevió, prudentemente escondido y sin asomarse demasiado, a volver la vista atrás para contemplar los restos de lo que había sido su hogar en los últimos años. Temblando, vio cómo el fuego se consumía lentamente. Sintió que lo atenazaba el desaliento; pero, a pesar de su juventud, a pesar de su fragilidad, a pesar de su miedo, no dejó ni por un momento de estrechar contra su pecho un preciado códice que había logrado rescatar de las llamas. En su mente seguía resonando una terrible frase: mundi termini appropinquante... Sus labios formaron las palabras de una plegaria, pero su garganta no emitió ningún sonido. Mundi termini appropinquante... En la plaza se había formado un pequeño grupo de gente que iba aumentando lentamente, atraído por una sólida y potente voz que recitaba un largo cantar. Sentado en los escalones de piedra de la iglesia, perdido en sus pensamientos, un jovencísimo monje parecía ser el único en no sentir interés por la historia que se relataba un poco más allá. Su hábito negro indicaba que pertenecía a uno de los muchos monasterios que la orden de Cluny tenía sembrados por Normandía y Francia. Una muchacha que pasaba se le quedó mirando y, compadecida, se detuvo junto a él. —¿Qué te sucede, hermano? —preguntó—. Pareces preocupado. El chico alzó la mirada y sonrió. Estaba pálido, y sus ropas no lograban disimular su extrema delgadez. —¿Has oído hablar del monasterio de Saint Paul? —le preguntó a la aldeana. Ella ladeó la cabeza, tratando de pensar. —¿El que está junto a las montañas, cerca del bosque? —Estaba, querrás decir. La semana pasada sufrimos un ataque. No dejaron piedra sobre piedra. En el rostro de la joven se formó un rictus de rabia e indignación. —Húngaros —dijo. Más bien escupió la palabra—. No sabía que habían llegado tan lejos. Nada detiene a esos salvajes. El monje guardó silencio. La muchacha lo miró fijamente. —¿Te has quedado sin hogar? No te preocupes. El abad de Saint Patrice te acogerá. ¿Es eso lo que te trae por aquí? El monje negó con la cabeza y sonrió con cierta condescendencia. —No; voy muy lejos. Busco un lugar llamado la Ciudad Dorada. La muchacha se encogió de hombros. —Nunca la he oído nombrar. El monje no pareció sorprendido. No había esperado ni por un momento que ella lo conociera. —Tú debes de haber leído muchísimos libros —añadió la aldeana, que seguramente no sabía leer—. ¿No sabes dónde está? El muchacho desvió la mirada. —No creo que sea algo que esté escrito en los libros —dijo. —Entonces pregúntale a él —replicó la chica, señalando con el mentón al grupo del fondo de la plaza—. Es un juglar muy famoso. Ha viajado por todo el mundo, y conoce muchísimas historias —le brillaban los ojos de admiración—. Si se trata de una leyenda, seguro que la sabe. El monje no respondió. Para una muchacha humilde como ella, un juglar debía de ser todo un héroe. Él, por su parte, abrigaba bastantes dudas acerca de los conocimientos de un simple narrador de cuentos ambulante. Pero no dijo nada, ni siquiera cuando la chica se despidió deseándole suerte. Se limitó a dedicarle una sonrisa. Se quedó inmóvil un rato, mientras la voz del juglar, relatando las hazañas de algún héroe carolingio, seguía resonando por la plaza. La norma de su orden le advertía de los peligros de relacionarse con gente de aquella clase. Los juglares no solían ser tipos de fiar; contaban historias y recitaban poemas, pero también divulgaban canciones obscenas, estafaban y robaban si tenían ocasión. Eran, además, vagabundos, individuos errantes de dudosa moralidad. Torció el gesto. Podía ser muy famoso, podía actuar en las cortes de los príncipes y tener a las muchachas encandiladas; pero seguía siendo un juglar. Por otro lado, el secreto que él se había llevado consigo en su huida del monasterio era una carga demasiado pesada como para portarla solo. Y cualquier abad le diría lo que le había dicho su superior unas semanas atrás: «Olvídate de esas tonterías, jovencito. Ofenden a Dios». Lo único que podía hacer era continuar él solo. Sin embargo, el mundo era grande, y no sabía por dónde empezar. Quizá debería encontrar a un caballero que lo escoltara; pero todos los caballeros tenían cosas mejores que hacer. Oyó vítores y aplausos: el juglar había terminado su actuación, y agradecía los donativos que recogía un enorme perrazo que se paseaba entre el público con un platillo en la boca. El muchacho pudo vislumbrar al recitador entre la gente, porque era muy alto. Se trataba de un hombre joven, de rasgos afilados y mirada sagaz. Los cabellos castaños le enmarcaban el rostro, y le caían sobre los hombros formando ondas. No parecía haberse afeitado en varios días. El monje se sorprendió a sí mismo considerando muy seriamente la sugerencia de la aldeana. Después de meditarlo unos instantes, se encogió de hombros. «Bueno», se dijo. «Este hombre está acostumbrado a contar historias extraordinarias. Una más no le sorprenderá». Se levantó, resuelto a acercarse y preguntarle por la Ciudad Dorada. Se aproximó al juglar mientras éste recogía sus cosas, llamaba al perro con un silbido y se cargaba su instrumento a la espalda. Tres chicas le salieron al paso al narrador de historias, reprimiendo risitas y dándose codazos disimulados, en busca de una mirada, una sonrisa, un gesto amable de aquel hombre que sabía tantas cosas. Pero el juglar las despidió con una frase seca, y ellas se alejaron decepcionadas. El monje lo observó con curiosidad. El hombre de las historias poseía una extraña calma y dignidad que lo hacían completamente diferente a otros juglares que entretenían a su público haciendo payasadas. Lo vio acariciar a su perro con una expresión seria y pensativa, y, seguidamente, alzar la mirada hacia él. Los ojos del juglar se clavaron en el monje y lo estudiaron de la cabeza a los pies. El muchacho se sintió molesto, y enrojeció intensamente. —¿Qué miras? —protestó. —A ti —replicó el otro sin alterarse—. Hace rato que me estás observando. ¿Te parece mal que actúe tan cerca de la iglesia? Eres demasiado joven para meterte en esas cosas. Además, tengo permiso del párroco. El monje enrojeció aún más. —No se trata de eso —dijo—. Me gustaría preguntarte algo. Dicen que has visitado muchos lugares y conoces gran cantidad de historias. El hombre le dirigió una mirada inquisitiva. —Tengo cierta prisa, amigo. Pretendo llegar a Louviers antes del anochecer, así que no pienso recitarte un cantar entero. Ya he terminado mi trabajo aquí. —Seré breve. ¿Sabes dónde está la Ciudad Dorada? El juglar lo observó con curiosidad. —Hay muchas ciudades doradas en muchas historias. Conozco varios sitios que podrían llamarse así. El chico pareció desanimarse. —Entiendo —dijo—. Gracias, de todas formas. Se volvió para marcharse, pero el juglar se sintió intrigado. —¿Para qué quieres saberlo? —le preguntó—. ¿Y por qué me preguntas a mí? Seguramente el abad de tu monasterio podrá informarte mejor que yo. El monje dio media vuelta y lo miró con fijeza. —Está muerto —dijo—. Todos están muertos. El narrador de historias comprendió. —Vienes de Saint Paul. He oído hablar de lo que pasó allí. No sabía que hubiera habido supervivientes. El chico le dirigió una mirada inexpresiva. —Pero debes seguir adelante —prosiguió el juglar—. Todos pasamos por un mal trago. Todos tenemos que madurar algún día. Tú no eres especial por eso. El monje se quedó boquiabierto. Iba a replicar algo, pero el otro continuó: —Yo era un chiquillo mucho más joven que tú cuando el señor feudal de mi tierra arrasó mi aldea y mató a mi familia. Debía de tener cinco o seis años, pero aquel día la infancia se acabó para mí —hablaba con voz fría y desapasionada, como si ya nada pudiera herirle, como si hubiera perdido la capacidad de sentirse impresionado—. Tuve que echarme a los caminos y a veces pasé hambre y frío, y corrí peligro; pero no me fue tan mal. En cambio tú, muchacho, encontrarás refugio en cualquier monasterio. Allí te escucharán. —Nadie me escuchará en ningún monasterio —dijo el monje a media voz—. Y ni siquiera voy a intentarlo. Tengo que ir a la Ciudad Dorada y el tiempo se acaba. El juglar lo miró extrañado y pensativo. Su perro lanzó un corto ladrido. —Dices cosas muy raras, chico. O estás loco o tienes una historia interesante que contar. Si me lo explicas, tal vez pueda encontrar alguna pista sobre esa Ciudad Dorada. El muchacho no respondió. Parecía dudar. —Bueno, está bien —concluyó el juglar encogiéndose de hombros—. No tengo todo el día y no puedo esperar a que te decidas. Que tengas suerte, chico. Dio media vuelta y echó a andar por la plaza. —¡Eh, espera! El monje corrió tras él. —Puedo acompañarte un trecho —dijo—. Hasta el próximo pueblo. Te contaré lo que sé, y quizá puedas ayudarme... si es cierto lo que dicen de ti. —La gente habla mucho. Nunca me paro a escuchar lo que se dice de mí. ¿Cómo te llamas? —Michel —contestó el monje, agradecido—. Michel d΄Évreux. El juglar asintió. —Yo soy Mattius —dijo solamente. El joven religioso había olvidado sus prejuicios. Mientras caminaba junto al alto juglar por una vereda flanqueada de abedules se preguntó por un momento qué le había impresionado tanto de aquel hombre como para pedirle su atención y su compañía. «El mundo está loco», se dijo. —¿Y bien? —preguntó Mattius al cabo de un rato. —Yo nací en una familia pobre; éramos ocho hermanos, y yo era el más débil. Suponía una carga para mi familia y, además, me sentía atraído por la vida religiosa y la austeridad y espiritualidad de los monjes de Cluny. Por eso mis padres me ingresaron muy joven en un monasterio que dependía de la orden. Eso fue hace ocho años, cuando yo tenía seis. Allí aprendí latín y muchas otras cosas, pero, como lo que realmente me gustaba eran los libros, y tenía buena letra, pronto me pusieron a trabajar como amanuense. »La verdadera historia comienza hace unas semanas, cuando tuve que copiar en el scriptorium un libro muy especial. ¿Has oído hablar del Apocalipsis? —¿El Apocalipsis? El párroco de mi aldea nos contaba cosas cuando éramos niños, para asustarnos. Sobre terribles catástrofes que sacudirán el mundo cuando esté próximo el día del Juicio. —Hambres, plagas, guerras y epidemias —asintió Michel; hablaba con cierta dificultad, porque le costaba seguir el ritmo del juglar, y comenzaba a cansarse—. El mundo envejece y, por tanto, ha de morir. El final del reinado de Cristo sobre la Tierra se acerca. El fin del mundo, según el Apocalipsis, ocurrirá un milenio después del año del nacimiento de nuestro Señor. Exactamente dentro de tres años. Mattius se le quedó mirando. —¿Y eso es todo? ¿Vas a decirme que el fin del mundo se acerca y debemos expiar nuestros pecados? —No, por supuesto que no —jadeó Michel—. A pesar de lo que diga el Apocalipsis, ningún mortal puede poner fecha al día final. Eso lo sabe cualquier religioso —hizo una pausa, para recuperar el aliento—. Oye, ¿te importaría que paráramos un momento? Vas demasiado deprisa para mí. Además, quiero enseñarte algo. Se detuvieron junto a una fuente para descansar. Michel metió la cabeza bajo el chorro que brotaba de entre las rocas y la sacó completamente empapada. Mattius esperaba con cierta impaciencia. El muchacho alcanzó su zurrón y extrajo un enorme libro de su interior. El juglar se acercó y lo observó con un extraño brillo en los ojos. —Ese códice debe de valer una fortuna —comentó. Michel se sobresaltó y lo miró. En su interior renacía la desconfianza, y Mattius se dio cuenta. —No te lo voy a robar —dijo—. Me gustan los libros, y ése está miniado, además. Es una joya. El joven monje no respondió. Buscaba algo entre las páginas del códice. Mientras pasaba hojas, Mattius contemplaba las ilustraciones con seriedad. —Son terribles —comentó. —Son imágenes del fin del mundo —Michel detuvo su búsqueda para enseñárselas con más calma—. Este libro es una copia de una obra que escribió cierto monje español, llamado Beato de Liébana, hace más de doscientos años. Son unos comentarios al Apocalipsis. Me lo dieron para que lo copiara. —¿Y tú sabes pintar cosas así? —preguntó Mattius, señalando las miniaturas. Michel enrojeció. —No, en realidad... todavía no. Yo sólo copio las letras. Son otros los que reproducen las ilustraciones. Pero el libro no es lo más importante —reanudó su busca entre las páginas del volumen, hasta encontrar un legajo de hojas sueltas—. Ajá, aquí está. Esto es lo que quería enseñarte. Le tendió los pergaminos a Mattius, que les echó un vistazo rápido y volvió a clavar su mirada en él. —¿Qué pasa? Ah, perdona. No sabes leer, ¿no es eso? Trae, yo te lo leeré. —Sé leer —replicó Mattius con cierta guasa—, pero sólo romance. Nadie me ha enseñado latín. —Ah... perdona —Michel enrojeció—. Te lo explicaré. Hace aproximadamente cuarenta años, un viejo ermitaño, Bernardo de Turingia, se presentó ante una asamblea de barones y les dijo que Dios le había revelado, por medio de una serie de visiones, que el mundo se acabaría en el año mil. —No es la primera vez que oigo cosas de ese tipo. Es una extraña obsesión que les ha dado a algunos últimamente. ¿Y qué más? —Por supuesto, no le creyeron. Pero describió sus visiones en esta serie de pergaminos que yo encontré en el códice. Tengo razones para creer que estas revelaciones son auténticas. —¿Qué razones? —Entre otras cosas, predijo la fecha exacta de la muerte del rey franco Hugo Capeto. Día, mes y año. No me fue difícil averiguarla, porque falleció el año pasado. Bernardo de Turingia acertó de pleno, y no tenía modo de saberlo; murió más de treinta años antes que el monarca. —Como no sé latín, no puedo comprobar que me dices la verdad. De todas formas, aun en el caso de que el mundo se fuera a acabar en el año mil, ¿qué tiene que ver eso con tu Ciudad Dorada? —Ten paciencia; ahora te lo explicaré. Según el ermitaño, la Rueda del Tiempo se sustenta sobre tres ejes, tres amuletos de gran poder: el Eje del Pasado, el Eje del Presente y el Eje del Futuro. Cada mil años alguien los reúne para invocar al Espíritu del Tiempo y darle razones para que juzgue a la humanidad digna de vivir mil años más. Bernardo no está seguro, pero cree que el último pudo ser Jesús de Nazaret. —Un monje de Cluny declarando que Jesucristo salvó al mundo mediante tres amuletos, pero sólo por un milenio —comentó el juglar, asombrado—. Muchacho, tú no estás bien de la cabeza. Michel pareció incómodo. —Yo no digo que eso fuera así, y el anciano que escribió estos pergaminos tampoco lo sabía seguro, eran sólo conjeturas. De todas formas, yo no comparto su teoría. —Entonces quieres invocar a ese... Espíritu para que el hombre viva mil años más —resumió Mattius—. ¿Y tienes esos ejes en tu poder? —De eso se trata: están repartidos por toda Europa. Bernardo los vio en sueños, vio los lugares donde se guardan, pero eran sitios que él no conocía y que nunca había visitado. Describe uno de ellos como una gran Ciudad Dorada, símbolo del poder terrenal, con un magnífico palacio. Por eso la estoy buscando. —Es decir, que allí se encuentra una de esas joyas y tú has partido para buscarla. Con esos datos no irás muy lejos, chico. —No tengo otra opción —replicó Michel muy serio—. Se nos acaba el tiempo. Hay que encontrar los ejes antes del fin del milenio, e invocar al Espíritu del Tiempo. Si no lo hacemos, la Rueda se detendrá y todo habrá terminado. Mattius se encogió de hombros. —¿No dice la Iglesia que Jesucristo volverá para juzgarnos a todos? ¿Qué más da que sea antes o después? —Importa porque sólo hemos empezado a cambiar el mundo. Los seres humanos no hemos asimilado todavía la doctrina divina y no hemos tenido tiempo de hacer todo lo que Cristo nos enseñó. —Pues yo diría que mil años son muchos años —observó el juglar. Michel se apartó de él, molesto. Cerró el libro y lo guardó en su morral. —Seguiré yo solo —dijo fríamente—, si no crees que haya cosas en el mundo que merezcan ser salvadas. —Me parece que te precipitas, amigo. ¿Qué dicen tus superiores a esto? —Nadie puede creer en serio la profecía del fin del mundo. El abad de Saint Paul me dijo que lo mejor que podía hacer era celebrar con alegría el milenio del nacimiento de nuestro salvador. El fin del mundo, me dijo, no puede llegar aún, porque la Iglesia no está del todo establecida y la paz no ha llegado al mundo. »Yo le repliqué que por eso necesitábamos más tiempo. Mil años más y el hombre habrá alcanzado la perfección espiritual, estoy seguro. Pero todavía no estamos preparados para el final de los tiempos. —¿Y qué contestó a eso? —Que eran pamplinas y que me quitara aquellas cosas de la cabeza. —Ahora comprendo por qué me has contado todo esto a mí. Pero, suponiendo que eso sea cierto, ¿por qué crees que la humanidad merece seguir viviendo? Tú te has criado en un monasterio. No sabes nada del mundo real. No has visto a la gente morir de hambre, trabajar de sol a sol para alimentar a sus hijos y luchar para que sobrevivan al próximo invierno. No has visto la miseria de los apestados, el miedo ante un ataque vikingo en las costas de la Normandía. No has visto cómo dejan los señores los pueblos por donde pasan si los campesinos no pagan lo que dicen ellos que se les debe. ¿Y qué hacen los poderosos? El Imperio y el Papado se pelean por el poder mientras el pueblo muere de hambre. El rey de Francia se halla al borde de la excomunión y la Iglesia está escindida. Los españoles luchan contra el islam, que avanza cada vez más. ¿Para qué prolongar el sufrimiento, la miseria, la enfermedad y el hambre? El mundo está viejo, dices. Déjalo morir. —Pero... pero... ¿tú no quieres seguir viviendo? —Tengo la conciencia bien limpia y no temo por mí. He viajado mucho, amigo; he visto muchas cosas. Siento tener que abrirte los ojos, pero la vida no es como te la pintan en los libros, tan hermosa como para que valga la pena conservarla mil años más. Lo siento. Es cuanto puedo decirte. Y ahora, adiós; tengo prisa. Volvió a cargarse el macuto al hombro. —¡Espera! —lo detuvo Michel—. Al menos dime si conoces la Ciudad Dorada. Un lugar grandioso lleno de riquezas, sede del poder terrenal y perecedero. Mattius lo meditó un momento. —Puede ser cualquier gran ciudad —dijo—. Pero, con esa descripción, yo apostaría por Aquisgrán. —¿Aquisgrán? —En francés, Aix-la-Chapelle. La residencia del emperador Otón III. —¿Tú has estado alguna vez allí? —No —admitió el juglar—. Pero tenía pensado visitarla algún día. —¿Quieres acompañarme? Mattius sonrió. —¿En serio piensas ir? Estás más loco de lo que yo creía. Se tarda tres meses de aquí a Aquisgrán... cuatro en invierno. Cinco, con tu ritmo —añadió con cierto tono burlón—. Y eso si no te encuentras con problemas en el camino. Michel no respondió, pero se le quedó mirando con expectación. —A ver si te enteras, chico —dijo el juglar, algo molesto—. Yo viajo solo. Aunque quisiera ir a Aquisgrán, no permitiría que me acompañaras. Serías una carga. Michel se encogió de hombros. —Como quieras. Entonces iré solo. Cogió su macuto y se lo cargó a la espalda resueltamente. —Encantado de conocerte, Mattius —dijo con gravedad—. Espero que volvamos a encontrarnos... —...antes de que se acabe el mundo —completó el juglar con malicia. Michel ignoró el comentario sarcástico. Se despidió con un gesto y echó a andar por la vereda. Mattius se quedó parado, mirándole, mientras su perro ladraba al ver cómo el muchacho se alejaba. —¡Espera! —lo llamó el juglar. Michel se volvió. —Has de ir hacia el norte —gruñó Mattius—. Nunca llegarás a Aquisgrán por ahí. Bueno —añadió—, dejémoslo en que nunca llegarás a Aquisgrán y punto. —Pues yo voy a intentarlo. —No sé qué os enseñan en el monasterio, sinceramente —masculló Mattius—. Por lo visto, eso del |
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