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7 IMPERATIVO DE SELECCION Que España-no haya sido un pueblo «moderno»; que, por lo menos, no lo haya sido en grado suficiente, es cosa que a estas fechas no debe entristecernos mucho. Todo anuncia que la llamada «Edad moderna» toca a su fin. Pronto un nuevo clima histórico comenzará a nutrir los destinos humanos. Por dondequiera aparecen ya las avanzadas del tiempo nuevo. Otros principios intelectuales, otro régimen sentimental inician su imperio sobre la vida humana, por lo menos, sobre la vida europea. Dicho de otra manera: el juego de la existencia, individual y colectiva, va a regirse por reglas distintas, y para ganar en él la partida serán menester dotes, destrezas muy diferentes de las que en el último pasado proporcionaban el triunfo. Si ciertos pueblos -Francia, Inglaterra- han fructificado plenamente en la Edad moderna fue, sin duda, porque en su carácter residía una perfecta afinidad con los principios y problemas «modernos». En efecto: racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo, capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad moderna, son, mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en parte, de Alemania, No lo han sido, en cambio, de España. Más hoy parece que aquellos principios ideológicos y prácticos comienzan a perder su vigor de excitantes vitales, tal vez porque se ha sacado ya de ellos cuanto podían dar l, Traerá esto consigo, irremediablemente, una depresión en la potencialidad de las grandes naciones, y los pueblos menores pueden aprovechar la coyuntura para instaurar su vida según la íntima pauta de su carácter y apetitos. 1 Sin negar que se produzcan innovaciones radicales, puede decirse que los cambios históricos son principalmente cambios de perspectiva: lo que ayer ocupaba el primer plano en la atención humana, queda hoy relegado a un plano secundario, sin que por esto desaparezca totalmente. Así, de los principios «modernos» sobrevivirán muchas cosas en el futuro; pero lo decisivo es que dejarán de ser «principios», centros de la gravitación espiritual. Las circunstancias son, pues, excelentes para que España intente rehacerse. ¿Tendrá de ello la voluntad? Yo no lo sé. La fisonomía que nuestra nación presenta a la hora en que estas páginas se escriben es esencialmente equívoca y problemática. Meditando sobre ella con lealtad y, a la par, con un poco de rigor intelectual, hallamos que puede interpretarse en dos sentidos contradictorios, optimista uno, pesimista el otro. Esta contradicción no proviene de nuestra inteligencia o de nuestro temperamento, sino que radica en los hechos mismos: ellos son los equívocos y no nuestro juicio o sentimiento sobre ellos. Procuraré explicarme. Cabría ordenar, según su gravedad, los males de España en tres zonas o estratos. Los errores y abusos políticos, los defectos de las formas de gobierno, el fanatismo religioso, la llamada «incultura», etc., ocuparían la capa somera, porque, o no son verdaderos males, o lo son superficialmente. De ordinario, cuando se habla de nuestros desdichados destinos, sólo a algunas de estas causas o síntomas se alude. Yo no los miento en las páginas que preceden como no sea para negarles importancia: considero un error de perspectiva histórica atribuirles gran significación en la patología nacional. En estrato más hondo se hallan todos estos fenómenos de disgregación que en serie ininterrumpida han llenado los últimos siglos de nuestra historia y que hoy, reducida la existencia española al ámbito peninsular, han cobrado una agudeza extrema. Bajo el nombre de «particularismo y acción directa», he procurado definir sus caracteres en la primera parte de este volumen. Estos fenómenos profundos de disociación constituyen verdaderamente una enfermedad gravísima del cuerpo español. Pero aun así no son el mal radical. Más bien que causas son resultados. La raíz de la descomposición nacional está, como es lógico, en el alma misma de nuestro pueblo. Puede darse el caso de que una sociedad sucumba víctima de catástrofes accidentales en las que no le toca responsabilidad alguna. Pero la norma histórica, que en el caso español se cumple, es que los pueblos degeneran por defectos íntimos. Trátese de un hombre o trátese de una nación, su destino vital depende en definitiva de cuáles sean sus sentimientos radicales y las propensiones afectivas de su carácter. De éstas habrá algunas cuya influencia se limite a poner un colorido peculiar en la historia de la raza. Así hay pueblos alegres y pueblos tristes. Mas esta tonalidad del gesto ante la existencia es, en rigor, indiferente a la salud histórica. Francia es un pueblo alegre y sano; Inglaterra, un pueblo triste, pero no menos saludable. Hay, en cambio, tendencias sentimentales, simpatías y antipatías que influyen decisivamente en la organización histórica por referirse a las actividades mismas que crean la sociedad. Así, un pueblo que, por una perversión de sus afectos, da en odiar a toda individualidad selecta y ejemplar por el mero hecho de serlo, y siendo vulgo y masa se juzga apto para prescindir de guías y regirse por sí mismo en sus ideas y en su política, en su moral y en sus gustos, causará irremediablemente su propia degeneración. En mi entender, es España un lamentable ejemplo de esta perversión. Todavía, si la raza o razas peninsulares hubiesen producido gran número de personalidades eminentes, con genialidad contemplativa o práctica, es posible que tal abundancia hubiera bastado a contrapesar la indocilidad de las masas. Pero no ha sido así, y éstas, entregadas a una perpetua subversión vital -mucho más amplia y grave que la política- desde hace siglos no hacen sino deshacer, desarticular, desmoronar, triturar la estructura nacional. En lugar de que la colectividad, aspirando hacia los ejemplares, mejorase en cada generación el tipo del hombre español, lo ha ido desmedrando, y fue cada día más tosco, menos alerta, dueño de menores energías, entusiasmos y arrestos, hasta llegar a una pavorosa desvitalización. La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de éstos -he ahí la razón verdadera del gran fracaso hispánico. Será inútil hacerse ilusiones eludiendo la claridad del problema y dándole vagarosas formas. Si España quiere corregir su suerte, lanzarse de nuevo a una ascensión histórica, gloriosamente impulsada por una gigantesca voluntad de futuro, tiene que curar en lo más hondo de sí misma esa radical perversión de los instintos sociales. Pero, como en estas páginas queda dicho, las masas, una vez movilizadas en sentido subversivo contra las minorías selectas, no oyen a quien les predica normas de disciplina. Es preciso que fracasen totalmente para que en sus propias carnes laceradas aprendan lo que no quieren oír. Hay, pues, un momento en que las épocas de disolución, las edades Kali, hacen crisis en el corazón mismo de las multitudes. El odio a los mejores parece agotarse como fuente maligna, y empieza a brotar un nuevo hontanar afectivo de amor a la jerarquía, a las faenas constructoras y a los hombres egregios capaces de dirigirlas. ¿Han llegado a este punto de espontáneo arrepentimiento las masas españolas? ¿Se inicia en ellas, aunque sea débilmente, subterráneamente, la conciencia clara de su propia ineptitud y el generoso afán de suscitar minorías excelentes, hombres ejemplares? Quien mire hoy serenamente el paisaje moral de España hallará, sin duda, algunos síntomas que cabe interpretar en este favorable sentido; pero tan esporádicos y débiles, que no es posible en ellos asentar la esperanza. Podrá dentro de unos meses o de unos años variar el cariz espiritual de España, mas en la hora que transcurre sus manifestaciones permiten lo mismo suponer que el estado de invertebración rebelde, de dislocación, va a prolongarse indefinidamente, o que, por el contrario, se va a producir una conversión radical de los sentimientos en una dirección afirmativa, creadora, ascendente. En el primer caso, la publicación de estas páginas resultará inútil, pero no dañina: ni serán entendidas ni atendidas. En el segundo, pueden rendir algún provecho, porque el nuevo estado de espíritu, todavía germinal y confuso, se encontrará en ellas definido, aclarado y como subrayado. Cambios políticos, mutación en las formas del gobierno, leyes novísimas, todo será perfectamente ineficaz si el temperamento del español medio no hace un viraje sobre sí mismo y convierte su moralidad. Por el contrario, creo que si esta conversión se produce puede España en breve tiempo restaurarse gloriosamente, porque la sazón histórica es inmejorable. ¿Cuál es, pues, la condición suma? El reconocimiento de que la misión de las masas no es otra que seguir a los mejores, en vez de pretender suplantarlos. Y esto en todo orden y porción de la vida. Donde menos importaría la indocilidad de las masas es en política, por la sencilla razón de que lo político no es más que el cauce por donde fluyen las realidades substantivas del espíritu nacional. Si éste se halla bien disciplinado en todo lo demás, poco daño pueden causar sus insumisiones políticas. Donde más importa que la masa se sepa masa y, por tanto, sienta el deseo de dejarse influir, de aprender, de perfeccionarse, es en los órdenes más cotidianos de la vida, en su manera de pensar sobre las cosas de que se habla en las tertulias y se lee en los periódicos, en los sentimientos con que se afrontan las situaciones más vulgares de la existencia. En España ha llegado a triunfar en absoluto el más chabacano aburguesamiento. Lo mismo en las clases elevadas que en las ínfimas rigen indiscutidas e indiscutibles normas de una atroz trivialidad, de un devastador filisteísmo. Es curioso presenciar cómo en todo instante y ocasión la masa de los torpes aplasta cualquier intento de mayor fineza. Advirtamos, por ejemplo, lo que acontece en las conversaciones españolas. Y, ante todo, no extrañe que más de una vez se aluda en este volumen a las conversaciones, tributándoles una alta consideración. ¿Por ventura se cree que es más importante la actividad electoral? Sin embargo, bien claro está que las elecciones son, a la postre, mera consecuencia de lo que se parle y de cómo se parle en un país. Es la conversación el instrumento socializador por excelencia, y en su estilo vienen a reflejarse las capacidades de la raza. Debo decir que la primera orientación hacia las ideas que este ensayo formula vino a mí reflexionando sobre el contenido y el régimen de las conversaciones castizas. Goethe observó que entre los fenómenos de la naturaleza hay algunos, tal vez de humilde semblante, donde aquella descubre el secreto de sus leyes. Son como fenómenos modelos que aclaran el misterio de otros muchos, menos puros o más complejos. Goethe los llamó protofenómenos. Pues bien, la conversación es un protofenómeno de la historia. Siempre que en Francia o Alemania he asistido a una reunión donde se hallase alguna persona de egregia inteligencia, he notado que las demás se esforzaban en elevarse hasta el nivel de aquélla. Había un tácito y previo reconocimiento de que la persona mejor dotada tenía un juicio más certero y dominante sobre las cosas. En cambio, siempre he advertido con pavor que en las tertulias españolas -y me refiero a las clases superiores, sobre todo a la alta burguesía, que ha dado siempre el tono a nuestra vida nacional- acontecía lo contrario. Cuando por azar tomaba parte en ellas un hombre inteligente, yo veía que acababa por no saber dónde meterse, como avergonzado de sí mismo. Aquellas damas y aquellos varones burgueses asentaban con tal firmeza e indubitabilidad sus continuas necedades, se hallaban tan sólidamente instalados en sus inexpugnables ignorancias, que la menor palabra aguda, precisa o siquiera elegante sonaba a algo absurdo y hasta descortés. Y es que la burguesía española no admite la posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su estólida existencia. De este modo, se ha ido estrechando y rebajando el contenido del alma española, hasta el punto de que nuestra vida entera parece hecha a la medida de las cabezas y de la sensibilidad que usan las señoras burguesas, y cuanto trascienda de tan angosta órbita toma un aire revolucionario, aventurado o grotesco. Yo espero que en este punto se comporten las nuevas generaciones con la mayor intransigencia. Urge remontar la tonalidad ambiente de las conversaciones, del trato social y de las costumbres hasta un grado incompatible con el cerebro de las señoras burguesas. Si España quiere resucitar es preciso que se apodere de ella un formidable apetito de todas las perfecciones. La gran desdicha de la historia española ha sido la carencia de minorías egregias y el imperio imperturbado de las masas. Por lo mismo, de hoy en adelante, un imperativo debiera gobernar los espíritus y orientar las voluntades: el imperativo de selección. Porque no existe otro medio de purificación y mejoramiento étnico que ese eterno instrumento de una voluntad operando selectivamente. Usando de ella como de un cincel, hay que ponerse a forjar un nuevo tipo de hombre español. No basta con mejoras políticas: es imprescindible una labor mucho más profunda que produzca el afinamiento de la raza. Mas este asunto debe quedar aquí intacto para que lo meditemos en otro ensayo de ensayo I. 1 [En el ensayo titulado «Temas de viaje» (de 1922), publicado en el tomo IV de El Espectador, Madrid, 1925, escribe Ortega: «En un ensayo de ensayo sobre la historia de España, publicado por mí hace unos meses, no se mienta siquiera el factor geográfico». y trata del tema en esas páginas, cuyo interés complementario a las de este libro señalo al lector; e igualmente, en relación con este último capítulo, la conferencia «Para un museo romántico», dada el 24 de noviembre de 1921; en El Espectador, V, 1927. Por otra parte, en su «Epílogo para ingleses» (en La rebelión de las masas, editada en esta colección, página 239 y ss.), Ortega vuelve, en 1938, a presentar a sus lectores ingleses los propósitos y argumento de España invertebrada.] APENDICE EL PODER SOCIAL * * [Esta serie de cinco artículos se publicó en el diario El Sol los dias 9,23 y 30 de octubre. y 6 y 20 de noviembre de 1927.] [El caso de España] [EL POLITICO] Por puro afán de llegar a ver claro, y, de paso, en beneficio del lector, a quien ciertos temas sutiles interesan, quisiera hoy intentar la definición de un fenómeno que vagamente he percibido toda mi vida, primero, con juvenil y utópica indignación; luego, más cuerdamente, con el ánimo sereno y complacido de un buen aficionado a la vida para el cual lo sugestivo del espectáculo es precisamente la combinación irremediable de sentido y contrasentido, de razón y de absurdo que en él reina. Procuremos aproximarnos paso a paso al fenómeno de que se trata. Un hombre de negocios crea una industria; el ingenioso producto de ella encuentra compradores, y el industrial se enriquece. El pintor que pinta un buen cuadro suscita en los aficionados al arte simpatía y admiración. El escritor que logra dotar a su prosa de amenidad, evidencia, sutileza, atrae para ella un círculo de lectores que, agradecidos, le dedican su estimación. En estos tres casos vemos la acción de un hombre -industria, cuadro, obra literaria- produciendo ciertos efectos en su contorno social. Si a la capacidad de producir efectos llamamos poder, diremos que estos tres hombres poseen determinado poder. Hasta aquí nada reclama atención especial. Es natural que una acción produzca resultados proporcionados. Pero si comparamos dos escritores, uno de ellos de actitud independiente, el otro ligado a una inspiración partidista, notamos que el mismo esfuerzo realizado por ambos trae consigo resultados diferentes. A la estimación congruente que a la obra de uno y otro corresponde se agrega en el caso del escritor partidista una resonancia y eficacia que falta a la del otro. El partido toma la obra de su escritor y, propagándola, comentándola, enalteciéndola, aumenta enormemente sus efectos sociales; por tanto, su poder. El escritor añade a su eficiencia propia y natural otra que no viene de su esfuerzo, sino de la energía organizada que en el partido reside. Esto nos obliga a distinguir entre el poder propio de una acción -y, reflejamente, de la persona que la ejecuta- y el poder añadido que el grupo le proporciona. Este poder que el grupo añade al poder propio de la persona -es una reacción utilitaria motivada por los intereses del grupo. Por lo mismo, es un poder también limitado, circunscrito al grupo y al radio de sus interesados. A veces el favor y aumento que ofrece a la persona resta a ésta poder propio. En el caso del escritor esto es evidente: cuanto más sirva a un partido, menos autoridad propia poseerá fuera de él. Pero no sólo el grupo, el círculo particular de la sociedad añade poder a la persona. Hay casos en los cuales el poder añadido procede de la sociedad entera. Entonces es ilimitado y automático. Dondequiera que la persona favorecida aparezca se producirán efectos sociales. Cada gesto, cada palabra lograrán sorprendente resonancia. Su nombre frecuentará las columnas de los periódicos, no como firma, sino como tema. No podrá viajar sin que se anuncie su desplazamiento. No abrirá su boca sin que se reproduzcan y comenten sus frases. En las reuniones privadas su entrada modificará el tono atmosférico: la conversación, automáticamente, se pondrá a su nivel, convergirá hacia sus asuntos titulares, etc. Donde no esté en cuerpo se contará, no obstante, con él; de suerte que estará presente en cien lugares donde de hecho no está. Si se suman estos lugares de virtual presencia se obtendrá el volumen social que desplaza y se advertirá con sorpresa la desproporción entre su poder propio y el que le llega gratuitamente de la atención colectiva. A todo este conjunto de síntomas llamo «poder social». Si esta ampliación de potencialidad estuviera en alguna relación congruente y clara con el poder propio de cada persona, el fenómeno no merecería nuestra curiosidad. Pero ocurre que al preguntarnos quién tiene y quién no tiene poder social nos encontramos con los hechos más sorprendentes. Hay oficios a los cuales va, con aproximada normalidad, adscrita cierta dosis de poder social. La frecuencia con que hallamos esta adscripción nos hace pensar que es lógica y bien fundada. Así acaece que en España, por ejemplo, el hombre político que ha sido gobernante o está en propincuidad de serlo goza de un enorme poder social. Cualquier mequetrefe que durante veinticuatro horas ha asentado sus nalgas en una poltrona ministerial queda para el resto de su vida como socialmente consagrado. Todos los resortes específicamente sociales funcionan en su beneficio. No sólo tiene influencia política en el Parlamento y en las esferas del Gobierno, sino que al entrar en un baile privado o sentarse a una mesa convivial parece que es «alguien». Y no disminuye la realidad del hecho que los presentes tengan de sus dotes individuales la idea menos favorable. Lo característico de esto que llamo «poder social» es que existe y funciona, aunque individualmente no queramos reconocerlo. El movimiento íntimo de protesta contra ese injustificado poder, que acaso en nosotros se dispara, no hace sino subrayar la efectividad de su existencia. Por esto es social ese poder: su realidad no depende de la anuencia libre que cada individuo quiera prestarle, sino que se impone al albedrío particular. Rige inexorable la paradoja de que, siendo la sociedad una suma de individuos, lo que de ella emana no depende de éstos, sino que, al revés, los tiraniza. Este poder social anejo al hombre político no sorprenderá a quien confunda la vida pública del Estado con la vida pública social. Pero, en rigor, el oficio de gobernar es una función, poco más o menos, tan limitada y circunscrita como cualquiera otra. No hay tan clara razón para que a un hombre político se le rindan todos los resortes sociales, que son, en su mayor parte, independientes del Estado. Y la prueba de que no hay un nexo esencial entre ese oficio y el poder social está en el hecho de que la dosis de éste concedida al político varía según las naciones. No creo que exista en Europa otro país -como no sean los balcánicos- donde el político disfrute de poder igual. He aquí un buen ejemplo de las cosas raras que abundan en la vida española y que un extranjero curioso no logra nunca explicarse. Pues el razonamiento que en vía recta inspira ese hecho sólo puede ser el siguiente: si el hombre político goza en España de máximo poder social, será porque es el español un pueblo eminentemente político, preocupado de los asuntos de gobierno, atento y activo en ellos. Todos sabemos que esta consecuencia tan lógica no puede ser más falsa. El pueblo español actúa políticamente mucho menos que cualquiera de los otros grandes pueblos europeos. Y, sin embargo, en Alemania nunca, ni siquiera ahora, ha tenido el hombre político medio -que es de quien estamos hablando- un gran poder social. En la misma Francia, que por su vivaz democracia y la nerviosidad política de casi todos sus individuos se dan las mejores condiciones para que el político tuviese un enorme poder social, no ocurre tal cosa. Tiene, ciertamente, una considerable dosis de esta mística potencia; más que en Alemania, pero mucho menos que en España. Véase cómo este fenómeno del «poder social» suscita algunos problemas curiosos que justifican su investigación. Pronto hemos tropezado con la sospecha de que en los distintos países va el poder social a clases diferentes de personas. Cabria, pues, estudiar el diferente reparto de ese poder en cada nación. La cuestión no es totalmente ociosa, porque el poder social es una de las fuerzas mayores que integran la organización dinámica de un pueblo. Téngase en cuenta la fabulosa multiplicación de la influencia personal que él proporciona. Un pueblo es, a la postre, lo que sea el tipo de hombres favorecidos por esa mágica energía. De nada sirve que en una nación existan muchos genios, es decir, individuos de gran poder propio, de efectivo valer. Por superlativo que éste sea, resulta incapaz para producir grandes efectos nacionales: es menester que la masa preste a esos hombres la fuerza gigante del poder social que en su vasto cuerpo anónimo reside. Así, el exceso de poder social que en España goza el político o el gobernante constituye al pronto un enigma que luego se convierte en una clave luminosa. Es enigmático que en un país como el nuestro, menos político que Francia, se otorgue al hombre de gobierno más poder social. Pero no tardamos en hallar la solución. En Francia -como veremos- se concede gran poder social a otros muchos oficios y clases de hombres: el político, por muy favorecido que se halle, tiene que entrar en concurrencia con estos otros poderhabientes y pierde el rango desmesurado que entre nosotros ocupa. No es, pues, que posea el ex ministro español más fuerza social que el francés, sino que, por ausencia de otras fuerzas parejas, queda monstruosamente destacado. En cambio, parecería probable que en nuestra tierra el cura, y sobre todo el alto clero, usufructuase un gran poder social. Sin embargo, no ocurre así, y el matiz de los hechos en este punto descubre un secreto de la dinámica nacional española, según ella es verdaderamente en el tiempo que corre. |
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