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Capítulo Sexto. Donde el bárbaro español prosigue su historiaTardó aquel día en mostrarse al mundo, al parecer, más de lo acostumbrado, a causa que el humo y pavesas del incendio de la isla, que aún duraba, impedía que los rayos del sol por aquella parte no pasasen a la tierra. Mandó el bárbaro español a su hijo que saliese de aquel sitio, como otras veces solía, y se informase de lo que en la isla pasaba. Con alborotado sueño pasaron los demás aquella noche, porque el dolor y sentimiento de la muerte de su ama Cloelia no consintió que Auristela dormiese, y el no dormir de Auristela tuvo en continua vigilia a Periandro, el cual con Auristela salió al raso de aquel sitio, y vio que era hecho y fabricado de la naturaleza como si la industria y el arte le hubieran compuesto. Era redondo, cercado de altísimas y peladas peñas, y, a su parecer, tanteó que bojaba poco más de una legua, todo lleno de árboles silvestres, que ofrecían frutos, si bien ásperos, comestibles a lo menos. Estaba crecida la yerba, porque las muchas aguas que de las peñas salían las tenían en perpetua verdura; todo lo cual le admiraba y suspendía. Y llegó en esto el bárbaro español, y dijo: -Venid, señores, y daremos sepultura a la difunta, y fin a mi comenzada historia. Hiciéronlo así, y enterraron a Cloelia en lo hueco de una peña, cubriéndola con tierra y con otras peñas menores. Auristela le rogó que le pusiese una cruz encima, para señal de que aquel cuerpo había sido cristiano. El español respondió que él traería una gran cruz que en su estancia tenía, y la pondría encima de aquella sepultura. Diéronle todos el último vale; renovó el llanto Auristela, cuyas lágrimas sacaron al momento las de los ojos de Periandro. En tanto, pues, que el mozo bárbaro volvía, se volvieron todos a encerrar en el cóncavo de la peña donde habían dormido, por defenderse del frío que con rigor amenazaba. Y, habiéndose sentado en las blandas pieles, pidió el bárbaro silencio, y prosiguió su cuento en esta forma: -«Cuando me dejó la barca en que venía en la arena, y la mar tornó a cobrarla -ya dije que con ella se me fue la esperanza de la libertad, pues aun ahora no la tengo de cobrarla-, entré aquí dentro, vi este sitio y parecióme que la naturaleza le había hecho y formado para ser teatro donde se representase la tragedia de mis desgracias. Admiróme el no ver gente alguna, sino algunas cabras monteses y animales pequeños de diversos géneros. Rodeé todo el sitio, hallé esta cueva cavada en estas peñas, y señaléla para mi morada. Finalmente, habiéndolo rodeado todo, volví a la entrada, que aquí me había conducido, por ver si oía voz humana o descubría quién me dijese en qué parte estaba; y la buena suerte y los piadosos cielos, que aún del todo no me tenían olvidado, me depararon una muchacha bárbara de hasta edad de quince años, que por entre las peñas, riscos y escollos de la marina, pintadas conchas y apetitoso marisco andaba buscando. »Pasmóse viéndome, pegáronsele los pies en la arena, soltó las cogidas conchuelas, y derramósele el marisco; y, cogiéndola entre mis brazos sin decirla palabra, ni ella a mí tampoco, me entré por la cueva adelante y la truje a este mismo lugar donde agora estamos. Púsela en el suelo, beséle las manos, halaguéle el rostro con las mías, y hice todas las señales y demostraciones que pude para mostrarme blando y amoroso con ella. Ella, pasado aquel primer espanto, con atentísimos ojos me estuvo mirando, y con las manos me tocaba todo el cuerpo, y de cuando en cuando, ya perdido el miedo, se reía y me abrazaba; y, sacando del seno una manera de pan hecho a su modo, que no era de trigo, me lo puso en la boca, y en su lengua me habló, y, a lo que después acá he sabido, en lo que decía me rogaba que comiese. Yo lo hice ansí porque lo había bien menester. Ella me asió por la mano, y me llevó a aquel arroyo que allí está, donde ansimismo, por señas, me rogó que bebiese. Yo no me hartaba de mirarla, pareciéndome antes ángel del cielo que bárbara de la tierra. Volví a la entrada de la cueva, y allí, con señas y con palabras, que ella no entendía, le supliqué, como si ella las entendiera, que volviese a verme. Con esto la abracé de nuevo, y ella, simple y piadosa, me besó en la frente, y me hizo claras y ciertas señas de que volvería a verme. Hecho esto, torné a pisar este sitio, y a requerir y probar la fruta de que algunos árboles estaban cargados, y hallé nueces y avellanas y algunas peras silvestres. Di gracias a Dios del hallazgo, y alenté las desmayadas esperanzas de mi remedio. Pasé aquella noche en este mismo lugar, esperé el día, y en él esperé también la vuelta de mi bárbara hermosa, de quien comencé a temer y a recelar que me había de descubrir y entregarme a los bárbaros, de quien imaginé estar llena esta isla; pero sacóme deste temor el verla volver algo entrado el día, bella como el sol, mansa como una cordera, no acompañada de bárbaros que me prendiesen, sino cargada de bastimentos que me sustentasen.» Aquí llegaba de su historia el español gallardo, cuando llegó el que había ido a saber lo que en la isla pasaba, el cual dijo que casi toda estaba abrasada, y todos o los más de los bárbaros muertos, unos a hierro y otros a fuego, y que si algunos había vivos, eran los que en algunas balsas de maderos se habían entrado al mar por huir en el agua el fuego de la tierra; que bien podían salir de allí, y pasear la isla por la parte que el fuego les diese licencia, y que cada uno pensase qué remedio se tomaría para escapar de aquella tierra maldita; que por allí cerca había otras islas de gente menos bárbara habitadas; que quizá, mudando de lugar, mudarían de ventura. -Sosiégate, hijo, un poco, que estoy dando cuenta a estos señores de mis sucesos, y no me falta mucho, aunque mis desgracias son infinitas. -No te canses, señor mío -dijo la bárbara grande-, en referirlos tan por estenso, que podrá ser que te canses, o que canses. Déjame a mí que cuente lo que queda, a lo menos hasta este punto en que estamos. -Soy contento -respondió el español-, porque me le dará muy grande el ver cómo las relatas. -«Es, pues, el caso -replicó la bárbara- que mis muchas entradas y salidas en este lugar le dieron bastante para que de mí y de mi esposo naciesen esta muchacha y este niño. Llamo esposo a este señor, porque, antes que me conociese del todo, me dio palabra de serlo, al modo que él dice que se usa entre verdaderos cristianos. Hame enseñado su lengua, y yo a él la mía, y en ella ansimismo me enseñó la ley católica cristiana. Diome agua de bautismo en aquel arroyo, aunque no con las ceremonias que él me ha dicho que en su tierra se acostumbran. Declaróme su fe como él la sabe, la cual yo asenté en mi alma y en mi corazón, donde le he dado el crédito que he podido darle. Creo en la Santísima Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas distintas, y que todas tres son un solo Dios verdadero, y que, aunque es Dios el Padre, y Dios el Hijo, y Dios el Espíritu Santo, no son tres dioses distintos y apartados, sino un solo Dios verdadero. Finalmente, creo todo lo que tiene y cree la santa Iglesia católica romana, regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario y visorrey de Dios en la tierra, sucesor legítimo de San Pedro, su primer pastor después de Jesucristo, primero y universal pastor de su esposa la Iglesia. Díjome grandezas de la siempre Virgen María, reina de los cielos y señora de los ángeles y nuestra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espíritu Santo, amparo y refugio de los pecadores. Con éstas me ha enseñado otras cosas, que no las digo por parecerme que las dichas bastan para que entendáis que soy católica cristiana. Yo, simple y compasiva, le entregué un alma rústica, y él (merced a los cielos) me la ha vuelta discreta y cristiana. Entreguéle mi cuerpo, no pensando que en ello ofendía a nadie, y deste entrego resultó haberle dado dos hijos, como los que aquí veis, que acrecientan el número de los que alaban al Dios verdadero. En veces le truje alguna cantidad de oro, de lo que abunda esta isla, y algunas perlas que yo tengo guardadas, esperando el día, que ha de ser tan dichoso, que nos saque desta prisión y nos lleve adonde con libertad y certeza, y sin escrúpulo, seamos unos de los del rebaño de Cristo, en quien adoro en aquella cruz que allí veis.» Esto que he dicho me pareció a mí era lo que le faltaba por decir a mi señor Antonio -que así se llamaba el español bárbaro. El cual dijo: -Dices verdad, Ricla mía -que éste era el propio nombre de la bárbara. Con cuya variable historia admiraron a los presentes, y despertaron mil alabanzas que les dieron, y mil buenas esperanzas que les anunciaron, especialmente Auristela, que quedó aficionadísima a las dos bárbaras, madre y hija. El mozo bárbaro, que también, como su padre, se llamaba Antonio, dijo a esta sazón no ser bien estarse allí ociosos, sin dar traza y orden cómo salir de aquel encerramiento, porque si el fuego de la isla, que a más andar ardía, sobrepujase las altas sierras, o traídas del viento cayesen en aquel sitio, todos se abrasarían. -Dices verdad, hijo -respondió el padre. -Soy de parecer -dijo Ricla- que aguardemos dos días, porque de una isla que está tan cerca desta que algunas veces, estando el sol claro y el mar tranquilo, alcanzó la vista a verla, della vienen a ésta sus moradores a vender y a trocar lo que tienen con lo que tenemos, y a trueco por trueco. Yo saldré de aquí, y, pues ya no hay nadie que me escuche o que me impida, pues ni oyen ni impiden los muertos, concertaré que me vendan una barca, por el precio que quisieren, que la he menester para escaparme con mis hijos y mi marido, que encerrados en una cueva tengo de la riguridad del fuego. Pero quiero que sepáis que estas barcas son fabricadas de madera, y cubiertas de cueros fuertes de animales, bastantes a defender que no entre agua por los costados; pero, a lo que he visto y notado, nunca ellos navegan sino con mar sosegado, y no traen aquellos lienzos que he visto que traen otras barcas que suelen llegar a nuestras riberas a vender doncellas o varones para la vana superstición que habréis oído decir que en esta isla ha muchos tiempos que se acostumbra, por donde vengo a entender que estas tales barcas no son buenas para fiarlas del mar grande, y de las borrascas y tormentas que dicen que suceden a cada paso. A lo que añadió Periandro: -¿No ha usado el señor Antonio deste remedio en tantos años como ha que está aquí encerrado? -No -respondió Ricla-, porque no me han dado lugar los muchos ojos que miran, para poder concertarme con los dueños de las barcas, y por no poder hallar escusa que dar para la compra. -Así es -dijo Antonio-, y no por no fiarme de la debilidad de los bajeles; pero, agora que me ha dado el cielo este consejo, pienso tomarle, y mi hermosa Ricla estará atenta a ver cuando vengan los mercaderes de la otra isla; y, sin reparar en precio, comprará una barca con todo el necesario matalotaje, diciendo que la quiere para lo que tiene dicho. En resolución, todos vinieron en este parecer, y, saliendo de aquel lugar, quedaron admirados de ver el estrago que el fuego había hecho y las armas. Vieron mil diferentes géneros de muertes, de quien la cólera, sinrazón y enojo suelen ser inventores. Vieron, asimismo, que los bárbaros que habían quedado vivos, recogiéndose a sus balsas, desde lejos estaban mirando el riguroso incendio de su patria, y algunos se habían pasado a la isla que servía de prisión a los cautivos. Quisiera Auristela que pasaran a la isla, a ver si en la escura mazmorra quedaban algunos; pero no fue menester, porque vieron venir una balsa, y en ella hasta veinte personas, cuyo traje dio a entender ser los miserables que en la mazmorra estaban. Llegaron a la marina, besaron la tierra y casi dieron muestras de adorar el fuego, por haberles dicho el bárbaro que los sacó del calabozo escuro, que la isla se abrasaba, y que ya no tenían que temer a los bárbaros. Fueron recebidos de los libres amigablemente, y consolados en la mejor manera que les fue posible. Algunos contaron sus miserias, y otros las dejaron en silencio, por no hallar palabras para decirlas. Ricla se admiró de que hubiese habido bárbaro tan piadoso que los sacase, y de que no hubiesen pasado a la isla de la prisión parte de aquellos que a las balsas se habían recogido. Uno de los prisioneros dijo que el bárbaro que los había libertado, en lengua italiana les había dicho todo el suceso miserable de la abrasada isla, aconsejándoles que pasasen a ella a satisfacerse de sus trabajos con el oro y perlas que en ella hallarían, y que él vendría en otra balsa, que allá quedaba, a tenerles compañía, y a dar traza en su libertad. Los sucesos que contaron fueron tan diferentes, tan estraños y tan desdichados, que unos les sacaban las lágrimas a los ojos y otros la risa del pecho. En esto, vieron venir hacia la isla hasta seis barcas de aquellas de quien Ricla había dado noticia; hicieron escala, pero no sacaron mercadería alguna, por no parecer bárbaro que la comprase. Concertó Ricla todas las barcas con las mercancías, sin tener intención de llevarlas. No quisieron venderle sino las cuatro, porque les quedasen dos para volverse. Hízose el precio con liberalidad notable, sin que en él hubiese tanto más cuanto. Fue Ricla a su cueva, y, en pedazos de oro no acuñado, como se ha dicho, pagó todo lo que quisieron. Dieron dos barcas a los que habían salido de la mazmorra, y en otras dos se embarcaron, en la una todos los bastimentos que pudieron recoger, con cuatro personas de las recién libres, y en la otra se entraron Auristela, Periandro, Antonio el padre y Antonio el hijo, con la hermosa Ricla y la discreta Transila, y la gallarda Constanza, hija de Ricla y de Antonio. Quiso Auristela ir a despedirse de los huesos de su querida Cloelia; acompañáronla todos; lloró sobre la sepultura, y, entre lágrimas de tristeza y entre muestras de alegría, volvieron a embarcarse, habiendo primero en la marina hincádose de rodillas y suplicado al cielo, con tierna y devota oración, les diese felice viaje y los enseñase el camino que tomarían. Sirvió la barca de Periandro de capitana, a quien siguieron los demás, y, al tiempo que querían dar los remos al agua, porque velas no las tenían, llegó a la orilla del mar un bárbaro gallardo, que a grandes voces, en lengua toscana, dijo: -Si por ventura sois cristianos los que vais en esas barcas, recoged a este que lo es y por el verdadero Dios os lo suplica. Uno de las otras barcas dijo: -Este bárbaro, señores, es el que nos sacó de la mazmorra. Si queréis corresponder a la bondad que parece que tenéis -y esto encaminando su plática a los de la barca primera-, bien será que le paguéis el bien que nos hizo con el que le hacéis recogiéndole en nuestra compañía. Oyendo lo cual Periandro, le mandó llegase su barca a tierra y le recogiese en la que llevaba los bastimentos. Hecho esto, alzaron las voces con alegres acentos, y, tomando los remos en las manos, dieron alegre principio a su viaje. Capítulo Séptimo del Primer LibroCuatro millas, poco más o menos, habrían navegado las cuatro barcas, cuando descubrieron una poderosa nave, que, con todas las velas tendidas y viento en popa, parecía que venía a embestirles. Periandro dijo, habiéndola visto: -Sin duda, este navío debe de ser el de Arnaldo, que vuelve a saber de mi suceso, y tuviéralo yo por muy bueno agora no verle. Había ya contado Periandro a Auristela todo lo que con Arnaldo le había pasado, y lo que entre los dos dejaron concertado. Turbóse Auristela, que no quisiera volver al poder de Arnaldo, de quien había dicho, aunque breve y sucintamente, lo que en un año que estuvo en su poder le había acontecido. No quisiera ver juntos a los dos amantes, que, puesto que Arnaldo estaría seguro con el fingido hermanazgo suyo y de Periandro, todavía el temor de que podía ser descubierto el parentesco la fatigaba, y más que ¿quién le quitaría a Periandro no estar celoso, viendo a los ojos tan poderoso contrario?; que no hay discreción que valga, ni amorosa fee que asegure al enamorado pecho, cuando por su desventura entran en él celosas sospechas. Pero de todas éstas le aseguró el viento, que volvió en un instante el soplo, que daba de lleno y en popa a las velas en contrario, de modo que a vista suya y en un momento breve dejó la nave derribar las velas de alto abajo, y en otro instante, casi invisible, las izaron y levantaron hasta las gavias, y la nave comenzó a correr en popa por el contrario rumbo que venía, alongándose de las barcas con toda priesa. Respiró Auristela, cobró nuevo aliento Periandro; pero los demás que en las barcas iban quisieran mudarlas, entrándose en la nave, que por su grandeza, más seguridad de las vidas y más felice viaje pudiera prometerles. En menos de dos horas se les encubrió la nave, a quien quisieran seguir si pudieran; mas no les fue posible, ni pudieron hacer otra cosa que encaminarse a una isla, cuyas altas montañas, cubiertas de nieve, hacían parecer que estaban cerca, distando de allí más de seis leguas. Cerraba la noche algo escura, picaba el viento largo y en popa, que fue alivio a los brazos, que, volviendo a tomar los remos, se dieron priesa a tomar la isla. La media noche sería, según el tanteo que el bárbaro Antonio hizo del norte y de las guardas, cuando llegaron a ella, y por herir blandamente las aguas en la orilla, y ser la resaca de poca consideración, dieron con las barcas en tierra, y a fuerza de brazos las vararon. Era la noche fría de tal modo, que les obligó a buscar reparos para el yelo, pero no hallaron ninguno. Ordenó Periandro que todas las mujeres se entrasen en la barca capitana, y, apiñándose en ella, con la compañía y estrecheza, templasen el frío. Hízose así; y los hombres hicieron cuerpo de guarda a la barca, paseándose como centinelas de una parte a otra, esperando el día para descubrir en qué parte estaban, porque no pudieron saber por entonces si era o no despoblada la isla; y, como es cosa natural que los cuidados destierran el sueño, ninguno de aquella cuidadosa compañía pudo cerrar los ojos, lo cual visto por el bárbaro Antonio, dijo al bárbaro italiano que, para entretener el tiempo y no sentir tanto la pesadumbre de la mala noche, fuese servido de entretenerles, contándoles los sucesos de su vida, porque no podían dejar de ser peregrinos y raros, pues en tal traje y en tal lugar le habían puesto. -Haré yo eso de muy buena gana -respondió el bárbaro italiano-, aunque temo que por ser mis desgracias tantas, tan nuevas y tan extraordinarias, no me habéis de dar crédito alguno. A lo que dijo Periandro: -En las que a nosotros nos han sucedido, nos hemos ensayado y dispuesto a creer cuantas nos contaren, puesto que tengan más de lo imposible que de lo verdadero. -Lleguémonos aquí -respondió el bárbaro-, al borde desta barca donde están estas señoras; quizá alguna, al son de la voz de mi cuento, se quedará dormida, y quizá alguna, desterrando el sueño, se mostrará compasiva: que es alivio al que cuenta sus desventuras ver o oír que hay quien se duela dellas. -A lo menos por mí -respondió Ricla de dentro de la barca-, y a pesar del sueño, tengo lágrimas que ofrecer a la compasión de vuestra corta suerte, del largo tiempo de vuestras fatigas. Casi lo mismo dijo Auristela; y así, todos rodearon la barca, y con atento oído estuvieron escuchando lo que el que parecía bárbaro decía, el cual comenzó su historia desta manera: Capítulo Octavo. Donde Rutilio da cuenta de su vida -«Mi nombre es Rutilio; mi patria, Sena, una de las más famosas ciudades de Italia; mi oficio, maestro de danzar, único en él, y venturoso si yo quisiera. Había en Sena un caballero rico, a quien el cielo dio una hija más hermosa que discreta, a la cual trató de casar su padre con un caballero florentín; y, por entregársela adornada de gracias adquiridas, ya que las del entendimiento le faltaban, quiso que yo la enseñase a danzar; que la gentileza, gallardía y disposición del cuerpo en los bailes honestos más que en otros pasos se señalan, y a las damas principales les está muy bien saberlos, para las ocasiones forzosas que les pueden suceder. Entré a enseñarla los movimientos del cuerpo, pero movíla los del alma, pues, como no discreta, como he dicho, rindió la suya a la mía, y la suerte, que de corriente larga traía encaminadas mis desgracias, hizo que, para que los dos nos gozásemos, yo la sacase de en casa de su padre y la llevase a Roma. Pero, como el amor no da baratos sus gustos, y los delitos llevan a las espaldas el castigo (pues siempre se teme), en el camino nos prendieron a los dos, por la diligencia que su padre puso en buscarnos. Su confesión y la mía, que fue decir que yo llevaba a mi esposa y ella se iba con su marido, no fue bastante para no agravar mi culpa: tanto, que obligó al juez, movió y convenció a sentenciarme a muerte. Apartáronme en la prisión con los ya condenados a ella por otros delitos no tan honrados como el mío. Visitóme en el calabozo una mujer, que decían estaba presa por fatucherie, que en castellano se llaman hechiceras, que la alcaidesa de la cárcel había hecho soltar de las prisiones y llevádola a su aposento, a título de que con yerbas y palabras había de curar a una hija suya de una enfermedad que los médicos no acertaban a curarla. »Finalmente, por abreviar mi historia, pues no hay razonamiento que, aunque sea bueno, siendo largo lo parezca, viéndome yo atado, y con el cordel a la garganta, sentenciado al suplicio, sin orden ni esperanza de remedio, di el sí a lo que la hechicera me pidió, de ser su marido, si me sacaba de aquel trabajo. Díjome que no tuviese pena, que aquella misma noche del día que sucedió esta plática, ella rompería las cadenas y los cepos, y, a pesar de otro cualquier impedimento, me pondría en libertad, y en parte donde no me pudiesen ofender mis enemigos, aunque fuesen muchos y poderosos. Túvela, no por hechicera, sino por ángel que enviaba el cielo para mi remedio. Esperé la noche, y en la mitad de su silencio llegó a mí, y me dijo que asiese de la punta de una caña que me puso en la mano, diciéndome la siguiese. Turbéme algún tanto; pero como el interés era tan grande, moví los pies para seguirla, y hallélos sin grillos y sin cadenas, y las puertas de toda la prisión de par en par abiertas, y los prisioneros y guardas en profundísimo sueño sepultados. »En saliendo a la calle, tendió en el suelo mi guiadora un manto, y, mandándome que pusiese los pies en él, me dijo que tuviese buen ánimo, que por entonces dejase mis devociones. Luego vi mala señal, luego conocí que quería llevarme por los aires, y aunque, como cristiano bien enseñado, tenía por burla todas estas hechicerías -como es razón que se tengan-, todavía el peligro de la muerte, como ya he dicho, me dejó atropellar por todo; y, en fin, puse los pies en la mitad del manto, y ella ni más ni menos, murmurando unas razones que yo no pude entender, y el manto comenzó a levantarse en el aire, y yo comencé a temer poderosamente, y en mi corazón no tuvo santo la letanía a quien no llamase en mi ayuda. Ella debió de conocer mi miedo, y presentir mis rogativas, y volvióme a mandar que las dejase. ``¡Desdichado de mí! -dije-; ¿qué bien puedo esperar, si se me niega el pedirle a Dios, de quien todos los bienes vienen?'' »En resolución, cerré los ojos y dejéme llevar de los diablos, que no son otras las postas de las hechiceras, y, al parecer, cuatro horas o poco más había volado, cuando me hallé al crepúsculo del día en una tierra no conocida. Tocó el manto el suelo, y mi guiadora me dijo: ``En parte estás, amigo Rutilio, que todo el género humano no podrá ofenderte''. Y, diciendo esto, comenzó a abrazarme no muy honestamente. Apartéla de mí con los brazos, y, como mejor pude, divisé que la que me abrazaba era una figura de lobo, cuya visión me heló el alma, me turbó los sentidos y dio con mi mucho ánimo al través. Pero, como suele acontecer que en los grandes peligros la poca esperanza de vencerlos saca del ánimo desesperadas fuerzas, las pocas mías me pusieron en la mano un cuchillo, que acaso en el seno traía, y con furia y rabia se le hinqué por el pecho a la que pensé ser loba, la cual, cayendo en el suelo, perdió aquella fea figura, y hallé muerta y corriendo sangre a la desventurada encantadora. »Considerad, señores, cuál quedaría yo, en tierra no conocida y sin persona que me guiase. Estuve esperando el día muchas horas, pero nunca acababa de llegar, ni por los horizontes se descubría señal de que el sol viniese. Apartéme de aquel cadáver, porque me causaba horror y espanto el tenerle cerca de mí. Volvía muy a menudo los ojos al cielo, contemplaba el movimiento de las estrellas y parecíame, según el curso que habían hecho, que ya había de ser de día. »Estando en esta confusión, oí que venía hablando, por junto de donde estaba, alguna gente, y así fue verdad. Y, saliéndoles al encuentro, les pregunté en mi lengua toscana que me dijesen qué tierra era aquella; y uno de ellos, asimismo en italiano, me respondió: ``Esta tierra es Noruega; pero, ¿quién eres tú, que lo preguntas, y en lengua que en estas partes hay muy pocos que la entiendan?'' ``Yo soy -respondí- un miserable, que por huir de la muerte he venido a caer en sus manos''. Y en breves razones le di cuenta de mi viaje, y aun de la muerte de la hechicera. Mostró condolerse el que me hablaba, y díjome: ``Puedes, buen hombre, dar infinitas gracias al cielo por haberte librado del poder destas maléficas hechiceras, de las cuales hay mucha abundancia en estas setentrionales partes. Cuéntase dellas que se convierten en lobos, así machos como hembras, porque de entrambos géneros hay maléficos y encantadores. Cómo esto pueda ser yo lo ignoro, y como cristiano que soy católico no lo creo, pero la esperiencia me muestra lo contrario. Lo que puedo alcanzar es que todas estas transformaciones son ilusiones del demonio, y permisión de Dios y castigo de los abominables pecados deste maldito género de gente''. »Preguntéle qué hora podría ser, porque me parecía que la noche se alargaba, y el día nunca venía. Respondióme que en aquellas partes remotas se repartía el año en cuatro tiempos: tres meses había de noche escura, sin que el sol pareciese en la tierra en manera alguna; y tres meses había de crepúsculo del día, sin que bien fuese noche ni bien fuese día; otros tres meses había de día claro continuado, sin que el sol se escondiese, y otros tres de crepúsculo de la noche; y que la sazón en que estaban era la del crepúsculo del día: así que, esperar la claridad del sol, por entonces era esperanza vana, y que también lo sería esperar yo volver a mi tierra tan presto, si no fuese cuando llegase la sazón del día grande, en la cual parten navíos de estas partes a Inglaterra, Francia y España con algunas mercancías. Preguntóme si tenía algún oficio en que ganar de comer, mientras llegaba tiempo de volverme a mi tierra. Díjele que era bailarín y grande hombre de hacer cabriolas, y que sabía jugar de manos sutilísimamente. Rióse de gana el hombre, y me dijo que aquellos ejercicios o oficios (o como llamarlos quisiese) no corrían en Noruega ni en todas aquellas partes. Preguntóme si sabría oficio de orífice. Díjele que tenía habilidad para aprender lo que me enseñase. ``Pues veníos, hermano, conmigo, aunque primero será bien que demos sepultura a esta miserable''. »Hicímoslo así, y llevóme a una ciudad, donde toda la gente andaba por las calles con palos de tea encendidos en las manos, negociando lo que les importaba. Preguntéle en el camino que cómo o cuándo había venido a aquella tierra, y que si era verdaderamente italiano. Respondió que uno de sus pasados abuelos se había casado en ella, viniendo de Italia a negocios que le importaban, y a los hijos que tuvo les enseñó su lengua, y de uno en otro se estendió por todo su linaje, hasta llegar a él, que era uno de sus cuartos nietos. ``Y así, como vecino y morador tan antiguo, llevado de la afición de mis hijos y mujer, me he quedado hecho carne y sangre entre esta gente, sin acordarme de Italia ni de los parientes que allá dijeron mis padres que tenían''. »Contar yo ahora la casa donde entré, la mujer e hijos que hallé, y criados (que tenía muchos), el gran caudal, el recibimiento y agasajo que me hicieron, sería proceder en infinito: basta decir, en suma, que yo aprendí su oficio, y en pocos meses ganaba de comer por mi trabajo. En este tiempo se llegó el de llegar el día grande, y mi amo y maestro -que así le puedo llamar- ordenó de llevar gran cantidad de su mercancía a otras islas por allí cercanas y a otras bien apartadas. Fuime con él, así por curiosidad como por vender algo que ya tenía de caudal, en el cual viaje vi cosas dignas de admiración y espanto, y otras de risa y contento; noté costumbres, advertí en ceremonias no vistas y de ninguna otra gente usadas. En fin, a cabo de dos meses, corrimos una borrasca que nos duró cerca de cuarenta días, al cabo de los cuales dimos en esta isla, de donde hoy salimos, entre unas peñas, donde nuestro bajel se hizo pedazos, y ninguno de los que en él venían quedó vivo, sino yo. Capítulo Nono. Donde Rutilio prosigue la historia de su vida »Lo primero que se me ofreció a la vista, antes que viese otra cosa alguna, fue un bárbaro pendiente y ahorcado de un árbol, por donde conocí que estaba en tierra de bárbaros salvajes, y luego el miedo me puso delante mil géneros de muertes; y, no sabiendo qué hacerme, alguna o todas juntas las temía y las esperaba. En fin, como la necesidad, según se dice, es maestra de sutilizar el ingenio, di en un pensamiento harto extraordinario, y fue que descolgué al bárbaro del árbol, y, habiéndome desnudado de todos mis vestidos, que enterré en la arena, me vestí de los suyos, que me vinieron bien, pues no tenían otra hechura que ser de pieles de animales, no cosidos ni cortados a medida, sino ceñidos por el cuerpo, como lo habéis visto. Para disimular la lengua, y que por ella no fuese conocido por estranjero, me fingí mudo y sordo, y con esta industria me entré por la isla adentro, saltando y haciendo cabriolas en el aire. »A poco trecho descubrí una gran cantidad de bárbaros, los cuales me rodearon, y en su lengua unos y otros, con gran priesa me preguntaron -a lo que después acá he entendido- quién era, cómo me llamaba, adónde venía y adónde iba. Respondíles con callar y hacer todas las señales de mudo más aparentes que pude, y luego reiteraba los saltos y menudeaba las cabriolas. Salíme de entre ellos, siguiéronme los muchachos, que no me dejaban adonde quiera que iba. Con esta industria pasé por bárbaro y por mudo, y los muchachos, por verme saltar y hacer gestos, me daban de comer de lo que tenían. Desta manera he pasado tres años entre ellos, y aun pasara todos los de mi vida, sin ser conocido. Con la atención y curiosidad noté su lengua, y aprendí mucha parte de ella, supe la profecía que de la duración de su reino tenía profetizada un antiguo y sabio bárbaro, a quien ellos daban gran crédito. He visto sacrificar algunos varones para hacer la esperiencia de su cumplimiento, y he visto comprar algunas doncellas para el mismo efeto, hasta que sucedió el incendio de la isla, que vosotros, señores, habéis visto. Guardéme de las llamas; fui a dar aviso a los prisioneros de la mazmorra, donde vosotros sin duda habréis estado; vi estas barcas, acudí a la marina; hallaron en vuestros generosos pechos lugar mis ruegos; recogístesme en ellas, por lo que os doy infinitas gracias, y agora espero en la del cielo, que, pues nos sacó de tanta miseria a todos, nos ha de dar en este que pretendemos felicísimo viaje.» Aquí dio fin Rutilio a su plática, con que dejó admirados y contentos a los oyentes. Llegóse el día áspero, turbio y con señales de nieve muy ciertas. Diole Auristela a Periandro lo que Cloelia le había dado la noche que murió, que fueron dos pelotas de cera, que la una, como se vio, cubría una cruz de diamantes, tan rica que no acertaron a estimarla, por no agraviar su valor; y la otra, dos perlas redondas, asimismo de inestimable precio. Por estas joyas vinieron en conocimiento de que Auristela y Periandro eran gente principal, puesto que mejor declaraba esta verdad su gentil disposición y agradable trato. El bárbaro Antonio, viniendo el día, se entró un poco por la isla, pero no descubrió otra cosa que montañas y sierras de nieve; y, volviendo a las barcas, dijo que la isla era despoblada, y que convenía partirse de allí luego a buscar otra parte donde recogerse del frío que amenazaba y proveerse de los mantenimientos que presto le harían falta. Echaron con presteza las barcas al agua, embarcáronse todos, y pusieron las proas en otra isla, que no lejos de allí se descubría. En esto, yendo navegando, con el espacio que podían prometer dos remos, que no llevaba más cada barca, oyeron que de la una de las otras dos salía una voz blanda, suave, de manera que les hizo estar atentos a escuchalla. Notaron, especialmente el bárbaro Antonio el padre, que notó que lo que se cantaba era en lengua portuguesa, que él sabía muy bien. Calló la voz, y de allí a poco volvió a cantar en castellano, y no a otro tono de instrumentos que al de remos que sesgamente por el tranquilo mar las barcas impelían; y notó que lo que cantaron fue esto: Mar sesgo, viento largo, estrella clara, camino, aunque no usado, alegre y cierto, al hermoso, al seguro, al capaz puerto llevan la nave vuestra, única y rara. En Scilas ni en Caribdis no repara, ni en peligro que el mar tenga encubierto, siguiendo su derrota al descubierto, que limpia honestidad su curso para. Con todo, si os faltare la esperanza del llegar a este puerto, no por eso giréis las velas, que será simpleza. Que es enemigo amor de la mudanza, y nunca tuvo próspero suceso el que no se quilata en la firmeza. La bárbara Ricla dijo, en callando la voz: -Despacio debe de estar y ocioso el cantor que en semejante tiempo da su voz a los vientos. Pero no lo juzgaron así Periandro y Auristela, porque le tuvieron por más enamorado que ocioso al que cantado había; que los enamorados fácilmente reconcilian los ánimos, y traban amistad con los que conocen que padecen su misma enfermedad. Y así, con licencia de los demás que en su barca venían, aunque no fuera menester pedirla, hizo que el cantor se pasase a su barca, así por gozar de cerca de su voz como saber de sus sucesos, porque persona que en tales tiempos cantaba, o sentía mucho o no tenía sentimiento alguno. Juntáronse las barcas, pasó el músico a la de Periandro, y todos los della le hicieron agradable recogida. En entrando el músico, en medio portugués y en medio castellano, dijo: -Al cielo y a vosotros, señores, y a mi voz agradezco esta mudanza y esta mejora de navío, aunque creo que con mucha brevedad le dejaré libre de la carga de mi cuerpo, porque las penas que siento en el alma me van dando señales de que tengo la vida en sus últimos términos. -Mejor lo hará el cielo -respondió Periandro-, que, pues yo soy vivo, no habrá trabajos que puedan matar a alguno. No sería esperanza aquella -dijo a esta sazón Auristela- a que pudiesen contrastar y derribar infortunios, pues, así como la luz resplandece más en las tinieblas, así la esperanza ha de estar más firme en los trabajos; que el desesperarse en ellos es acción de pechos cobardes, y no hay mayor pusilanimidad ni bajeza que entregarse el trabajado -por más que lo sea- a la desesperación. -El alma ha de estar -dijo Periandro- el un pie en los labios y el otro en los dientes, si es que hablo con propiedad, y no ha de dejar de esperar su remedio, porque sería agraviar a Dios, que no puede ser agraviado, poniendo tasa y coto a sus infinitas misericordias. -Todo es así -respondió el músico-, y yo lo creo, a despecho y pesar de las esperiencias que en el discurso de mi vida en mis muchos males tengo hechas. No por estas pláticas dejaban de bogar, de modo que, antes de anochecer, con dos horas, llegaron a una isla también despoblada, aunque no de árboles, porque tenía muchos y llenos de fruto, que, aunque pasado de sazón y seco, se dejaba comer. Saltaron todos en tierra, en la cual vararon las barcas, y con gran priesa se dieron a desgajar árboles y hacer una gran barraca para defenderse aquella noche del frío; hicieron asimismo fuego, ludiendo dos secos palos, el uno con el otro (artificio tan sabido como usado); y, como todos trabajaban, en un punto se vio levantada la pobre máquina, donde se recogieron todos, supliendo con mucho fuego la incomodidad del sitio, pareciéndoles aquella choza dilatado alcázar. Satisfacieron la hambre, y acomodáranse a dormir luego, si el deseo que Periandro tenía de saber el suceso del músico no lo estorbara, porque le rogó, si era posible, les hiciese sabidores de sus desgracias, pues no podían ser venturas las que en aquellas partes le habían traído. Era cortés el cantor, y así, sin hacerse de rogar, dijo: Capítulo Diez. De lo que contó el enamorado portugués -Con más breves razones de las que sean posibles, daré fin a mi cuento, con darle al de mi vida, si es que tengo de dar crédito a cierto sueño que la pasada noche me turbó el alma. «Yo, señores, soy portugués de nación, noble en sangre, rico en los bienes de fortuna y no pobre en los de naturaleza. Mi nombre es Manuel de Sosa Coitiño; mi patria, Lisboa, y mi ejercicio el de soldado. Junto a las casas de mis padres, casi pared en medio, estaba la de otro caballero del antiguo linaje de los Pereiras, el cual tenía sola una hija, única heredera de sus bienes, que eran muchos, báculo y esperanza de la prosperidad de sus padres; la cual, por el linaje, por la riqueza y por la hermosura, era deseada de todos los mejores del reino de Portugal. Y yo, que, como más vecino de su casa, tenía más comodidad de verla, la miré, la conocí y la adoré con una esperanza más dudosa que cierta, de que podría ser viniese a ser mi esposa; y, por ahorrar de tiempo, y por entender que con ella habían de valer poco requiebros, promesas ni dádivas, determiné de que un pariente mío se la pidiese a sus padres para esposa mía, pues ni en el linaje, ni en la hacienda, ni aun en la edad, diferenciábamos en nada. »La respuesta que trujo fue que su hija Leonora aún no estaba en edad de casarse; que dejase pasar dos años, que le daba la palabra de no disponer de su hija en todo aquel tiempo sin hacerme sabidor dello. Llevé este primer golpe en los hombros de mi paciencia y en el escudo de la esperanza, pero no dejé por esto de servirla públicamente a sombra de mi honesta pretensión, que luego se supo por toda la ciudad; pero ella, retirada en la fortaleza de su prudencia y en los retretes de su recato, con honestidad y licencia de sus padres, admitía mis servicios, y daba a entender que, si no los agradecía con otros, por lo menos no los desestimaba. »Sucedió que, en este tiempo, mi rey me envió por capitán general a una de las fuerzas que tiene en Berbería, oficio de calidad y de confianza. Llegóse el día de mi partida, y, pues en él no llegó el de mi muerte, no hay ausencia que mate ni dolor que consuma. Hablé a su padre, hícele que me volviese a dar la palabra de la espera de los dos años; túvome lástima, porque era discreto, y consintió que me despidiese de su mujer y de su hija Leonor, la cual, en compañía de su madre, salió a verme a una sala, y salieron con ella la honestidad, la gallardía y el silencio. Pasméme cuando vi tan cerca de mí tanta hermosura; quise hablar, y anudóseme la voz a la garganta y pegóseme al paladar la lengua, y ni supe ni pude hacer otra cosa que callar y dar con mi silencio indicio de mi turbación, la cual vista por el padre, que era tan cortés como discreto, se abrazó conmigo, y dijo: ``Nunca, señor Manuel de Sosa, los días de partida dan licencia a la lengua que se desmande, y puede ser que este silencio hable en su favor de vuesa merced más que alguna otra retórica. Vuesa merced vaya a ejercer su cargo, y vuelva en buen punto, que yo no faltaré ninguno en lo que tocare a servirle. Leonora, mi hija, es obediente, y mi mujer desea darme gusto, y yo tengo el deseo que he dicho; que con estas tres cosas, me parece que puede esperar vuesa merced buen suceso en lo que desea''. Estas palabras todas me quedaron en la memoria y en el alma impresas de tal manera que no se me han olvidado, ni se me olvidarán en tanto que la vida me durare. Ni la hermosa Leonora ni su madre me dijeron palabra, ni yo pude, como he dicho, decir alguna. »Partíme a Berbería; ejercité mi cargo, con satisfación de mi rey, dos años; volví a Lisboa, hallé que la fama y hermosura de Leonora había salido ya de los límites de la ciudad y del reino, y estendídose por Castilla y otras partes, de las cuales venían embajadas de príncipes y señores que la pretendían por esposa; pero, como ella tenía la voluntad tan sujeta a la de sus padres, no miraba si era o no solicitada. En fin, viendo yo pasado el término de los dos años, volví a suplicar a su padre me la diese por esposa. »¡Ay de mí, que no es posible que me detenga en estas circunstancias, porque a las puertas de mi vida está llamando la muerte, y temo que no me ha de dar espacio para contar mis desventuras; que, si así fuese, no las tendría yo por tales! »Finalmente, un día me avisaron que, para un domingo venidero, me entregarían a mi deseada Leonora, cuya nueva faltó poco para no quitarme la vida de contento. Convidé a mis parientes, llamé a mis amigos, hice galas, envié presentes, con todos los requisitos que pudiesen mostrar ser yo el que me casaba y Leonora la que había de ser mi esposa. Llegóse este día, y yo fui acompañado de todo lo mejor de la ciudad a un monasterio de monjas que se llama de la Madre de Dios, adonde me dijeron que mi esposa, desde el día antes, me esperaba; que había sido su gusto que en aquel monasterio se celebrase su desposorio, con licencia del arzobispo de la ciudad.» Detúvose algún tanto el lastimado caballero, como para tomar aliento de proseguir su plática, y luego dijo: -«Llegué al monasterio, que real y pomposamente estaba adornado. Salieron a recebirme casi toda la gente principal del reino, que allí aguardándome estaba, con infinitas señoras de la ciudad, de las más principales. Hundíase el templo de música, así de voces como de instrumentos, y en esto salió por la puerta del claustro la sin par Leonora, acompañada de la priora y de otras muchas monjas, vestida de raso blanco acuchillado con saya entera a lo castellano, tomadas las cuchilladas con ricas y gruesas perlas. Venía forrada la saya en tela de oro verde; traía los cabellos sueltos por las espaldas, tan rubios que deslumbraban los del sol, y tan luengos que casi besaban la tierra; la cintura, collar y anillos que traía, opiniones hubo que valían un reino. Torno a decir que salió tan bella, tan costosa, tan gallarda y tan ricamente compuesta y adornada que causó invidia en las mujeres y admiración en los hombres. De mí sé decir que quedé tal con su vista que, me hallé indigno de merecerla, por parecerme que la agraviaba, aunque yo fuera el emperador del mundo. »Estaba hecho un modo de teatro en mitad del cuerpo de la iglesia, donde desenfadadamente, y sin que nadie lo empachase, se había de celebrar nuestro desposorio. Subió en él primero la hermosa doncella, donde al descubierto mostró su gallardía y gentileza. Pareció a todos los ojos que la miraban lo que suele parecer la bella aurora al despuntar del día, o lo que dicen las antiguas fábulas que parecía la casta Diana en los bosques, y algunos creo que hubo tan discretos que no la acertaron a comparar sino a sí misma. Subí yo al teatro, pensando que subía a mi cielo, y, puesto de rodillas ante ella, casi di demostración de adorarla. Alzóse una voz en el templo, procedida de otras muchas, que decía: ``Vivid felices y luengos años en el mundo, ¡oh dichosos y bellísimos amantes! Coronen presto hermosísimos hijos vuestra mesa, y a largo andar se dilate vuestro amor en vuestros nietos; no sepan los rabiosos celos ni las dudosas sospechas la morada de vuestros pechos; ríndase la invidia a vuestros pies, y la buena fortuna no acierte a salir de vuestra casa''. »Todas estas razones y deprecaciones santas me colmaban el alma de contento, viendo con qué gusto general llevaba el pueblo mi ventura. En esto, la hermosa Leonora me tomó por la mano, y, así en pie como estábamos, alzando un poco la voz, me dijo: ``Bien sabéis, señor Manuel de Sosa, cómo mi padre os dio palabra que no dispondría de mi persona en dos años, que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese yo vuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada de vuestra solicitud y obligada de los infinitos beneficios que me habéis hecho, más por vuestra cortesía que por mis merecimientos, que yo no tomaría otro esposo en la tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido, como habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis. Y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, sacaros en este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro. Yo no os dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: Él es mi esposo; a Él le di la palabra primero que a vos; a Él sin engaño y de toda mi voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. Yo confieso que para escoger esposo en la tierra ninguno os pudiera igualar, pero, habiéndole de escoger en el cielo, ¿quién como Dios? Si esto os parece traición o descomedido trato, dadme la pena que quisiéredes y el nombre que se os antojare, que no habrá muerte, promesa o amenaza que me aparte del crucificado esposo mío''. »Calló, y al mismo punto la priora y las otras monjas comenzaron a desnudarla y a cortarle la preciosa madeja de sus cabellos. Yo enmudecí; y, por no dar muestra de flaqueza, tuve cuenta con reprimir las lágrimas que me venían a los ojos, y, hincándome otra vez de rodillas ante ella, casi por fuerza la besé la mano, y ella, cristianamente compasiva, me echó los brazos al cuello; alcéme en pie, y, alzando la voz de modo que todos me oyesen, dije: ``Maria optiman partem elegit''. Y, diciendo esto, me bajé del teatro, y, acompañado de mis amigos, me volví a mi casa, adonde, yendo y viniendo con la imaginación en este estraño suceso, vine casi a perder el juicio, y ahora por la misma causa vengo a perder la vida.» Y, dando un gran suspiro, se le salió el alma y dio consigo en el suelo. |
![]() | «Miguel de Cervantes Cortinas». Sólo comenzó a usar el apellido «Saavedra» después de volver del cautiverio argelino — posiblemente... | ![]() | |
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