Miguel De Cervantes Saavedra






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Capítulo Trece del Cuarto Libro


 

Entretiénese el dolor y el sentimiento de las recién dadas heridas en la cólera y en la sangre caliente, que, después de fría, fatiga de manera que rinde la paciencia del que las sufre. Lo mismo acontece en las pasiones del alma: que, en dando el tiempo lugar y espacio para considerar en ellas, fatigan hasta quitar la vida.

Dijo su voluntad Auristela a Periandro, cumplió con su deseo, y, satisfecha de haberle declarado, esperaba su cumplimiento, confiada en la rendida voluntad de Periandro, el cual, como se ha dicho, librando la respuesta en su silencio, se salió de Roma, y le sucedió lo que se ha contado. Conoció a Rutilio, el cual contó a su ayo Seráfido toda la historia de la Isla Bárbara, con las sospechas que tenía de que Auristela y Periandro fuesen Sigismunda y Persiles; díjole asimismo que, sin duda, los hallarían en Roma, a quien, desde que los conoció, venían encaminados con la disimulación y cubierta de ser hermanos; preguntó muchísimas veces a Seráfido la condición de las gentes de aquellas islas remotas, de donde era rey Magsimino y reina la sin par Auristela.

Volvióle a repetir Seráfido cómo la isla de Tile o Tule, que agora vulgarmente se llama Islanda, era la última de aquellos mares setentrionales, puesto que ``un poco más adelante está otra isla, como te he dicho, llamada Frislanda, que descubrió Nicolás Zeno, veneciano, el año de mil y trecientos y ochenta, tan grande como Sicilia, ignorada hasta entonces de los antiguos, de quien es reina Eusebia, madre de Sigismunda, que yo busco. Hay otra isla, asimismo poderosa y casi siempre llena de nieve, que se llama Groenlanda, a una punta de la cual está fundado un monasterio debajo del título de Santo Tomás, en el cual hay religiosos de cuatro naciones: españoles, franceses, toscanos y latinos; enseñan sus lenguas a la gente principal de la isla, para que, en saliendo della, sean entendidos por doquiera que fueren. Está, como he dicho, la isla sepultada en nieve, y encima de una montañuela está una fuente, cosa maravillosa y digna de que se sepa, la cual derrama y vierte de sí tanta abundancia de agua, y tan caliente, que llega al mar, y, por muy gran espacio dentro dél, no solamente le desnieva, pero le calienta de modo que se recogen en aquella parte increíble infinidad de diversos pescados, de cuya pesca se mantiene el monasterio y toda la isla, que de allí saca sus rentas y provechos. Esta fuente engendra asimismo unas piedras conglutinosas, de las cuales se hace un betún pegajoso, con el cual se fabrican las casas como si fuesen de duro mármol. Otras cosas te pudiera decir -dijo Seráfido a Rutilio- destas islas, que ponen en duda su crédito, pero en efeto son verdaderas''.

Todo esto, que no oyó Periandro, lo contó después Rutilio, que, ayudado de la noticia que dellas Periandro tenía, muchos las pusieron en el verdadero punto que merecían. Llegó en esto el día, y hallóse Periandro junto a la iglesia y templo, magnífico y casi el mayor de la Europa, de San Pablo, y vio venir hacia sí alguna gente en montón, a caballo y a pie; y, llegando cerca, conoció que los que venían eran Auristela, Feliz Flora, Constanza y Antonio, su hermano, y asimismo Hipólita, que, habiendo sabido la ausencia de Periandro, no quiso dejar a que otra llevase las albricias de su hallazgo, y así, siguió los pasos de Auristela, encaminados por la noticia que dellos dio la mujer de Zabulón el judío, bien como aquella que tenía amistad con quien no la tiene con nadie.

Llegó en fin Periandro al hermoso escuadrón, saludó a Auristela, notóle el semblante del rostro, y halló más mansa su riguridad y más blandos sus ojos. Contó luego públicamente lo que aquella noche le había pasado con Seráfido, su ayo, y con Rutilio; dijo cómo su hermano el príncipe Magsimino quedaba en Terrachina, enfermo de la mutación, y con propósito de venirse a curar a Roma, y con autoridad disfrazada y nombre trocado a buscarlos; pidió consejo a Auristela y a los demás de lo que haría, porque de la condición de su hermano el príncipe no podía esperar ningún blando acogimiento.

Pasmóse Auristela con las no esperadas nuevas; despareciéronse en un punto, así las esperanzas de guardar su integridad y buen propósito, como de alcanzar por más llano camino la compañía de su querido Periandro.

Todos los demás circunstantes discurrieron en su imaginación qué consejo darían a Periandro, y la primera que salió con el suyo, aunque no se le pidieron, fue la rica y enamorada Hipólita, que le ofreció de llevarle a Nápoles con su hermana Auristela, y gastar con ellos cien mil y más ducados que su hacienda valía. Oyó este ofrecimiento Pirro el Calabrés, que allí estaba, que fue lo mismo que oír la sentencia irremisible de su muerte: que en los rufianes no engendra celos el desdén, sino el interés; y, como éste se perdía con los cuidados de Hipólita, por momentos iba tomando la desesperación posesión de su alma, en la cual iba atesorando odio mortal contra Periandro, cuya gentileza y gallardía, aunque era tan grande, como se ha dicho, a él le parecía mucho mayor, porque es propia condición del celoso parecerle magníficas y grandes las acciones de sus rivales.

Agradeció Periandro a Hipólita, pero no admitió su generoso ofrecimiento. Los demás no tuvieron lugar de aconsejarle nada, porque llegaron en aquel instante Rutilio y Seráfido, y entrambos a dos, apenas hubieron visto a Periandro, cuando corrieron a echarse a sus pies, porque la mudanza del hábito no le pudo mudar la de su gentileza. Teníale abrazado Rutilio por la cintura y Seráfido por el cuello; lloraba Rutilio de placer y Seráfido de alegría.

Todos los circunstantes estaban atentos mirando el estraño y gozoso recibimiento. Sólo en el corazón de Pirro andaba la melancolía, atenaceándole con tenazas más ardiendo que si fueran de fuego; y llegó a tanto estremo el dolor que sintió de ver engrandecido y honrado a Periandro que, sin mirar lo que hacía, o quizá mirándolo muy bien, metió mano a su espada, y por entre los brazos de Seráfido se la metió a Periandro por el hombro derecho, con tal furia y fuerza que le salió la punta por el izquierdo, atravésandole, poco menos que al soslayo, de parte a parte.

La primera que vio el golpe fue Hipólita, y la primera que gritó fue su voz, diciendo:

-¡Ay, traidor, enemigo mortal mío, y cómo has quitado la vida a quien no merecía perderla para siempre!

Abrió los brazos Seráfido, soltóle Rutilio, calientes ya en su derramada sangre, y cayó Periandro en los de Auristela, la cual, faltándole la voz a la garganta, el aliento a los suspiros y las lágrimas a los ojos, se le cayó la cabeza sobre el pecho, y los brazos a una y a otra parte.

Este golpe, más mortal en la apariencia que en el efeto, suspendió los ánimos de los circunstantes y les robó la color de los rostros, dibujándoles la muerte en ellos, que ya, por la falta de la sangre, a más andar se entraba por la vida de Periandro, cuya falta amenazaba a todos el último fin de sus días; a lo menos, Auristela la tenía entre los dientes, y la quería escupir de los labios.

Seráfido y Antonio arremetieron a Pirro, y, a despecho de su fiereza y fuerzas, le asieron y, con gente que se llegó, le enviaron a la prisión; y el gobernador, de allí a cuatro días, le mandó llevar a la horca por incorregible y asasino, cuya muerte dio la vida a Hipólita, que vivió desde allí adelante.
Capítulo Catorce del Cuarto Libro

 

Es tan poca la seguridad con que se gozan los humanos gozos, que nadie se puede prometer en ellos un mínimo punto de firmeza.

Auristela, arrepentida de haber declarado su pensamiento a Periandro, volvió a buscarle alegre, por pensar que en su mano y en su arrepentimiento estaba el volver a la parte que quisiese la voluntad de Periandro, porque se imaginaba ser ella el clavo de la rueda de su fortuna y la esfera del movimiento de sus deseos. Y no estaba engañada, pues ya los traía Periandro en disposición de no salir de los de Auristela.

Pero, ¡mirad los engaños de la variable fortuna! Auristela, en tan pequeño instante como se ha visto, se vee otra de lo que antes era: pensaba reír, y está llorando; pensaba vivir, y ya se muere; creía gozar de la vista de Periandro, y ofrécesele a los ojos la del príncipe Magsimino, su hermano, que, con muchos coches y grande acompañamiento, entraba en Roma por aquel camino de Terrachina, y, llevándole la vista el escuadrón de gente que rodeaba al herido Periandro, llegó su coche a verlo, y salió a recebirle Seráfido, diciéndole:

-¡Oh príncipe Magsimino, y qué malas albricias espero de las nuevas que pienso darte! Este herido que ves en los brazos desta hermosa doncella, es tu hermano Persiles, y ella es la sin par Sigismunda, hallada de tu diligencia a tiempo tan áspero, y en sazón tan rigurosa, que te han quitado la ocasión de regalarlos y te han puesto en la de llevarlos a la sepultura.

-No irán solos -respondió Magsimino-, que yo les haré compañía, según vengo.

Y, sacando la cabeza fuera del coche, conoció a su hermano, aunque tinto y lleno de la sangre de la herida; conoció asimismo a Sigismunda por entre la perdida color de su rostro, porque el sobresalto, que le turbó sus colores, no le afeó sus facciones: hermosa era Sigismunda antes de su desgracia, pero hermosísima estaba después de haber caído en ella; que tal vez los accidentes del dolor suelen acrecentar la belleza.

Dejóse caer del coche sobre los brazos de Sigismunda, ya no Auristela, sino la reina de Frislanda, y, en su imaginación, también reina de Tile; que estas mudanzas tan estrañas caen debajo del poder de aquella que comúnmente es llamada Fortuna, que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo.

Habíase partido Magsimino con intención de llegar a Roma a curarse con mejores médicos que los de Terrachina, los cuales le pronosticaron que antes que en Roma entrase le había de saltear la muerte (en esto más verdaderos y esperimentados que en saber curarle). Verdad es que el mal que causa la mutación, pocos le saben curar.

En efeto, frontero del templo de San Pablo, en mitad de la campaña rasa, la fea muerte salió al encuentro al gallardo Persiles y le derribó en tierra, y enterró a Magsimino, el cual, viéndose a punto de muerte, con la mano derecha asió la izquierda de su hermano y se la llegó a los ojos, y con su izquierda le asió de la derecha y se la juntó con la de Sigismunda, y con voz turbada y aliento mortal y cansado dijo:

-De vuestra honestidad, verdaderos hijos y hermanos míos, creo que entre vosotros está por saber esto. Aprieta, ¡oh hermano!, estos párpados y ciérrame estos ojos en perpetuo sueño, y con esotra mano aprieta la de Sigismunda, y séllala con el sí que quiero que le des de esposo, y sean testigos de este casamiento la sangre que estás derramando y los amigos que te rodean. El reino de tus padres te queda; el de Sigismunda heredas; procura tener salud, y góceslos años infinitos.

Estas palabras, tan tiernas, tan alegres y tan tristes, avivaron los espíritus de Persiles, y, obedeciendo al mandamiento de su hermano, apretándole la muerte, con la mano le cerró los ojos, y con la lengua, entre triste y alegre, pronunció el sí, y le dio de ser su esposo a Sigismunda.

Hizo el sentimiento de la improvisa y dolorosa muerte en los presentes su efeto, y comenzaron a ocupar los suspiros el aire y a regar las lágrimas el suelo.

Recogieron el cuerpo muerto de Magsimino y lleváronle a San Pablo; y, el medio vivo de Persiles, en el coche del muerto, le volvieron a curar a Roma, donde no hallaron a Belarminia ni a Deleasir, que se habían ya ido a Francia con el duque.

Mucho sintió Arnaldo el nuevo y estraño casamiento de Sigismunda; muchísimo le pesó de que se hubiesen mal logrado tantos años de servicio, de buenas obras hechas, en orden a gozar pacífico de su sin igual belleza; y lo que más le tarazaba el alma eran las no creídas razones del maldiciente Clodio, de quien él, a su despecho, hacía tan manifiesta prueba. Confuso, atónito y espantado, estuvo por irse sin hablar palabra a Persiles y Sigismunda; mas, considerando ser reyes, y la disculpa que tenían, y que sola esta ventura estaba guardada para él, determinó de ir a verles, y ansí lo hizo. Fue muy bien recebido, y para que del todo no pudiese estar quejoso, le ofrecieron a la infanta Eusebia para su esposa, hermana de Sigismunda, a quien él acetó de buena gana; y se fuera luego con ellos, si no fuera por pedir licencia a su padre; que en los casamientos graves, y en todos, es justo se ajuste la voluntad de los hijos con la de los padres. Asistió a la cura de la herida de su cuñado en esperanza, y, dejándole sano, se fue a ver a su padre, y prevenir fiestas para la entrada de su esposa.

Feliz Flora determinó de casarse con Antonio el Bárbaro, por no atreverse a vivir entre los parientes del que había muerto Antonio. Croriano y Ruperta, acabada su romería, se volvieron a Francia, llevando bien qué contar del suceso de la fingida Auristela. Bartolomé el manchego y la castellana Luisa se fueron a Nápoles, donde se dice que acabaron mal, porque no vivieron bien.

Persiles depositó a su hermano en San Pablo, recogió a todos sus criados, volvió a visitar los templos de Roma, acarició a Constanza, a quien Sigismunda dio la cruz de diamantes y la acompañó hasta dejarla casada con el conde su cuñado. Y, habiendo besado los pies al Pontífice, sosegó su espíritu y cumplió su voto, y vivió en compañía de su esposo Persiles hasta que bisnietos le alargaron los días, pues los vio en su larga y feliz posteridad.

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