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Capítulo Cuarto del Libro PrimeroEntre los que vinieron a concertar la compra de la doncella, vino con el capitán un bárbaro, llamado Bradamiro, de los más valientes y más principales de toda la isla, menospreciador de toda ley, arrogante sobre la misma arrogancia, y atrevido tanto como él mismo, porque no se halla con quién compararlo. Éste, pues, desde el punto que vio a Periandro, creyendo ser mujer, como todos lo creyeron, hizo disinio en su pensamiento de escogerla para sí, sin esperar a que las leyes del vaticinio se probasen o cumpliesen. Así como puso los pies en la ínsula Periandro, muchos bárbaros, a porfía, le tomaron en hombros, y, con muestras de infinita alegría, le llevaron a una gran tienda que, entre otras muchas pequeñas, en un apacible y deleitoso prado estaban puestas, todas cubiertas de pieles de animales, cuáles domésticos, cuáles selváticos. La bárbara que había servido de intérprete de la compra y venta no se le quitaba del lado, y con palabras y en lenguaje que él no entendía le consolaba. Ordenó luego el gobernador que pasasen a la ínsula de la prisión, y trajesen de ella algún varón, si le hubiese, para hacer la prueba de su engañosa esperanza. Fue obedecido al punto, y al mismo instante tendieron por el suelo pieles curtidas, olorosas, limpias y lisas, de animales, para que de manteles sirviesen, sobre las cuales arrojaron y tendieron sin concierto ni policía alguna, diversos géneros de frutas secas; y, sentándose él y algunos de los principales bárbaros que allí estaban, comenzó a comer y a convidar por señas a Periandro que lo mismo hiciese. Sólo se quedó en pie Bradamiro, arrimado a su arco, clavados los ojos en la que pensaba ser mujer. Rogóle el gobernador se sentase, pero no quiso obedecerle; antes, dando un gran sospiro, volvió las espaldas, y se salió de la tienda. En esto, llegó un bárbaro, que dijo al capitán que, al tiempo que habían llegado él y otros cuatro para pasar a la prisión, llegó a la marina una balsa, la cual traía un varón y a la mujer guardiana de la mazmorra, cuyas nuevas pusieron fin a la comida; y, levantándose el capitán, con todos los que allí estaban, acudió a ver la balsa. Quiso acompañarle Periandro, de lo que él fue muy contento. Cuando llegaron, ya estaban en tierra el prisionero y la custodia. Miró atentamente Periandro, por ver si por ventura conocía al desdichado a quien su corta suerte había puesto en el mismo estremo en que él se había visto, pero no pudo verle el rostro de lleno en lleno, a causa que tenía inclinada la cabeza, y, como de industria, parecía que no dejaba verse de nadie; pero no dejó de conocer a la mujer que decían ser guardiana de la prisión, cuya vista y conocimiento le suspendió el alma y le alborotó los sentidos, porque claramente, y sin poner duda en ello, conoció ser Cloelia, ama de su querida Auristela. Quisiérala hablar, pero no se atrevió, por no entender si acertaría o no en ello; y, así reprimiendo su deseo como sus labios, estuvo esperando en lo que pararía semejante acontecimiento. El gobernador, con deseo de apresurar sus pruebas y dar felice compañía a Periandro, mandó que al momento se sacrificase aquel mancebo, de cuyo corazón se hiciesen los polvos de la ridícula y engañosa prueba. Asieron al momento del mancebo muchos bárbaros; sin más ceremonias que atarle un lienzo por los ojos, le hicieron hincar de rodillas, atándole por atrás las manos, el cual, sin hablar palabra, como un manso cordero, esperaba el golpe que le había de quitar la vida. Visto lo cual por la antigua Cloelia, alzó la voz, y, con más aliento que de sus muchos años se esperaba, comenzó a decir: -Mira, oh gran gobernador, lo que haces, porque ese varón que mandas sacrificar no lo es, ni puede aprovechar ni servir en cosa alguna a tu intención, porque es la más hermosa mujer que puede imaginarse. Habla, hermosísima Auristela, y no permitas, llevada de la corriente de tus desgracias, que te quiten la vida, poniendo tasa a la providencia de los cielos, que te la pueden guardar y conservar, para que felicemente la goces. A estas razones, los crueles bárbaros detuvieron el golpe, que ya ya la sombra del cuchillo se señalaba en la garganta del arrodillado. Mandó el capitán desatarle y dar libertad a las manos y luz a los ojos; y, mirándole con atención, le pareció ver el más hermoso rostro de mujer que hubiese visto, y juzgó, aunque bárbaro, que si no era el de Periandro, ninguno otro en el mundo podría igualársele. ¡Qué lengua podrá decir, o qué pluma escribir, lo que sintió Periandro cuando conoció ser Auristela la condenada y la libre! Quitósele la vista de los ojos, cubriósele el corazón, y con pasos torcidos y flojos fue a abrazarse con Auristela, a quien dijo, teniéndola estrechamente entre sus brazos: -¡Oh querida mitad de mi alma, oh firme coluna de mis esperanzas, oh prenda, que no sé si diga por mi bien o por mi mal hallada, aunque no será sino por bien, pues de tu vista no puede proceder mal ninguno! Ves aquí a tu hermano Periandro. Y esta razón dijo con voz tan baja que de nadie pudo ser oída, y prosiguió diciendo: -Vive, señora y hermana mía, que en esta isla no hay muerte para las mujeres, y no quieras tú para contigo ser más cruel que sus moradores; confía en los cielos, que, pues te han librado hasta aquí de los infinitos peligros en que te debes de haber visto, te librarán de los que se pueden temer de aquí adelante. -¡Ay, hermano! -respondió Auristela (que era la misma que por varón pensaba ser sacrificada)-. ¡Ay, hermano! -replicó otra vez-, ¡y cómo creo que éste en que nos hallamos ha de ser el último trance que de nuestras desventuras puede temerse! Suerte dichosa ha sido el hallarte, pero desdichada ser en tal lugar y en semejante traje. Lloraban entrambos, cuyas lágrimas vio el bárbaro Bradamiro; y, creyendo que Periandro las vertía del dolor de la muerte de aquél, que pensó ser su conocido, pariente o amigo, determinó de libertarle, aunque se pusiese a romper por todo inconveniente. Y así, llegándose a los dos, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Periandro, y, con semblante amenazador y ademán soberbio, en alta voz dijo: -Ninguno sea osado, si es que estima en algo su vida, de tocar a estos dos, aun en un solo cabello. Esta doncella es mía, porque yo la quiero, y este hombre ha de ser libre, porque ella lo quiere. Apenas hubo dicho esto, cuando el bárbaro gobernador, indignado e impaciente sobremanera, puso una grande y aguda flecha en el arco, y, desviándole de sí cuanto pudo estenderse el brazo izquierdo, puso la empulguera con el derecho junto al diestro oído, y disparó la flecha con tan buen tino y con tanta furia que en un instante llegó a la boca de Bradamiro, y se la cerró, quitándole el movimiento de la lengua y sacándole el alma, con que dejó admirados, atónitos y suspensos a cuantos allí estaban. Pero no hizo tan a su salvo el tiro, tan atrevido como certero, que no recibiese por el mismo estilo la paga de su atrevimiento; porque un hijo de Corsicurbo, el bárbaro que se ahogó en el pasaje de Periandro, pareciéndole ser más ligeros sus pies que las flechas de su arco, en dos brincos se puso junto al capitán, y, alzando el brazo, le envainó en el pecho un puñal, que, aunque de piedra, era más fuerte y agudo que si de acero forjado fuera. Cerró el capitán en sempiterna noche los ojos, y dio con su muerte venganza a la de Bradamiro, alborotó los pechos y los corazones de los parientes de entrambos, puso las armas en las manos de todos, y en un instante, incitados de la venganza y cólera, comenzaron a enviar muertes en las flechas de unas partes a otras. Acabadas las flechas, como no se acabaron las manos ni los puñales, arremetieron los unos a los otros, sin respetar el hijo al padre ni el hermano al hermano; antes, como si de muchos tiempos atrás fueran enemigos mortales por muchas injurias recebidas, con las uñas se despedazaban y con los puñales se herían sin haber quién los pusiese en paz. Entre estas flechas, entre estas heridas, entre estos golpes y entre estas muertes, estaban juntos la antigua Cloelia, la doncella intérprete, Periandro y Auristela, todos apiñados, y todos llenos de confusión y de miedo. En mitad desta furia, llevados en vuelo algunos bárbaros, de los que debían de ser de la parcialidad de Bradamiro, se desviaron de la contienda y fueron a poner fuego a una selva, que estaba allí cerca, como a hacienda del gobernador. Comenzaron a arder los árboles y a favorecer la ira el viento, que, aumentando las llamas y el humo, todos temieron ser ciegos y abrasados. Llegábase la noche, que, aunque fuera clara, se escureciera, cuanto más siendo escura y tenebrosa. Los gemidos de los que morían, las voces de los que amenazaban, los estallidos del fuego, no en los corazones de los bárbaros ponían miedo alguno, porque estaban ocupados con la ira y la venganza; poníanle, sí, en los de los miserables apiñados, que no sabían qué hacerse, adónde irse o cómo valerse; y, en esta sazón tan confusa, no se olvidó el cielo de socorrerles por tan estraña novedad que la tuvieron por milagro. Ya casi cerraba la noche, y, como se ha dicho, escura y temerosa, y solas las llamas de la abrasada selva daban luz bastante para divisar las cosas, cuando un bárbaro mancebo se llegó a Periandro, y, en lengua castellana, que dél fue bien entendida, le dijo: -Sígueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo las personas que contigo están, que yo os pondré en salvo, si los cielos me ayudan. No le respondió palabra Periandro, sino hizo que Auristela, Cloelia y la intérprete se animasen y le siguiesen; y así, pisando muertos y hollando armas, siguieron al joven bárbaro que les guiaba. Llevaban las llamas de la ardiente selva a las espaldas, que les servían de viento que el paso les aligerase. Los muchos años de Cloelia y los pocos de Auristela no permitían que al paso de su guía tendiesen el suyo. Viendo lo cual el bárbaro, robusto y de fuerzas, asió de Cloelia y se la echó al hombro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía. Desta manera, cayendo y levantando, como decirse suele, llegaron a la marina, y, habiendo andado como una milla por ella hacia la banda del norte, se entró el bárbaro por una espaciosa cueva, en quien la saca del mar entraba y salía. Pocos pasos anduvieron por ella, torciéndose a una y otra parte, estrechándose en una y alargándose en otra, ya agazapados, ya inclinados, ya agobiados al suelo, y ya en pie y derechos, hasta que salieron, a su parecer, a un campo raso, pues les pareció que podían libremente enderezarse, que así se lo dijo su guiador, no pudiendo verlo ellos por la escuridad de la noche, y porque las luces de los encendidos montes, que entonces con más rigor ardían, allí llegar no podían. -¡Bendito sea Dios -dijo el bárbaro en la misma lengua castellana- que nos ha traído a este lugar, que, aunque en él se puede temer algún peligro, no será de muerte! En esto, vieron que hacia ellos venía corriendo una gran luz, bien así como cometa, o por mejor decir exhalación que por el aire camina. Esperáranla con temor, si el bárbaro no dijera: -Este es mi padre, que viene a recebirme. Periandro, que aunque no muy despiertamente sabía hablar la lengua castellana, le dijo: -El cielo te pague, ¡oh ángel humano!, o quienquiera que seas, el bien que nos has hecho, que, aunque no sea otro que el dilatar nuestra muerte, lo tenemos por singular beneficio. Llegó en esto la luz, que la traía uno, al parecer bárbaro, cuyo aspecto la edad de poco más de cincuenta años le señalaba. Llegando, puso la luz en tierra, que era un grueso palo de tea, y a brazos abiertos se fue a su hijo, a quien preguntó en castellano que qué le había sucedido, que con tal compañía volvía. -Padre -respondió el mozo- vamos a nuestro rancho, que hay muchas cosas que decir y muchas más que pensar. La isla se abrasa, casi todos los moradores della quedan hechos ceniza o medio abrasados; estas pocas reliquias que aquí veis, por impulso del cielo las he hurtado a las llamas y al filo de los bárbaros puñales. Vamos, señor, como tengo dicho, a nuestro rancho, para que la caridad de mi madre y de mi hermana se muestre y ejercite en acariciar a estos mis cansados y temerosos huéspedes. Guió el padre, siguiéronle todos, animóse Cloelia, pues caminó a pie, no quiso dejar Periandro la hermosa carga que llevaba, por no ser posible que le diese pesadumbre, siendo Auristela único bien suyo en la tierra. Poco anduvieron, cuando llegaron a una altísima peña, al pie de la cual descubrieron un anchísimo espacio o cueva, a quien servían de techo y de paredes las mismas peñas. Salieron con teas encendidas en las manos dos mujeres vestidas al traje bárbaro: la una muchacha de hasta quince años, y la otra hasta treinta; ésta hermosa, pero la muchacha hermosísima. La una dijo: -¡Ay, padre y hermano mío! Y la otra no dijo más sino: -Seáis bien venido, regalado hijo de mi alma. La intérprete estaba admirada de oír hablar en aquella parte, y a mujeres que parecían bárbaras, otra lengua de aquélla que en la isla se acostumbraba; y, cuando les iba a preguntar qué misterio tenía saber ellas aquel lenguaje, lo estorbó mandar el padre a su esposa y a su hija que aderezasen con lanudas pieles el suelo de la inculta cueva. Ellas le obedecieron, arrimando a las paredes las teas; en un instante, solícitas y diligentes, sacaron de otra cueva que más adentro se hacía, pieles de cabras y ovejas y de otros animales, con que quedó el suelo adornado, y se reparó el frío que comenzaba a fatigarles. Capítulo Quinto. De la cuenta que dio de sí el bárbaro español a sus nuevos huéspedes Presta y breve fue la cena; pero, por cenarla sin sobresalto, la hizo sabrosa. Renovaron las teas, y, aunque quedó ahumado el aposento, quedó caliente. Las vajillas que en la cena sirvieron, ni fueron de plata ni de Pisa: las manos de la bárbara y bárbaro pequeños fueron los platos, y unas cortezas de árboles, un poco más agradables que de corcho, fueron los vasos. Quedóse Candia lejos, y sirvió en su lugar agua pura, limpia y frigidísima. Quedóse dormida Cloelia, porque los luengos años más amigos son del sueño que de otra cualquiera conversación, por gustosa que sea. Acomodóla la bárbara grande en el segundo apartamiento, haciéndole de pieles así colchones como frazadas; volvió a sentarse con los demás, a quien el español dijo en lengua castellana desta manera: -Puesto que estaba en razón que yo supiera primero, señores míos, algo de vuestra hacienda y sucesos, antes que os dijera los míos, quiero, por obligaros, que los sepáis, porque los vuestros no se me encubran después que los míos hubiéredes oído. «Yo, según la buena suerte quiso, nací en España, en una de las mejores provincias de ella. Echáronme al mundo padres medianamente nobles; criáronme como ricos. Llegué a las puertas de la gramática, que son aquéllas por donde se entra a las demás ciencias. Inclinóme mi estrella, si bien en parte a las letras, mucho más a las armas. No tuve amistad en mis verdes años ni con Ceres ni con Baco; y así, en mí siempre estuvo Venus fría. Llevado, pues, de mi inclinación natural, dejé mi patria, y fuime a la guerra que entonces la majestad del césar Carlo Quinto hacía en Alemania contra algunos potentados de ella. Fueme Marte favorable, alcancé nombre de buen soldado, honróme el Emperador, tuve amigos, y, sobre todo, aprendí a ser liberal y bien criado, que estas virtudes se aprenden en la escuela del Marte cristiano. Volví a mi patria honrado y rico, con propósito de estarme en ella algunos días gozando de mis padres, que aun vivían, y de los amigos que me esperaban. Pero esta que llaman Fortuna, que yo no sé lo que se sea, envidiosa de mi sosiego, volviendo la rueda que dicen que tiene, me derribó de su cumbre, adonde yo pensé que estaba puesto, al profundo de la miseria en que me veo, tomando por instrumento para hacerlo a un caballero, hijo segundo de un titulado que junto a mi lugar el de su estado tenía. »Éste, pues, vino a mi pueblo a ver unas fiestas. Estando en la plaza en una rueda o corro de hidalgos y caballeros, donde yo también hacía número, volviéndose a mí, con ademán arrogante y risueño, me dijo: ``Bravo estáis, señor Antonio: mucho le ha aprovechado la plática de Flandes y de Italia, porque en verdad que está bizarro. Y sepa el buen Antonio que yo le quiero mucho''. Yo le respondí: ``Porque yo soy aquel Antonio, beso a vuesa señoría las manos mil veces por la merced que me hace. En fin, vuesa señoría hace como quien es en honrar a sus compatriotos y servidores; pero, con todo eso, quiero que vuesa señoría entienda que las galas yo me las llevé de mi tierra a Flandes, y con la buena crianza nací del vientre de mi madre. Ansí que, por esto, ni merezco ser alabado ni vituperado; y, con todo, bueno o malo que yo sea, soy muy servidor de vuesa señoría, a quien suplico me honre, como merecen mis buenos deseos''. Un hidalgo que estaba a mi lado, grande amigo mío, me dijo, y no tan bajo que no lo pudo oír el caballero: ``Mirad, amigo Antonio, cómo habláis, que al señor don Fulano no le llamamos acá señoría''. A lo que respondió el caballero, antes que yo respondiese: ``El buen Antonio habla bien, porque me trata al modo de Italia, donde en lugar de merced dicen señoría''. ``Bien sé -dije yo- los usos y las ceremonias de cualquiera buena crianza, y el llamar a vuesa señoría, señoría, no es al modo de Italia, sino porque entiendo que el que me ha de llamar vos ha de ser señoría, a modo de España; y yo, por ser hijo de mis obras y de padres hidalgos, merezco el merced de cualquier señoría, y quien otra cosa dijere (y esto echando mano a mi espada) está muy lejos de ser bien criado''. »Y, diciendo y haciendo, le di dos cuchilladas en la cabeza muy bien dadas, con que le turbé de manera que no supo lo que le había acontecido, ni hizo cosa en su desagravio que fuese de provecho, y yo sustenté la ofensa, estándome quedo con mi espada desnuda en la mano. Pero, pasándosele la turbación, puso mano a su espada, y con gentil brío procuró vengar su injuria. Mas yo no le dejé poner en efeto su honrada determinación, ni a él la sangre que le corría de la cabeza, de una de las dos heridas. Alborotáronse los circunstantes, pusieron mano contra mí, retiréme a casa de mis padres, contéles el caso, y, advertidos del peligro en que estaba, me proveyeron de dineros y de un buen caballo, aconsejándome a que me pusiese en cobro, porque me había granjeado muchos, fuertes y poderosos enemigos. Hícelo ansí, y en dos días pisé la raya de Aragón, donde respiré algún tanto de mi no vista priesa. En resolución, con poco menos diligencia me puse en Alemania, donde volví a servir al Emperador. Allí me avisaron que mi enemigo me buscaba, con otros muchos, para matarme del modo que pudiese. Temí este peligro, como era razón que lo temiese; volvíme a España, porque no hay mejor asilo que el que promete la casa del mismo enemigo; vi a mis padres de noche, tornáronme a proveer de dineros y joyas, con que vine a Lisboa, y me embarqué en una nave que estaba con las velas en alto para partirse en Inglaterra, en la cual iban algunos caballeros ingleses, que habían venido, llevados de su curiosidad, a ver a España; y, habiéndola visto toda, o por lo menos las mejores ciudades della, se volvían a su patria. »Sucedió, pues, que yo me revolví sobre una cosa de poca importancia con un marinero inglés, a quien fue forzoso darle un bofetón; llamó este golpe la cólera de los demás marineros y de toda la chusma de la nave, que comenzaron a tirarme todos los instrumentos arrojadizos que les vinieron a las manos. Retiréme al castillo de popa, y tomé por defensa a uno de los caballeros ingleses, poniéndome a sus espaldas, cuya defensa me valió de modo que no perdí luego la vida. Los demás caballeros sosegaron la turba, pero fue con condición que me arrojasen a la mar, o que me diesen el esquife o barquilla de la nave, en que me volviese a España, o adonde el cielo me llevase. »Hízose así; diéronme la barca proveída con dos barriles de agua, uno de manteca y alguna cantidad de bizcocho. Agradecí a mis valedores la merced que me hacían, entré en la barca con solos dos remos, alargóse la nave, vino la noche escura, halléme solo en la mitad de la inmensidad de aquellas aguas, sin tomar otro camino que aquel que le concedía el no contrastar contra las olas ni contra el viento. Alcé los ojos al cielo, encomendéme a Dios con la mayor devoción que pude, miré al norte, por donde distinguí el camino que hacía, pero no supe el paraje en que estaba. Seis días y seis noches anduve desta manera, confiando más en la benignidad de los cielos que en la fuerza de mis brazos, los cuales, ya cansados y sin vigor alguna del contino trabajo, abandonaron los remos, que quité de los escálamos y los puse dentro la barca, para servirme dellos cuando el mar lo consintiese o las fuerzas me ayudasen. »Tendíme de largo a largo de espaldas en la barca, cerré los ojos y en lo secreto de mi corazón no quedó santo en el cielo a quien no llamase en mi ayuda. Y en mitad deste aprieto, y en medio desta necesidad -cosa dura de creer-, me sobrevino un sueño tan pesado que, borrándome de los sentidos el sentimiento, me quedé dormido (tales son las fuerzas de lo que pide y ha menester nuestra naturaleza); pero allá en el sueño me representaba la imaginación mil géneros de muertes espantosas, pero todas en el agua, y en algunas dellas me parecía que me comían lobos y despedazaban fieras, de modo que, dormido y despierto, era una muerte dilatada mi vida. »Deste no apacible sueño me despertó con sobresalto una furiosa ola del mar, que, pasando por cima de la barca, la llenó de agua. Reconocí el peligro; volví, como mejor pude, el mar al mar; torné a valerme de los remos, que ninguna cosa me aprovecharon. Vi que el mar se ensoberbecía, azotado y herido de un viento ábrego, que en aquellas partes parece que más que en otros mares muestra su poderío. Vi que era simpleza oponer mi débil barca a su furia, y, con mis flacas y desmayadas fuerzas, a su rigor. Y así, torné a recoger los remos, y a dejar correr la barca por donde las olas y el viento quisiesen llevarla. Reiteré plegarias, añadí promesas, aumenté las aguas del mar con las que derramaba de mis ojos, no de temor de la muerte, que tan cercana se me mostraba, sino por el de la pena que mis malas obras merecían. Finalmente, no sé a cabo de cuántos días y noches que anduve vagamundo por el mar, siempre más inquieto y alterado, me vine a hallar junto a una isla despoblada de gente humana, aunque llena de lobos, que por ella a manadas discurrían. Lleguéme al abrigo de una peña, que en la ribera estaba, sin osar saltar en tierra por temor de los animales que había visto. Comí del bizcocho ya remojado, que la necesidad y la hambre no reparan en nada. Llegó la noche, menos escura que había sido la pasada; pareció que el mar se sosegaba, y prometía más quietud el venidero día; miré al cielo, vi las estrellas con aspecto de prometer bonanza en las aguas y sosiego en el aire. »Estando en esto, me pareció, por entre la dudosa luz de la noche, que la peña que me servía de puerto se coronaba de los mismos lobos que en la marina había visto, y que uno dellos -como es la verdad- me dijo en voz clara y distinta, y en mi propia lengua: ``Español, hazte a lo largo, y busca en otra parte tu ventura, si no quieres en ésta morir hecho pedazos por nuestras uñas y dientes; y no preguntes quién es el que esto te dice, sino da gracias al cielo de que has hallado piedad entre las mismas fieras''. »Si quedé espantado o no, a vuestra consideración lo dejo; pero no fue bastante la turbación mía para dejar de poner en obra el consejo que se me había dado. Apreté los escalamos, até los remos, esforcé los brazos y salí al mar descubierto. Mas, como suele acontecer que las desdichas y afliciones turban la memoria de quien las padece, no os podré decir cuántos fueron los días que anduve por aquellos mares, tragando, no una, sino mil muertes a cada paso, hasta que, arrebatada mi barca en los brazos de una terrible borrasca, me hallé en esta isla, donde di al través con ella, en la misma parte y lugar adonde está la boca de la cueva por donde aquí entrastes. Llegó la barca a dar casi en seco por la cueva adentro, pero volvíala a sacar la resaca; viendo yo lo cual, me arrojé della, y, clavando las uñas en la arena, no di lugar a que la resaca al mar me volviese. Y, aunque con la barca me llevaba el mar la vida, pues me quitaba la esperanza de cobrarla, holgué de mudar género de muerte, y quedarme en tierra: que, como se dilate la vida, no se desmaya la esperanza.» A este punto llegaba el bárbaro español, que este título le daba sus traje, cuando en la estancia más adentro, donde habían dejado a Cloelia, se oyeron tiernos gemidos y sollozos. Acudieron al instante con luces Auristela, Periandro y todos los demás a ver qué sería, y hallaron que Cloelia, arrimadas las espaldas a la peña, sentada en las pieles, tenía los ojos clavados en el cielo, y casi quebrados. Llegóse a ella Auristela, y, a voces compasivas y dolorosas, le dijo: -¿Qué es esto, ama mía? ¿Cómo; y es posible que me queréis dejar en esta soledad y a tiempo que más he menester valerme de vuestros consejos? Volvió en sí algún tanto Cloelia, y, tomando la mano de Auristela, le dijo: -Ves ahí, hija de mi alma, lo que tengo tuyo. Yo quisiera que mi vida durara hasta que la tuya se viera en el sosiego que merece; pero si no lo permite el cielo, mi voluntad se ajusta con la suya, y de la mejor que es en mi mano le ofrezco mi vida. Lo que te ruego es, señora mía, que, cuando la buena suerte quisiere -que sí querrá- que te veas en tu estado, y mis padres aún fueren vivos, o alguno de mis parientes, les digas cómo yo muero cristiana en la fe de Jesucristo, y en la que tiene, que es la misma, la santa Iglesia católica romana. Y no te digo más, porque no puedo. Esto dicho, y muchas veces pronunciando el nombre de Jesús, cerró los ojos en tenebrosa noche, a cuyo espetáculo también cerró los suyos Auristela, con un profundo desmayo. Hiciéronse fuentes los de Periandro y ríos los de todos los circunstantes. Acudió Periandro a socorrer a Auristela, la cual, vuelta en sí, acrecentó las lágrimas y comenzó sospiros nuevos, y dijo razones que movieran a lástima a las piedras. Ordenóse que otro día la sepultasen, y, quedando en guarda del cuerpo muerto la doncella bárbara y su hermano, los demás se fueron a reposar lo poco que de la noche les faltaba. |
![]() | «Miguel de Cervantes Cortinas». Sólo comenzó a usar el apellido «Saavedra» después de volver del cautiverio argelino — posiblemente... | ![]() | |
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