Miguel De Cervantes Saavedra






descargar 1.08 Mb.
títuloMiguel De Cervantes Saavedra
página12/51
fecha de publicación09.09.2015
tamaño1.08 Mb.
tipoDocumentos
l.exam-10.com > Historia > Documentos
1   ...   8   9   10   11   12   13   14   15   ...   51

Capítulo Tercero del Segundo Libro


 

Apenas supo Policarpo la indisposición de Auristela, cuando mandó llamar sus médicos, que la visitasen; y, como los pulsos son lenguas que declaran la enfermedad que se padece, hallaron en los de Auristela que no era del cuerpo su dolencia, sino del alma. Pero antes que ellos conoció su enfermedad Periandro, y Arnaldo la entendió en parte, y Clodio mejor que todos. Ordenaron los médicos que en ninguna manera la dejasen sola, y que procurasen entretenerla y divertirla con música, si ella quisiese, o con otros algunos alegres entretenimientos. Tomó Sinforosa a su cargo su salud, y ofrecióle su compañía a todas horas, ofrecimiento no de mucho gusto para Auristela, porque quisiera no tener tan a la vista la causa que pensaba ser de su enfermedad, de la cual no pensaba sanar, porque estaba determinada de no decillo; que su honestidad le ataba la lengua, su valor se oponía a su deseo.

Finalmente, despejaron todos la estancia donde estaba, y quedáronse solas con ella Sinforosa y Policarpa, a quien con ocasión bastante despidió Sinforosa; y, apenas se vio sola con Auristela, cuando, poniendo su boca con la suya y apretándole reciamente las manos, con ardientes suspiros, pareció que quería trasladar su alma en el cuerpo de Auristela, afectos que de nuevo la turbaron, y así le dijo:

-¿Qué es esto, señora mía, que estas muestras me dan a entender que estáis más enferma que yo, y más lastimada el alma que la mía? Mirad si os puedo servir en algo, que para hacerlo, aunque está la carne enferma, tengo sana la voluntad.

-Dulce amiga mía -respondió Sinforosa-, cuanto puedo agradezco tu ofrecimiento, y con la misma voluntad con que te obligas te respondo, sin que en esta parte tengan alguna comedimientos fingidos ni tibias obligaciones. Yo, hermana mía, que con este nombre has de ser llamada, en tanto que la vida me durare, amo, quiero bien, adoro. ¿Díjelo? No, que la vergüenza, y el ser quien soy, son mordazas de mi lengua; pero, ¿tengo de morir callando? ¿Ha de sanar mi enfermedad por milagro? ¿Es, por ventura, capaz de palabras el silencio? ¿Han de tener dos recatados y vergonzosos ojos virtud y fuerza para declarar los pensamientos infinitos de un alma enamorada?

Esto iba diciendo Sinforosa con tantas lágrimas y con tantos suspiros, que movieron a Auristela a enjugalle los ojos y a abrazarla y a decirla:

-No se te mueran, ¡oh apasionada señora!, las palabras en la boca. Despide de ti por algún pequeño espacio la confusión y el empacho, y hazme tu secretaria; que los males comunicados, si no alcanzan sanidad, alcanzan alivio. Si tu pasión es amorosa, como lo imagino, sin duda bien sé que eres de carne, aunque pareces de alabastro, y bien sé que nuestras almas están siempre en continuo movimiento, sin que puedan dejar de estar atentas a querer bien a algún sujeto, a quien las estrellas las inclinan, que no se ha de decir que las fuerzan. Dime, señora, a quién quieres, a quién amas y a quién adoras; que, como no des en el disparate de amar a un toro, ni en el que dio el que adoró el plátano, como sea hombre el que, según tu dices, adoras, no me causará espanto ni maravilla. Mujer soy como tú; mis deseos tengo, y hasta ahora por honra del alma no me han salido a la boca, que bien pudiera, como señales de la calentura; pero al fin habrán de romper por inconvenientes y por imposibles, y, siquiera en mi testamento, procuraré que se sepa la causa de mi muerte.

Estábala mirando Sinforosa. Cada palabra que decía la estimaba como si fuera sentencia salida por la boca de un oráculo.

-¡Ay, señora -dijo-, y cómo creo que los cielos te han traído por tan estraño rodeo que parece milagro a esta tierra, condolidos de mi dolor y lastimados de mi lástima! Del vientre escuro de la nave te volvieron a la luz del mundo, para que mi escuridad tuviese luz, y mis deseos salida de la confusión en que están; y así, por no tenerme ni tenerte más suspensa, sabrás que a esta isla llegó tu hermano Periandro.

Y sucesivamente le contó del modo que había llegado, los triunfos que alcanzó, los contrarios que venció y los premios que ganó, del modo que ya queda contado. Díjole también cómo las gracias de su hermano Periandro habían despertado en ella un modo de deseo, que no llegaba a ser amor, sino benevolencia; pero que después, con la soledad y ociosidad, yendo y viniendo el pensamiento a contemplar sus gracias, el amor se le fue pintando, no como hombre particular, sino como a un príncipe; que si no lo era, merecía serlo. ``Esta pintura me la grabó en el alma, y yo inadvertida dejé que me la grabase, sin hacerle resistencia alguna; y así, poco a poco vine a quererle, a amarle y aun a adorarle, como he dicho''.

Más dijera Sinforosa si no volviera Policarpa, deseosa de entretener a Auristela, cantando al son de una arpa que en las manos traía. Enmudeció Sinforosa, quedó perdida Auristela, pero el silencio de la una y el perdimiento de la otra no fueron parte para que dejasen de prestar atentos oídos a la sin par en música Policarpa, que desta manera comenzó a cantar en su lengua lo que después dijo el bárbaro Antonio que en la castellana decía:

 

Cintia, si desengaños no son parte

para cobrar la libertad perdida,

da riendas al dolor, suelta la vida,

que no es valor ni es honra el no quejarte.

Y el generoso ardor que, parte a parte,

tiene tu libre voluntad rendida,

será de tu silencio el homicida

cuando pienses por él eternizarte.

Salga con la doliente ánima fuera

la enferma voz, que es fuerza y es cordura

decir la lengua lo que al alma toca.

Quejándote, sabrá el mundo siquiera

cuán grande fue de amor tu calentura,

pues salieron señales a la boca.

 

Ninguno como Sinforosa entendió los versos de Policarpa, la cual era sabidora de todos su deseos; y, puesto que tenía determinado de sepultarlos en las tinieblas del silencio, quiso aprovecharse del consejo de su hermana, diciendo a Auristela sus pensamientos, como ya se los había comenzado a decir. Muchas veces se quedaba Sinforosa con Auristela, dando a entender que más por cortés que por su gusto propio la acompañaba. En fin, una vez tornando a anudar la plática pasada, le dijo:

-Óyeme otra vez, señora mía, y no te cansen mis razones, que las que me bullen en el alma no dejan sosegar la lengua. Reventaré si no las digo, y este temor, a pesar de mi crédito, hará que sepas que muero por tu hermano, cuyas virtudes, de mí conocidas, llevaron tras sí mis enamorados deseos; y, sin entremeterme en saber quién son sus padres, la patria o riquezas, ni el punto en que le ha levantado la fortuna, solamente atiendo a la mano liberal con que la naturaleza le ha enriquecido. Por sí solo le quiero, por sí solo le amo, y por sí solo le adoro; y por ti sola, y por quien eres, te suplico que, sin decir mal de mis precipitados pensamientos, me hagas el bien que pudieres. Innumerables riquezas me dejó mi madre en su muerte, sin sabiduría de mi padre; hija soy de un rey que, puesto que sea por elección, en fin, es rey; la edad, ya la ves; la hermosura no se te encubre que, tal cual es, ya que no merezca ser estimada, no merece ser aborrecida. Dame, señora, a tu hermano por esposo; daréte yo a mí misma por hermana, repartiré contigo mis riquezas, procuraré darte esposo, que después, y aun antes de los días de mi padre, le elijan por rey los de este reino; y, cuando esto no pueda ser, mis tesoros podrán comprar otros reinos.

Teníale a Auristela de las manos Sinforosa, bañándoselas en lágrimas, en tanto que estas tiernas razones la decía. Acompañábale en ellas Auristela, juzgando en sí misma cuáles y cuántos suelen ser los aprietos de un corazón enamorado; y, aunque se le representaba en Sinforosa una enemiga, la tenía lástima; que un generoso pecho no quiere vengarse cuando puede, cuanto más que Sinforosa no la había ofendido en cosa alguna que la obligase a venganza: su culpa era la suya, sus pensamientos los mismos que ella tenía, su intención la que a ella traía desatinada; finalmente, no podía culparla, sin que ella primero no quedase convencida del mismo delito. Lo que procuró apurar fue si la había favorecido alguna vez, aunque fuese en cosas leves, o si con la lengua o con los ojos había descubierto su amorosa voluntad a su hermano.

Sinforosa la respondió que jamás había tenido atrevimiento de alzar los ojos a mirar a Periandro, sino con el recato que a ser quien era debía, y que al paso de sus ojos había andado el recato de su lengua.

-Bien creo eso -respondió Auristela-, pero, ¿es posible que él no ha dado muestras de quererte? Sí habrá, porque no le tengo por tan de piedra que no le enternezca y ablande una belleza tal como la tuya; y así, soy de parecer que, antes que yo rompa esta dificultad, procures tú hablarle, dándole ocasión para ello con algún honesto favor; que tal vez los impensados favores despiertan y encienden los más tibios y descuidados pechos; que si una vez él responde a tu deseo, seráme fácil a mí hacerle que de todo en todo le satisfaga. Todos los principios, amiga, son dificultosos, y en los de amor dificultosísimos; no te aconsejo yo que te deshonestes ni te precipites; que los favores que hacen las doncellas a los que aman, por castos que sean, no lo parecen, y no se ha de aventurar la honra por el gusto; pero, con todo esto, puede mucho la discreción, y el amor, sutil maestro de encaminar los pensamientos, a los más turbados ofrece lugar y coyuntura de mostrarlos sin menoscabo de su crédito.
Capítulo Cuarto del Segundo Libro. Donde se prosigue la historia y amores de Sinforosa

  

Atenta estaba la enamorada Sinforosa a las discretas razones de Auristela, y, no respondiendo a ellas, sino volviendo a anudar las del pasado razonamiento, le dijo:

-Mira, amiga y señora, hasta dónde llegó el amor que engendró en mi pecho el valor que conocí en tu hermano, que hice que un capitán de la guarda de mi padre le fuese a buscar y le trajese por fuerza o de grado a mi presencia, y el navío en que se embarcó es el mismo en que tú llegaste, porque en él, entre los muertos, le han hallado sin vida.

-Así debe de ser -respondió Auristela-, que él me contó gran parte de lo que tú me has dicho, de modo que ya yo tenía noticia, aunque algo confusa, de tus pensamientos, los cuales, si es posible, quiero que sosiegues hasta que se los descubras a mi hermano, o hasta que yo tome a cargo tu remedio, que será luego que me descubras lo que con él te hubiere sucedido; que ni a ti te faltará lugar para hablarle, ni a mí tampoco.

De nuevo volvió Sinforosa a agradecer a Auristela su ofrecimiento y de nuevo volvió Auristela a tenerla lástima.

En tanto que entre las dos esto pasaba, se las había Arnaldo con Clodio, que moría por turbar o por deshacer los amorosos pensamientos de Arnaldo; y, hallándole solo, si solo se puede hallar quien tiene ocupada el alma de amorosos deseos, le dijo:

-El otro día te dije, señor, la poca seguridad que se puede tener de la voluble condición de las mujeres, y que Auristela, en efeto, es mujer, aunque parece un ángel, y que Periandro es hombre, aunque sea su hermano; y no por esto quiero decir que engendres en tu pecho alguna mala sospecha, sino que críes algún discreto recato. Y si por ventura te dieren lugar de que discurras por el camino de la razón, quiero que tal vez consideres quién eres, la soledad de tu padre, la falta que haces a tus vasallos, la contingencia en que te pones de perder tu reino, que es la misma en que está la nave donde falta el piloto que la gobierne. Mira que los reyes están obligados a casarse, no con la hermosura, sino con el linaje; no con la riqueza, sino con la virtud, por la obligación que tienen de dar buenos sucesores a sus reinos. Desmengua y apoca el respeto que se debe al príncipe el verle cojear en la sangre, y no basta decir que la grandeza de rey es en sí tan poderosa que iguala consigo misma la bajeza de la mujer que escogiere. El caballo y la yegua de casta generosa y conocida prometen crías de valor admirable, más que las no conocidas y de baja estirpe. Entre la gente común tiene lugar de mostrarse poderoso el gusto, pero no le ha de tener entre la noble. Así que, ¡oh señor mío!, o te vuelve a tu reino, o procura con el recato no dejar engañarte. Y perdona este atrevimiento, que, ya que tengo fama de maldiciente y murmurador, no la quiero tener de malintencionado; debajo de tu amparo me traes, al escudo de tu valor se ampara mi vida, con tu sombra no temo las inclemencias del cielo, que ya con mejores estrellas parece que va mejorando mi condición, hasta aquí depravada.

-Yo te agradezco, ¡oh Clodio! -dijo Arnaldo-, el buen consejo que me has dado, pero no consiente ni permite el cielo que le reciba. Auristela es buena, Periandro es su hermano, y yo no quiero creer otra cosa, porque ella ha dicho que lo es; que para mí cualquiera cosa que dijere ha de ser verdad. Yo la adoro sin disputas, que el abismo casi infinito de su hermosura lleva tras sí el de mis deseos, que no pueden parar sino en ella, y por ella he tenido, tengo y he de tener vida; ansí que, Clodio, no me aconsejes más, porque tus palabras se llevarán los vientos, y mis obras te mostrarán cuán vanos serán para conmigo tus consejos.

Encogió los hombros Clodio, bajó la cabeza y apartóse de su presencia, con propósito de no servir más de consejero, porque el que lo ha de ser requiere tener tres calidades: la primera, autoridad; la segunda, prudencia, y la tercera, ser llamado.

Estas revoluciones, trazas y máquinas amorosas andaban en el palacio de Policarpo y en los pechos de los confusos amantes: Auristela celosa, Sinforosa enamorada, Periandro turbado y Arnaldo pertinaz; Mauricio haciendo disinios de volver a su patria contra la voluntad de Transila, que no quería volver a la presencia de gente tan enemiga del buen decoro como la de su tierra; Ladislao, su esposo, no osaba ni quería contradecirla; Antonio, el padre, moría por verse con sus hijos y mujer en España, y Rutilio en Italia, su patria. Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza humana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, por nuestra culpa, la hallamos siempre falta, la cual falta siempre la ha de haber mientras no dejáremos de desear.

Sucedió, pues, que casi de industria dio lugar Sinforosa a que Periandro se viese solo con Auristela, deseosa que se diese principio a tratar de su causa y a la vista de su pleito, en cuya sentencia consistía la de su vida o muerte.

Las primeras palabras que Auristela dijo a Periandro, fueron:

-Esta nuestra peregrinación, hermano y señor mío, tan llena de trabajos y sobresaltos, tan amenazadora de peligros, cada día y cada momento me hace temer los de la muerte, y querría que diésemos traza de asegurar la vida, sosegándola en una parte, y ninguna hallo tan buena como ésta donde estamos; que aquí se te ofrecen riquezas en abundancia, no en promesas, sino en verdad, y mujer noble y hermosísima en todo estremo, digna, no de que te ruegue, como te ruega, sino de que tú la ruegues, la pidas y la procures.

En tanto que Auristela esto decía, la miraba Periandro con tanta atención que no movía las pestañas de los ojos; corría muy apriesa con el discurso de su entendimiento para hallar adónde podrían ir encaminadas aquellas razones; pero, pasando adelante con ellas, Auristela le sacó de su confusión, diciendo:

-Digo, hermano, que con este nombre te he de llamar en cualquier estado que tomes; digo que Sinforosa te adora, y te quiere por esposo; dice que tiene riquezas increíbles, y yo digo que tiene creíble hermosura; digo creíble, porque es tal que no ha menester que exageraciones la levanten ni hipérboles la engrandezcan; y, en lo que he echado de ver, es de condición blanda, de ingenio agudo y de proceder tan discreto como honesto. Con todo esto que te he dicho, no dejo de conocer lo mucho que mereces, por ser quien eres; pero, según los casos presentes, no te estará mal esta compañía. Fuera estamos de nuestra patria, tú perseguido de tu hermano, y yo de mi corta suerte; nuestro camino a Roma, cuanto más le procuramos, más se dificulta y alarga; mi intención no se muda, pero tiembla, y no querría que entre temores y peligros me saltease la muerte, y así, pienso acabar la vida en religión, y querría que tú la acabases en buen estado.

Aquí dio fin Auristela a su razonamiento, y principio a unas lágrimas que desdecían y borraban todo cuanto había dicho. Sacó los brazos honestamente fuera de la colcha, tendiólos por el lecho, y volvió la cabeza a la parte contraria de donde estaba Periandro, el cual, viendo estos estremos y habiendo oído sus palabras, sin ser poderoso a otra cosa, se le quitó la vista de los ojos, se le añudó la garganta y se le trabó la lengua, y dio consigo en el suelo de rodillas, y arrimó la cabeza al lecho. Volvió Auristela la suya, y, viéndole desmayado, le puso la mano en el rostro y le enjugó las lágrimas, que, sin que él lo sintiese, hilo a hilo le bañaban las mejillas.
Capítulo Quinto del Segundo Libro. De lo que pasó entre el rey Policarpo y su hija Sinforosa

  

Efetos vemos en la naturaleza de quien ignoramos las causas: adormécense o entorpécense a uno los dientes de ver cortar con un cuchillo un paño, tiembla tal vez un hombre de un ratón, y yo le he visto temblar de ver cortar un rábano, y a otro he visto levantarse de una mesa de respeto por ver poner unas aceitunas. Si se pregunta la causa, no hay saber decirla, y los que más piensan que aciertan a decilla, es decir que las estrellas tienen cierta antipatía con la complesión de aquel hombre, que le inclina o mueve a hacer aquellas acciones, temores y espantos, viendo las cosas sobredichas y otras semejantes que a cada paso vemos.

Una de las difiniciones del hombre es decir que es animal risible, porque sólo el hombre se ríe, y no otro ningún animal; y yo digo que también se puede decir que es animal llorable, animal que llora; y, ansí como por la mucha risa se descubre el poco entendimiento, por el mucho llorar el poco discurso. Por tres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera, por estar celoso: las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave.

Veamos, pues, desmayado a Periandro, y ya que no llore de pecador ni arrepentido, llore de celoso, que no faltará quien disculpe sus lágrimas, y aun las enjugue, como hizo Auristela, la cual, con más artificio que verdad, le puso en aquel estado. Volvió en fin en sí, y, sintiendo pasos en la estancia, volvió la cabeza, y vio a sus espaldas a Ricla y a Constanza, que entraban a ver a Auristela, que lo tuvo a buena suerte; que, a dejarle solo, no hallara palabras con que responder a su señora, y así se fue a pensarlas y a considerar en los consejos que le había dado.

Estaba también Sinforosa con deseo de saber qué auto se había proveído en la audiencia de amor, en la primera vista de su pleito, y sin duda que fuera la primera que entrara a ver a Auristela, y no Ricla y Constanza; pero estorbóselo llegar un recado de su padre el rey, que la mandaba ir a su presencia luego y sin escusa alguna. Obedecióle, fue a verle, y hallóle retirado y solo. Hízola Policarpo sentar junto a sí, y, al cabo de algún espacio que estuvo callando, con voz baja, como que se recataba de que no le oyesen, la dijo:

-Hija, puesto que tus pocos años no están obligados a sentir qué cosa sea esto que llaman amor, ni los muchos míos estén ya sujetos a su jurisdición, todavía tal vez sale de su curso la naturaleza, y se abrasan las niñas verdes, y se secan y consumen los viejos ancianos.

Cuando esto oyó Sinforosa, imaginó, sin duda, que su padre sabía sus deseos; pero con todo eso calló, y no quiso interromperle hasta que más se declarase; y, en tanto que él se declaraba, a ella le estaba palpitando el corazón en el pecho.

Siguió, pues, su padre, diciendo:

-Después, ¡oh hija mía!, que me faltó tu madre, me acogí a la sombra de tus regalos, cubríme con tu amparo, gobernéme por tus consejos, y he guardado como has visto las leyes de la viudez con toda puntualidad y recato, tanto por el crédito de mi persona como por guardar la fe católica que profeso; pero, después que han venido estos nuevos huéspedes a nuestra ciudad, se ha desconcertado el reloj de mi entendimiento, se ha turbado el curso de mi buena vida, y, finalmente, he caído desde la cumbre de mi presunción discreta hasta el abismo bajo de no sé qué deseos, que si los callo me matan y si los digo me deshonran. No más suspensión, hija; no más silencio, amiga; no más; y si quieres que más haya, sea el decirte que muero por Auristela. El calor de su hermosura tierna ha encendido los huesos de mi edad madura; en las estrellas de sus ojos han tomado lumbre los míos, ya escuros; la gallardía de su persona ha alentado la flojedad de la mía. Querría, si fuese posible, a ti y a tu hermana daros una madrastra, que su valor disculpe el dárosla. Si tú vienes con mi parecer, no se me dará nada del qué dirán, y, cuando por ésta, si pareciere locura, me quitaren el reino, reine yo en los brazos de Auristela, que no habrá monarca en el mundo que se me iguale. Es mi intención, hija, que tú se la digas, y alcances de ella el sí que tanto me importa, que, a lo que creo, no se le hará muy dificultoso el darle, si con su discreción recompensa y contrapone mi autoridad a mis años y mi riqueza a los suyos. Bueno es ser reina, bueno es mandar, gusto dan las honras, y no todos los pasatiempos se cifran en los casamientos iguales. En albricias del sí que me has de traer de esta embajada que llevas, te mando una mejora en tu suerte, que si eres discreta, como lo eres, no has de acertar a desearla mejor. Mira, cuatro cosas ha de procurar tener y sustentar el hombre principal; y son: buena mujer, buena casa, buen caballo y buenas armas. Las dos primeras, tan obligada está la mujer a procurallas como el varón, y aun más, porque no ha de levantar la mujer al marido, sino el marido a la mujer. Las majestades, las grandezas altas, no las aniquilan los casamientos humildes, porque en casándose igualan consigo a sus mujeres; así que, séase Auristela quien fuere, que siendo mi esposa será reina, y su hermano Periandro mi cuañado, el cual, dándotelo yo por esposo y honrándole con título de mi cuñado, vendrás tu también a ser estimada, tanto por ser su esposa como por ser mi hija.

-Pues, ¿cómo sabes tú, señor -dijo Sinforosa-, que no es Periandro casado; y, ya que no lo sea, quiera serlo conmigo?

-De que no lo sea -respondió el rey- me lo da a entender el verle andar peregrinando por estrañas tierras, cosa que lo estorban los casamientos grandes; de que lo quiera ser tuyo me lo certifica y asegura su discreción, que es mucha, y caerá en la cuenta de lo que contigo gana; y, pues la hermosura de su hermana la hace ser reina, no será mucho que la tuya le haga tu esposo.

Con estas últimas palabras y con esta grande promesa, paladeó el rey la esperanza de Sinforosa, y saboreóle el gusto de sus deseos; y así, sin ir contra los de su padre, prometió ser casamentera, y admitió las albricias de lo que no tenía negociado. Sólo le dijo que mirase lo que hacía en darle por esposo a Periandro, que, puesto que sus habilidades acreditaban su valor, todavía sería bueno no arrojarse sin que primero la esperiencia y el trato de algunos días le asegurase; y diera ella, porque en aquel punto se le dieran por esposo, todo el bien que acertara a desearse en este mundo los siglos que tuviera de vida; que las doncellas virtuosas y principales, uno dice la lengua y otro piensa el corazón.

Esto pasaron Policarpo y su hija, y en otra estancia se movió otra conversación y plática entre Rutilio y Clodio. Era Clodio, como se ha visto en lo que de su vida y costumbres queda escrito, hombre malicioso sobre discreto, de donde le nacía ser gentil maldiciente: que el tonto y simple, ni sabe murmurar ni maldecir; y, aunque no es bien decir bien mal, como ya otra vez se ha dicho, con todo esto alaban al maldiciente discreto; que la agudeza maliciosa no hay conversación que no la ponga en punto y dé sabor, como la sal a los manjares, y por lo menos al maldiciente agudo, si le vituperan y condenan por perjudicial, no dejan de absolverle y alabarle por discreto.

Este, pues, nuestro murmurador, a quien su lengua desterró de su patria en compañía de la torpe y viciosa Rosamunda, habiendo dado igual pena el rey de Inglaterra a su maliciosa lengua como a la torpeza de Rosamunda, hallándose solo con Rutilio, le dijo:

-Mira, Rutilio, necio es, y muy necio, el que, descubriendo un secreto a otro, le pide encarecidamente que le calle, porque le importa la vida en que lo que le dice no se sepa. Digo yo agora: ven acá, descubridor de tus pensamientos y derramador de tus secretos: si a ti, con importarte la vida, como dices, los descubres al otro a quien se los dices, que no le importa nada el descubrillos, ¿cómo quieres que los cierre y recoja debajo de la llave del silencio? ¿Qué mayor seguridad puedes tomar de que no se sepa lo que sabes, sino no decillo? Todo esto sé, Rutilio, y con todo esto me salen a la lengua y a la boca ciertos pensamientos, que rabian porque los ponga en voz y los arroje en las plazas, antes que se me pudran en el pecho o reviente con ellos. Ven acá, Rutilio, ¿qué hace aquí este Arnaldo, siguiendo el cuerpo de Auristela, como si fuese su misma sombra, dejando su reino a la discreción de su padre, viejo y quizá caduco, perdiéndose aquí, anegándose allí, llorando acá, supirando acullá, lamentándose amargamente de la fortuna que él mismo se fabrica? ¿Qué diremos desta Auristela y deste su hermano, mozos vagamundos, encubridores de su linaje, quizá por poner en duda si son o no principales?; que el que está ausente de su patria, donde nadie le conoce, bien puede darse los padres que quisiere, y, con la discreción y artificio, parecer en sus costumbres que son hijos del sol y de la luna. No niego yo que no sea virtud digna de alabanza mejorarse cada uno, pero ha de ser sin perjuicio de tercero. El honor y la alabanza son premios de la virtud, que siendo firme y sólida se le deben, mas no se le debe a la ficticia y hipócrita. ¿Quién puede ser este luchador, este esgrimidor, este corredor y saltador, este Ganimedes, este lindo, este aquí vendido, acullá comprado, este Argos de esta ternera de Auristela, que apenas nos la deja mirar por brújula; que ni sabemos ni hemos podido saber deste par, tan sin par en hermosura, de dónde vienen ni a dó van? Pero lo que más me fatiga de ellos es que, por los once cielos que dicen que hay, te juro, Rutilio, que no me puedo persuadir que sean hermanos, y que, puesto que lo sean, no puedo juzgar bien de que ande tan junta esta hermandad por mares, por tierras, por desiertos, por campañas, por hospedajes y mesones. Lo que gastan sale de las alforjas, saquillos y repuestos llenos de pedazos de oro de las bárbaras Ricla y Constanza. Bien veo que aquella cruz de diamantes y aquellas dos perlas que trae Auristela valen un gran tesoro, pero no son prendas que se cambian ni truecan por menudo; pues pensar que siempre han de hallar reyes que los hospeden y príncipes que los favorezcan, es hablar en lo escusado. Pues, ¿qué diremos, Rutilio, ahora, de la fantasía de Transila y de la astrología de su padre: ella que revienta de valiente, y él que se precia de ser el mayor judiciario del mundo? Yo apostaré que Ladislao, su esposo de Transila, tomara ahora estar en su patria, en su casa y en su reposo, aunque pasara por el estatuto y condición de los de su tierra, y no verse en la ajena, a la discreción del que quisiere darles lo que han menester. Y este nuestro bárbaro español, en cuya arrogancia debe estar cifrada la valentía del orbe, yo pondré que si el cielo le lleva a su patria, que ha de hacer corrillos de gente, mostrando a su mujer y a sus hijos envueltos en sus pellejos, pintando la isla bárbara en un lienzo, y señalando con una vara el lugar do estuvo encerrado quince años, la mazmorra de los prisioneros y la esperanza inútil y ridícula de los bárbaros, y el incendio no pensado de la isla: bien ansí como hacen los que, libres de la esclavitud turquesca, con las cadenas al hombro, habiéndolas quitado de los pies, cuentan sus desventuras con lastimeras voces y humildes plegarias en tierra de cristianos. Pero esto pase, que, aunque parezca que cuentan imposibles, a mayores peligros está sujeta la condición humana, y los de un desterrado, por grandes que sean, pueden ser creederos.

-¿Adónde vas a parar, oh Clodio? -dijo Rutilio.

-Voy a parar -respondió Clodio- en decir de ti que mal podrás usar tu oficio en estas regiones, donde sus moradores no danzan ni tienen otros pasatiempos sino lo que les ofrece Baco en sus tazas risueño y en sus bebidas lascivo; pararé también en mí, que, habiendo escapado de la muerte por la benignidad del cielo y por la cortesía de Arnaldo, ni al cielo doy gracias ni a Arnaldo tampoco; antes querría procurar que, aunque fuese a costa de su desdicha, nosotros enmendásemos nuestra ventura. Entre los pobres pueden durar las amistades, porque la igualdad de la fortuna sirve de eslabonar los corazones; pero entre los ricos y los pobres no puede haber amistad duradera, por la desigualdad que hay entre la riqueza y la pobreza.

-Filósofo estás, Clodio -replicó Rutilio-, pero yo no puedo imaginar qué medio podremos tomar para mejorar, como dices, nuestra suerte, si ella comenzó a no ser buena desde nuestro nacimiento. Yo no soy tan letrado como tú, pero bien alcanzo que, los que nacen de padres humildes, si no los ayuda demasiadamente el cielo, ellos por sí solos pocas veces se levantan adonde sean señalados con el dedo, si la virtud no les da la mano. Pero a ti, ¿quién te la ha de dar, si la mayor que tienes es decir mal de la misma virtud? ¿Y a mí, quién me ha de levantar, pues, cuando más lo procure, no podré subir más de lo que se alza una cabriola? Yo danzador, tú murmurador; yo condenado a la horca en mi patria, tú desterrado de la tuya por maldiciente: mira qué bien podremos esperar que nos mejore.

Suspendióse Clodio con las razones de Rutilio, con cuya suspensión dio fin a este capítulo el autor desta grande historia.

1   ...   8   9   10   11   12   13   14   15   ...   51

similar:

Miguel De Cervantes Saavedra iconLiteratura española
«Miguel de Cervantes Cortinas». Sólo comenzó a usar el apellido «Saavedra» después de volver del cautiverio argelino — posiblemente...

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de cervantes saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de cervantes saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de cervantes saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconLiceo miguel de cervantes y saavedra






© 2015
contactos
l.exam-10.com