Miguel De Cervantes Saavedra






descargar 1.08 Mb.
títuloMiguel De Cervantes Saavedra
página10/51
fecha de publicación09.09.2015
tamaño1.08 Mb.
tipoDocumentos
l.exam-10.com > Historia > Documentos
1   ...   6   7   8   9   10   11   12   13   ...   51

Capítulo Diez y Nueve del Primer Libro. Donde se da cuenta de lo que dos soldados hicieron, y la división de Periandro y Auristela

 

A cuyas voces respondió Arnaldo:

-¿Cómo es esto? ¡Oh gran Mauricio! ¿Qué aguas nos sorben o qué mares nos tragan? ¿Qué olas nos embisten?

La respuesta que le dieron a Arnaldo fue ver salir debajo de la cubierta a un marinero despavorido, echando agua por la boca y por los ojos, diciendo con palabras turbadas y mal compuestas:

-Todo este navío se ha abierto por muchas partes, el mar se ha entrado en él tan a rienda suelta que presto le veréis sobre esta cubierta. Cada uno atienda a su salud y a la conservación de la vida. Acógete, ¡oh príncipe Arnaldo!, al esquife o a la barca, y lleva contigo las prendas que más estimas, antes que tomen entera posesión dellas estas amargas aguas.

Estancó en esto el navío, sin poderse mover, por el peso de las aguas, de quien ya estaba lleno. Amainó el piloto todas las velas de golpe, y todos, sobresaltados y temerosos, acudieron a buscar su remedio: el príncipe y Periandro fueron al esquife, y, arrojándole al mar, pusieron en él a Auristela, Transila, Ricla y a la bárbara Constanza, entre las cuales, viendo que no se acordaban della, se arrojó Rosamunda, y tras ella mandó Arnaldo entrase Mauricio.

En este tiempo andaban dos soldados descolgando la barca que al costado del navío venía asida, y el uno dellos, viendo que el otro quería ser el primero que entrase dentro, sacando un puñal de la cinta, se le envainó en el pecho, diciendo a voces:

-Pues nuestra culpa ha sido fabricada tan sin provecho, esta pena te sirva a ti de castigo y a mí de escarmiento; a lo menos el poco tiempo que me queda de vida.

Y, diciendo esto, sin querer aprovecharse del acogimiento que la barca les ofrecía, desesperadamente se arrojó al mar, diciendo a voces y con mal articuladas palabras:

-Oye, ¡oh Arnaldo!, la verdad que te dice este traidor, que en tal punto es bien que la diga: yo y aquel a quien me viste pasar el pecho por muchas partes abrimos y taladramos este navío, con intención de gozar de Auristela y de Transila, recogiéndolas en el esquife; pero, habiendo visto yo haber salido mi disinio contrario de mi pensamiento, a mi compañero quité la vida y a mí me doy la muerte.

Y con esta última palabra se dejó ir al fondo de las aguas, que le estorbaron la respiración del aire y le sepultaron en perpetuo silencio. Y, aunque todos andaban confusos y ocupados, buscando, como se ha dicho, en el común peligro algún remedio, no dejó de oír las razones Arnaldo del desesperado, y él y Periandro acudieron a la barca; y, habiendo, antes que entrasen en ella, ordenado que entrase en el esquife Antonio el mozo, sin acordarse de recoger algún bastimento, él, Ladislao, Antonio el padre, Periandro y Clodio se entraron en la barca, y fueron a abordar con el esquife, que algún tanto se había apartado del navío, sobre el cual ya pasaban las aguas, y no se parecía dél sino el árbol mayor, como en señal que allí estaba sepultado.

Llegóse en esto la noche, sin que la barca pudiese alcanzar al esquife, desde el cual daba voces Auristela, llamando a su hermano Periandro, que la respondía, reiterando muchas veces su para él dulcísimo nombre. Transila y Ladislao hacían lo mismo, y encontrábanse en los aires las voces de "dulcísimo esposo mío" y "amada esposa mía", donde se rompían sus disinios y se deshacían sus esperanzas, con la imposibilidad de no poder juntarse, a causa que la noche se cubría de escuridad y los vientos comenzaron a soplar de partes diferentes. En resolución, la barca se apartó del esquife, y, como más ligera y menos cargada, voló por donde el mar y el viento quisieron llevarla; el esquife, más con la pesadumbre que con la carga de los que en él iban, se quedó, como si aposta quisieran que no navegara. Pero, cuando la noche cerró con más escuridad que al principio, comenzaron a sentir de nuevo la desgracia sucedida: viéronse en mar no conocida, amenazados de todas las inclemencias del cielo, y faltos de la comodidad que les podía ofrecer la tierra; el esquife, sin remos y sin bastimentos, y la hambre sólo detenida de la pesadumbre que sintieron.

Mauricio, que había quedado por patrón y por marinero del esquife, ni tenía con qué ni sabía cómo guialle; antes, según los llantos, gemidos y suspiros de los que en él iban, podía temer que ellos mismos le anegarían; miraba las estrellas, y, aunque no parecían de todo en todo, algunas que por entre la escuridad se mostraban le daban indicio de venidera serenidad, pero no le mostraban en qué parte se hallaba.

No consintió el sentimiento que el sueño aliviase su angustia, porque se les pasó la noche velando, y se vino el día, no a más andar, como dicen, sino para más penar, porque con él descubrieron por todas partes el mar cerca y lejos, por ver si topaban los ojos con la barca que les llevaba las almas, o algún otro bajel que les prometiese ayuda y socorro en su necesidad; pero no descubrieron otra cosa que una isla a su mano izquierda, que juntamente los alegró y los entristeció: nació la alegría de ver cerca la tierra, y la tristeza, de la imposibilidad de poder llegar a ella, si ya el viento no los llevase. Mauricio era el que más confiaba de la salud de todos, por haber hallado, como se ha dicho, en la figura que como judiciario había levantado, que aquel suceso no amenazaba muerte, sino descomodidades casi mortales.

Finalmente, el favor de los cielos se mezcló con los vientos, que poco a poco llevaron el esquife a la isla, y les dio lugar de tomarle en la tierra en una espaciosa playa no acompañada de gente alguna, sino de mucha cantidad de nieve que toda la cubría. Miserables son y temerosas las fortunas del mar, pues los que las padecen se huelgan de trocarlas con las mayores que en la tierra se les ofrezcan. La nieve de la desierta playa les pareció blanda arena, y la soledad compañía. Unos en brazos de otros desembarcaron: el mozo Antonio fue el Atlante de Auristela y de Transila, en cuyos hombros también desembarcaron Rosamunda y Mauricio, y todos se recogieron al abrigo de un peñón que no lejos de la playa se mostraba, habiendo antes, como mejor pudieron, varado el esquife en tierra, poniendo en él, después de en Dios, su esperanza.

Antonio, considerando que la hambre había de hacer su oficio y que ella había de ser bastante a quitarles las vidas, aprestó su arco, que siempre de las espaldas le colgaba, y dijo que él quería ir a descubrir la tierra, por ver si hallaba gente en ella o alguna caza que socorriese su necesidad. Vinieron todos con su parecer; y así, se entró con ligero paso por la isla, pisando, no tierra, sino nieve tan dura, por estar helada, que le parecía pisar sobre pedernales. Siguióle, sin que él lo echase de ver, la torpe Rosamunda, sin ser impedida de los demás, que creyeron que alguna natural necesidad la forzaba a dejallos. Volvió la cabeza Antonio a tiempo y en lugar donde nadie los podía ver, y, viendo junto a sí a Rosamunda, le dijo:

-La cosa de que menos necesidad tengo, en esta que agora padecemos, es la de tu compañía. ¿Qué quieres, Rosamunda? Vuélvete, que ni tú tienes armas con que matar género de caza alguna, ni yo podré acomodar el paso a esperarte. ¿Qué me sigues?

 -¡Oh inesperto mozo -respondió la mujer torpe-, y cuán lejos estás de conocer la intención con que te sigo y la deuda que me debes!

Y en esto se llegó junto a él, y prosiguió diciendo:

-Ves aquí, ¡oh nuevo cazador, más hermoso que Apolo!, otra nueva Dafne que no te huye, sino que te sigue. No mires que ya a mi belleza la marchita el rigor de la edad, ligera siempre, sino considera en mí a la que fue Rosamunda, domadora de las cervices de los reyes y de la libertad de los más esentos hombres. Yo te adoro, generoso joven, y aquí, entre estos yelos y nieves, el amoroso fuego me está haciendo ceniza el corazón. Gocémonos, y tenme por tuya, que yo te llevaré a parte donde llenes las manos de tesoros, para ti, sin duda alguna, de mí recogidos y guardados si llegamos a Inglaterra, donde mil bandos de muerte tienen amenazada mi vida. Escondido te llevaré adonde te entregues en más oro que tuvo Midas y en más riquezas que acumuló Craso.

Aquí dio fin a su plática, pero no al movimiento de sus manos, que arremetieron a detener las de Antonio, que de sí las apartaba, y entre esta tan honesta como torpe contienda decía Antonio:

-¡Detente, oh arpía! ¡No turbes ni afees las limpias mesas de Fineo! ¡No fuerces, oh bárbara egipcia, ni incites la castidad y limpieza deste que no es tu esclavo! ¡Tarázate la lengua, sierpe maldita, no pronuncies con deshonestas palabras lo que tienes escondido en tus deshonestos deseos! ¡Mira el poco lugar que nos queda desde este punto al de la muerte, que nos está amenazando con la hambre y con la incertidumbre de la salida deste lugar, que, puesto que fuera cierta, con otra intención la acompañara que con la que me has descubierto! ¡Desvíate de mí y no me sigas, que castigaré tu atrevimiento y publicaré tu locura! Si te vuelves, mudaré propósito, y pondré en silencio tu desvergüenza; si no me dejas, te quitaré la vida.

Oyendo lo cual la lasciva Rosamunda, se le cubrió el corazón, de manera que no dio lugar a suspiros, a ruegos ni a lágrimas. Dejóla Antonio, sagaz y advertido. Volvióse Rosamunda, y él siguió su camino; pero no halló en él cosa que le asegurase, porque las nieves eran muchas y los caminos ásperos, y la gente ninguna. Y, advirtiendo que si adelante pasaba, podía perder el camino de vuelta, se volvió a juntar con la compañía; alzaron todos las manos al cielo, y pusieron los ojos en la tierra, como admirados de su desventura. A Mauricio dijeron que volvieran al mar el esquife, pues no era posible remediarse en la imposibilidad y soledad de la isla.
Capítulo Veinte. De un notable caso que sucedió en la Isla Nevada

 

A poco tiempo que pasó el día, desde lejos vieron venir una nave gruesa que les levantó las esperanzas de tener remedio. Amainó las velas, y pareció que se dejaba detener las áncoras, y con diligencia presta arrojaron el esquife a la mar, y se vinieron a la playa, donde ya los tristes se arrojaban al esquife. Auristela dijo que sería bien que aguardasen los que venían, por saber quién eran.

Llegó el esquife de la nave y encalló en la fría nieve, y saltaron en ella dos, al parecer, gallardos y fuertes mancebos, de estremada disposición y brío, los cuales sacaron encima de sus hombros a una hermosísima doncella, tan sin fuerzas y tan desmayada que parecía que no le daba lugar para llegar a tocar la tierra. Llamaron a voces los que estaban ya embarcados en el otro esquife, y les suplicaron que se desembarcasen a ser testigos de un suceso que era menester que los tuviese. Respondió Mauricio que no había remos para encaminar el esquife, si no les prestaban los del suyo. Los marineros con los suyos guiaron los del otro esquife, y volvieron a pisar la nieve; luego los valientes jóvenes asieron de dos tablachinas, con que cubrieron los pechos, y con dos cortadoras espadas en los brazos saltaron de nuevo en tierra. Auristela, llena de sobresalto y temor, casi con certidumbre de algún nuevo mal, acudió a ver la desmayada y hermosa doncella, y lo mismo hicieron todos los demás.

Los caballeros dijeron:

-Esperad, señores, y estad atentos a lo que queremos deciros.

-Este caballero y yo -dijo el uno- tenemos concertado de pelear por la posesión de esa enferma doncella que ahí veis; la muerte ha de dar la sentencia en favor del otro, sin que haya otro medio alguno que ataje en ninguna manera nuestra amorosa pendencia, si ya no es que ella, de su voluntad, ha de escoger cuál de nosotros dos ha de ser su esposo, con que hará envainar nuestras espadas y sosegar nuestros espíritus. Lo que pedimos es que no estorbéis en manera alguna nuestra porfía, la cual lleváramos hasta el cabo, sin tener temor que nadie nos la estorbara, si no os hubiéramos menester para que mirárades. Si estas soledades pueden ofrecer algún remedio para dilatar siquiera la vida de esa doncella, que es tan poderosa para acabar las nuestras, la priesa que nos obliga a dar conclusión a nuestro negocio no nos da lugar para preguntaros por agora quién sois ni cómo estáis en este lugar tan solo, y tan sin remos, que no los tenéis, según parece, para desviaros desta isla tan sola, que aun de animales no es habitada.

Mauricio les respondió que no saldrían un punto de lo que querían; y luego echaron los dos mano a las espadas, sin querer que la enferma doncella declarase primero su voluntad, remitiendo antes su pendencia a las armas que a los deseos de la dama. Arremetieron el uno contra el otro, y, sin mirar reglas, movimientos, entradas, salidas y compases, a los primeros golpes el uno quedó pasado el corazón de parte a parte, y el otro abierta la cabeza por medio; éste le concedió el cielo tanto espacio de vida que le tuvo de llegar a la doncella y juntar su rostro con el suyo, diciéndole:

-¡Vencí, señora; mía eres! Y, aunque ha de durar poco el bien de poseerte, el pensar que un solo instante te podré tener por mía, me tengo por el más venturoso hombre del mundo. Recibe, señora, esta alma, que envuelta en estos últimos alientos te envío; dales lugar en tu pecho, sin que pidas licencia a tu honestidad, pues el nombre de esposo a todo esto da licencia.

La sangre de la herida bañó el rostro de la dama, la cual estaba tan sin sentido que no respondió palabra. Los dos marineros que habían guiado el esquife de la nave saltaron en tierra, y fueron con presteza a requerir, así al muerto de la estocada como al herido en la cabeza, el cual, puesta su boca con la de su tan caramente comprada esposa, envió su alma a los aires y dejó caer el cuerpo sobre la tierra.

Auristela, que todas estas acciones había estado mirando, antes de descubrir y mirar atentamente el rostro de la enferma señora, llegó de propósito a mirarla, y, limpiándole la sangre que había llovido del muerto enamorado, conoció ser su doncella Taurisa, la que lo había sido al tiempo que ella estuvo en poder del príncipe Arnaldo, que le había dicho la dejaba en poder de dos caballeros que la llevasen a Irlanda, como queda dicho. Auristela quedó suspensa, quedó atónita, quedó más triste que la tristeza misma, y más cuando vino a conocer que la hermosa Taurisa estaba sin vida.

-¡Ay -dijo a esta sazón-, con qué prodigiosas señales me va mostrando el cielo mi desventura, que si se rematara con acabarse mi vida, pudiera llamarla dichosa; que los males que tienen fin en la muerte, como no se dilaten y entretengan, hacen dichosa la vida! ¿Qué red barredera es ésta con que cogen los cielos todos los caminos de mi descanso? ¿Qué imposibles son estos que descubro a cada paso de mi remedio? Mas, pues aquí son escusados los llantos y son de ningún provecho los gemidos, demos el tiempo que he de gastar en ellos por ahora a la piedad, y enterremos los muertos, y no congoje yo por mi parte los vivos.

Y luego pidió a Mauricio pidiese a los marineros del esquife volviesen al navío por instrumentos para hacer las sepulturas. Hízolo así Mauricio, y fue a la nave con intención de concertarse con el piloto o capitán que hubiese para que los sacase de aquella isla y los llevase adondequiera que fuesen. En este entretanto, tuvieron lugar Auristela y Transila de acomodar a Taurisa para enterralla, y la piedad y honestidad cristiana no consintió que la desnudasen.

Volvió Mauricio con los instrumentos, habiendo negociado todo aquello que quiso. Hízose la sepultura de Taurisa; pero los marineros no quisieron, como católicos, que se hiciese ninguna a los muertos en el desafío. Rosamunda, que, después que volvió de haber declarado su mal pensamiento al bárbaro Antonio, nunca había alzado los ojos del suelo, que sus pecados se los tenían aterrados, al tiempo que iban a sepultar a Taurisa, levantando el rostro, dijo:

-Si os preciáis, señores, de caritativos, y si anda en vuestros pechos al par la justicia y la misericordia, usad destas dos virtudes conmigo. Yo desde el punto que tuve uso de razón, no la tuve, porque siempre fui mala: con los años verdes y con la hermosura mucha, con la libertad demasiada y con la riqueza abundante, se fueron apoderando de mí los vicios de tal manera que han sido y son en mí como acidentes inseparables. Ya sabéis, como yo alguna vez he dicho, que he tenido el pie sobre las cervices de los reyes, y he traído a la mano que he querido las voluntades de los hombres; pero el tiempo, salteador y robador de la humana belleza de las mujeres, se entró por la mía tan sin yo pensarlo que primero me he visto fea que desengañada. Mas, como los vicios tienen asiento en el alma, que no envejece, no quieren dejarme; y, como yo no les hago resistencia, sino que me dejo ir con la corriente de mis gustos, heme ido ahora con el que me da el ver siquiera a este bárbaro muchacho, el cual, aunque le he descubierto mi voluntad, no corresponde a la mía, que es de fuego, con la suya, que es de helada nieve; véome despreciada y aborrecida, en lugar de estimada y bien querida: golpes que no se pueden resistir con poca paciencia y con mucho deseo. Ya ya la muerte me va pisando las faldas, y estiende la mano para alcanzarme de la vida; por lo que veis que debe la bondad del pecho que la tiene al miserable que se le encomienda, os suplico que cubráis mi fuego con yelo y me enterréis en esa sepultura; que, puesto que mezcléis mis lascivos huesos con los de esa casta doncella, no los contaminarán; que las reliquias buenas siempre lo son dondequiera que estén.

Y, volviéndose al mozo Antonio, prosiguió:

-Y tú, arrogante mozo, que agora tocas o estás para tocar los márgenes y rayas del deleite, pide al cielo que te encamine de modo que ni te solicite edad larga, ni marchita belleza; y si yo he ofendido tus recientes oídos, que así los puedo llamar, con mis inadvertidas y no castas palabras, perdóname, que los que piden perdón en este trance, por cortesía siquiera merecen ser, si no perdonados, a lo menos escuchados.

Esto diciendo, dio un suspiro envuelto en un mortal desmayo.
Capítulo Veinte y Uno del Primer Libro de Los Trabajos de Persiles y Sigismunda

 

-Yo no sé -dijo Mauricio a esta sazón- qué quiere este que llaman amor por estas montañas, por estas soledades y riscos, por entre estas nieves y yelos, dejándose allá los Pafos, Gnidos, las Cipres, los Elíseos Campos, de quien huye la hambre y no llega incomodidad alguna; en el corazón sosegado, en el ánimo quieto tiene el amor deleitable su morada, que no en las lágrimas ni en los sobresaltos.

Auristela, Transila, Constanza y Ricla quedaron atónitas del suceso, y con callar le admiraron, y, finalmente, con no pocas lágrimas enterraron a Taurisa; y, después de haber vuelto Rosamunda del pesado desmayo, se recogieron y embarcaron en el esquife de la nave, donde fueron bien recebidos y regalados de los que en ella estaban, satisfaciendo luego todos la hambre que les aquejaba; sólo Rosamunda, que estaba tal que por momentos llamaba a las puertas de la muerte. Alzaron velas, lloraron algunos los capitanes muertos, y instituyeron luego uno que lo fuese de todos, y siguieron su viaje, sin llevar parte conocida donde le encaminasen, porque era de cosarios, y no irlandeses, como a Arnaldo le habían dicho, sino de una isla rebelada contra Inglaterra.

Mauricio, malcontento de aquella compañía, siempre iba temiendo algún revés de su acelerada costumbre y mal modo de vivir; y, como viejo y esperimentado en las cosas del mundo, no le cabía el corazón en el pecho, temiendo que la mucha hermosura de Auristela, la gallardía y buen parecer de su hija Transila, los pocos años y nuevo traje de Constanza no despertasen en aquellos cosarios algún mal pensamiento. Servíales de Argos el mozo Antonio, de lo que sirvió el pastor de Anfriso. Eran los ojos de los dos centinelas no dormidas, pues por sus cuartos la hacían a las mansas y hermosas ovejuelas que debajo de su solicitud y vigilancia se amparaban.

Rosamunda, con los continuos desdenes, vino a enflaquecer de manera que una noche la hallaron en una cámara del navío sepultada en perpetuo silencio. Harto habían llorado, mas no dejaron de sentir su muerte, compasiva y cristianamente. Sirvióla el ancho mar de sepultura, donde no tuvo harta agua para apagar el fuego que causó en su pecho el gallardo Antonio, el cual y todos rogaron muchas veces a los cosarios que los llevasen de una vez a Irlanda, o a Ibernia, si ya no quisiesen a Inglaterra o Escocia. Pero ellos respondían que, hasta haber hecho una buena y rica presa, no habían de tocar en tierra alguna, si ya no fuese a hacer agua o a tomar bastimentos necesarios. La bárbara Ricla bien comprara a pedazos de oro que los llevaran a Inglaterra, pero no osaba descubrirlos, porque no se los robasen antes que se los pidiesen. Dioles el capitán estancia aparte, y acomodóles de manera que les aseguró de la insolencia que podían temer de los soldados.

Desta manera anduvieron casi tres meses por el mar de unas partes a otras; ya tocaban en una isla, ya en otra, y ya se salían al mar descubierto, propia costumbre de cosarios, que buscan su ganancia. Las veces que había calma y el mar sosegado no les dejaba navegar, el nuevo capitán del navío se iba a entretener a la estancia de sus pasajeros, y con pláticas discretas y cuentos graciosos, pero siempre honestos, los entretenía, y Mauricio hacía lo mismo. Auristela, Transila, Ricla y Constanza más se ocupaban en pensar en la ausencia de las mitades de su alma que en escuchar al capitán ni a Mauricio. Con todo esto, estuvieron un día atentas a la historia que en este siguiente capítulo se cuenta que el capitán les dijo.
Capítulo Veinte y Dos. Donde el capitán da cuenta de las grandes fiestas que acostumbraba a hacer en su reino el rey Policarpo

 

-«Una de las islas que están junto a la de Ibernia me dio el cielo por patria; es tan grande que toma nombre de reino, el cual no se hereda ni viene por sucesión de padre a hijo: sus moradores le eligen a su beneplácito, procurando siempre que sea el más virtuoso y mejor hombre que en él se hallara; y sin intervenir de por medio ruegos o negociaciones, y sin que los soliciten promesas ni dádivas, de común consentimiento de todos sale el rey y toma el cetro absoluto del mando, el cual le dura mientras le dura la vida o mientras no se empeora en ella. Y, con esto, los que no son reyes procuran ser virtuosos para serlo, y los que los son, pugnan serlo más, para no dejar de ser reyes. Con esto se cortan las alas a la ambición, se atierra la codicia, y, aunque la hipocresía suele andar lista, a largo andar se le cae la máscara y queda sin el alcanzado premio; con esto los pueblos viven quietos, campea la justicia y resplandece la misericordia, despáchanse con brevedad los memoriales de los pobres, y los que dan los ricos, no por serlo son mejor despachados; no agobian la vara de la justicia las dádivas, ni la carne y sangre de los parentescos; todas las negociaciones guardan sus puntos y andan en sus quicios; finalmente, reino es donde se vive sin temor de los insolentes y donde cada uno goza lo que es suyo.

»Esta costumbre, a mi parecer justa y santa, puso el cetro del reino en las manos de Policarpo, varón insigne y famoso, así en las armas como en las letras, el cual tenía, cuando vino a ser rey, dos hijas de estremada belleza, la mayor llamada Policarpa y la menor Sinforosa; no tenían madre, que no les hizo falta, cuando murió, sino en la compañía: que sus virtudes y agradables costumbres eran ayas de sí mismas, dando maravilloso ejemplo a todo el reino. Con estas buenas partes, así ellas como el padre, se hacían amables, se estimaban de todos. Los reyes, por parecerles que la malencolía en los vasallos suele despertar malos pensamientos, procuran tener alegre el pueblo y entretenido con fiestas públicas, y a veces con ordinarias comedias; principalmente solenizaban el día que fueron asumptos al reino, con hacer que se renovasen los juegos que los gentiles llamaban olímpicos, en el mejor modo que podían. Señalaban premio a los corredores, honraban a los diestros, coronaban a los tiradores y subían al cielo de la alabanza a los que derribaban a otros en la tierra.

»Hacíase este espetáculo junto a la marina, en una espaciosa playa, a quien quitaban el sol infinita cantidad de ramos entretejidos, que la dejaban a la sombra; ponían en la mitad un suntuoso teatro, en el cual sentado el rey y la real familia, miraban los apacibles juegos. Llegóse un día destos, y Policarpo procuró aventajarse en magnificencia y grandeza en solenizarle sobre todos cuantos hasta allí se habían hecho. Y, cuando ya el teatro estaba ocupado con su persona y con los mejores del reino, y cuando ya los instrumentos bélicos y los apacibles querían dar señal que las fiestas se comenzasen, y cuando ya cuatro corredores, mancebos ágiles y sueltos, tenían los pies izquierdos delante y los derechos alzados, que no les impedía otra cosa el soltarse a la carrera, sino soltar una cuerda que les servía de raya y de señal, que, en soltándola, habían de volar a un término señalado, donde habían de dar fin a su carrera; digo que en este tiempo vieron venir por la mar un barco que le blanqueaban los costados el ser recién despalmado, y le facilitaban el romper del agua seis remos que de cada banda traía, impelidos de doce, al parecer, gallardos mancebos de dilatadas espaldas y pechos y de nervudos brazos. Venían vestidos de blanco todos, si no el que guiaba el timón, que venía de encarnado como marinero. Llegó con furia el barco a la orilla, y el encallar en ella y el saltar todos los que en él venían en tierra fue una misma cosa. Mandó Policarpo que no saliesen a la carrera, hasta saber qué gente era aquélla y a lo que venía, puesto que imaginó que debían de venir a hallarse en las fiestas y a probar su gallardía en los juegos. El primero que se adelantó a hablar al rey fue el que servía de timonero, mancebo de poca edad, cuyas mejillas desembarazadas y limpias mostraban ser de nieve y de grana; los cabellos, anillos de oro; y cada una parte de las del rostro tan perfecta, y todas juntas tan hermosas, que formaban un compuesto admirable; luego la hermosa presencia del mozo arrebató la vista, y aun los corazones, de cuantos le miraron, y yo desde luego le quedé aficionadísimo.

»Lo que dijo al rey: ``Señor, estos mis compañeros y yo, habiendo tenido noticia destos juegos, venimos a servirte y hallarnos en ellos, y no de lejas tierras, sino desde una nave que dejamos en la isla Scinta, que no está lejos de aquí; y, como el viento no hizo a nuestro propósito para encaminar aquí la nave, nos aprovechamos de esta barca y de los remos, y de la fuerza de nuestros brazos. Todos somos nobles y deseosos de ganar honra, y, por la que debes hacer, como rey que eres, a los estranjeros que a tu presencia llegan, te suplicamos nos concedas licencia para mostrar, o nuestras fuerzas, o nuestros ingenios, en honra y provecho nuestro y gusto tuyo''. ``Por cierto -respondió Policarpo-, agraciado joven, que vos pedís lo que queréis con tanta gracia y cortesía que sería cosa injusta el negároslo. Honrad mis fiestas en lo que quisiéredes, dejadme a mí el cargo de premiároslo; que, según vuestra gallarda presencia muestra, poca esperanza dejáis a ninguno de alcanzar los primeros premios''.

»Dobló la rodilla el hermoso mancebo y inclinó la cabeza en señal de crianza y agradecimiento, y en dos brincos se puso ante la cuerda que detenía a los cuatro ligeros corredores; sus doce compañeros se pusieron a un lado a ser espectatores de la carrera. Sonó una trompeta, soltaron la cuerda y arrojáronse al vuelo los cinco; pero aún no habrían dado veinte pasos, cuando con más de seis se les aventajó el recién venido, y a los treinta ya los llevaba de ventaja más de quince; finalmente, se los dejó a poco más de la mitad del camino, como si fueran estatuas inmovibles, con admiración de todos los circunstantes, especialmente de Sinforosa, que le seguía con la vista, así corriendo como estando quedo, porque la belleza y agilidad del mozo era bastante para llevar tras sí las voluntades, no sólo los ojos de cuantos le miraban. Noté yo esto, porque tenía los míos atentos a mirar a Policarpa, objeto dulce de mis deseos, y, de camino, miraba los movimientos de Sinforosa. Comenzó luego la invidia a apoderarse de los pechos de los que se habían de probar en los juegos, viendo con cuánta facilidad se había llevado el estranjero el precio de la carrera.

»Fue el segundo certamen el de la esgrima: tomó el ganancioso la espada negra, con la cual, a seis que le salieron, cada uno de por sí, les cerró las bocas, mosqueó las narices, les selló los ojos y les santiguó las cabezas, sin que a él le tocasen, como decirse suele, un pelo de la ropa. Alzó la voz el pueblo, y de común consentimiento le dieron el premio primero. Luego se acomodaron otros seis a la lucha, donde con mayor gallardía dio de sí muestra el mozo; descubrió sus dilatadas espaldas, sus anchos y fortísimos pechos, y los nervios y músculos de sus fuertes brazos, con los cuales, y con destreza y maña increíble, hizo que las espaldas de los seis luchadores, a despecho y pesar suyo, quedasen impresas en la tierra.

»Asió luego de una pesada barra que estaba hincada en el suelo, porque le dijeron que era el tirarla el cuarto certamen; sompesóla, y, haciendo de señas a la gente que estaba delante para que le diesen lugar donde el tiro cupiese, tomando la barra por la una punta, sin volver el brazo atrás, la impelió con tanta fuerza que, pasando los límites de la marina, fue menester que el mar se los diese, en el cual bien adentro quedó sepultada la barra. Esta mostruosidad, notada de sus contrarios, les desmayó los bríos, y no osaron probarse en la contienda.

»Pusiéronle luego la ballesta en las manos y algunas flechas, y mostráronle un árbol muy alto y muy liso, al cabo del cual estaba hincada una media lanza, y en ella, de un hilo, estaba asida una paloma, a la cual habían de tirar no más de un tiro los que en aquel certamen quisiesen probarse. Uno que presumía de certero se adelantó y tomó la mano -creo yo-, pensando derribar la paloma antes que otro; tiró, y clavó su flecha casi en el fin de la lanza, del cual golpe azorada la paloma se levantó en el aire; y luego otro, no menos presumido que el primero, tiró con tan gentil certería que rompió el hilo donde estaba asida la paloma, que, suelta y libre del lazo que la detenía, entregó su libertad al viento y batió las alas con priesa. Pero el ya acostumbrado a ganar los primeros premios disparó su flecha, y, como si mandara lo que había de hacer y ella tuviera entendimiento para obedecerle, así lo hizo, pues, dividiendo el aire con un rasgado y tendido silbo, llegó a la paloma y le pasó el corazón de parte a parte, quitándole a un mismo punto el vuelo y la vida. Renováronse con esto las voces de los presentes y las alabanzas del estranjero, el cual en la carrera, en la esgrima, en la lucha, en la barra y en el tirar de la ballesta, y entre otras muchas pruebas que no cuento, con grandísimas ventajas se llevó los primeros premios, quitando el trabajo a sus compañeros de probarse en ellas.

»Cuando se acabaron los juegos, sería el crepúsculo de la noche; y, cuando el rey Policarpo quería levantarse de su asiento con los jueces que con él estaban para premiar al vencedor mancebo, vio que, puesto de rodillas ante él, le dijo: ``Nuestra nave quedó sola y desamparada, la noche cierra algo escura, los premios que puedo esperar, que por ser de tu mano se deben estimar en lo posible, quiero, ¡oh gran señor!, que los dilates hasta otro tiempo, que con más espacio y comodidad pienso volver a servirte''. Abrazóle el rey, preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba Periandro. Quitóse en esto la bella Sinforosa una guirnalda de flores con que adornaba su hermosísima cabeza, y la puso sobre la del gallardo mancebo, y con honesta gracia le dijo al ponérsela: ``Cuando mi padre sea tan venturoso de que volváis a verle, veréis cómo no vendréis a servirle, sino a ser servido''.»
Capítulo Veinte y Tres. De lo que sucedió a la celosa Auristela cuando supo que su hermano Periandro era el que había ganado los premios del certamen
 

 

 

¡Oh poderosa fuerza de los celos! ¡Oh enfermedad, que te pegas al alma de tal manera que sólo te despegas con la vida! ¡Oh hermosísima Auristela! ¡Detente: no te precipites a dar lugar en tu imaginación a esta rabiosa dolencia! Pero, ¿quién podrá tener a raya los pensamientos, que suelen ser tan ligeros y sutiles que, como no tienen cuerpo, pasan las murallas, traspasan los pechos y veen lo más escondido de las almas?

Esto se ha dicho porque, en oyendo pronunciar Auristela el nombre de Periandro, su hermano, y habiendo oído antes las alabanzas de Sinforosa y el favor que en ponerle la guirnalda le había hecho, rindió el sufrimiento a las sospechas y entregó la paciencia a los gemidos, y, dando un gran suspiro y abrazándose con Transila, dijo:

-Querida amiga mía, ruega al cielo que, sin haberse perdido tu esposo Ladislao, se pierda mi hermano Periandro. ¿No le ves en la boca deste valeroso capitán, honrado como vencedor, coronado como valeroso, atento más a los favores de una doncella que a los cuidados que le debían dar los destierros y pasos desta su hermana? ¿Ándase buscando palmas y trofeos por las tierras ajenas, y déjase entre los riscos y entre las peñas y entre las montañas que suele levantar la mar alterada, a esta su hermana, que por su consejo y por su gusto no hay peligro de muerte donde no se halle?

Estas razones escuchaba atentísimamente el capitán del navío, y no sabía qué conclusión sacar de ellas. Sólo paró en decir, pero no dijo nada, porque en un instante y en un momentáneo punto le arrebató la palabra de la boca un viento, que se levantó tan súbito y tan recio que le hizo poner en pie, sin responder a Auristela, y dando voces a los marineros que amainasen las velas y las templasen y asegurasen. Acudió toda la gente a la faena; comenzó la nave a volar en popa, con mar tendido y largo por donde el viento quiso llevarla.

Recogióse Mauricio con los de su compañía a su estancia, por dejar hacer libremente su oficio a los marineros. Allí preguntó Transila a Auristela qué sobresalto era aquel que tal la había puesto, que a ella le había parecido haberle causado el haber oído nombrar el nombre de Periandro, y no sabía por qué las alabanzas y buenos sucesos de un hermano pudiesen dar pesadumbre.

-¡Ay amiga! -respondió Auristela-, de tal manera estoy obligada a tener en perpetuo silencio una peregrinación que hago, que hasta darle fin, aunque primero llegue el de la vida, soy forzada a guardarle. En sabiendo quién soy, que sí sabrás si el cielo quiere, verás las disculpas de mis sobresaltos; sabiendo la causa de do nacen, verás castos pensamientos acometidos, pero no turbados; verás desdichas sin ser buscadas, y laberintos que, por venturas no imaginadas, han tenido salida de sus enredos. ¿Ves cuán grande es el nudo del parentesco de un hermano?, pues sobre éste tengo yo otro mayor con Periandro. ¿Ves ansimismo cuán propio es de los enamorados ser celosos?, pues con más propiedad tengo yo celos de mi hermano. Este capitán, amiga, ¿no exageró la hermosura de Sinforosa?; y ella, al coronar las sienes de Periandro, ¿no le miró? Sí, sin duda. ¿Y mi hermano, no es del valor y de la belleza que tú has visto?, ¿pues qué mucho que haya despertado en el pensamiento de Sinforosa alguno que le haga olvidar de su hermana?

-Advierte, señora -respondió Transila-, que todo cuanto el capitán ha contado sucedió antes de la prisión de la ínsula Bárbara, y que después acá os habéis visto y comunicado, donde habrás hallado que ni él tiene amor a nadie, ni cuida de otra cosa que de darte gusto; y no creo yo que las fuerzas de los celos lleguen a tanto que alcancen a tenerlos una hermana de un su hermano.

-Mira, hija Transila -dijo Mauricio-, que las condiciones de amor son tan diferentes como injustas, y sus leyes tan muchas como variables; procura ser tan discreta que no apures los pensamientos ajenos, ni quieras saber más de nadie de aquello que quisiere decirte: la curiosidad en los negocios propios se puede sutilizar y atildar, pero en los ajenos, que no nos importan, ni por pensa- miento.

Esto que oyó Auristela a Mauricio la hizo tener cuenta con su discreción y con su lengua, porque la de Transila, poco necia, llevaba camino de hacerle sacar a plaza toda su historia.

Amansó en tanto el viento, sin haber dado lugar a que los marineros temiesen ni los pasajeros se alborotasen. Volvió el capitán a verlos y a proseguir su historia, por haber quedado cuidadoso del sobresalto que Auristela tomó oyendo el nombre de Periandro.

Deseaba Auristela volver a la plática pasada, y saber del capitán si los favores que Sinforosa había hecho a Periandro se estendieron a más que coronarle; y así, se lo preguntó modestamente y con recato de no dar a entender su pensamiento. Respondió el capitán que Sinforosa no tuvo lugar de hacer más merced, que así se han de llamar los favores de las damas, a Periandro, aunque, a pesar de la bondad de Sinforosa, a él le fatigaban ciertas imaginaciones que tenía de que no estaba muy libre de tener en la suya a Periandro, porque siempre que, después de partido, se hablaba de las gracias de Periandro, ella las subía y las levantaba sobre los cielos, y, por haberle ella mandado que saliese en un navío a buscar a Periandro y le hiciese volver a ver a su padre, confirmaba más sus sospechas.

-¿Cómo? ¿Y es posible -dijo Auristela- que las grandes señoras, las hijas de los reyes, las levantadas sobre el trono de la fortuna, se han de humillar a dar indicios de que tienen los pensamientos en humildes sujetos colocados? Y, siendo verdad, como lo es, que la grandeza y majestad no se aviene bien con el amor, antes son repugnantes entre sí el amor y la grandeza, hase de seguir que Sinforosa, reina, hermosa y libre, no se había de cautivar de la primera vista de un no conocido mozo, cuyo estado no prometía ser grande el venir guiando un timón de una barca con doce compañeros desnudos, como lo son todos los que gobiernan los remos.

-Calla, hija Auristela -dijo Mauricio-, que en ningunas otras acciones de la naturaleza se veen mayores milagros ni más continuos que en las del amor, que por ser tantos y tales los milagros, se pasan en silencio y no se echa de ver en ellos, por extraordinarios que sean: el amor junta los cetros con los cayados, la grandeza con la bajeza, hace posible lo imposible, iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muerte. Ya sabes tú, señora, y sé yo muy bien, la gentileza, la gallardía y el valor de tu hermano Periandro, cuyas partes forman un compuesto de singular hermosura; y es privilegio de la hermosura rendir las voluntades y atraer los corazones de cuantos la conocen, y cuanto la hermosura es mayor y más conocida, es más amada y estimada. Así que, no sería milagro que Sinforosa, por principal que sea, ame a tu hermano, porque no le amaría como a Periandro a secas, sino como a hermoso, como a valiente, como a diestro, como a ligero, como a sujeto donde todas las virtudes están recogidas y cifradas.

-¿Que Periandro es hermano desta señora? -dijo el capitán.

-Sí -respondió Transila-, por cuya ausencia ella vive en perpetua tristeza, y todos nosotros, que la queremos bien, y a él le conocimos en llanto y amargura.

Luego le contaron todo lo sucedido del naufragio de la nave de Arnaldo, la división del esquife y de la barca, con todo aquello que fue bastante para darle a entender lo sucedido hasta el punto en que estaban.

En el cual punto deja el autor el primer libro desta grande historia, y pasa al segundo, donde se contarán cosas que, aunque no pasan de la verdad, sobrepujan a la imaginación, pues apenas pueden caber en la más sutil y dilatada sus acontecimientos.

 

Fin del primer libro de

Los trabajos de Persiles y Sigismunda

1   ...   6   7   8   9   10   11   12   13   ...   51

similar:

Miguel De Cervantes Saavedra iconLiteratura española
«Miguel de Cervantes Cortinas». Sólo comenzó a usar el apellido «Saavedra» después de volver del cautiverio argelino — posiblemente...

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de cervantes saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de cervantes saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de cervantes saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconMiguel de Cervantes Saavedra

Miguel De Cervantes Saavedra iconLiceo miguel de cervantes y saavedra






© 2015
contactos
l.exam-10.com