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y las torturas de las entrañas! ¿Quién nunca ha visto desdicha tanta? ¡La cabrerilla de Casablanca por fieros lobos, ¡ay!, devorada! Sangre en las peñas, sangre en las matas, ¡la virgencita, desbaratada! ¡Toda en pedazos sobre la grava: los huesecitos que blanqueaban, la cabellera presa en las matas, rota en mechones y ensangrentada!... ¡Los zapatitos, las pobres sayas todas revueltas y desgarradas!... Loca la madre, qué miedo daba de ver los rayos de sus miradas, de oír los timbres de sus palabras, y el cabrerillo de la majada mudo y atónito tremiendo estaba con los ojazos llenos de lágrimas, despavorido como zorzala de un aguilucho presa en las garras. ¿Cómo los árboles no se desgajan? ¿Cómo las peñas no se quebrantan, y no se enturbian las fuentes claras y no ennegrecen las noches blancas? Ya vienen hombres con unas andas, con unos paños, con una sábana; los despojitos en ella guardan y se los llevan a Casablanca. Y al cabrerillo nadie lo llama, pero él camina tras de las andas mirando a todos con la mirada de herido pájaro que en torno vaga de los verdugos que le arrebatan el dulce nido donde habitaba. ¡Ay virgencita de Casablanca! ¡Ay cabrerillo de la majada! III Su padre silba, su padre llama, porque el muchacho deja las cabras junto a las siembras abandonadas y en los jarales oculto pasa tardes enteras, largas mañanas... ¿Qué es lo que hace? ¿Por qué se guarda? Pues es que a solas las horas pasa, pule que pule, taja que taja, llora que llora, ciego de lágrimas..., que dos veneras finas prepara de bien pulido cuerno de cabra, porque una noche quiere llevarlas al campo santo de Casablanca... LOS PASTORES DE MI ABUELO I He dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos embriagado por el vaho de los húmedos apriscos y arrullado por murmullos de mansísimo rumiar. He comido pan sabroso con entrañas de carnero que guisaron los pastores en blanquísimo caldero suspendido de las llares sobre el fuego del hogar. Y al arrullo soñoliento de monótonos hervores, he charlado largamente con los rústicos pastores y he buscado en sus sentires algo bello que decir... ¡Ya se han ido, ya se han ido! ¡Ya no encuentro en la comarca los pastores de mi abuelo, que era un viejo patriarca con pastores y vaqueros que rimaban el vivir! Se acabaron para siempre los selváticos juglares que alegraban las majadas con historias y cantares y romances peregrinos de muchísimo sabor. Para siempre se acabaron los ingenuos narradores de las trágicas leyendas de fantásticos amores y contiendas fabulosas de los hombres del honor. ¡Ya se han ido, ya se han ido! Los que habitan sus majadas, ya no riman, ya no cantan villancicos y tonadas y fantásticas leyendas que encantaban mi niñez. Han perdido los vigores y las vírgenes frescuras de los cuerpos y las almas que bebieron aguas puras de veneros naturales de exquisita limpidez. ¡Ya no riman, ya no cantan! Ya no piden al viajero que les cuente la leyenda del gentil aventurero, la princesa encarcelada y el enano encantador. Ya no piden aquel cuento de la azada y el tesoro, ni la historia fabulosa de la guerra con el moro, ni el romance tierno y bello de la Virgen y el pastor. ¡He dormido en la majada! Blasfemaban los pastores maldiciendo la fortuna de los amos y señores que habitaban los palacios de la mágica ciudad; y gruñían rencorosos como perros amarrados venteando los placeres y blandiendo los cayados que heredaron de otros hombres como cetros de la paz. II Yo quisiera que tomaran a mis chozas y casetas las estirpes patriarcales de selváticos poetas, tañedores montesinos de la gaita y el rabel, que mis campos empapaban en la intensa melodía de una música primera que en los senos se fundía de silencios transparentes, más sabrosos que la miel. Una música tan virgen como el aura de mis montes, tan serena como el cielo de sus amplios horizontes, tan ingenua como el alma del artista montaraz, tan sonora como el viento de las tardes abrileñas, tan süave como el paso de las aguas ribereñas, tan tranquila como el curso de las horas de la paz. Una música fundida con balidos de corderos, con arrullos de palomas y mugidos de terneros, con chasquidos de la onda del vaquero silbador, con rodar de regatillos entre peñas y zarzales, con zumbidos de cencerros y cantares de zagales, ¡de precoces zagalillos que barruntan ya el amor! Una música que dice cómo suenan en los chozos las sentencias de los viejos y las risas de los mozos, y el silencio de las noches en la inmensa soledad, y el hervir de los calderos en las lumbres pavorosas, y el llover de los abismos en las noches tenebrosas, y el ladrar de los mastines en la densa oscuridad. Yo quisiera que la musa de la gente campesina no durmiese en las entrañas de la vieja hueca encina donde, herida por los tiempos, hosca y brava se encerró. Yo quisiera que las puntas de sus alas vigorosas nuevamente restallaran en las frentes tenebrosas de esta raza cuya sangre la codicia envenenó. Yo quisiera que encubriesen las zamarras de pellejo pechos fuertes con ingenuos corazones de oro viejo penetrados de la calma de la vida montaraz. Yo quisiera que en el culto de los montes abrevados, sacerdotes de los montes, ostentaran sus cayados como símbolos de un culto, como cetros de la paz. Yo quisiera que vagase por los rústicos asilos, no la casta fabulosa de fantásticos Batilos que jamás en las majadas de mis montes habitó, sino aquella casta de hombres vigorosos y severos, más leales que mastines, más sencillos que corderos, más esquivos que lobatos, ¡más poetas, ¡ay!, que yo! ¡Más poetas! Los que miran silenciosos hacia Oriente y saludan a la aurora con la estrofa balbuciente que derraman, sin saberlo, de la gaita pastoril, son los hijos naturales de la musa campesina que les dicta mansamente la tonada matutina con que sienten las auroras del sereno mes de abril. ¡Más poetas, más poetas! Los artistas inconscientes que se sientan por las tardes en las peñas eminentes y modulan sin quererlo, melancólico cantar, son las almas empapadas en la rica poesía melancólica y süave que destila la agonía dolorida y perezosa de la luz crepuscular. ¡Más poetas, más poetas! Los que riman sus sentires cuando dentro de las almas cristalizan en decires que en los senos de los campos se derraman sin querer, son los hijos elegidos que desnudos amamanta la pujanza brava musa que al oído solo canta las sinceras efusiones del dolor y del placer. ¡Más poetas! Los que viven la feliz monotonía sin frenéticos espasmos de placer y de alegría de los cuales las enfermas pobres almas van en pos, han saltado, sin saberlo, sobre todas las alturas y serenos van cantando por las plácidas llanuras de la vida humilde y fuerte que cantando va hacia Dios. ¡Que reviva, que rebulla por mis chozos y casetas la castiza vieja raza de selváticos poetas que la vida buena vieron y rimaron el vivir! ¡Que repueblen las campiñas de la clásica comarca los pastores y vaqueros de mi abuelo el patriarca que con ellos tuvo un día la fortuna de morir! TRADICIONAL El huerto que heredé de mis mayores no tiene bellas flores de efímero vivir ni tenues frondas; tiene hiedra sagrada de hojas perennes y raíces hondas; fresca niñez y ancianidad honrada. Una bíblica higuera lo llena todo con su copa oscura, y una fuente con rica regadera, que música me da, le da frescura. Lo poco que en el mundo me ha quedado lo tengo en este huerto, siempre al estruendo mundanal cerrado, siempre a la voz de mi sentir abierto. En medio está enclavado del árido desierto, triste vivienda de la grey humana que duda de la tierra prometida, cada vez más lejana, cada vez hacia Oriente más hundida... Yo, cuando el sol del arenal me ciega y en fuerza de mirar siento borrosa la visión luminosa donde parece que jamás se llega... Cuando el sudor anega mis doloridos empañados ojos, cuando me hieren los aceros fríos de punzantes abrojos, cuando me azotan los hermanos míos que me encuentro de frente en el desierto, vertiendo sangre a ríos y lágrimas a mares, torno al huerto. Mi padre se sentaba en esta piedra, que coronó de hiedra la mano santa de mi santa madre... Fue un altar al amor en roca dura con dosel de verdura, trono de patriarca con mi padre y urna de santa con mi madre pura. Ya está solo el edén. Todo es desierto. Detrás de mis santísimos ancianos saliendo han ido del sagrado huerto mis amantes dulcísimos hermanos... ¡Los he visto morir, y yo no he muerto! ¡Jamás he comprendido por qué Dios ha querido que el vástago más ruin y débil sea el último habitante de este nido. Querrá Dios encerrarme tal vez para ganarme, porque en estas sagradas espesuras, donde pasos al cielo son los días, yo no puedo sentir cosas impuras, yo no puedo soñar cosas impías. He nacido en amenas, castizas y santísimas comarcas y corre por mis venas sangre de venerables patriarcas que me legaron enseñanzas buenas, huerto, escudo solar y oro en sus arcas. Mas, en mi estéril soledad hundido, Amor me ha visitado. Amor me ha herido, y hervor de sangre que mi cuerpo inunda dice que no he nacido para morir estéril junto al nido de una raza fecunda. Dondequiera que estés, mujer hermosa, predestinada esposa que merezcas posar aquí tu planta, que merezcas sentarte en esta piedra que coronó de hiedra la mano de una santa, ven al huerto querido, y a la sombra de Dios, Padre del mundo, pondremos cama nueva al viejo nido que mi sangre y mi Dios quieren fecundo. El cielo todavía no ha otorgado a mis ojos el consuelo de beber tu hermosura, ¡oh virgen mía!; pero te adoro en el azul del cielo, y en el tranquilo resbalar del día, y en el silencio de la noche oscura, y en la quietud del huerto sosegado, y en el recuerdo de la gente pura que me lo hizo sagrado. Te adoro en la memoria de aquella santa de sencilla historia que la tierra del huerto que he heredado santificó con su adorable planta y el dulce ambiente nos dejó inundado de perfumes de santa. Ven, casta virgen, al reclamo amigo de un alma de hombre que te espera ansiosa porque presiente que vendrán contigo el pudor de la virgen candorosa, la gravedad de la mujer cristiana, el casto amor de la leal esposa y el pecho maternal que juntos mana leche y amor para la prole sana que a Dios le place alegre y numerosa. ¡Dios que lo escuchas!, acelera el día, porque es tu sol incubador y hermoso, y la noche es estéril y sombría, la vida breve, el corazón fogoso, sensible el alma mía, soberano el Amor y fructuoso y Tú eres Padre del inmenso mundo e hijo yo soy del mundo vigoroso que te plugo crear grande y fecundo. Alegra mi desierto con ruido de vivir cuyo concierto pueda sonarte a coro de angelillos... Ya ves que entre las hiedras encubierto hay un nido minúsculo en mi huerto con siete pajarillos... Amor de madre I Antes de que el poeta alce su canto a un santo amor a quien le debe tanto, dejad que el hijo que lo santo siente, comience haciendo, con respeto santo, la señal de la cruz sobre su frente. Siempre la sello con el signo eterno cuando al borde me inclino del mar inmenso del amor divino o del torrente del amor materno. La cuerda del laúd ruda y bravía, que los canta con mísera armonía, debiera ser el llamamiento muda, porque la mano que lo pulsa es mía, porque la cuerda que responde es ruda, y el salmo santo de las cosas santas debe bajar de alturas celestiales con letras de seráficas gargantas y acentos de laúdes edeniales. Por eso, cuando canto, con pálido decir y acento oscuro, el amor de aquel Dios, tres veces santo, o el de aquella mujer, tres veces puro...; cuando hallar he creído con mi canción el amoroso emblema y la recito de esperanza henchido, me desgarran el alma y el oído, las míseras estrofas del poema; rompo el laúd, que acompañó mi canto, y digo con la voz de la amargura: ¡Señor a quien soñé: Tú eres más santo! ¡Mujer de quien nací: tú eres más pura! II La he visto arrodillada junto a la cuna del enfermo hijo, fija en el ángel la febril mirada y en Dios clemente el pensamiento fijo. La carita de nácar y de rosa era un montón de podredumbre horrendo, que la zarpa asquerosa de horrible enfermedad iba pudriendo. Pero la mano valerosa y fuerte de la amorosa madre dolorida daba un toque de vida sobre cada mordisco de la muerte; y aquella ardiente boca de la sublime enamorada loca, que respiraba lumbre de amorosa materna calentura, besaba la espantosa podredumbre con locos arrebatos de ternura... Sudor vertiendo y devorando hieles, yo la vi resignada al yugo de las bregas más crueles como una res atada. La vi en el crudo y frío, turbio y callado amanecer de enero, yerta junto al helado lavadero en las gélidas márgenes del río. Hacia el bosque sombrío la vi subir por los barrancos rojos; la vi bajar de las agrestes faldas, desgarrando sus plantas los abrojos, desgarrando la leña sus espaldas... Y en la espinosa vía que sube y baja de las agrias crestas, yo la he visto caer, como caía Cristo divino con la cruz a cuestas. Yo la he visto dejar su pobre casa cuando julio cruel ciega los ojos, bruñe los cielos y la tierra abrasa, y en los ardientes áridos rastrojos disputando su presa a las hormigas, yo la he visto buscar unas espigas perdidas entre sábanas de abrojos. Yo la he visto cargada, camino de la vega, con la azada, delante de un verdugo que a la humana legión desheredada disputaba a pellizcos un mendrugo, y en el hijito el pensamiento fijo, iba la mártir amarrada al yugo, pues solo de su sangre con el jugo la mártir amasaba el pan del hijo. Yo la he visto bajar a los fangales donde el hijo infeliz se revolcaba donde las alas de su amor manchaba con el lobo de amores criminales. Era una noche brava, sin luz y fría como el alma loca de aquel hijo perdido, que al antro infame a derramar ha ido baba de impío de la torpe boca, fango de amor del corazón podrido, una noche de aquellas en que, al verse tal vez más ofendido, vela Dios las estrellas, y no le queda al hombre otra luz que el fulgor de las centellas y el de la fe en el nombre del Dios que vibra justiciero en ellas Noches para el hogar, que nadie sabe |
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