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José María Gabriel y Galán CAMPESINAS índice: Fecundidad Una nube La espigadora La romería del amor La vela Mi vaquerillo Ara y canta La ciega El ramo La flor del espino ¿Por qué? Amor Idilio Elegía Los pastores de mi abuelo Tradicional Amor de madre Dos paisajes La jurdana Nocturno montañés Sortilegio Las canciones de la noche En la majada (Coro de vaqueros) La presea La canción del terruño Confidencias Acuérdate de mí _________________________ Fecundidad I Mucho más alto que los anchos valles, honda vivienda de la grey humana; mucho más alto que las altas torres con que los hombres a los siglos hablan; mucho más alto que la cumbre arbórea, llena de luz, de la colina plácida; mucho más alto que la alondra alegre cuando en los aires la alborada canta; mucho más alto que la línea oscura que hay de la sierra en la fragosa falda, donde empieza el imperio de las fieras y las conquistas del trabajo acaban... Allá, en las cumbres de las sierras hoscas, allá, en las cimas de las sierras bravas; en la mansión de las quietudes grandes, en la región de las silbantes águilas, donde se borra del vivir la idea, donde se posa la absoluta calma, su nido asientan los silencios grandes, el tiempo pliega sus gigantes alas y el espíritu atento siente flotar en derredor la nada...; allá, en las crestas de los riscos negros, cerca del vientre de las nubes pardas, donde la mano que los rayos forja las detonantes tempestades fragua, allí vivía el montaraz cabrero su tenebrosa vida solitaria, melancólico Adán de un paraíso sin Eva y sin manzanas... Las sierras imponentes le dieron a su alma la terrible dureza de sus focas, la intensa lobreguez de sus gargantas, las sombras tristes de las noches negras, la inclemencia feroz de sus borrascas, los ceños de sus breñas bravas, la indolencia brutal de sus reposos y el eterno callar de sus entrañas. Jamás movió la risa los músculos de acero de su cara ni ver dejaron sus hirsutos labios unos dientes de tigre que guardaban. Un traje de pellejo, que hiede a ubre de cabras y suena a seco ruido de frágil hojarasca, cubre aquel cuerpo que parece un diente del risco roto de la sierra parda. ¡Oh! Cuando tenue en las rocosas cumbres la aurora se derrama sus ámbitos tiñendo de dulce luz violácea, ya el solitario en el peñón la espera mirando a Oriente con quietud de estatua; viva estatua musgosa que siempre a solas con el tiempo habla; esfinge viva que plegó su ceño porque la vida le negó sus gracias, porque azotó la soledad sus carnes, porque el reposo congeló su alma... Y luego, cuando abajo se muere el día de tristeza lánguida y se ponen las peñas de las cimas tristemente doradas, y luego grises, y borrosas luego, y al cabo negras, con negruras trágicas, mirando hacia Occidente, desde aguda granítica atalaya recibe inmóvil el Adán salvaje la noche negra que la sierra escala... ¿No habrá creado Dios un sol que rompa la noche de aquel alma y en luz de aurora fructuosa y bella le bañe las entrañas? II Bajó una tarde de las altas cumbres, vagó errabundo por las anchas faldas y se asomó a la vida de los hombres desde la orilla de las breñas agrias. Subió otra vez a su salvaje nido, tomó a bajar a la vivienda humana y ya movió la risa los músculos de acero de su cara, y sus diente de tigre, descubiertos, dieron reflejos de marfil y nácar, y el hosco ceño despejó la frente, y se hizo dulce y mansa la dulzura feroz, brava y sañuda de aquel mirar de sus pupilas de ágata...; cortó un lentisco y horadó su tallo, pulió sus nudos y tocó la gaita, y oyó por vez primera la sierra solitaria música ingenua, balbuciente idioma que al hombre niño le nació en el alma. ¡Cantó la estatua al declinar la tarde! ¡Cantó la esfinge al apuntar el alba! Y una que trajo de color de oro mayo gentil espléndida mañana, con sol de fuego que arrancó resinas de las olientes montaraces jaras, e hizo bramar al encelado ciervo, junto al aguaje en que su sed templaba, e hizo gruñir al jabalí espantoso, e hizo silbar a las celosas águilas que por encima de los altos riscos persiguiéndose locas volteaban...; una mañana que vertió en la sierra toda la luz que de los cielos baja, todas las auras que la sangre encienden, todos los ruidos que el oír regalan, todas las pomas que el sentido enervan, todos los fuegos que la vida inflaman...; por entre ciegas madroñeras húmedas, por entre redes de revueltas jaras, por laberintos de lentiscos vírgenes y de opulentas madreselvas pálidas, y de bravíos vigorosos brezos, y de romero cuyo aroma embriaga, el solitario montaraz subía rompiendo el monte con segura planta y abriendo paso a la cabrera ruda que vio del monte en la fragosa falda, y fue a buscar a la vecina aldea cual lobo hambriento que al aprisco baja. En derechura al nido de la cumbre radiante de alegría la llevaba. Eva morena, de las breñas hija y de ella locamente enamorada, iba a la cumbre a coronarse sola reina de la montaña. Como membrudo corredor venado, rompe el cabrero las breñosas mallas; como ligera vigorosa corza, de peña en peña la cabrera salta. Corren así temblando de alegría, cuantas parejas por la tierra vagan, pero ninguna tan gentil y noble subiendo va cual la pareja humana, que amor le dice que la altura es suya, porque es del rey el elevado alcázar, y es para el lobo la maraña negra de la húmeda garganta, y es para el feo jabalí el pantano donde el camastro enfanga, y es para el chato culebrón la grieta de ambiente frío y tenebrosa entrada... III Y vi una tarde el amoroso idilio sobre la cima de la azul montaña: un sol que se ponía, una limpia caseta que humeaba, una cuna de helechos a la puerta y una mujer que ante la cuna canta... Y el hombre en un peñasco tañendo dulce gaita que va trayendo hacia el dorado aprisco los chivos y las cabras... Una nube No hay posibles hogaño pa eso —dijo el padre de ella; y el del mozo exclamó pensativo: «Pues entonces hogaño se deja porque yo también ando atrasao con tantas gabelas... Que se casen al año que viene, dispués de cosecha, y hogaño entre dambos le daremos tierra pa que el mozo ya siembre pa ellos esta sementera.» Y el mozo y la moza, rojos de vergüenza, lo escucharon humildes y mudos, sin osar levantar la cabeza. Y el mozo labraba, derramaba las siete fanegas, regaba su trigo con sudor de la frente morena, y en sus sueños lo vio muchas veces maduro en las tierras, cargado en el carro, junto ya en las eras, limpio ya en las trojes, blanqueadas tres veces por ella... ¡Agosto lejano! ¿No vienes, no llegas? Agosto ya vino; su sol ya platea los inmensos tablares de espigas que doblándose henchidos revientan... ¡Qué hermosa la hoja! ¡Contento da verla! ¡Qué ondear tan suave a los ojos! ¡Qué música aquella, la del choque de tantas espigas que la brisa a compás balancea! ¡La brisa!... ¡La brisa!... una tarde radiante y serena sopló más caliente, sopló con más fuerza, humilló las espigas al suelo, revolvió la tranquila alameda, levantó remolinos de polvo, trajo nubes negras que azotaron al suelo con gotas calientes y gruesas... Se pusieron los valles oscuros, se pusieron violáceas las sierras, y fatídica, ronca, iracunda, vengadora, cercana, tremenda, zumbó la amenaza vibró la centella, que rayó con su látigo el vientre de la nube cargada de piedra... ¡Y la nube en los campos inermes derrumbó aquella carga siniestra!... ¡Qué triste la hoja! ¡Pena daba verla! ¡Ya no pueden los mozos casarse cuando ellos quisieran! ¡Qué triste está el mozo! ¡Cómo llora ella!... Y es bueno que esperen, ¡que no es firme el amor que no espera! LA ESPIGADORA ¿Vas a espigar, Isabel? ¡Cuánto siento, criatura, que bese el sol esa piel que tiene jugo y frescura de pétalos de clavel! Sé que espigar necesitas, porque, aunque al sol te marchitas, no es bueno que huelgue y duerma quien tiene cuatro hermanitas y tiene a su madre enferma. Mas díganme humanos ojos si te hizo Naturaleza para que en estos rastrojos, hieran tus pies los abrojos y abrase el sol tu cabeza. Entre pintados cristales de alcázares ideales hay cien reinas poderosas... ¡Para la más bellas cosas no tiene el mundo fanales! Isabel: no puedo amar; no puedo abrirte la puerta de mi pecho y de mi hogar, porque a otra Isabel, ya muerta, se los juré consagrar. Y eres tan bella, Isabel, que tengo duda cruel de si serás sombra bella de aquella eclipsada estrella que viene a ver si soy fiel. Lo digo por tus miradas, que parecen oleadas del piélago de la gloria y no pobres llamaradas de bella mortal escoria; lo digo porque me suena tu voz a salmo cristiano: lo digo porque eres buena, porque eres casta y serena como noche de verano. ¡Isabel: no puedo amar! Dios sabe que si pudiera partir contigo mi hogar ahora mismo te dijera: -No vayas, niña, a espigar, que cerca de ese desierto tengo una casa y un huerto que entolda un viejo parral donde estarás a cubierto del beso de mi rival, y si espigar necesitas..., ¡descanse mi reina y duerma!, que está en mis trojes benditas el pan de tus hermanitas y el pan de tu madre enferma. Mas ni estas puras y sanas consolaciones cristianas puedo pedir al amor..., ¡dijeran lenguas villanas que andaba en ello tu honor! Vete a espigar, moza mía, que si el mundo fuese honrado, como tu honor merecía, contigo a espigar iría quien sabe lo que es sagrado; contigo se fuera, hermosa, por el desierto ardoroso, quien tiene por cierta cosa que nadie mancha una rosa si no es un reptil baboso. En el rincón de ese ardiente desierto que el sol calcina tengo yo un prado riente con una pomposa encina y una purísima fuente; y bajo el palio frondoso que apaga el fuego del cielo, yo te dejara gozoso oyendo el decir copioso del agua del regatuelo, y yo, afrontando fatigas bajo ese cielo que arde, diera envidia a las hormigas para llevarte a la tarde rubias manadas de espigas. ¡No puedo, sol de mis ojos! Tendrás que ir sola, Isabel, para que en esos rastrojos hieran tus pies los abrojos y el sol mancille tu piel. Tendré que verte a la vuelta, cuando a tu pobre hogar vayas, la trenza del jubón suelta, rotas las pulidas sayas, la cabellera revuelta, con polvo y sudor pegado sobre las sienes el pelo y hundido el seno abultado, y el alto dorso encorvado, y el casto mirar al suelo. Y fuerza será que vea cómo el sol de los rastrojos tu piel de rosa broncea y cómo escalda y orea tus húmedos labios rojos. Mas vete sola, Isabel, que, aunque me cause dolor que el sol mancille tu piel, es más injusto y crüel que el mundo empañe tu honor. Mejor que un decir artero mil veces llorar prefiero bellezas que el sol se lleve... ¡Virgen de bronce te quiero mejor que Venus de nieve! LA ROMERÍA DEL AMOR I Declinaba la tarde lentamente. El sol enrojecido transponía las cumbres solitarias del Poniente tras un radiante y bochornoso día del sol sin nubes y de siesta ardiente. A medida que el astro moribundo sola dejaba la extensión del mundo, la tierra, adormecida de la pereza en el sopor profundo, resucitaba espléndida a la vida; y cual mujer hermosa que de los sueños de enervante siesta despierta triste, de vivir ansiosa, y se dispone a la nocturna fiesta; así Naturaleza despertando del hondo sueño incubador del día empezaba a moverse, preludiando la inmensa rumorosa sinfonía de una noche serena de brisas mansas y de luna llena. La tarde se moría, y a medida que el fuego se apagaba del sol fecundador, que ya se hundía, el monte melodioso se animaba, la vega se reía, se cargaban los aires de rumores, y temblaban las hojas de alegría, y en la atmósfera azul, rica en fulgores, la luz crepuscular se derretía... ¡Solo la de la tarde hay en el mundo que se pueda llamar bella agonía! El campo abrió sus pomas, y en las alas del céfiro movido, subieron y bajaron de las lomas y entraron por las puertas del sentido riquísimos aromas de ya agostada manzanilla enana, rosillas de gavanzos, toronjil, hierbabuena y mejorana, madreselva, poleos y mastranzos... Innominada pajarita albina entonó su cantata vespertina posada en los pimpollos del saúco, arrulló la paloma montesina, chilló el abejaruco clavado en la verruga de la encina, la atmósfera caliente saturaron de frescas humedades las riberas, las mieses ondearon, gimieron las choperas... y todo el gran paisaje teñido del misterio de la hora, moviendo el verde mar de su follaje, inició la canción susurradora que canta por las tardes su oleaje. Las sombras del crepúsculo amoroso, velos de muerte de la tarde quieta, cayeron sobre el valle misterioso, cayeron sobre el alma del poeta... Y del dulce, del grato seno profundo de la oscura fronda de fresnos y mimbrales del regato, romántica, alta y honda, purísima y vibrante, bizarra, magistral, insinuante, más cargada que nunca de dulzura, más henchida que nunca de armonía, más llena de frescura, más rica en poesía, más intensa y sonora, más que nunca feliz, más habladora, surgió la incomparable, surgió la peregrina primorosa canción inimitable que brota de la lengua cristalina del pájaro cantor de los cantores, cuando sabe que escucha sus primores en la rama vecina una enferma de fiebre incubadora que extática reposa sobre el nido donde el hondo misterio se elabora... ¡Sólo estando en amores saben cantar así los ruiseñores! II El riente lucero vespertino, y el hijo del crepúsculo y del día, ya en el cielo lucía circundado de un nimbo diamantino. Delante de la ermita un valle había, y en él alegremente bailaba todavía gran multitud de campesina gente. ¡Sones de tamboril, toques sentidos de la gaita dulcísima caídos, alegre repicar de castañuelas!... ¡Qué bien debéis sonar en los oídos de todas las mozuelas! Tocó a su fin la alegre romería; y tomando caminos y senderos, se dispersó con loca algarabía la feliz multitud de los romeros. |
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![]() | «pasado mañana, dará la justicia en esta localidad, el triste espectáculo de la ejecución del reo de un crimen cometido en una dehesa... | ![]() | |
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