Celebrada por escritores de registros tan dispares como Rubén Darío, Unamuno y Borges, la casi unánime consideración que la crítica ha tenido con María es tan






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títuloCelebrada por escritores de registros tan dispares como Rubén Darío, Unamuno y Borges, la casi unánime consideración que la crítica ha tenido con María es tan
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Frayssinous, Cristo ante el Siglo, La Biblia... Aquí hay mucha cosa mística. Don Quijote... Por supuesto: jamás he podido leer dos capítulos.

—¿No, eh?

—Blair —continuó—; Chateubriand ...Mi prima Hortensia tiene furor por esto. Gramática Inglesa. ¡Qué lengua tan rebelde! no pude entrarle.

—Pero ya hablabas algo.

—El “how do you do” como el “comment ca vat’ il” del francés.

—Pero tienes una excelente pronunciación.

—Eso me decían por estimularme.

Y prosiguiendo el examen:

—¿Shakespeare? Calderón... Versos, ¿no? Teatro Español. ¿Más versos? Confiésamelo, ¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me entristecían haciéndome pensar en el Cauca. ¿Conque haces?

—No.

—Me alegro de ello, porque acabarías por morirte de hambre.

—Cortés —continuó—; ¿Conquista de México?

—No; es otra cosa.

—Tocqueville, Democracia en América... ¡Peste! Ségur... ¡Qué runfla!

Al llegar ahí sonó la campanilla del comedor avisando que el refresco estaba servido. Carlos, suspendiendo la fiscalización de mis libros, se acercó al espejo, peinó sus patillas y cabellos con una peinilla de bolsillo, plegó, como una modista un lazo, el de su corbata azul, y salimos.

XXIII

Carlos y yo nos presentamos en el comedor. Los asientos estaban distribuidos así: presidía mi padre la mesa; a su izquierda acababa de sentarse mi madre; a su derecha don Jerónimo, que desdoblaba la servilleta sin interrumpir la pesada historia de aquel pleito que por linderos sostenía con don Ignacio; a conti­nuación del de mi madre había un asiento vacío y otro al lado del señor de M...; en seguida de éstos, dándose frente, se hallaban María y Emma, y después los niños.

Cumplíame señalarle a Carlos cuál de los dos asientos vacantes debía ocupar. A tiempo de enseñárselo, María, sin mirarme, apoyó una mano en la silla que tenía inmediata, como solía hacerlo para indicarme, sin que lo comprendiesen los demás, que podía estar cerca de ella. Dudando quizá ser entendida, buscó instantáneamente mis ojos con los suyos, cuyo lenguaje en tales ocasiones me era tan familiar. No obstante, ofrecí a Carlos la silla que ella me brindaba, y me senté al lado de Emma.

Puso milagrosamente don Jerónimo punto final a su alegato de conclusión que había presentado al juzgado el día anterior, y volviéndose a mí, dijo:

—Vaya que les ha costado trabajo a ustedes interrumpir sus conferencias. De todo habrá habido: buenos recuerdos del pasado, de ciertas vecindades que teníamos en Bogotá... proyectos para el porvenir... Corriente. No hay como volver a ver un condiscípulo querido. Yo tuve que olvidarme de que ustedes deseaban verse. No acuse usted a Carlos por tanta demora, pues él fue capaz hasta de proponerme venirse solo.

Manifesté a don Jerónimo que no podía perdonarle el que me hubie­se privado por tanto tiempo el placer de verlos a él y a Carlos; y que sin embargo, sería menos rencoroso si la permanencia de ellos en casa era larga. A lo cual me respondió, con la boca no tan desocupada como fuera de desearse, y mirándome al soslayo mientras tomaba un sorbo de chocolate:

—Eso es difícil, porque mañana empiezan las datas de sal.

Después de un momento de pausa, durante el cual sonrió mi madre imperceptiblemente, continuó:

—Y no hay remedio: si no estoy yo allá, debe estar éste.

—Tenemos mucho que hacer —apuntó Carlos con cierta suficiencia de hombre de negocios, la cual debió de parecerle oportuna sa­biendo que cazar y estudiar eran mis ocupaciones ordinarias.

María, resentida tal vez conmigo, esquivaba mirarme. Estaba bella más que nunca, así ligeramente pálida. Llevaba un traje de gasa negra profusamente salpicado de uvillas azules, cuya falda, cayendo en numerosísimos pliegues, susurraba cuando ella andaba tan quedo como las brisas de la noche en los rosales de mi venta­na. Tenía el pecho cubierto con una pañoleta transparente del mismo color del traje, la que parecía no atreverse a tocar ni la base de su garganta de tez de azucena; pendiente de ésta, en un cordón de pelo negro, brillaba una crucecita de diamantes; la cabellera, dividida en dos trenzas de abundantes guedejas, le ocultaba a medias las sienes y ondeaba en sus espaldas.

La conversación se había hecho general; y mi hermana me preguntó casi en secreto por qué había preferido aquel asiento. Yo le respondí con un “así debe ser” que no la satisfizo: miróme con extrañeza y buscó luego en vano los ojos de María: estaban tenaz­mente velados por sus párpados de raso-perla.

Levantados los manteles, se hizo la oración de costumbre. Nos invitó mi madre a pasar al salón: don Jerónimo y mi padre se quedaron a la mesa hablando de sus empresas de campo.

Presentéle a Carlos la guitarra de mi hermana, pues sabía que él tocaba bastante bien ese instrumento. Después de algunas instan­cias convino en tocar algo. Preguntó a Emma y a María, mientras templaba, si no eran aficionadas al baile; y como se dirigiese en particular a la última, ella le respondió que nunca había bailado.

El se volvió hacia mí, que regresaba en ese momento de mi cuarto, diciéndome:

—¡Hombre!, ¿es posible?

—¿Qué?

—Que no hayas dado algunas lecciones de baile a tu hermana y a tu prima. No te creía tan egoísta. ¿O será que Matilde te impuso por condición que no generalizaras sus conocimientos?

—Ella confió en los tuyos para hacer del Cauca un paraíso de bailarines —le contesté.

—¿En los míos? Me obligas a confesar a las señoritas que habría aprovechado más, si tú no hubieras asistido a tomar lecciones al mismo tiempo que yo.

—Pero eso consistió en que ella tenía esperanza de satisfacerte en el diciembre pasado, puesto que esperaba verte en el primer baile que se diese en Chapinero.

La guitarra estaba templada y Carlos tocó una contradanza que él y yo teníamos motivos para no olvidar.

—¿Qué te acuerda esta pieza? —preguntóme poniéndose la guitarra perpendicularmente sobre las rodillas.

—Muchas cosas, aunque ninguna en particular.

—¿Ninguna?, ¿y aquel lance jocoserio que tuvo lugar entre los dos, en casa de la señora...?

—¡Ah!, sí; ya caigo.

—Se trataba —dijo— de evitar un mal rato a nuestra puntillosa maestra: tú ibas a bailar con ella, y yo...

—Se trataba de saber cuál de nuestras parejas debía poner la contradanza.

—Y debes confesarme que triunfé, pues te cedí mi puesto —replicó Carlos riendo.

—Yo tuve la fortuna de no verme obligado a insistir. Haznos el favor de cantar.

Mientras duró este diálogo, María, que ocupaba con mi hermana el sofá a cuyo frente estábamos Carlos y yo, fijó por un instante la mirada en mi interlocutor, para notar al punto lo que sólo para ella era evidente, que yo estaba contrariado; y fingió luego distraerse en anudar sobre el regazo los rizos de las extremida­des de sus trenzas.

Insistió mi madre en que Carlos cantara. El entonó con voz llena y sonora una canción que andaba en boga en aquellos días, la cual empeza­ba así:

El ronco son de la guerrera trompa

Llamó tal vez a la sangrienta lid,

Y entre el rumor de belicosa pompa

Marcha contento al campo el adalid.

Una vez que Carlos dio fin a su trova, suplicó a mi hermana y a María que cantasen también. Esta parecía no haber oído de qué se trataba.

¿Habrá Carlos descubierto mi amor, me decía yo, y complacídose por eso en hablar así? Me convencí después de que lo había juzga­do mal, de que si él era capaz de una ligereza, nunca lo sería de una malignidad.

Emma estaba pronta. Acercándose a María, le dijo:

—¿Cantamos?

—¿Pero qué puedo yo cantar? —le respondió.

Me aproximé a María para decirle a media voz:

—¿No hay nada que te guste cantar, nada?

Miróme entonces como lo hacía siempre al decirle yo algo en el tono con que pronuncié aquellas palabras: y jugó un instante en sus labios una sonrisa semejante a la de una linda niña que se despierta acariciada por los besos de su madre.

—Sí, las Hadas —contestó.

Los versos de esta canción habían sido compuestos por mí. Emma, que los había encontrado en mi escritorio, les adaptó la música de otros que estaban de moda.

En una de aquellas noches de verano en que los vientos parecen convidarse al silencio para escuchar vagos rumores y lejanos ecos; en que la luna tarda o no aparece, temiendo que su luz importune; en que el alma, como una amante adorada que por unos momentos nos deja, se deshace de nosotros poco a poco y sonrien­do, para tornar más que nunca amorosa; en una noche así, María, Emma y yo estábamos en el corredor del lado del valle, y después de haber arrancado la última a la guitarra algunos acordes melan­cólicos, concertaron ellas sus voces incultas pero vírgenes como la naturaleza que cantaban. Sorprendíme, y me parecieron bellas y sentidas mis malas estrofas. Terminada la última, María apoyó la frente en el hombro de Emma, y cuando la levantó, entusiasmado murmuré a su oído el último verso. ¡Ah! Ellos parecen conservar aún de María no sé si un aroma; algo como la humedad de sus lágrimas. Helos aquí:

Soñé vagar por bosques de palmeras

Cuyos blondos plumajes, al hundir

Su disco el sol en las lejanas sierras,

Cruzaban resplandores de rubí.

Del terso lago se tiñó de rosa

La superficie límpida y azul,

Y a sus orillas garzas y palomas

Posábanse en los sauces y bambús.

Muda la tarde, ante la noche muda

Las gasas de su manto recogió:

Del indo mar dormido en las espumas

La luna hallóla y a sus pies el sol.

Ven conmigo a vagar bajo las selvas

Donde las Hadas templan mi laúd;

Ellas me han dicho que conmigo sueñas,

Que me harán inmortal si me amas tú.

Mi padre y el señor de M... entraron al salón a tiempo que la canción terminaba. El primero, que sólo tarareaba entre dientes algún aire de su país, en los momentos en que la apacibilidad de su ánimo era completa, tenía afición a la música y la había tenido al baile en su juventud.

Don Jerónimo, después de sentarse tan cómodamente como pudo en un mullido sofá, bostezó de seguida dos veces.

—No había oído esa música con esos versos —observó Carlos a mi hermana.

—Ella los leyó en un periódico —le contesté— y le puso la música con que se cantan otros. Los creo malos —agregué—: ¡publican tantas insulseces de esta laya en los periódicos! Son de un poeta habanero; y se conoce que Cuba tiene una naturaleza semejante a la del Cauca.

María, mi madre y mi hermana se miraron unas a otras con extrañe­za, sorprendidas de la frescura con que engañaba yo a Carlos; mas era porque no estaban al corriente del examen que él había hecho por la tarde de los libros de mi estante, examen en que tan mal parados dejó a mis autores predilectos; y acordándome con cierto rencor de lo que sobre el Quijote había dicho, añadí:

—Tú debes de haber visto esos versos en El Día, y es que no te acuerdas; creo que están firmados por un tal Almendárez.

—Como que no —dijo—; tengo para eso tan mala memoria... Si son los que le he oído recitar a mi prima... francamente, me parecen mejores cantados por estas señoritas. Tenga usted la bondad de decirlos —agregó dirigiéndose a María.

Esta, sonriendo, preguntó a Emma.

—¿Cómo empieza el primero?... Si a mí se me olvidan. Dilos tú, que los sabes bien.

—Pero usted acaba de cantarlos —le observó Carlos— y recitar­los es más fácil; por malos que fueran, dichos por usted serían buenos.

María los repitió; mas al llegar a la última estrofa su voz era casi trémula.

Carlos le dio las gracias, agregando:

—Ahora sí estoy casi seguro de haberlos oído antes.

¡Bah!, me decía yo: de lo que Carlos está cierto es de haber visto todos los días lo que mis malos versos pintan; pero sin darse cuenta de ello, como ve su reloj.

XXIV

Llegó la hora de retirarnos, y temiendo yo que me hubiesen prepa­rado cama en el mismo cuarto que a Carlos, me dirigí al mío: de él salían en ese momento mi madre y María.

—Yo podré dormir solo aquí, ¿no es verdad? —pregunté a la primera, quien comprendiendo el motivo de la pregunta, respondió:

—No; tu amigo.

—¡Ah! sí, las flores —dije viendo las de mi florero puestas en él por la mañana y que llevaba en un pañuelo María—. ¿Adónde las llevas?

—Al oratorio, porque como no ha habido tiempo hoy para poner otras allá...

Le agradecí sobremanera la fineza de no permitir que las flores destinadas por ella para mí, adornasen esa noche mi cuarto y estuviesen al alcance de otro.

Pero ella había dejado el ramo de azucenas que yo había traído aquella tarde de la montaña, aunque estaba muy visible sobre mi mesa, y se las presenté diciéndole:

—Lleva también estas azucenas para el altar: Tránsito me las dio para ti, al recomendarme te avisara que te había elegido para madrina de su matrimonio. Y como todos debemos rogar por su felicidad...

—Sí, sí —me respondió—; ¿conque quiere que yo sea su madrina? —añadió como consultando a mi madre.

—Eso es muy natural —le dijo ésta.

—¡Y yo que tengo un traje tan lindo para que le sirva ese día! Es necesario que le digas que yo me he puesto muy contenta al saber que nos... que me ha preferido para su madrina.

Mis hermanos, Felipe y el que le seguía, recibieron con sorpresa y placer la noticia de que yo pasaría la noche en el mismo cuarto que ellos. Habíanse acomodado los dos en una de las camas para que me sirviera la de Felipe: en las cortinas de ésta había prendido María el medallón de la Dolorosa, que estaba en las de mi cuarto.

Luego que los niños rezaron arrodilladitos en su cama, me dieron las buenas noches, y se durmieron después de haberse reído de los miedos que mutuamente se metían con la cabeza del tigre.

Esa noche no solamente estaba conmigo la imagen de María: los ángeles de la casa dormían cerca de mí: al despuntar el Sol vendría ella a buscarlos para besar sus mejillas y llevarlos a la fuente, donde les bañaba los rostros con sus manos blancas y perfumadas como las rosas de Castilla que ellos recogían para el altar y para ella.

XXV

Despertóme al amanecer el cuchicheo de los niños, que en vano se estimulaban a respetar mi sueño. ¡Las palomas cogidas en esos días, y que alicortadas obligaban ellos a permanecer en baúles vacíos, gemían espiando los primeros rayos de luz que penetraban en el aposento por las rendijas.

—No abras —decía Felipe— no abras, que mi hermano está dormi­do, y se salen las cuncunas.

—Pero si María nos llamó ya —replicó el chiquito.

—No hay tal: yo estoy despierto hace rato, y no ha llamado.

—Sí, ya sé lo que quieres: irte corriendo primero que yo a la quebrada para decir luego que sólo en tus anzuelos han caído negros.

—Como a mí me cuesta mi trabajo ponerlos bien... —le interrum­pió Felipe.

—¡Vea que gracia! Si es Juan Angel el que te los pone en los charcos buenos.

E insistía en abrir.

—¡No abras! —replicó Felipe enfadado ya—: aguárdate veo si Efraín está dormido.

Y diciendo esto, se acercó de puntillas a mi cama.

Tomélo entonces por el brazo, diciéndole:

—¡Ah bribón!, conque le quitas los pescados al chiquito.

Riéronse ambos y se acercaron a poner la demanda respetuosamente. Quedó todo arreglado con la promesa que les hice de que por la tarde iría yo a presenciar la postura de los anzuelos. Levantéme y dejándolos atareados en encarcelar las palomas que aleteaban buscando salida al pie de la puerta, atravesé el jardín.

Los azahares, albahacas y rosas daban al viento sus delicados aromas, al recibir las caricias de los primeros rayos de sol, que se asomaban ya sobre la cumbre de Morrillos, esparciendo hasta el cenit azul pequeñas nubes de rosa y oro.

Al pasar por frente a la ventana de Emma, oí que hablaban ella y María, interrumpiéndose para reír. Producían sus voces, con especialidad la de María, por el incomparable susurro de sus eses, algo parecido al ruido que formaban las palomas y azulejos al despertarse en los follajes de los naranjos y madroños del huerto.

Conversaban bajo don Jerónimo y Carlos, paseándose por el corre­dor de sus cuartos, cuando salté el vallado del huerto para caer al patio exterior.

—¡Opa! —dijo el señor de M...— madruga usted como un buen hacendado. Yo creía que era tan dormiloncito como su amigo cuando vino de Bogotá; pero los que viven conmigo tienen que acostum­brarse a mañanear.

Siguió haciendo una larga enumeración de las ventajas que propor­ciona el dormir poco; a todo lo cual podría habérsele contestado que lo que él llamaba dormir poco no era otra cosa que dormir mucho empezando temprano; pues confesaba que tenía por hábito acostarse a las siete u ocho de la noche, para evitar la jaqueca.

La llegada de Braulio, a quien Juan Angel había ido a llamar a la madrugada, cumpliendo la orden que le di por la noche, nos impidió disfrutar el final del discurso del señor de M...

Traía Braulio un par de perros, en los cuales no habría sido fácil a otro menos conocedor de ellos que yo, reconocer los héroes de nuestra cacería del día anterior. Mayo gruñó al verlos y vino a esconderse tras de mí con muestras de antipatía invenci­ble: él, con su blanca piel, todavía hermosa, las orejas caídas y el ceño y mirar severos, dábase ante los lajeros del montañés un aire de imponderable aristocracia.

Braulio saludó humildemente y se acercó a preguntarme por la familia a tiempo que yo le tendía la mano con afecto. Sus perros me hicieron agasajos en prueba de que les era más simpático que Mayo.

—Tendremos ocasión de ensayar tu escopeta —dije a Carlos—. He mandado pedir dos perros muy buenos a Santa Elena, y aquí tiene un compañero con el cual no gastan burlas los venados, y dos cachorros muy diestros.

—¿Esos? —preguntó desdeñosamente Carlos.

—¿Con tales chandosos? —agregó don Jerónimo.

—Sí, señor, con los mismos.

—Lo veré y no lo creeré —contestó el señor de M... emprendiendo de nuevo sus paseos por el corredor.

Acababan de traernos el café, y obligué a Braulio a que aceptase la taza destinada para mí. Carlos y su padre no disimularon bien la extrañeza que les causó mi cortesía para con el montañés.

Poco después, el señor de M... y mi padre montaron para ir a visitar los trabajos de la hacienda. Braulio, Carlos y yo, nos dedicamos a preparar las escopetas y a graduar carga a la que mi amigo quería ensayar.

Estábamos en ello cuando mi madre me hizo saber disimuladamente que quería hablarme. Me esperaba en su costurero. María y mi hermana estaban en el baño. Haciéndome sentar cerca de ella, me dijo:

—Tu padre insiste en que se dé cuenta a María de la pretensión de Carlos. ¿Crees tú también que debe hacerse así?

—Creo debe hacerse lo que mi padre disponga.

—Se me figura que opinas de esa manera por obedecerle, no porque deje de impresionarte el que se tome tal resolución.

—He ofrecido observar esa conducta. Por otra parte, María no es aún mi prometida y se halla en libertad para decidir lo que le parezca. Ofrecí no decirle nada de lo acordado con ustedes; y he cumplido.

—Yo temo que la emoción que va a causarle a María el imaginarse que tu padre y yo estamos lejos de aprobar lo que pasa entre vosotros, le haga mucho mal. No ha querido tu padre hablar al señor de M... de la enfermedad de María, temerosos de que se estime eso como un pretexto de repulsa; y como él y su hijo saben que ella posee una dote... lo demás no quiero decirlo, pero tú lo comprendes. ¿Qué debemos hacer, pues, dilo tú, para que María no piense ni remotamente que nosotros nos oponemos a que sea tu esposa; sin dejar yo de cumplir al mismo tiempo con lo prevenido últimamente por tu padre?

—Tan sólo hay un medio.

—¿Cuál?

—Voy a decírselo a usted; y me prometo que lo aprobará; le suplico desde ahora que lo apruebe. Revelémosle a María el secre­to que mi padre ha impuesto sobre el consentimiento que me tiene dado de ver en ella a la que debe ser mi esposa. Yo le ofrezco a usted que seré prudente y que nada dejaremos notar a mi padre que pueda hacerle comprender esta infidencia necesaria. ¿Podré yo seguir guardando esa conducta que él exige, sin ocasionar a María penas que le harán mayor daño que confesárselo todo? Confíe usted en mí: ¿No es verdad que hay imposibilidad para hacer lo que mi padre desea? Usted lo ve: ¿No lo cree así?

Mi madre guardó silencio unos instantes, y luego, sonriendo de la manera más cariñosa, dijo:

—Bueno; pero con tal que no olvides que no debes prometerle sino aquello que puedas cumplir. ¿Y cómo le hablaré de la propuesta de Carlos?

—Como hablaría a Emma en idéntico caso; y diciéndole después lo que me ha prometido manifestarle. Si no estoy engañado, las primeras palabras de usted le harán experimentar una impresión dolorosa, pues que ellas le darán motivo para temer que usted y mi padre se opongan decididamente a nuestro enlace. Ella oyó lo que hablaron en cierta ocasión sobre su enfermedad, y sólo el trato afable que usted ha seguido dándole y la conversación habida ayer entre ella y yo, la han tranquilizado. Olvídese de mí al hacerle las reflexiones indispensables sobre la propuesta de Carlos. Yo estaré escuchando lo que hablen, tras de los bastido­res de esa puerta.

Era ésta la del oratorio de mi madre.

—¿Tú? —me preguntó admirada.

—Sí, señora, yo.

—¿Y para qué valerte de ese engaño?

—María se complacerá en que así lo hayamos hecho, en vista de los resultados.

—¿Cuál resultado te prometes, pues?

—Saber todo lo que ella es capaz de hacer por mí.

—Pero ¿no será mejor, si es que quieres oír lo que va a decirme, que ignore siempre ella que tú lo oíste y yo lo consentí?

—Así será, si usted lo desea.

—Mala cara tienes tú de cumplir eso.

—Yo le ruego a usted no se oponga.

—Pero ¿no estás viendo que hacer lo que pretendes, si ella llega a saberlo, es como prometerle yo una cosa que por desgracia no sé si pueda cumplirle, puesto que en caso de aparecer nuevamente la enfermedad, tu padre se opondrá a vuestro matrimonio, y tendría yo que hacer lo mismo?

—Ella lo sabe; ella no consentirá nunca en ser mi esposa, si ese mal reaparece. Mas ¿ha olvidado usted lo que dijo el médico?

—Haz, pues, lo que quieras.

—Oiga usted su voz; ya están aquí. Cuide de que a Emma no vaya ocurrírsele entrar al oratorio.

María entró sonrosada y riendo aún de lo que había venido conver­sando con Emma. Atravesó con paso leve y casi infantil el aposen­to de mi madre, a quien no descubrió sino cuando iba a entrar al suyo.

—¡Ah! —exclamó—; ¿Aquí estaba usted? —Y acercándose a ella—: ¡Pero qué pálida está! Se siente mal de la cabeza, ¿no?. Si usted hubiera tomado un baño... la mejora eso tanto...

—No, no; estoy buena. Te esperaba para hablarte a solas; y como se trata de una cosa muy grave, temo que todo ello pueda produ­cirte una mala impresión.

—¿Qué será? ¿Qué es?...

—Siéntate aquí —le dijo mi madre señalándole un taburetico que tenía a los pies.

Sentóse, y,esforzándose inútilmente por sonreír, su rostro tomó una expresión de gravedad encantadora.

—Diga usted ya —dijo como tratando de dominar la emoción, pasándose entrambas manos por la frente, y asegurando en seguida con ellas el peine de carey dorado que sostenía sus cabellos en forma de un grueso y luciente cordón que le ceñía las sienes.

—Voy a hablarte de la manera misma que hablaría a Emma en igual circunstancia.

—Sí, señora: ya oigo.

—Tu papá me ha encargado te diga... que el señor de M... ha pedido tu mano para su hijo Carlos...

—¡Yo! —exclamó asombrada y haciendo un movimiento involuntario para ponerse en pie; pero volviendo a caer en su asiento, se cubrió el rostro con las manos, y oí que sollozaba.

—¿Qué debo decirle, María?

—¿El le ha mandado a usted que me lo diga? —le preguntó con voz ahogada.

—Sí, hija; y ha cumplido con su deber haciéndotelo saber.

—Pero ¿usted por qué me lo dice?—¿Y qué querías que yo hiciera?

—¡Ah! Decirle que yo no... que yo no puedo... que no.

Después de un instante, alzando a mirar a mi madre, que sin poderlo evitar lloraba con ella, le dijo:

—Todos lo saben, ¿no es verdad?, todos han querido que usted me lo diga.

—Sí; todos lo saben, menos Emma.

—Solamente ella... ¡Dios mío! ¡Dios mío! —añadió ocultando la cabeza en los brazos que apoyaba sobre las rodillas de mi madre; y permaneció así unos momentos.

Levantando luego pálido el rostro y rociado por una lluvia de lágrimas:

—Bueno —dijo—: ya usted cumplió; todo lo sé ya.

—Pero María —le interrumpió dulcemente mi madre— ¿es, pues, tanta desgracia que Carlos quiera ser tu esposo? ¿No es...?

—Yo le ruego... yo no quiero; yo no necesito saber más. ¿Conque han dejado que usted me lo proponga?... ¡Todos, todos lo han consentido! Pues yo digo —agregó con voz enérgica a pesar de sus sollozos— digo que antes que consentir en eso me moriré. ¡Ah! ¿ese señor no sabe que yo tengo la misma enfermedad que mató a mi madre, siendo todavía ella muy joven?... ¡Ay! ¿Qué haré yo ahora sin ella?

—¿Y no estoy yo aquí? ¿No te quiero con toda mi alma?...

Mi madre era menos fuerte que lo que ella pensaba.

Por mis mejillas rodaron lágrimas que sentía gotear ardientes sobre mis manos, apoyadas en uno de los botones de la puerta que me ocultaba.

María respondió a mi madre:

—Pero entonces ¿por qué me propone usted esto?

—Porque era necesario que ese “no” saliera de tus labios, aunque me supusiera yo que lo darías.

—Y solamente usted se supuso que lo daría yo, ¿no es así?

—Tal vez algún otro lo supuso también. ¡Si supieras cuánto dolor, cuántos desvelos le ha causado este asunto al que tú juzgas más culpable!...

—¿A papá? —dijo menos pálida ya.

—No; a Efraín.

María exhaló un débil grito, y dejando caer la cabeza sobre el regazo de mi madre, se quedó inmóvil.

Esta abría los labios para llamarme, cuando María volvió a ende­rezarse lentamente; púsose en pie y dijo casi sonriente, volvien­do a asegurarse los cabellos con las manos temblorosas.

—He hecho mal en llorar así, ¿no es cierto? Yo creí...

—Cálmate y enjuga esas lágrimas: yo quiero volver a verte tan contenta como estabas. Debes estimar la caballerosidad de su conducta...

—Sí, señora. Que no sepa él que he llorado ¿no? —decía enjugán­dose con el pañuelo de mi madre.

—¿No ha hecho bien Efraín en consentir que te lo dijera todo?

—Tal vez... cómo no.

—Pero lo dices de un modo... Tu papá le puso por condición, aunque no era necesario, que te dejara decidir libremente en este caso.

—¿Condición? ¿Condición para qué?

—Le exigió que no te dijese nunca que sabíamos y consentíamos lo que entre vosotros pasa.

Las mejillas de María se tiñeron, al oír esto, del más suave encarnado. Sus ojos estaban clavados en el suelo.

—¿Por qué le exigía eso? —dijo al fin con voz que apenas alcan­zaba a oír yo—. ¿Acaso tengo yo la culpa?... ¿Hago mal, pues?...

—No, hija; pero tu papá creyó que tu enfermedad necesitaba precauciones...

—¿Precauciones?... ¿No estoy yo buena ya? ¿No creen que no volveré a sufrir nada? ¿Cómo puede Efraín ser causa de mi mal?

—Sería imposible... queriéndote tanto, y quizá más que tú a él.

María movió la cabeza de un lado a otro, como respondiéndose a sí misma, y sacudiéndola en seguida con la ligereza con que solía hacerlo de niña para alejar un recuerdo miedoso, preguntó:

—¿Qué debo hacer? Yo hago ya todo cuanto quieran.

—Carlos tendría hoy ocasión de hablarte de sus pretensiones.

—¿A mí?

—Sí; oye: le dirás, conservando por supuesto toda la serenidad que te sea posible, que no puedes aceptar su oferta, aunque mucho te honra, porque eres muy niña, dejándole conocer que te causa verdadera pena dar esa negativa...

—Pero eso será cuando estemos reunidos todos.

—Sí —le respondió mi madre, complacida del candor que revelaban su voz y sus miradas—. Creo que sí merezco seas muy condescen­diente para conmigo.

A lo cual nada repuso. Acercando con el brazo derecho la cabeza de mi madre a la suya, permaneció así unos instantes mostrando en la expresión de su rostro la más acendrada ternura. Cruzó apresu­radamente el aposento y desapareció tras las cortinas de la puerta que conducía a su habitación.

XXVI

Impuesta mi madre de nuestro proyecto de caza, hizo que se nos sirviera temprano el almuerzo a Carlos, a Braulio y a mí.

No sin dificultad logré que el montañés se resolviera a sentarse a la mesa, de la cual ocupó la extremidad opuesta a la en que estábamos Carlos y yo.

Como era natural, hablamos de la partida que teníamos entre manos. Carlos decía:

—Braulio responde de que la carga de mi escopeta está perfecta­mente graduada; pero continúa ranchado en que no es tan buena como la tuya, a pesar de que son de una misma fábrica, y de haber disparado él mismo con la mía sobre una cidra, logrando introdu­cirle cuatro postas. ¿No es así, mi amigo? —terminó dirigiéndose al montañés.

—Yo respondo —contestó éste— de que el patrón matará a setenta pasos un pellar con esa escopeta.

—Pues veremos si yo mato un venado. ¿Cómo dispones la cacería? —agregó dirigiéndose a mí.

—Eso es sabido; como se dispone siempre que se quiere hacer terminar la faena cerca de la casa: Braulio sube hasta el pie del derrumbo con sus perros de levante: Juan Angel queda apostado dentro de la quebrada de la Honda con dos de los cuatro perros que he mandado traer de Santa Elena; tu paje con los otros dos esperará en la orilla del río para evitar que se nos escape el venado a la Novillera; tú y yo estaremos listos para acudir al punto que convenga.

El plan pareció bueno a Braulio, quien después de ensillarnos los caballos ayudado por Juan Angel, se puso en marcha con éste para desempeñar la parte que le tocaba en la batida.

El caballo retinto que yo montaba, golpeaba el empedrado cuando íbamos a salir ya, impaciente por lucir sus habilidades; arqueado el cuello fino y lustroso como el raso negro, sacudía sus crespas crines estornudando. Carlos iba caballero en un quiteño castaño coral que el general Flores había enviado de regalo en esos meses a mi padre.

Recomendada al señor de M... la mayor atención, por si el venado venía al huerto como nos lo prometíamos, salimos del patio para emprender el ascenso de la falda, cuyo plano inclinado terminaba a treinta cuadras20 hacia el oriente, al pie de las montañas.

Al pasar dando vuelta a la casa por frente a los balcones del departamento de Emma, María estaba apoyada en el barandaje de uno de ellos: parecía hallarse en uno de aquellos momentos de comple­ta distracción a que con frecuencia se abandonaba. Eloísa, que se hallaba a su lado, jugaba con los bucles destrenzados y espesos de la cabellera de su prima.

El ruido de nuestros caballos y los ladridos de los perros saca­ron a María de su enajenamiento, a tiempo que yo la saludaba ?por señas y que Carlos me imitaba. Noté que ella permanecía en la misma posición y sitio hasta que nos internamos en la cañada de la Honda.

Mayo nos acompañó hasta el primer torrente que vadeamos; allí deteniéndose como a reflexionar, regresó a galope corto hacia la casa.

—Oye —le dije a Carlos, luego que se pasó una media hora, durante la cual le referí sin descansar los más importantes episodios de las cacerías de venados que los montañeses y yo habíamos hecho—; oye: los gritos de Braulio y ese ladrido de los perros prueban que han levantado.

Las montañas los repetían; y si se acallaban por ratos, empezaban de nuevo con mayor fuerza y a menor distancia.

Poco después descendió Braulio por la orilla limpia del bosque de la cañada. No bien estuvo al lado de Juan Angel, soltó los dos perros que éste llevaba de cabestro y los detuvo por unos momen­tos asiéndolos del pestorejo, hasta que se persuadió que la presa estaba cerca del paso en que nos hallábamos: animólos con repeti­dos gritos, y desaparecieron veloces.

Carlos, Juan Angel y yo nos desplegamos en la falda. A poco vimos que empezaba a atravesarla, seguido de cerca por uno de los perros de José, el venado, que bajó por la cañada menos de lo que nos habíamos supuesto.

A Juan Angel le blanqueaban los ojos y al reír dejaba ver hasta las muelas de su fina dentadura. Sin embargo, de haberle ordenado que permaneciera en la cañada, por si el venado volvía a ella, atravesó con Braulio, y casi a par de nuestros caballos, los pajonales y ramblas que nos separaban del río. Al caer a la vega de éste el venado, los perros perdieron el rastro, y él subió en vez de bajar.

Carlos y yo echamos pie a tierra para poder ayudar a Braulio en el fondo de la vega.

Perdida más de una hora en idas y venidas, oímos al fin los ladridos de un perro, los cuales nos dieron esperanza de que se hubiera hallado de nuevo la pista. Pero Carlos juraba al salir de un bejucal en que se había metido sin saber cómo ni cuándo, que el bruto de su negro había dejado ir la pieza río abajo.

Braulio, a quien habíamos perdido de vista hacía rato, gritó con voz tal que a pesar de la distancia pudimos oírla:

—¡Allá va, allá va! Dejen uno con escopeta allííí; sálganse a lo liiimpio, porque el venado se vuelve a la Hooonda.

Quedó el paje de Carlos en su puesto, y éste y yo fuimos a tomar nuestros caballos.

La pieza salía a ese tiempo de la vega, a gran distancia de los perros, y descendía hacia la casa.

—Apéate —grité a Carlos— espéralo sobre el cerco.

Hízolo así, y cuando el venado se esforzaba, fatigado ya, por brincar el vallado del huerto, disparó sobre él: el venado si­guió; Carlos se quedó atónito.

Braulio llegó en ese momento, y yo salté del caballo, botándole las bridas a Juan Angel.

De la casa veían todo lo que estaba pasando. Don Jerónimo salvó, escopeta en mano, la baranda del corredor, y al ir a disparar sobre el animal, se enredó los pies dichosamente en las plantas de una era, lo cual iba haciéndolo caer a tiempo que mi padre le decía:

—¡Cuidado, cuidado! Mire usted que por ahí vienen todos.

Braulio siguió de cerca al venadito, evitando así que los perros lo despedazasen.

El animal entró al corredor desatentado y tembloroso, y se acostó casi ahogado debajo de uno de los sofás, de donde lo sacaba Braulio cuando Carlos y yo llegábamos ya a buen paso. La partida había sido divertida para mí; pero él procuraba en balde ocultar la impaciencia que le había causado errar tan bello tiro.

Emma y María se aproximaron tímidamente a tocar el venadito, suplicando que no lo matásemos: él parecía entender que lo defen­dían, pues las miró con ojos húmedos y asombrados, bramando quedo, como acaso lo solía hacer para llamar a su madre. Quedó absuelto, y Braulio se encargó de atramojarlo y ponerlo en sitio conveniente.

Pasado todo, Mayo se acercó al prisionero, lo olió a la distancia que la prudencia exigía, y volviendo a tenderse en el salón, apoyó la cabeza sobre las manos con la mayor tranquilidad, sin que bastase tan exótica conducta a privarle de un cariño mío.

Poco después, al despedirse Braulio de mí para volver a la monta­ña, me dijo:

—Su amigo está furioso, y yo lo he puesto así para vengarme de la chacota que hizo de mis perros esta mañana.

Yo le pedí me explicase lo que decía.

—Me supuse —continuó Braulio— que usted le cedería el mejor tiro, y por eso dejé la escopeta de don Carlos sin municiones cuando me la dio a cargar.

—Has hecho muy mal —le observé.

—No lo volveré a hacer, y menos con él, porque se me pone que no cazará más con nosotros... ¡Ah! La señorita María me ha dado mil recados para Tránsito: le agradezco tanto que esté gustosa de ser nuestra madrina... y no sé qué hacer para que lo sepa: usted debe decírselo.

—Lo haré así; pierde cuidado.

—Adiós —dijo tendiéndome francamente la mano, sin dejar por eso de tocarse el ala del sombrero con la otra—; hasta el domingo.

Salió del patio llamando sus perros con el silbido agudo que producía en tales casos, oprimiendo con el índice y el pulgar el labio inferior.

XXVII

Hasta entonces había conseguido que Carlos no me hiciera confi­dencia alguna sobre las pretensiones que en mala hora para él lo habían llevado a casa.

Mas luego que nos encontramos solos en mi cuarto, donde me llevó pretextando deseo de descansar y de que leyésemos algo, conocí que iba a ponerme en la difícil situación de la cual había logra­do escapar hasta allí a fuerza de maña. Se acostó en mi cama quejándose de calor; y como le dije que iba a mandar que nos trajeran algunas frutas, me observó que le causaban daño desde que había sufrido intermitentes. Acerquéme al estante preguntán­dole qué deseaba que leyésemos.

—Hazme el favor de no leer nada —me contestó.

—¿Quieres que tomemos un baño en el río?

—El sol me ha producido dolor de cabeza.

Le ofrecí álcali para que absorbiera.

—No, no; esto pasa —respondió rehusándolo.

Golpeándose luego las botas con el látigo que tenía en la mano:

—Juro no volver a cacería de ninguna especie. ¡Caramba! Mire usté que errar ese tiro...

—Eso nos sucede a todos —le observé acordándome de la venganza de Braulio.

—¿Cómo a todos? Errarle a un venado a esa distancia, solamente a mí me sucede.

Tras un momento de silencio, dijo buscando algo con la mirada en el cuarto:

—¿Qué se han hecho las flores que había aquí ayer?

Hoy no las han repuesto.

—Si hubiera sabido que te complacía verlas ahí, las habría hecho poner. En Bogotá no eras aficionado a las flores.

Y me puse a hojear un libro que estaba abierto sobre la mesa.

—Jamás lo he sido —contestó Carlos— pero... ¡no leas, hombre! Mira: hazme el favor de sentarte aquí cerca, porque tengo que referirte cosas muy interesantes. Cierra la puerta.

Me vi sin salida; hice un esfuerzo para preparar mi fisonomía lo mejor que me fuera posible en tal lance, resuelto en todo caso a ocultar a Carlos lo enorme que era la necedad que cometía hacién­dome sus confianzas.

Su padre, que llegó en aquel momento al umbral de la puerta, me libró del tormento a que iba a sujetarme.

Carlos —dijo don Jerónimo desde afuera—: te necesitamos acá.

Había en el tono de su voz algo que me parecía significar: “Eso está ya muy adelantado”.

Carlos se figuró que sus asuntos marchaban gloriosamente. De un salto se puso en pie contestando:

—Voy en este momento; —y salió.

A no haber yo fingido leer con la mayor calma en aquellos instan­tes, probablemente se habría acercado a mí para decirme sonrien­do: “En vista de la sorpresa que te preparo, vas a perdonarme el que no te haya dicho nada hasta ahora sobre este asunto”... Mas yo debí de parecerle tan indiferente a lo que pasaba como traté de fingirlo; lo cual fue conseguir mucho.

Por el ruido de las pisadas de la pareja, conocí que entraban al cuarto de mi padre.

No queriendo verme de nuevo en peligro de que Carlos me hablase de sus asuntos, me dirigí a los aposentos de mi madre. María se hallaba en el costurero: estaba sentada en una silla de cenchas, de la cual caía espumosa, arregazada a trechos con lazos de cinta celeste, su falda de muselina blanca; la cabellera, sin trenzas aún, rodábale en bucles sobre los hombros. En la alfombra que tenía a los pies se había quedado dormido Juan, rodeado de sus juguetes. Ella, con la cabeza ligeramente echada hacía atrás, parecía estar viendo al niño: habiéndosele caído de las manos el linón que cosía, descansaba sobre la alfombra.

Apenas sintió pasos levantó los ojos hacia mí; se pasó por las sienes las manos para despejarlas de cabellos que no las cubrían, y vergonzosa se inclinó con presteza a recoger la costura.

—¿Dónde está mi madre? —le pregunté, dejando de mirarla por contemplar la hermosura del niño dormido.

—En el cuarto de papá.

Y hallando en mi rostro lo que buscó tímidamente al decir esto, sus labios intentaron sonreír.

Medio arrodillado yo, enjugaba con mi pañuelo la frente del chiquito.

—¡Ay! —exclamó María— ¿acaso vi que se había dormido? Voy a acostarlo.

Y se acercó a tomar a Juan. Yo lo estaba alzando ya en mis brazos y María lo esperaba en los suyos: besé los labios de Juan entre­abiertos y purpurinos, y aproximando su rostro al de María, pasó ella los suyos sobre esa boca que sonreía al recibir nuestras caricias y lo estrechó tiernamente contra su pecho.

Salió para volver momentos después a ocupar su asiento, junto al cual había colocado yo el mío.

Estaba ella arreglando los utensilios de su caja de costura, que había desordenado Juan, cuando le dije:

—¿Has hablado con mi madre hoy sobre cierta propuesta de Carlos?

—Sí —respondió—prolongando sin mirarme el arreglo de la caji­ta.

—¿Qué te ha dicho? Deja eso ahora y hablemos formalmente.

Buscó aun algo en el suelo, y tomando por último un aire de afectada seriedad, que no excluía el vivo rubor de sus mejillas ni el mal velado brillo de sus ojos, contestó:

—Muchas cosas.

—¿Cuáles?

—Esas que usted aprobó que ella me dijera.

—¿Yo? ¿y por qué me tratas de usted hoy?

—¿No ve que es porque algunas veces me olvido...?

—Di las cosas de que te habló mi madre.

—Si ella no me ha mandado que las diga... Pero lo que yo le respondí sí se puede contar.

—Bueno; a ver.

—Le dije que... Tampoco se pueden decir ésas.

—Ya me las dirás en otra ocasión, ¿no es verdad?

—Sí; hoy no.

—Mi madre me ha manifestado que estás animada a contestarle a él lo que debes, a fin de que comprenda que estimas en lo que vale el honor que te hace.

Miróme entonces fijamente, sin responderme.

—Así debe ser —continué.

Bajó los ojos y siguió guardando silencio, distraída al parecer en clavar en orden las agujas en su almohadilla.

—María, ¿no me has oído? —agregué.

—Sí.

Y volvió a buscar mis miradas, que me era imposible separar de su rostro. Vi entonces que en sus pestañas brillaban lágrimas.

—Pero ¿por qué lloras? —le pregunté.

—No, si no lloro... ¿acaso he llorado?

Y tomando mi pañuelo se enjugó precipitadamente los ojos.

—Te han hecho sufrir con eso, ¿no? Si te has de poner triste, no hablemos más de ello.

—No, no; hablemos.

—¿Es mucho sacrificio resolverte a oír lo que te dirá hoy Car­los?

—Yo tengo ya que darle a mamá gusto; pero ella me prometió que me acompañarían. Estarás ahí, ¿no es cierto?

—¿Y para qué así? ¿Cómo tendrá ocasión de hablarte él?

—Pero estarás tan cerca cuanto sea posible.

Y poniéndose a escuchar:

—Es mamá que viene —continuó, poniendo una mano suya en las mías, para dejarla tocar de mis labios, como solía hacerlo cuando quería hacer completa, al separarnos, mi felicidad de algunos minutos.

Entró mi madre, y María, ya en pie, me dijo:

—¿El baño?

—Sí —le repuse.

—Y las naranjas cuando estés allá.

—Sí.

Mis ojos debieron de completar tan tiernamente como mi corazón lo deseaba estas respuestas pues ella, satisfecha de mi disimulo, sonreía al oírlas.

Estaba acabando de vestirme a la sombra de los naranjos del baño, a tiempo que don Jerónimo y mi padre, que deseaba enseñarle el mejor adorno de su jardín, llegaron a él. El agua estaba a nivel con el chorro, y se veían en ella, sobrenadando o errantes por el fondo diáfano, las rosas que Estéfana había derramado en el estanque.

Era Estéfana una negra de doce años, hija de esclavos nuestros: su índole y belleza la hacían simpática para todos. Tenía un afecto fanático por su señorita María, la cual se esmeraba en hacerla vestir graciosamente.

Llegó Estéfana poco después que mi padre y el señor de M...; y convencida de que podía acercarse ya, me presentó una copa que contenía naranja preparada con vino y azúcar.

—Hombre, su hijo de usted vive aquí como un rey, —dijo don Jerónimo a mi padre.

Este le repuso, a tiempo que daban vuelta al grupo de naranjos para tomar el camino de la casa:

—Seis años ha vivido como estudiante, y le faltan por vivir así otros cinco cuando menos.

XXVIII

Aquella tarde, antes de que se levantasen las señoras a preparar el café, como lo hacían siempre que había extraños en casa, traje a conversación las pescas de los niños y referí la causa por la cual les había ofrecido presenciar aquel día la colocación de los anzuelos en la quebrada. Se aceptó mi propuesta de elegir tal sitio para paseo. Solamente María me miró como diciéndome “¿conque no hay remedio?”.

Atravesábamos ya el huerto. Fue necesario esperar a María y tam­bién a mi hermana, quien había ido a averiguar la causa de su demora. Daba yo el brazo a mi madre. Emma rehusó cortésmente apoyarse en el de Carlos, so pretexto de llevar de la mano a uno de los niños: María lo aceptó casi temblando, y al poner la mano en él, se detuvo a esperarme; apenas fue posible significarle que era necesario no vacilar.

Habíamos llegado al punto de la ribera donde en la hoya de la vega, alfombrada de fina grama, sobresalen de trecho en trecho piedras negras manchadas de musgos blancos.

La voz de Carlos tomaba un tono confidencial: hasta entonces había estado sin duda cobrando ánimo y empezaba a dar un rodeo para tomar buen viento. María intentó detenerse otra vez: en sus miradas a mi madre y a mí había casi una súplica; y no me quedó otro recurso que procurar no encontrarlas. Vio en mi semblante algo que le mostró el tormento a que estaba yo sujeto, pues en su rostro ya pálido noté un ceño de resolución extraño en ella. Por el continente de Carlos me persuadí de que era llegado el momento en que deseaba yo escuchar. Ella empezaba a responderle, y como su voz, aunque trémula, era más clara de lo que él parecía des­ear, llegaron a mis oídos estas frases interrumpidas.

—Habría sido mejor que usted hablase solamente con ellos... Sé estimar el honor que usted... Esta negativa...

Carlos estaba desconcertado: María se había soltado de su brazo, y acabando de hablar jugaba con los cabellos de Juan, quien asiéndola de la falda le mostraba un racimo de adorotes colgante del árbol inmediato.

Dudo que la escena que acabo de describir con la exactitud que me es posible, fuera estimada en lo que valía por don Jerónimo, el cual con las manos dentro de las faltriqueras de su chupa azul, se acercaba en aquel momento con mi padre; para éste todo pasó como si lo hubiese oído.

María se agregó mañosamente a nuestro grupo con pretexto de ayudarle a Juan a coger unas moras que él no alcanzaba. Como yo había tomado ya las frutas para dárselas al niño, ella me dijo al recibírmelas:

—¿Qué hago para no volver con ese señor?

—Es inevitable —le respondí.

Y me acerqué a Carlos convidándolo a bajar un poco más por la vega para que viésemos un bello remanso, y le instaba con la mayor naturalidad que me era posible fingir, que viniésemos a bañarnos en él la mañana siguiente. Era pintoresco el sitio; pero, decididamente, Carlos veía en éste, menos que en cuales­quiera otros, la hermosura de los árboles y los bejucos floreci­dos que se bañaban en las espumas, como guirnaldas desatadas por el viento.

El Sol al acabar de ocultarse teñía las colinas, los bosques y las corrientes con resplandores color de topacio; con la luz apacible y misteriosa que llaman los campesinos “el Sol de los venados”, sin duda porque a tal hora salen esos habitantes de las espesuras a buscar pastos en los pajonales de las altas cuchillas o al pie de los magueyes que crecen entre las grietas de los peñascos.

Al unirnos Carlos y yo al grupo que formaban los demás, ya iban a tomar el camino de la casa, y mi padre, con una oportunidad perfectamente explicable, dijo a don Jerónimo:

—Nosotros no debemos pasar desde ahora por valetudinarios; regresemos acompañados.

Dicho esto tomó la mano de María para ponerla en su brazo, dejan­do al señor de M... llevar a mi madre y a Emma.

—Han estado más galantes que nosotros —dije a Carlos señalándo­le a mi padre y al suyo.

Y los seguimos, llevando yo en los brazos a Juan, quien abriendo los suyos se me había presentado diciéndome:

—Que me alces, porque hay espinas y estoy cansado.

Refirióme después María que mi padre le había preguntado, cuando empezaban a vencer las cuestecillas de la vega, qué le había dicho Carlos; y como insistiese afablemente en que le contara, porque ella guardaba silencio, se resolvió al fin, animada así, a decirle lo que le había respondido a Carlos.

—¿Es decir, —le preguntó mi padre casi riendo, oída la trabajo­sa relación que ella acababa de hacerle— es decir, que no quieres casarte nunca?

Respondióle meneando la cabeza en señal de negativa, sin atrever­se a verlo.

—Hija, ¿sí tendrás ya visto algún novio? —continuó mi padre—: ¿no dices que no?

—Sí digo —contestóle María muy asustada.

—¿Será mejor que ese buen mozo que has desdeñado? —Y al decirle esto, mi padre le pasó la mano derecha por la frente para conse­guir que lo mirase—. ¿Crees que eres muy linda?

—¿Yo?, no señor.

—Sí y te lo habrá dicho alguno muchas veces. Cuéntame cómo es ese afortunado.

María temblaba sin atreverse a responder una palabra más, cuando mi padre continuó diciéndole:

—El te acabará de merecer; tú querrás que sea un hombre de provecho... Vamos, confiésamelo, ¿no te ha dicho que me lo han contado todo?

—Pero si no hay qué contar.

—¿Conque tienes secretos para tu papá? —le dijo mirándola cari­ñosamente y en tono de queja; lo cual animó a María a responder­le:

—¿Pues no dice usted que se lo han contado todo?

Mi padre guardó silencio por un rato. Parecía que lo apesaraba algún recuerdo. Subían las gradas del corredor del huerto cuando ella le oyó decir:

—¡Pobre Salomón!

Y pasaba al mismo tiempo una de sus manos por la cabellera de la hija de su amigo.

Aquella noche en la cena, las miradas de María al encontrarlas yo, empezaron a revelarme lo que entre mi padre y ella había pasado. Se quedaba a veces pensativa, y creí notar que sus labios pronunciaban en silencio algunas palabras, como distraída solía hacerlo con los versos que le agradaban.

Mi padre trató, en cuanto le fue posible, de hacer menos difícil la situación del señor de M... y de su hijo, quien, por lo que se notaba, había hablado con don Jerónimo sobre lo sucedido en la tarde: todo esfuerzo fue inútil. Habiendo dicho desde por la mañana el señor de M... que madrugaría al día siguiente, insistió en que le era preciso estar muy temprano en su hacienda, y se retiró con Carlos a las nueve de la noche, después de haberse despedido de la familia en el salón.

Acompañé a mi amigo a su cuarto. Todo mi afecto hacia él había revivido en esas últimas horas de su permanencia en casa: la hidalguía de su carácter, esa hidalguía de que tantas pruebas me dio durante nuestra vida de estudiantes, lo magnificaba de nuevo ante mí. Casi me parecía vituperable la reserva que me había visto forzado a usar para con él. Si cuando tuve noticia de sus pretensiones, me decía yo, le hubiese confiado mi amor a María, y lo que en aquellos tres meses había llegado a ser ella para mí, él, incapaz de arrostrar las fatales predicciones hechas por el médico, hubiera desistido de su intento: y yo, menos inconsecuen­te y más leal, nada tendría que echarme en cara. Muy pronto, si no las comprende ya, tendrá que conocer las causas de mi reserva, en ocasión en que esa reserva tanto mal pudo haberle hecho. Estas reflexiones me apenaban. Las indicaciones recibidas de mi padre para manejar ese asunto eran tales, que bien podría sincerarme con ellas. Pero no: lo que en realidad había pasado, lo que tenía que suceder y sucedió, fue que ese amor, adueñado de mi alma para siempre, la había hecho insensible a todo otro sentimiento, ciega a cuanto no viniese de María.

Tan luego como estuvimos solos en mi cuarto, me dijo, tomando todo el aire de franqueza estudiantil, sin que en su fisonomía desapareciera por completo la contrariedad que denunciaba:

—Tengo que disculparme para contigo de una falta de confianza en tu lealtad.

Yo deseaba oírle ya la confidencia, tan temible para mí un día antes.

—¿De qué falta? —le respondí—: no la he notado.

—¿Que no la has notado?

—No.

—¿No sabes el objeto con que mi padre y yo vinimos?

—Sí.

—¿Estás al corriente del resultado de mi propuesta?

—No bien, pero...

—Pero lo adivinas.

—Es verdad.

—Bueno. Entonces ¿por qué no hablé contigo sobre lo que preten­día, antes de hacerlo con cualquiera otro, antes de consultárselo a mi padre?

—Una delicadeza exagerada de tu parte...

—No hay tal delicadeza; lo que hubo fue torpeza, imprevisión, olvido... lo que quieras; pero eso no se llama como lo has llama­do.

Se paseó por el cuarto; y deteniéndose luego delante del sillón que yo ocupaba:

—Oye —dijo— y admírate de mi candidez. ¡Cáspita! Yo no sé para qué diablos le sirve a uno haber vivido veinticuatro años. Hace poco más de un año que me separé de ti para venirme al Cauca, y ojalá te hubiera esperado como tanto lo deseaste. Desde mi llega­da a casa fui objeto de las más obsequiosas atenciones de tu padre y de tu familia toda: ellos veían en mí a un amigo tuyo, porque acaso les habías hecho saber la clase de amistad que nos unía. Antes de que vinieras, vi dos o tres veces a la señorita María y a tu hermana, ya de visita en casa, ya aquí. Hace un mes que me habló mi padre del placer que le daría yo tomando por esposa a una de las dos. Tu prima había extinguido en mí, sin saberlo ella, todos aquellos recuerdos de Bogotá que tanto me atormentaban, como te lo decían mis primeras cartas. Convine con mi padre en que pidiera él para mí la mano de la señorita María. ¿Por qué no procuré verte antes? Bien es verdad que la prolongada enfermedad de mi madre me retuvo en la ciudad; pero ¿por qué no te escribí? ¿Sabes por qué?... Creía que al hacerte la confiden­cia de mis pretensiones era como exigirte algo a mi favor, y el orgullo me lo impidió. Olvidé que eras mi amigo; tú tendrías derecho, lo tienes, para olvidarlo también. Pero si tu prima me hubiese amado; si lo que no era otra cosa que las consideraciones a que tu amistad me daba derecho, hubiera sido amor, ¿tú habrías consentido en que ella fuera mi mujer sin...? ¡Vaya! Yo soy un tonto en preguntártelo, y tú muy cuerdo en no responderme.

—Mira —agregó después de un instante en que estuvo acodado en la ventana—: tú sabes que yo no soy hombre de los que se echan a morir por estas cosas: recordarás que siempre me reí de la fe con que creías en las grandes pasiones de aquellos dramas franceses que me hacían dormir cuando tú me los leías en las noches de invierno. Lo que hay es otra cosa: yo tengo que casarme; y me halagaba la idea de entrar a tu casa, de ser casi tu hermano. No ha sucedido así, pero en cambio buscaré una mujer que me ame sin hacerme merecedor de tu odio, y...

—¡De mi odio! —exclamé interrumpiéndole.

—Sí; dispensa mi franqueza. ¡Qué niñería... no... qué impruden­cia habría sido ponerme en semejante situación! Bello resultado: pesadumbres para tu familia, remordimiento para mí, y la pérdida de tu amistad.

—Mucho debes de amarla —continuó después de una pausa—; mucho, puesto que pocas horas me han bastado para conocerlo, a pesar de lo que has procurado ocultármelo. ¿No es verdad que la amas así como creíste llegar a amar cuando tenías dieciocho años?

—Sí —le respondí seducido por su noble franqueza.

—¿Y tu padre lo ignora?

—No.

—¿No? —preguntó admirado.

Entonces le referí la conferencia que había tenido días antes con mi padre.

—¿Conque todo, todo lo arrostras? —me interrogó maravillado, apenas hube concluido mi relación—. ¿Y esa enfermedad que proba­blemente es la de su madre?... ¿Y vas a pasar quizá la mitad de tu vida sentado sobre una tumba?...

Estas últimas palabras me hicieron estremecer de dolor: ellas, pronunciadas por boca de un hombre a quien no otra cosa que su afecto por mí podía dictárselas; por Carlos, a quien ninguna alucinación engañaba, tenían una solemnidad terrible, más terri­ble aún que el sí con el cual acababa yo de contestarlas.

Púseme en pie, y al ofrecerle mis brazos a Carlos, me estrechó casi con ternura entre los suyos. Me separé de él abrumado de tristeza, pero libre ya del remordimiento que me humillaba cuando nuestra conferencia empezó.

Volví al salón. Mientras mi hermana ensayaba en la guitarra un valse nuevo, María me refirió la conversación que al regreso del paseo había tenido con mi padre. Nunca se había mostrado tan expansiva conmigo: recordando ese diálogo, el pudor le velaba frecuentemente los ojos y el placer le jugaba en los labios.

XXIX

La llegada de los correos y la visita de los señores de M... habían aglomerado quehaceres en el escritorio de mi padre. Traba­jamos todo el día siguiente, casi sin interrupción; pero en los momentos que nos reunimos con la familia en el comedor, las sonrisas de María me hacían dulces promesas para la hora del descanso: a ellas les era dable hacerme leve hasta el más penoso trabajo.

A las ocho de la noche acompañé a mi padre hasta su alcoba, y respondiendo a mi despedida de costumbre, añadió:

—Hemos hecho algo pero nos falta mucho. Conque hasta mañana temprano.

En días como aquél, María me esperaba siempre por la noche en el salón, conversando con Emma y mi madre, leyéndole a ésta algún capítulo de la
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