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LVIII Lorenzo me llamó a la madrugada: vio mi reloj y eran las tres. A favor de la luna, la noche parecía un día opaco. A las cuatro, encomendados a la Virgen en las despedidas de Bibiano y de su hija, nos embarcamos. —Aquí canta la verrugosa, compae —dijo Laureán a Cortico luego que hubimos navegado un corto trecho— saque afuerita, no vaya a tá armaa. Todo el peligro para mí era que la víbora se entrase a la canoa, pues estaba defendido por el techo del rancho; pero agarrado por ella alguno de los bogas, el naufragio era probable. Pasamos felizmente; mas, la verdad sea dicha, ninguno tranquilo. El almuerzo de aquel día fue copia del anterior, salvo el aumento del tapado que Gregorio había prometido, potaje que preparó haciendo un hoyo en la playa, y una vez depositado en él, envuelto en hojas de bijao, la carne, plátanos y demás que debían componer el cocido, lo cubrió con tierra y encima de todo encendió un fogón. Era increíble que la navegación fuese más penosa en adelante que la que habíamos hecho hasta allí; pero lo fue: en el Dagua es donde con toda propiedad puede decirse que no hay imposibles. A las dos de la tarde, hora en que tomábamos dulce en un remanso, Luareán lo rehusó, y se internó en el bosque algunos pasos para regresar trayendo unas hojas: después de estregarlas en un mate lleno de agua, hasta que el líquido se tiñó de verde, coló éste en la copa de su sombrero y se lo tomó. Era zumo de hoja hedionda, único antídoto contra las fiebres, temibles en la costa y en aquellas riberas, que reconocen como eficaz los negros. Las palancas, que cuando se baja el río sirven mil veces para evitar un estrellamiento general, son menos útiles para subirlo. Desde Fleco, a cada paso caían al agua Gregorio y Laureán, siempre después del consabido golpe de aviso, y entonces el primero cabestreaba la canoa asiéndola por el galindro, mientras el compañero la impulsaba por la popa. Así se subían los chorros o cabezones inevitables; pero para librarse de los más furiosos había pequeños caños llamados arrastraderos, practicados en las playas, y más o menos escasos de agua, por los cuales subía la canoa rozando con el casco los guijarros del cauce y balanceándose algunas veces sobre las rocas más salientes. Los botaderos empeoraron de condición por la tarde: como fuesen más y más descolgadas las corrientes a medida que nos acercábamos al Saltico, los bogas al cambiar de orilla impulsaban simultáneamente la canoa subiendo al mismo tiempo de un salto sobre ella, para empuñar las palancas; y abandonándolas en el instante, una vez atravesado el río, impedían que nos arrebatara el raudal, enfurecido por haber dejado escapar una presa ya suya. Después de cada lance de esta especie, se hacía necesario arrojar de la canoa el agua que le había entrado, operación que ejecutaban los bogas instantáneamente amagando dar un paso y volviendo a traer el pie avanzando hacia el firme, con lo cual salían de en medio de éstos plumadas de agua. Tales evoluciones y portentos gimnásticos asombraban ejecutados por Laureán, aunque él, por su estatura, con ceñirse una guirnalda de pámpanos, habría podido pasar por el dios del río; pero hechos por Gregorio, quien salvo su cara risueña siempre, parecía presentar la figura recortada de su compañero, con sus piernas que formaban al andar casi una “o”, y cuyos pies encorvados hacia adentro eran más que pies, instrumentos de achicar, aquellos prodigios de agilidad causaban terror. Pernoctamos aquel día en el Saltico, pobre y desapacible caserío a pesar del movimiento que le daban sus bodegas. Allí hay un obstáculo para la navegación, y es generalmente el término de viaje de los bogas que vienen del Puerto, así como los que subían del Saltico llegaban solamente al Salto, y a este punto los que bajaban diariamente de Juntas. La misma tarde arrastraron mis bogas por tierra la canoa, ya sin rancho, para ponerla en la playa donde debía embarcarme al día siguiente. Del Saltico al Salto, los peligros del viaje salieron de la esfera de toda ponderación. En el Salto hubo de repetirse el arrastramiento de la canoa para vencer el último obstáculo que allí merece el honor de tal nombre. Los bosques iban teniendo a medida que nos alejábamos de la costa, toda aquella majestad, galanura, diversidad de tintas y abundancia de aromas que hacen de las selvas del interior un conjunto indescriptible. Mas el reino vegetal imperaba casi solo: oíase de tarde en tarde y a lo lejos el canto del paují; muy rara pareja de panchanas atravesaba a veces por encima de las montañas casi perpendiculares que encajonaban la vega; y alguna primavera volaba furtivamente bajo las bóvedas oscuras, formadas por los guabos apiñados o por los cañaverales, chontas, nacederos y chíperos, sobre los cuales mecían las guaduas sus arqueados plumajes. El martín pescador, única ave acuática habitadora de aquellas riberas, rozaba por rareza los remansos con sus alas, o se hundía en ellos para sacar en el pico algún pececillo plateado. Desde el Saltico encontramos mayor número de canoas bajando, y las más capaces de ellas tendrían ocho varas de largo, y escasamente una de ancho. El par de bogas que manejaba cada canoa, balanceándose y achicando incesantemente el delantero, el de la popa sentado a veces, tranquilos siempre, apenas divisados al descender por en medio de los chorros de una revuelta lejana, desaparecían en ella y pasaban muy luego velozmente por cerca de nosotros, para volver a verse abajo y distantes ya, como corriendo sobre las espumas. Los peñascos escarpados de la Víbora, Delfina con su limpio riachuelo, que brotando del corazón de las montañas parece que mezcla después tímidamente sus corrientes con las impetuosas del Dagua, y el derrumbo del Arrayán, fueron quedando a la izquierda. Allí hubo necesidad de hacer alto para conseguir una palanca, pues Laureán acababa de romper su último repuesto. Hacía una hora que un aguacero nutrido nos acompañaba, y el río empezaba a traer cintas de espumas y algunas malezas menudas. —La niña tá celosa —dijo Cortico cuando arrimamos a la playa. Creí que se refería a una música tristísima y como ahogada, que parecía venir de la choza vecina. —¿Qué niña es ésa? —le pregunté. —Pue Pepita, mi amo. Entonces caí en la cuenta de que se refería al hermoso río de ese nombre que se une al Dagua abajo del pueblo de Juntas. —¿Por qué está celosa? —¿No ve sumercé lo que baja? —No. —La creciente. —¿Y por qué no es Dagua el celoso? Ella es muy linda y mejor que él. Gregorio se rio antes de responderme: —Dagua tiene mal genio. Creciente de Pepita e, porque el río no baja amarillo. Subí al rancho mientras los bogas hacían sus prevenciones, deseoso de ver qué instrumento tocaban allí: era una marimba, pequeño teclado de chontas sobre tarros de guadua alineados de mayor a menor, y que se hace sonar con bolillos pequeños aforrados en vaqueta. Una vez conseguida la palanca y llenada la condición indispensable de que fuese de biguare o cueronegro, continuamos subiendo con mejor tiempo ya y sin que los celos de Pepita se hiciesen importunos. Los bogas estimulados por Lorenzo y la gratificación que les tenía yo prometida por su buen manejo, se esforzaron a fin de hacerme llegar de día a Juntas. Poco después dejamos a la derecha la campiñita de Sombrerillo, cuyo verdor contrasta con la aspereza de las montañas que la sombrean hacia el sur. Eran las cuatro de la tarde cuando pasamos al pie de los agrios peñascos de Medialuna. Salimos poco después del temible Credo; y por fin dimos dichoso término a la inverosímil navegación saltando a una playa de Juntas. El amigo D..., antiguo dependiente de mi padre, me estaba esperando, avisado por el correísta que nos dio alcance en San Cipriano, de que yo debía llegar aquella tarde. Me condujo a su casa, en donde fui a esperar a Lorenzo y a los bogas. Estos quedaron muy contentos con “mi persona”, como decía Gregorio. Debían madrugar al día siguiente, y se despidieron de mí de la manera más cordial y deseándome salud, después de apurar dos copas de cognac y de haberme recibido una carta para el Administrador. LIX Al sentarnos a la mesa manifesté a D... que deseaba continuar el viaje la misma tarde si era posible, suplicándole venciese inconvenientes. El pareció consultar a Lorenzo, quien se apresuró a responderme que las bestias estaban en el pueblo y que la noche era de luna. Le di orden para que sin demora preparase nuestra marcha; y en vista de la manera como lo resolví, D... no hizo observación de ninguna especie. Poco rato después me presentó Lorenzo los arreos de montar, manifestándome por lo bajo cuánto le complacía el que no pernoctásemos en Juntas. Arreglado lo necesario para que D... pagase la conducción de mi equipaje hasta allí y lo pusiera en camino nuevamente, nos despedimos de él y montamos en buenas mulas, seguidos de un muchacho que, caballero en otra, llevaba al arzón un par de cuchugos pequeños con mi ropa de camino y algo de avío que se apresuró a poner en ellos nuestro huésped. Habíamos vencido más de la mitad de la subida de la Puerta, cuando se ocultaba ya el Sol. En los momentos en que mi cabalgadura tomaba aliento, no pude menos de ver con satisfacción la hondonada de donde acababa de salir, y respiré con deleite el aire vivificador de la sierra. Veía ya en el fondo de la profunda vega la población de Juntas con sus techumbres pajizas y cenicientas: el Dagua, lujoso con la luz que entonces lo bañaba, orlaba el islote del caserío, y rodando precipitadamente hasta perderse en la revuelta del Credo, espejeaba a lo lejos en las playas de Sombrerillo. Por primera vez después de mi salida de Londres me sentía absolutamente dueño de mi voluntad para acortar la distancia que me separaba de María. La certeza de que solamente me faltaban por hacer dos jornadas para terminar el viaje, hubiera sido bastante a hacerme reventar durante ellas cuatro mulas como la que cabalgaba. Lorenzo, experimentado de lo que resulta de tales afanes en tales caminos, trató de hacerme moderar algo el paso, y con el justo pretexto de servir de guía, se me colocó por delante a tiempo que faltaba poco para que coronáramos la cuesta. Cuando llegamos al Hormiguero, solamente la luna nos mostraba la senda. Me detuve porque Lorenzo había echado pie a tierra allí, lo cual tenía en alarma a los perros de la casa. Recostándose él sobre el cuello de mi mula, me dijo sonriendo: —¿Le parece bueno que durmamos aquí? Esta es buena gente y hay pasto para las bestias. —No seas flojo —le contesté—: yo no tengo sueño y las mulas están frescas. —No se afane —me observó tomándome el estribo—: lo que quiero es ventear estos judas, no sea que se nos achajuanen por estar tan ovachonas. Justo viene con mis mulas para Juntas —continuó descinchando la mía— y según me dijo ese muchacho que encontramos en la Puerta, debe toldar esta noche en Santana, si no consigue llegar a Hojas. Donde lo encontremos, tomamos chocolate e iremos a dormir un ratico por ahí donde se pueda. ¿Le gusta así? —Por supuesto: es necesario llegar a Cali mañana en la tarde. —No tanto: dando las siete en San Francisco iremos entrando; pero yendo a mi paso, porque de no, daremos gracias en llegar a San Antonio. Hablando y haciendo, bañaba los lomos de las mulas con buchadas de anisado. Sacó fuego de su eslabón y encendió cigarro; echó una reprimenda al muchacho, que venía atrasándose, porque dizque su mula era cueruda, y emprendimos nuevamente marcha mal despedidos por los gozques de la casita. No obstante que el camino estaba bueno, es decir, seco, no pudimos llegar a Hojas sino pasadas las diez. Sobre el plano que corona la cuesta blanqueaba una tolda. Lorenzo, fijándose en las mulas que ramoneaban en las orillas de la senda, dijo: —Ahí está Justo, porque aquí andan el Tamborero y el Frontino, que nunca desmanchan. —¿Qué gente es ésa? —le pregunté. —Pues machos míos. Silencio profundo reinaba en torno de la caravana arriera: un viento frío columpiaba los cañaverales y mandules de las faldas vecinas, avivando a veces las brasas amortiguadas de dos fogones inmediatos a la tolda. Junto a uno de ellos dormía enroscado un perro negro, que gruñó al sentirnos y ladró al reconocernos por extraños. —¡Avemaría! —gritó Lorenzo, dando así a los arrieros el saludo que entre ellos se acostumbraba al llegar a una posada—. ¡Calla, Barbillas! —agregó dirigiéndose al perro y echando pie a tierra. Un mulato alto y delgado salió de entre las barricadas de zurrones de tabaco, que tapiaban los dos costados de la tolda por donde ésta no llegaba hasta el suelo: era el caporal Justo. Vestía camisa de coleta con pretensiones a blusa corta, calzoncillos bombachos, y tenía la cabeza cubierta con un pañuelo atado a la nuca. —¡Olé!, ñor Lorenzo —dijo a su patrón reconociéndolo; y agregó—: ¿éste no es el niño Efraín? Correspondimos a sus saludos, Lorenzo con un pampeo en la espalda y una chanzoneta, yo lo más cariñosamente que el estropeo me lo permitía. —Apéense —continuó el caporal—; traerán cansada alguna mula. —Las tuyas serán las cansadas —le respondió Lorenzo— pues vienen a paso de hormiga. —Ahí verá que no. ¿Pero qué andan haciendo a estas horas? —Caminando mientras tú roncas. Déjate de conversar y manda al guión que nos atice unas brasas para hacer chocolate. Los otros arrieros se habían despertado, así como el negrito que debía atizar. Justo encendió un cabo de vela, y después de colocarlo en un plátano agujereado, tendió un cobijón limpio en el suelo para que yo me sentase. —¿Y hast’onde van ahora? —preguntó mientras Lorenzo sacaba de sus cojinetes provisiones para acompañar el chocolate. —A Santana —respondió—. ¿Cómo van las muletas? El hijo de la García me dijo al salir de Juntas que se te había cansado la rosilla. —Es la única maulona, pero ten con ten, ahí viene. —No vayas a sacar carga de fardos en ellas. —¡Tan fullero que era yo! Y qué buenas van a salir las condenadas: eso sí la Manzanilla me hizo en Santa Rosa una de toditicos los diablos: quien la ve tan tasajuda y es la más filática; pero ya va dando: con los atillos la traigo desde Platanares. La olleta del chocolate hirviendo entró en escena, y los arrieros a cual más listo ofrecieron sus matecillos de cintura para que lo tomásemos. —¡Válgame! —decía Justo mientras yo saboreaba aquel chocolate arrieramente hecho y servido, pero el más oportuno que me ha venido a las manos—. ¿Quién iba a conocer al niño Efraín? Al reventón llevará a ñor Lorenzo; ¿no? En cambio de su agua tibia de calabazo dimos a Justo y a sus mozos buen brandy, y nos dispusimos a marchar. —Las once irán siendo —dijo el caporal alzando a ver la luna, que bañaba con blanca luz las altivas lomas de los Chancos y Bitaco. Vi el reloj y efectivamente eran las once. Nos despedimos de los arrieros, y cuando nos habíamos alejado media cuadra de la tolda, llamó Justo a Lorenzo: éste me alcanzó pocos instantes después. LX Al día siguiente a las cuatro de la tarde llegué al alto de las Cruces. Apeéme para pisar aquel suelo desde donde dije adiós para mi mal a la tierra nativa. Volví a ver ese valle del Cauca, país tan bello cuanto desventurado yo... Tantas veces había soñado divisarlo desde aquella montaña, que después de tenerlo delante con toda su esplendidez, miraba a mi alrededor para convencerme de que en tal momento no era juguete de un sueño. Mi corazón palpitaba aceleradamente como si presintiese que pronto iba a reclinarse sobre él la cabeza de María; y mis oídos ansiaban recoger en el viento una voz perdida de ella. Fijos estaban mis ojos sobre las colinas iluminadas al pie de la sierra distante, donde blanqueaba la casa de mis padres. Lorenzo acababa de darme alcance trayendo del diestro un hermoso caballo blanco que había recibido en Tocotá para que yo hiciese en él las tres últimas leguas de la jornada. —Mira le dije cuando se disponía a ensillármelo, y mi brazo le mostraba el punto blanco de la sierra al cual no podía yo dejar de mirar—; mañana a esta hora estaremos allá. —¿Pero allá a qué? —respondió. —¡Cómo! —La familia está en Cali. —Tú no me lo habías dicho. ¿Por qué se han venido? —Justo me contó anoche que la señorita seguía muy mala. Lorenzo al decir esto no me miraba, y me pareció conmovido. Monté temblando en el caballo que él me presentaba ensillado ya, y el brioso animal empezó a descender velozmente y casi a vuelos por el pedregoso sendero. La tarde se apagaba cuando doblé la última cuchilla de las montañuelas. Un viento impetuoso de occidente zumbaba en torno de mí en los peñascos y malezas desordenando las abundantes crines del caballo. En el confín del horizonte a mi izquierda no blanqueaba ya la casa de mis padres sobre las faldas sombrías de la montaña; y a la derecha, muy lejos, bajo un cielo turquí, se descubrían lampos de la mole del Huila medio arropado por brumas flotantes. Quien aquello crió, me decía yo, no puede destruir aún la más bella de sus criaturas y lo que él ha querido que yo más ame. Y sofocaba de nuevo en mi pecho sollozos que me ahogaban. Ya dejaba a mi izquierda la pulcra y amena vega del Peñón, digna de su hermoso río y de mis gratos recuerdos de infancia. La ciudad acababa de dormirse sobre su verde y acojinado lecho: como bandadas de aves enormes que se cernieran buscando sus nidos, divisábanse sobre ella, abrillantados por la luna, los follajes de las palmeras. Hube de reunir todo el resto de mi valor para llamar a la puerta de la casa. Un paje abrió. Apeándome boté las bridas en sus manos y recorrí precipitadamente el zaguán y parte del corredor que me separaba de la entrada al salón: estaba oscuro. Me había adelantado pocos pasos en él cuando oí un grito y me sentí abrazado. —¡María! ¡Mi María! —exclamé estrechando contra mi corazón aquella cabeza entregada a mis caricias. —¡Ay!, ¡No, no, Dios mío! —interrumpióme sollozando. Y desprendiéndose de mi cuello cayó sobre el sofá inmediato: era Emma. Vestía de negro, y la luna acababa de bañar su rostro lívido y regado de lágrimas. Se abrió la puerta del aposento de mi madre en ese instante. Ella, balbuciente y palpándome con sus besos, me arrastró en los brazos al asiento donde Emma estaba muda e inmóvil. —¿Dónde está, pues, donde está? —grité poniéndome en pie. —¡Hijo de mi alma! —exclamó mi madre con el más hondo acento de ternura y volviendo a estrecharme contra su seno—: en el cielo. Algo como la hoja fría de un puñal penetró en mi cerebro: faltó a mis ojos luz y a mi pecho aire. Era la muerte que me hería... Ella, tan cruel e implacable, ¿por qué no supo herir?... |