Celebrada por escritores de registros tan dispares como Rubén Darío, Unamuno y Borges, la casi unánime consideración que la crítica ha tenido con María es tan






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títuloCelebrada por escritores de registros tan dispares como Rubén Darío, Unamuno y Borges, la casi unánime consideración que la crítica ha tenido con María es tan
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LV
Durante un año tuve dos veces cada mes cartas de María. Las últimas estaban llenas de melancolía tan profunda, que comparadas con ellas, las primeras que recibí parecían escritas en nuestros días de felicidad.

En vano había tratado de reanimarla diciéndole que esa tristeza destruiría su salud, por más que hasta entonces hubiese sido tan buena como me lo decía; en vano. “Yo sé que no puede faltar mucho para que yo te vea —me había contestado—; desde ese día ya no podré estar triste; estaré siempre a tu lado... No, no; nadie podrá volver a separarnos”.

La carta que contenía esas palabras fue la única de ella que recibí en dos meses.

En los últimos días de junio, una tarde se me presentó el señor A..., que acababa de llegar de París y a quien no había visto desde el pasado invierno.

—Le traigo a usted cartas de su casa —me dijo después de haber­nos abrazado.

—¿De tres correos?

—De uno solo. Debemos hablar algunas palabras antes —me observó reteniendo el paquete.

Noté en su semblante algo siniestro que me turbó.

—He venido —añadió después de haberse paseado silencioso algu­nos instantes por el cuarto— a ayudarle a usted a disponer su regreso a América.

—¡Al Cauca! —exclamé, olvidado por un momento de todo, menos de María y de mi país.

—Sí —me respondió— pero ya habrá usted adivinado la causa.

—¡Mi madre! —prorrumpí desconcertado.

—Está buena —respondió.

—¿Quién, pues? —grité asiendo el paquete que sus manos rete­nían.

—Nadie ha muerto.

—¡María! ¡María! —exclamé, como si ella pudiera acudir a mis voces, y caí sin fuerzas sobre el asiento.

—Vamos —dijo procurando hacerse oír el señor A...—; para esto fue necesaria mi venida. Ella vivirá si usted llega a tiempo. Lea usted las cartas, que ahí debe venir una de ella.

“Vente —me decía— ven pronto, o me moriré sin decirte adiós. Al fin me consienten que te confiese la verdad: hace un año que me mata hora por hora esta enfermedad de que la dicha me curó por unos días. Si no hubieran interrumpido esa felicidad, yo habría vivido para ti.

”Si vienes... sí, vendrás, porque yo tendré fuerzas para resis­tir hasta que te vea; si vienes hallarás solamente una sombra de tu María; pero esa sombra necesita abrazarte antes de desapare­cer. Si no te espero, si una fuerza más poderosa que mi voluntad me arrastra sin que tú me animes, sin que cierres mis ojos, a Emma le dejaré para que te lo guarde, todo lo que yo sé te será amable: las trenzas de mis cabellos, el guardapelo en donde están los tuyos y los de mi madre, la sortija que pusiste en mi mano en vísperas de irte, y todas tus cartas.

”Pero, ¿a qué afligirte diciéndote todo esto? Si vienes, yo me alentaré; si vuelvo a oír tu voz, si tus ojos me dicen un solo instante lo que ellos solo sabían decirme, yo viviré y volveré a ser como antes era. Yo no quiero morirme; yo no puedo morirme y dejarte solo para siempre”.

—Acabe usted —me dijo el señor A... recogiendo la carta de mi padre caída a mis pies—. Usted mismo conocerá que no podemos perder tiempo.

Mi padre decía lo que yo había sabido ya demasiado cruelmente. Quedábales a los médicos sólo una esperanza de salvar a María: la que les hacía conservar mi regreso. Ante esa necesidad mi padre no vaciló; ordenábame regresar con la mayor precipitud posible, y se disculpaba por no haberlo dispuesto así antes.

Dos horas después salí de Londres.
LVI

Hundíase en los confines nebulosos del Pacífico el Sol del vein­ticinco de julio, llenando el horizonte de resplandores de oro y rubí; persiguiendo con sus rayos horizontales hasta las olas azuladas que iban como fugitivas a ocultarse bajo las selvas sombrías de la costa. La Emilia López, a bordo de la cual venía yo de Panamá, fondeó en la bahía de Buenaventura después de haber jugueteado sobre la alfombra marina acariciada por las brisas del litoral.

Reclinado sobre el barandaje de cubierta, contemplé esas monta­ñas a vista de las cuales sentía renacer tan dulces esperanzas. Diez y siete meses antes rodando a sus pies, impulsado por las corrientes tumultuosas del Dagua, mi corazón había dicho un adiós a cada una de ellas, y su soledad y silencio habían armonizado con mi dolor.

Estremecida por las brisas, temblaba en mis manos una carta de María que había recibido en Panamá, la cual volví a leer a la luz del moribundo crepúsculo. Acaban de recorrerla mis ojos... Amari­llenta ya, aún parece húmeda con mis lágrimas de aquellos días.

“La noticia de tu regreso ha bastado a volverme las fuerzas. Ya puedo contar los días, porque cada uno que pasa acerca más aquel en que he de volver a verte.

”Hoy ha estado muy hermosa la mañana, tan hermosa como esas que no has olvidado. Hice que Emma me llevara al huerto; estuve en los sitios que me son más queridos en él; y me sentí casi buena bajo esos árboles, rodeada de todas esas flores, viendo correr el arroyo, sentada en el banco de piedra de la orilla. Si esto me sucede ahora, ¿cómo no he de mejorarme cuando vuelva a recorrerlo acompañada por ti?

”Acabo de poner azucenas y rosas de las nuestras al cuadro de la Virgen, y me ha parecido que ella me miraba más dulcemente que de costumbre y que iba a sonreír.

”Pero quieren que vayamos a la ciudad, porque dicen que allá podrán asistirme mejor los médicos: yo no necesito otro remedio que verte a mi lado para siempre. Yo quiero esperarte aquí: no quiero abandonar todo esto que amabas, porque se me figura que a mí me lo dejaste recomendado y que me amarías menos en otra parte. Suplicaré para que papá demore nuestro viaje, y mientras tanto llegarás, adiós”.

Los últimos renglones eran casi ilegibles.

El bote de la aduana, que al echar ancla la goleta, había salido de la playa, estaba ya inmediato.

—¡Lorenzo! —exclamé al reconocer a un amigo querido en el ga­llardo mulato que venía de pie en medio del Administrador y del jefe del resguardo.

—¡Allá voy! —contestó.

Y subiendo precipitadamente la escala, me estrechó en sus bra­zos.

—No lloremos —dijo enjugándose los ojos con una de las puntas de su manta y esforzándose por sonreír: nos están viendo y esos marineros tienen corazón de piedra.

Ya en medias palabras me había dicho lo que con mayor ansiedad deseaba yo saber: María estaba mejor cuando él salió de casa. Aunque hacía dos semanas que me esperaba en Buenaventura, no habían venido cartas para mí sino las que él trajo, seguramente porque la familia me aguardaba de un momento a otro.

Lorenzo no era esclavo. Compañero fiel de mi padre en los viajes frecuentes que éste hizo durante su vida comercial, era amado por toda la familia, y gozaba en casa fueros de mayordomo y conside­raciones de amigo. En la fisonomía y talante mostraba su vigor y franco carácter: alto y fornido, tenía la frente espaciosa y con entradas; hermosos ojos sombreados por cejas crespas y negras; recta y elástica nariz; bella dentadura, cariñosas sonrisas y barba enérgica.

Verificada la visita de ceremonia del Administrador al buque, la cual había precipitado suponiendo encontrarme en él, se puso mi equipaje en el bote, y yo salté a éste con los que regresaban, después de haberme despedido del capitán y de algunos de mis com­pañeros de viaje. Cuando nos acercábamos a la ribera, el horizon­te se había ya entenebrecido: olas negras, tersas y silenciosas pasaban meciéndonos para perderse de nuevo en la oscuridad: luciérnagas sinnúmero revoloteaban sobre el crespón rumoroso de las selvas de las orillas.

El Administrador, sujeto de alguna edad, obeso y rubicundo, era amigo de mi padre. Luego que estuvimos en tierra, me condujo a su casa y me instaló él mismo en el cuarto que tenía preparado para mí. Después de colgar una hamaca corozaleña, amplia y perfumada, salió, diciéndome antes:

—Voy a dar disposiciones para el despacho de tu equipaje, y otras más importantes y urgentes al cocinero, porque supongo que las bodegas y repostería de la Emilia no vendrían muy recargadas: me ha parecido hoy muy retozona.

Aunque el Administrador era padre de una bella e interesante familia establecida en el interior del Cauca, al hacerse cargo del destino que desempeñaba, no se había resuelto traerla al puerto, por mil razones que me tenía dadas y que yo, a pesar de mi inexperiencia, hallé incontestables. Las gentes porteñas le parecían cada día más alegres, comunicativas y despreocupadas; pero no encontraría grave mal en ello, puesto que después de algunos meses de permanencia en la costa, el mismo Administrador se había contagiado más que medianamente de aquella despreocupa­ción.

Después de un cuarto de hora que yo empleé en cambiar por otro mi traje de a bordo, el Administrador volvió a buscarme: traía ya en lugar de su vestido de ceremonia, pantalones y chaqueta de intachable blancura; su chaleco y corbata habían empezado una nueva temporada de oscuridad y abandono.

—Descansarás un par de días aquí antes de seguir tu viaje —dijo llenando dos copas con brandy que tomó de una hermosa frasquera.

—Pero es que yo no necesito ni puedo descansar —le observé.

—Toma el brandy; es un excelente Martell; o ¿prefieres otra cosa?

—Yo creí que Lorenzo tenía preparados bogas y canoas para madrugar mañana.

—Ya veremos. Conque ¿prefieres ginebra o ajenjo?

—Lo que usted guste.

—Salud, pues —dijo convidándome.

Y después de vaciar de un trago la copa:

—¿No es superior? —preguntó guiñando entrambos ojos; y produ­ciendo con la lengua y el paladar un ruido semejante al de un beso sonoro, añadió—: ya se ve que habrás saboreado el más añejo de Inglaterra.

—En todas partes abrasa el paladar. ¿Conque podré madrugar?

—Si todo es broma mía —respondió acostándose descuidadamente en la hamaca, limpiándose el sudor de la garganta y de la frente con un gran pañuelo de seda de India, fragante como el de una novia—. Conque abrasa ¿eh? Pues el agua y él son los únicos médicos que tenemos aquí, salvo mordedura de víbora.

—Hablemos de veras: ¿Qué es lo que usted llama su broma?

—La propuesta de que descanses, hombre. ¿Se te figura que tu padre se ha dormido para recomendarme tuviera todo preparado para tu marcha? Va para quince días que llegó Lorenzo, y hace ocho que están listos los bogas y ranchada la canoa. Lo cierto es que he debido ser menos puntual, y habría logrado de esa manera que te dejaras ajonjear por mí dos días.

—¡Cuánto le agradezco su puntualidad!

Rióse ruidosamente impulsando la hamaca para darse aire, dicién­dome al fin:

—¡Malagradecido!

—No es eso: usted sabe que no puedo, que no debo demorarme ni una hora más de lo indispensable; que es urgente que llegue yo a casa muy pronto...

—Sí, sí; es verdad; sería un egoísmo de mi parte —dijo ya serio.

—¿Qué sabe usted?

—La enfermedad de una de las señoritas... Pero recibirías las cartas que te envié a Panamá.

—Sí, gracias, a tiempo de embarcarme.

—¿No te dicen que está mejor?:

—Eso dicen.

—¿Y Lorenzo?

—Dice lo mismo.

Pasado un momento en que ambos guardábamos silencio, el Adminis­trador gritó incorporándose en la hamaca:

—¡Marcos, la comida!

Un criado entró luego a anunciarnos que la mesa estaba servida.

—Vamos —dijo mi huésped poniéndose en pie— hace hambre; si hubieras tomado el brandy tendrías un buen apetito. ¡Hola! —agregó a tiempo que entrábamos al comedor y dirigiéndose a un paje—: si vienen a buscarnos, di que no estamos en casa. Es necesario que te acuestes temprano para poder madrugar —me observó señalándome el asiento de la cabecera.

El y Lorenzo se colocaron a uno y otro lado mío.

—¡Diantre! —exclamó el Administrador cuando la luz de la hermosa lámpara de la mesa bañó mi rostro—: ¡qué bozo has traído!, si no fueras moreno se podría jurar que no sabes dar los buenos días en castellano. Se me figura que estoy viendo a tu padre cuando él tenía veinte años; pero me parece que eres más alto que él: sin esa seriedad, heredada sin duda de tu madre, creería estar con el judío la noche que por primera vez desembarcó en Quibdó. ¿No te parece Lorenzo?

—Idéntico —respondió éste.

—Si hubieras visto —continuó mi huésped dirigiéndose a él— el afán de nuestro inglesito luego que le dije que tendría que permanecer conmigo dos días... Se impacientó hasta decirme que mi brandy abrasaba no sé qué. ¡Caracoles!, temí que me regañara. Vamos a ver si te parece lo mismo este tinto, y si logramos que te haga sonreír. ¿Qué tal? —añadió después que probé el vino.

—Es muy bueno.

—Temblando estaba de que me le hicieras gesto porque es lo mejor que he podido conseguir para que tomes en el río.

La jovialidad del Administrador no flaqueó un instante durante dos horas. A las nueve permitió que me retirase, prometiéndome estar en pie a las cuatro de la mañana para acompañarme al embar­cadero. A darme las buenas noches, agregó:

—Espero que no te quejarás mañana de las ratas como la otra vez: una mala noche que te hicieron pasar les ha costado carísi­mo: les he hecho desde entonces guerra a muerte.
LVII

A las cuatro llamó el buen amigo a mi puerta, y hacía una hora que lo esperaba yo, listo ya para marchar. El, Lorenzo y yo nos desayunamos con brandy y café mientras los bogas conducían a las canoas mi equipaje, y poco después estábamos todos en la playa.

La Luna, grande y en su plenitud, descendía ya al ocaso, y al aparecer bajo las negras nubes que la habían ocultado, bañó las selvas distantes, los manglares de las riberas y la mar tersa y callada con resplandores trémulos y rojizos, como los que espar­cen los blandones de un féretro sobre el pavimento de mármol y los muros de una sala mortuoria.

—¿Y ahora hasta cuándo? —me dijo el Administrador correspon­diendo a mi abrazo de despedida con otro apretado.

—Quizá volveré muy pronto —le respondí.

—¿Regresas, pues, a Europa?

—Tal vez.

Aquel hombre tan festivo me pareció melancólico en ese momento.

Al alejarse de la orilla la canoa ranchada, en la cual íbamos Lorenzo y yo, grito:

—¡Muy buen viaje!

Y dirigiéndose a los dos bogas:

—¡Cortico! ¡Laureán!... cuidármelo mucho, cuidármelo como cosa mía.

—Sí, mi amo —contestaron a dúo los dos negros. A dos cuadras estaríamos de la playa, y creí distinguir el bulto blanco del Administrador, inmóvil en el mismo sitio en que acababa de abrazarme.

Los resplandores amarillentos de la luna, velados a veces, fúnebres siempre, nos acompañaron hasta después de haber entrado a la embocadura del Dagua.

Permanecía yo en pie a la puerta del rústico camarote, techumbre abovedada, hecha con matambas, bejucos y hojas de rabihorcado, que en el río llaman rancho. Lorenzo, después de haberme arregla­do una especie de cama sobre tablas de guadua bajo aquella nave­gante gruta, estaba sentado a mis pies con la cabeza apoyada sobre las rodillas y parecía dormitar. Cortico (o sea Gregorio, que tal era su nombre de pila bogaba cerca de nosotros refunfuñando a ratos la tonada de un bunde. El atlético cuerpo de Laureán se dibujaba como el perfil de un gigante sobre los últimos celajes de la Luna ya casi invisible.

Apenas si se oían el canto monótono y ronco de los bamburés en los manglares sombríos de las riberas y el ruido sigiloso de las corrientes, interrumpiendo aquel silencio solemne que rodea los desiertos en su último sueño, sueño siempre profundo como el del hombre en las postreras horas de la noche.

—Toma un trago, Cortico, y entona esa canción triste —dije al boga enano.

—¡Jesú!, mi amo, ¿le parece triste?

Lorenzo escanció de su chamberga pastusa cantidad más que sufi­ciente de anisado en el mate que el boga le presentó, y éste continuó diciendo:

—Será que el sereno me ha dado carraspera; —y dirigiéndose a su compañero—: compae Laureán, el branco que si quere despejá el pecho para que cantemo un baile alegrito.

—¡A probalo! —respondió el interpelado con voz ronca y sonora—: otro baile será el que va a empezar en el escuro. ¿Ya sabe?

—Po lo mesmo, señó.

Laureán saboreó el aguardiente como conocedor en la materia, murmurando:

—Del que ya no baja.

—¿Qué es eso del baile a oscuras? —le pregunté.

Colocándose en su puesto entonó por respuesta el primer verso del siguiente bunde, respondiéndole Cortico con el segundo, tras de lo cual hicieron pausa, y continuaron de la misma manera hasta dar fin a la salvaje y sentida canción.

Se no junde ya la luna;

Remá, remá.

¿Qué hará mi negra tan sola?

Llorá, llorá.

Me coge tu noche escura,

San Juan, San Juan.

Escura como mi negra,

Ni má, ni má.

La lú de su s’ojo mío

Der má, der má.

Lo relámpago parecen,

Bogá, bogá.

Aquel cantar armonizaba dolorosamente con la naturaleza que nos rodeaba; los tardos ecos de esas selvas inmensas repetían sus acentos quejumbrosos, profundos y lentos.

—No más bunde —dije a los negros aprovechándome de la última pausa.

—¿Le parece a su mercé mal cantao? —preguntó Gregorio, que era el más comunicativo.

—No, hombre, muy triste.

—¿La juga?

—Lo que sea.

—¡Alabao! Si cuando me cantan bien una juga y la baila con este negro Mariugenia... créame su mercé lo que le digo: hasta lo’ s’ángele del cielo zapatean con gana de bailala.

—Abra el ojo y cierre el pico, compae —dijo Laureán—; ¿ya oyó?

—¿Acaso soy sordo?

—Bueno, pué.

—Vamo a velo, señó.

Las corrientes del río empezaban a luchar contra nuestra embarca­ción. Los chasquidos de los herrones de las palancas, se oían ya. Algunas veces la de Gregorio daba un golpe en el borde de la canoa para significar que había que variar de orilla, y atravesábamos la corriente. Poco o poco fueron haciéndose densas las nieblas. Del lado del mar nos llegaba el retumbo de truenos lejanos. Los bogas no hablaban. Un ruido semejante al vuelo rumoroso de un huracán sobre las selvas venía en nuestro alcance. Gruesas gotas de lluvia empezaron a caer después.

Me recosté en la cama que Lorenzo me había tendido. Este quiso encender luz, pero Gregorio, que le vio frotar un fósforo, le dijo:

—No prenda vela, patrón, porque me deslumbro y se embarca la culebra.

La lluvia azotaba rudamente la techumbre del rancho. Aquella oscuridad y silencio eran gratos para mí después del trato forzado y de la fingida amabilidad usada durante mi viaje con toda clase de gentes. Los más dulces recuerdos, los más tristes pensamientos volvieron a disputarse mi corazón en aquellos instantes para reanimarlo o entristecerlo. Bastábanme ya cinco días de viaje para volver a tenerla en mis brazos y devolverle toda la vida que mi ausencia le había robado. Mi voz, mis caricias, mis ojos, que tan dulcemente habían sabido conmoverla en otros días, ¿no serían capaces de disputársela al dolor y a la muerte? Aquel amor ante el cual la ciencia se consideraba impotente, que la ciencia llamaba en su auxilio, debía poderlo todo.

Recorría, en mi memoria lo que me decía en sus últimas cartas: “La noticia de tu regreso ha bastado a volverme las fuerzas... Yo no puedo morirme y dejarte solo para siempre”.

La casa paterna en medio de sus verdes colinas, sombreada por sauces añosos, engalanada con rosales, iluminada por los resplan­dores del Sol al nacer, se presentaba a mi imaginación: eran los ropajes de María los que susurraban cerca de mí; la brisa del Zabaletas, la que movía mis cabellos; las esencias de las flores cultivadas por María, las que aspiraba yo... Y el desierto con sus aromas, sus perfumes y sus susurros era cómplice de mi deli­ciosa ilusión.

Detúvose la canoa en una playa de la ribera izquierda.

—¿Qué es? —pregunté a Lorenzo.

—Estamos en el Arenal.

—¡Oopa! Un guarda, qué contrabando va —gritó Cortico.

—¡Alto! —contestó un hombre, que debía estar en acecho, pues dio esa voz a pocas varas de la orilla.

Los bogas soltaron a dúo una estrepitosa carcajada, y no había puesto punto final a la suya Gregorio, cuando dijo:

—¡San Pablo bendito!, que casi me pica este cristiano. Cabo Ansermo, a busté lo va a matá un rumatismo metío entre un carri­zar. ¿Quién le contó que yo subía, señó?

—Bellaco —le respondió el guarda— las brujas. ¿A ver que lle­vas?

—Buque de gente.

Lorenzo había encendido luz, y el cabo entró al rancho, dando de paso al negro contrabandista una sonora palmada en la espalda a guisa de cariño. Luego que me saludó franca y respetuosamente, se puso a examinar la guía, y mientras tanto Laureán y Gregorio, en pampanilla, sonreían asomados a la boca del camarote.

El primer grito de Gregorio al llegar a la playa alarmó a todo el destacamento: dos guardas más con caras de mal dormidos, y arma­dos de carabinas como el que aguardaba agazapado bajo las male­zas, llegaron a tiempo de libación y despedida. La enorme cham­berga de Lorenzo tenía para todos, a lo cual se agregaba que debía estar deseosa de habérselas con otros menos desdeñosos que sus amos.

Había cesado la lluvia y empezaba a amanecer, cuando después de las despedidas y cuchufletas picantes sazonadas con risotadas y algo más, que se cruzaban entre mis bogas y los guardas, conti­nuamos viaje.

De allí para adelante las selvas de las riberas fueron ganando en majestad y galanura: los grupos de palmeras se hicieron más frecuentes: veíase la pambil de recta columna manchada de púrpu­ra; la milpesos frondosa brindando en sus raíces el delicioso fruto; la chontadura y la guatle; distinguiéndose entre todas la naidí de flexible tallo e inquieto plumaje, por un no sé qué de coqueto y virginal que recuerda talles seductores y esquivos. Las más con sus racimos medio defendidos aún por la concha que los había abrigado, todas con penachos color de oro, parecían con sus rumores dar la bienvenida a un amigo no olvidado. Pero aún falta­ban allí las bejucadas de rojos festones, las trepadoras de frágiles y lindas flores, las sedosas larvas y los aterciopelados musgos de los peñascos. El naguare y el piáunde, como reyes de la selva, empinaban sus copas sobre ella para divisar algo más grandioso que el desierto: la mar lejana.

La navegación iba haciéndose cada vez más penosa. Eran casi las diez cuando llegamos a Callelarga. En la ribera izquierda había una choza, levantada, como todas las del río, sobre gruesos estantillos de guayacán, madera que como es sabido, se petrifica en la humedad: así están los habitantes libres de las inundacio­nes, y menos en familia con las víboras, que por su abundancia y diversidad son el terror y pesadilla de los viajeros.

Mientras Lorenzo, guiado por los bogas, iba a disponer nuestro almuerzo en la casita, permanecí en la canoa preparándome para tomar un baño, cuya excelencia dejaban prever las aguas cristali­nas. Mas no había contado con los mosquitos, a pesar de que sus venenosas picaduras los hacen inolvidables. Me atormentaron a su sabor, haciéndole perder al baño que tomé la mitad de su orienta­lismo salvaje. El color y otras condiciones de la epidermis de los negros, los defienden sin duda de esos tenaces y hambrientos enemigos, pues seguí observando que apenas se daban por notifica­dos los bogas de su existencia.

Lorenzo me trajo el almuerzo a la canoa, ayudado por Gregorio, quien se las daba de buen cocinero, y me prometió para el día siguiente un tapado.

Debíamos llegar por la tarde a San Cipriano, y los bogas no se hicieron rogar para continuar el viaje, vigorizados ya por el tinto selecto del Administrador.

El Sol no desmentía ser de verano.

Cuando las riberas lo permitían, Lorenzo y yo, para desentumirnos o para disminuir el peso de la canoa en pasos de peligro confesa­dos por los bogas, andábamos por algunas de las orillas cortos trechos, operación que allí se llama playear; pero en tales casos el temor de tropezar con alguna guascama o de que alguna chonta se lanzase sobre nosotros, como los individuos de esa familia de serpientes negras, rollizas y de collar blanco lo acostumbran, nos hacía andar por las malezas más con los ojos que con los pies.

Era inútil averiguar si Laureán y Gregorio eran curanderos, pues apenas hay boga que no lo sea y que no lleve consigo colmillos de muchas clases de víboras y contras para varias de ellas, entre las cuales figuran el guaco, los bejucos atajasangre, siemprevi­va, zaragoza, y otras yerbas que no nombran y que conservan en colmillos de tigre y de caimán ahuecados. Pero eso no basta a tranquilizar a los viajeros, pues es sabido que tales remedios suelen ser ineficaces, y muere el que haya sido mordido, después de pocas horas, arrojando sangre por los poros, y con agonías espantosas.

Llegamos a San Cipriano. En la ribera derecha y en el ángulo formado por el río que da nombre al sitio, y por el Dagua, que parece regocijarse con su encuentro, estaba la casa, alzada sobre postes en medio de un platanal frondoso. No habíamos saltado todavía a la playa y ya Gregorio gritaba:

—¡Ña Rufina! ¡Aquí voy yo! —Y en seguida—: ¿Dónde cogió esta viejota?

—Buena tarde, ño Gregorio —respondió una negra joven, asomándo­se al corredor.

—Me tiene que da posada, porque traigo cosa buena.

—Sí, señó; suba pué.

—¿Mi compañero?

—En la Junta.

—¿Tío Bibiano?

—Asina no ma, ño Gregorio.

Laureán dio las buenas tardes a la casera y volvió a guardar su silencio acostumbrado.

Mientras los bogas y Lorenzo sacaban los trastos de la canoa, yo estaba fijo en algo que Gregorio, sin hacer otra observación, había llamado viejota: era una culebra gruesa como un brazo fornido, casi de tres varas de largo, de dorso áspero, color de hoja seca y salpicada de manchas negras; barriga que parecía de piezas de marfil ensambladas, cabeza enorme y boca tan grande como la cabeza misma, nariz arremangada y colmillos como uñas de gato. Estaba colgada por el cuello en un poste del embarcadero, y las aguas de la orilla jugaban con su cola.

—¡San Pablo! —exclamó Lorenzo fijándose en lo que yo veía—; ¡qué animalote! Rufina, que se había bajado a alabarme a Dios, observó riéndose, que más grandes las habían muerto algunas veces.

—¿Dónde encontraron ésta? —le pregunté.

—En la orilla, mi amo, allí en el chípero —me contestó señalán­dome un árbol frondoso distante treinta varas de la casa.

—¿Cuándo?

—A la madrugadita que se fue mi hermano a viaje, la topó armaa, y él la trajo para sacarle la contra. La compañera no estaba ahí, pero hoy la vi yo y él la topa mañana.

La negra me refirió en seguida que aquella víbora hacía daño de esta manera: agarrada de alguna rama o bejuco con una uña fuerte que tiene en la extremidad de la cola, endereza más de la mitad del cuerpo sobre las rocas del resto: mientras la presa que acecha no le pasa a distancia tal que solamente extendida en toda su longitud la culebra, pueda alcanzarla, permanece inmóvil, y conseguida esa condición, muerde a la víctima y la atrae a sí con una fuerza invencible: si la presa vuelve a alejarse a la distan­cia precisa, se repite el ataque hasta que la víctima expira: entonces se enrolla envolviendo el cadáver y duerme así por algunas horas. Casos han ocurrido en que cazadores y bogas se salvan de ese género de muerte asiéndole la garganta a la víbora con entrambas manos y luchando con ella hasta ahogarla, o arro­jándole una ruana sobre la cabeza; mas eso es raro, porque es difícil distinguirla en el bosque, por asemejarse armada a un tronco delgado en pie y ya seco. Mientras la verrugosa no halla de dónde agarrar su uña, es del todo inofensiva.

Rufina, señalándome el camino, subió con admirable destreza la escalera formada de un solo tronco de guayacán con muescas, y aun me ofreció la mano, entre risueña y respetuosa, cuando ya iba yo a pisar el pavimento de la choza, hecho de tablas picadas de pambil, negras y brillantes por el uso. Ella, con las trenzas de pasa esmeradamente atadas a la parte posterior de la cabeza, que no carecía de cierto garbo natural, follao de pancho azul y camisa blanca, todo muy limpio, candongas de higas azules y gargantilla de lo mismo, aumentada con escuditos y cavalongas, me pareció graciosamente original, después de haber dejado por tanto tiempo de ver mujeres de esa especie; y lo dejativo de su voz, cuya gracia consiste, en gentes de la raza, en elevar el tono en la sílaba acentuada de la palabra final de cada frase; lo movible de su talle y sus sonrisas esquivas, me recordaban a Remigia en la noche de sus bodas. Bibiano, padre de la núbil negra, que era un boga de poco más de cincuenta años, inutilizado ya por el reumatismo, resultado del oficio, salió a recibirme, el sombrero en la mano, y apoyándose en un grueso bastón de chonta: vestía calzones de bayeta amarilla y camisa de listado azul, cuyas faldas llevaba por fuera.

Componíase la casa, como que era una de las mejores del río, de un corredor, del cual, en cierta manera, formaba continuación la sala, pues las paredes de palma de ésta, en dos de los lados, apenas se levantaban a vara y media del suelo, presentando así la vista del Dagua por una parte y la del dorrnido y sombrío San Cipriano por la otra: a la sala seguía una alcoba, de la que se salía a la cocina, cuya hornilla estaba formada por un gran cajón de tablas de palma rellenado con tierra, sobre el cual descansaban las tulpas y el aparato para hacer el fufú. Sustenta­do sobre las vigas de la sala, había un tablado que la abovedaba en una tercera parte, especie de despensa en que se veían amari­llear hartones y guineos, adonde subía frecuentemente Rufina por una escalera más cómoda que la del patio. De una viga colgaban atarrayas y catangas, y estaban atravesadas sobre otras, muchas palancas y varas de pescar. De un garabato pendían un mal tambo­ril y una carrasca, y en un rincón estaba recostado el carángano, rústico bajo en la música de aquellas riberas.

Pronto estuvo mi hamaca colgada. Acostado en ella veía los montes distantes no hollados aún, que iluminaba la última luz amarilla de la tarde, y las ondas del Dagua pasar atornasoladas de azul, verde y oro. Bibiano, estimulado por mi franqueza y cariño, sentado cerca de mí, tejía crezneja para sombreros, fumando en su congola, conversándome de los viajes de su mocedad, de la difunta (su mujer), de la manera de hacer la pesca en corrales y de sus achaques. Había sido esclavo hasta los treinta años en la mina del Iró, y a esa, edad consiguió, a fuerza de penosos trabajos y de economías, comprar su libertad y la de su mujer, que había sobrevivido poco tiempo a su establecimiento en el Dagua.

Los bogas, con calzones ya, charlaban con Rufina; y Lorenzo, después de haber sacado sus comestibles refinados para acompañar el sancocho de nayo que nos estaba preparando la hija de Bibiano, había venido a recostarse silencioso en el rincón más oscuro de la sala.

Era casi de noche cuando se oyeron gritos de pasajeros en el río: Lorenzo bajó apresuradamente y regresó pocos momentos después diciendo que era el correo que subía; y había tomado noticia de que mi equipaje quedaba en Mondomo.

Pronto nos rodeó la noche con toda su pompa americana: las noches del Cauca, las de Londres, las pasadas en alta mar, ¿por qué no eran tan majestuosamente tristes como aquéllas?

Bibiano me dejó, creyéndome dormido, y fue a apurar la comida. Lorenzo encendió vela y preparó la mesita de la casa con el menaje de nuestra alforja.

A las ocho todos estaban, bien o mal, acomodados para dormir. Lorenzo, luego que me hubo acomodado con esmero casi maternal en la hamaca, se acostó en la suya.

—Taita —dijo Rufina desde su alcoba a Bibiano, que dormía con nosotros en la sala—: escuche su mercé la verrugosa cantando en el río.

En efecto, se oía hacia ese lado algo como el cocleo de una gallina enorme.

—Avísale a ño Laureán —continuó la muchacha— para que a la madrugada pasen con mañita.

—¿Ya oíte, hombre? —preguntó Bibiano.

—Sí, señó —respondió Laureán, a quien debía de tener despierto la voz de Rufina, pues según comprendí más tarde, era su novia.

—¿Qué es esto grande que vuela aquí? —pregunté a Bibiano, próximo ya a figurarme que sería alguna culebra alada.

El murciélago, amito —contestó—; pero no haya miedo que le pique durmiendo en la hamaca.

Los tales murciélagos son verdaderos vampiros que sangran en poco rato a quien llega a dejarles disponibles la nariz o las yemas de los dedos; y realmente se salvan de su chupadura los que duermen en hamaca.
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