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de helecho pintorescamente colocada, en el centro del patio. En la casa llamaban la atención a un mismo tiempo la sencillez, la limpieza y el orden: todo olía a cedro, madera de que estaban hechos los rústicos muebles, y florecían bajo los aleros macetas de claveles y narcisos con que la señora Luisa había embellecido la cabañita de su hija: en los pilares había testas de venados, y las patas disecadas de los mismos servían de garabatos en la sala y la alcoba. Tránsito me presentó, entre ufana y temerosa, la taza de café con leche, primer ensayo de las lecciones que había recibido de María; pero felicísimo ensayo, pues desde que lo probé conocí que rivalizaba con aquel que tan primorosamente sabía preparar Juan Angel. Braulio y yo fuimos a llamar a José y a la señora Luisa, para que almorzasen con nosotros. El viejo estaba acomodando en jigras las arracachas y verduras que debía mandar al mercado el día siguiente, y ella acabando de sacar del horno el pan de yuca que iba a servirnos para el almuerzo. La hornada había sido feliz como lo demostraban no solamente el color dorado de los esponjados panes, sino la fragancia tentadora que despedían. Almorzábamos todos en la cocina: Tránsito desempeñaba lista y risueña su papel de dueña de casa. Lucía me amenazaba con los ojos cada vez que le mostraba con los míos a su padre. Los campesinos, con una delicadeza instintiva, desechaban toda alusión a mi viaje, como para no amargar esas últimas horas que pasábamos juntos. Eran ya las once. José, Braulio y yo habíamos visitado el platanal nuevo, el desmonte que estaban haciendo y el maizal en filote. Reunidos nuevamente en la salita de la casa de Braulio, y sentados en banquitos alrededor de una atarraya, le poníamos las últimas plomadas; y la señora Luisa desgranaba con las muchachas maíz para pilar. Ellas y ellos sentían como yo, que se acercaba el momento temible de nuestra despedida. Todos guardábamos silencio. Debía de haber en mi rostro algo que los conmovía, pues esquivaban mirarme. Al fin, haciendo una resolución, me levanté, después de haber visto mi reloj. Tomé mi escopeta y sus arreos, y al colgarlos en uno de los garabatos de la salita, le dije a Braulio: —Siempre que aciertes un tiro bueno con ella, acuérdate de mí. El montañés no tuvo voz para darme las gracias. La señora Luisa, sentada aún, seguía desgranando la mazorca que tenía en las manos, sin cuidarse de ocultar su lloro. Tránsito y Lucía, en pie y recostadas a un lado y otro de la puerta, me daban la espalda. Braulio estaba pálido. José fingía buscar algo en el rincón de las herramientas. —Bueno, señora Luisa —le dije a la anciana inclinándome para abrazarla— rece usted mucho por mí. Ella se puso a sollozar sin responderme. En pie sobre el quicio de la puerta, junté en un solo abrazo sobre mi pecho las cabezas de las muchachas, quienes sollozaban mientras mis lágrimas rodaban por sus cabelleras. Cuando separándome de ellas me volví para buscar a Braulio y José, ninguno de los dos estaba en la salita; me esperaban en el corredor. —Yo voy mañana —me dijo José tendiéndome la mano. Bien sabíamos él y yo que no iría. Luego que me soltó de sus brazos Braulio, su tío me estrechó en los suyos, y enjugándose los ojos con la manga de la camisa, tomó el camino de la roza al mismo tiempo que empezaba yo a andar por el opuesto, seguido de Mayo, y haciendo una señal a Braulio para que no me acompañase. LII Descendía lentamente hasta el fondo de la cañada: sólo el canto lejano de las gurríes y el rumor del río turbaban el silencio de las selvas. Mi corazón iba diciendo un adiós a cada uno de esos sitios, a cada árbol del sendero, a cada arroyo que cruzaba. Sentado en la orilla del río veía rodar sus corrientes a mis pies, pensando en las buenas gentes a quienes mi despedida acababa de hacer derramar tantas lágrimas; y dejaba gotear las mías sobre las ondas que huían de mí como los días felices de aquellos seis meses. Media hora después llegué a la casa y entré al costurero de mi madre, en donde estaban solamente ella y Emma. Aun cuando haya pasado nuestra infancia, no por eso nos niega sus mimos una tierna madre: nos faltan sus besos; nuestra frente, marchita demasiado pronto quizá, no descansa en su regazo; su voz no nos aduerme; pero nuestra alma recibe las caricias amorosas de la suya. Más de una hora había pasado allí, y extrañado de no ver a María pregunté por ella. —Estuvimos con ella en el oratorio —me respondió Emma— ahora quiere que recemos cada rato; después se fue a la repostería: no sabrá que has vuelto. Nunca me había sucedido regresar a la casa sin ver a María pocos momentos después; y mucho temí que hubiese vuelto a caer en aquel abatimiento que tanto me desanimaba, y para vencer el cual la había visto haciendo en los últimos ocho días constantes esfuerzos. Pasada una hora, durante la cual estuve en mi cuarto, llamó Juan a la puerta para que fuera a comer. Al salir encontré a María apoyada en la reja del costurero que caía al corredor. —Mamá no te ha llamado —me dijo el niño riendo. —¿Y quién te ha enseñado a decir mentiras? —le respondí—: María no te perdonará ésta. —Ella fue la que me mandó —contestó Juan señalándola. Volvíme hacia María para averiguarle la verdad, pero no fue preciso, porque ella misma se acusaba con su sonrisa. Sus ojos brillantes tenían la apacible alegría que nuestro amor les había quitado; sus mejillas, el vivo sonrosado que las hermoseaba durante nuestros retozos infantiles. Llevaba un traje blanco, sobre cuya graciosa falda ondulaban las trenzas al más leve movimiento de su cintura o de sus pies, que jugaban con la alfombra. —¿Por qué estás triste y encerrado? —me dijo—: yo no he estado así hoy. —Tal vez sí —le respondí por tener pretexto para examinarla de cerca aproximándome a la reja que nos separaba. Ella bajó los ojos fingiendo anudar de nuevo los largos cordones de su delantal de gro azul; y cruzando luego las manos por detrás del talle, se recostó contra una hoja de la ventana diciéndome: —¿No es verdad? —Lo dudaba, porque como acabas de engañarme... —¡Vea qué engaño! ¿Y puede ser bueno estarte así encerrado para salir después hecho una noche? —Me gusta verte tan valiente. ¿Y será bueno dejarte ver dos horas después de que he llegado? —¿Y las doce son horas de venir de la montaña? También es que yo he estado muy ocupada. Pero te vi cuando venías bajando. Por más señas no traías escopeta, y Mayo se había quedado muy atrás. —Conque ¿muchas ocupaciones?, ¿qué has hecho? —De todo: algo bueno y algo malo. —A ver. —He rezado mucho. —Ya me decía Emma que a todas horas quieres que te acompañe a rezar. —Porque siempre que le cuento a la Virgen que estoy triste, ella me oye. —¿En qué lo conoces? —En que se me quita un poco esta tristeza y me da menos miedo pensar en tu viaje. Te llevarás tu Dolorosita, ¿no? —Sí. —Acompáñanos esta noche al oratorio y verás cómo es cierto lo que te digo. —¿Qué es lo otro que has hecho? —¿Lo malo? —Sí, lo malo. —¿Rezas esta noche conmigo y te cuento? —Sí. —Pero no se lo dirás a mamá, porque se enojaría. —Prometo no decírselo. —He estado aplanchando. —¿Tú? —Pues yo. —Pero, ¿cómo haces eso? —A escondidas de mamá. —Haces bien en ocultarte de ella. —Si lo hago muy rara vez. —Pero, ¿qué necesidad hay de estropear tus manos tan...? —¿Tan qué?... ¡Ah!, sí; ya sé. Fue que quise que llevaras tus más bonitas camisas aplanchadas por mí. ¿No te gusta? Sí me lo agradeces, ¿no? —¿Y quién te ha enseñado a aplanchar? ¿Cómo se te ha ocurrido hacerlo? —Un día que Juan Angel devolvió unas camisas a la criada encargada de eso, porque dizque a su amito no le parecían buenas, me fijé yo en ellas y le dije a Marcelina que yo iba a ayudarle para que te parecieran mejor. Ella creía que no tenían defecto, pero estimulada por mí, le quedaron ya siempre intachables, pues no volvió a suceder que las devolvieras, aunque yo no las hubiese tocado. —Yo te agradezco muchísimo todos esos cuidados; pero no me imaginé que tuvieras fuerzas ni manos para manejar una plancha. —Si es una muy chiquita, y envolviéndole bien el asa en un pañuelo, no puede lastimar las manos. —A ver cómo las tienes. —Buenecitas, pues. —Muéstramelas. —Si están como siempre. —Quién sabe. —Míralas. Las tomé en las mías y les acaricié las palmas, suaves como el raso. —¿Tienen algo? —me preguntó. —Como las mías pueden estar ásperas... —No las siento yo así. ¿Qué hiciste tú en la montaña? —Sufrir mucho. Nunca creí que se afligirían tanto con mi despedida, ni que me causara tanto pesar decirles adiós, particularmente a Braulio y a las muchachas. —¿Qué te dijeron ellas? —¡Pobres! Nada, porque las ahogaban sus lágrimas: demasiado decían las que no pudieron ocultarme... Pero no te pongas triste. He hecho mal en hablarte de esto. Que al recordar yo las últimas horas que pasemos juntos, te pueda ver como hoy, resignada, casi feliz. —Sí —dijo volviéndose para enjugarse los ojos—; yo quiero estar así... ¡Mañana, ya solamente mañana!... Pero como es domingo, estaremos todo el día juntos: leeremos algo de lo que nos leías cuando estabas recién venido; y debieras decirme cómo te agrada más verme, para vestirme de ese modo. —Como estás en este momento. —Bueno. Ya vienen a llamarte a comer... Ahora, hasta la tarde —agregó desapareciendo. Así solía despedirse de mí, aunque en seguida hubiésemos de estar juntos, porque lo mismo que a mí, le parecía que estando rodeados de la familia, nos hallábamos separados el uno del otro. LIII A las once de la noche del veintinueve me separé de la familia y de María en el salón. Velé en mi cuarto hasta que oí al reloj dar la una de la mañana, primera hora de aquel día tanto tiempo temido y que al fin llegaba; no quería que sus primeros instantes me encontrasen dormido. Con el mismo traje que tenía me recosté en la cama cuando dieron las dos. El pañuelo de María, fragante aún con el perfume que siempre usaba ella, ajado por sus manos y humedecido con sus lágrimas, recibía sobre la almohada las que rodaban de mis ojos como de una fuente que jamás debía agotarse. Si las que derramo aún, al recordar los días que precedieron a mi viaje, pudieran servir para mojar esta pluma al historiarlos; si fuera posible a mi mente tan sólo una vez, por un instante siquiera, sorprender a mi corazón todo lo doloroso de su secreto para revelarlo, las líneas que voy a trazar serían bellas para los que mucho han llorado, pero acaso funestas para mí. No nos es dable deleitarnos por siempre con un pesar amado: como las del dolor, las horas de placer se van. Si alguna vez nos fuese concedido detenerlas, María hubiera logrado hacer más lentas las que antecedieron a nuestra despedida. Pero, ¡ay!, todas, sordas a sus sollozos, ciegas ante sus lágrimas, volaron, y volaban prometiendo volver. Un estremecimiento nervioso me despertó dos o tres veces en que el sueño vino a aliviarme. Entonces mis miradas recorrían ese cuarto ya desmantelado y en desorden por los preparativos de viaje, cuarto donde esperé tantas veces las alboradas de días venturosos. Y procuraba conciliar de nuevo el sueño interrumpido, porque así volvía a verla tan bella y ruborosa como en las primeras tardes de nuestros paseos después de mi regreso; pensativa y callada como solía quedarse cuando le hacía mis primeras confidencias, en las cuales casi nada se habían dicho nuestros labios y tanto nuestras miradas y sonrisas; confiándome con voz queda y temblorosa los secretos infantiles de su castísimo amor; menos tímidos al fin sus ojos ante los míos, para dejarme ver en ellos su alma a trueque de que le mostrase la mía... El ruido de un sollozo volvía a estremecerme; el de aquel que mal ahogado había salido de su pecho esa noche al separarnos. No eran las cinco todavía cuando después de haberme esmerado en ocultar las huellas de tan doloroso insomnio, me paseaba en el corredor, oscuro aún. Muy pronto vi brillar luz en las rendijas del aposento de María, y luego oí la voz de Juan que la llamaba. Los primeros rayos del Sol al levantarse, trataban en vano de desgarrar la densa neblina que como un velo inmenso y vaporoso pendía desde las crestas de las montañas, extendiéndose flotante hasta las llanuras lejanas. Sobre los montes occidentales, limpios y azules, amarillearon luego los templos de Cali, y al pie de las faldas blanqueaban cual rebaños agrupados los pueblecillos de Yumbo y Vijes. Juan Angel, después de haberme traído el café y ensillado mi caballo negro, que impaciente ennegrecía con sus pisadas el gramal del pie del naranjo a que estaba atado, me esperaba lloroso, recostado contra la puerta de mi cuarto, con las polainas y los espolines en las manos: al calzármelos, su lloro caía en gruesas gotas sobre mis pies. —No llores —le dije, dando trabajosamente seguridad a mi voz—: cuando yo regrese, ya serás hombre, y no te volverás a separar de mí. Mientras tanto, todos te querrán mucho en casa. Era llegado el momento de reunir todas mis fuerzas. Mis espuelas resonaron en el salón, que estaba solo. Empujé la puerta entornada del costurero de mi madre, quien se lanzó del asiento en que estaba a mis brazos. Ella conocía que las demostraciones de su dolor podían hacer flaquear mi ánimo, y entre sollozo y sollozo trataba de hablarme de María y de hacerme tiernas promesas. Todos habían humedecido mi pecho con su lloro. Emma, que había sido la última, conociendo qué buscaba yo a mi alrededor al desasirme de sus brazos, me señaló la puerta del oratorio, y entré a él. Sobre el altar irradiaban su resplandor amarillento dos luces: María, sentada en la alfombra, sobre la cual resaltaba el blanco de su ropaje, dio un débil grito al sentirme, volviendo a dejar caer la cabeza destrenzada sobre el asiento en que la tenía reclinada cuando entré. Ocultándome así el rostro, alzó la mano derecha para que yo la tomase: medio arrodillado, la bañé en lágrimas y la cubrí de caricias; mas al ponerme en pie, como temerosa de que me alejase ya, se levantó de súbito para asirse sollozante de mi cuello. Mi corazón había guardado para aquel momento casi todas sus lágrimas. Mis labios descansaron sobre su frente... María, sacudiendo estremecida la cabeza, hizo ondular los bucles de su cabellera, y escondiendo en mi pecho la faz, extendió uno de los brazos para señalarme el altar. Emma, que acababa de entrar, la recibió inanimada en su regazo, pidiéndome con ademán suplicante que me alejase. Y obedecí. LIV Hacía dos semanas que estaba yo en Londres, y una noche recibí cartas de la familia. Rompí con mano trémula el paquete, cerrado con el sello de mi padre. Había una carta de María. Antes de desdoblarla, busqué en ella aquel perfume demasiado conocido para mí de la mano que lo había escrito: aún lo conservaba; en sus pliegues iba un pedacito de cáliz de azucena. Mis ojos nublados quisieron inútilmente leer las primeras líneas. Abrí uno de los balcones de mi cuarto, porque parecía no serme suficiente el aire que había en él... ¡Rosales del huerto de mis amores!... ¡montañas americanas, montañas mías...! ¡noches azules! La inmensa ciudad, rumorosa aún y medio embozada en su ropaje de humo, semejaba dormir bajo los densos cortinajes de un cielo plomizo. Una ráfaga de cierzo azotó mi rostro penetrando en la habitación. Aterrado junté las hojas del balcón; y solo con mi dolor, al menos solo, lloré largo tiempo rodeado de oscuridad. He aquí algunos fragmentos de la carta de María: “Mientras están de sobremesa en el comedor, después de la cena, me he venido a tu cuarto para escribirte. Aquí es donde puedo llorar sin que nadie venga a consolarme; aquí donde me figuro que puedo verte y hablar contigo. Todo está como lo dejaste, porque mamá y yo hemos querido que esté así: las últimas flores que puse en tu mesa han ido cayendo marchitas ya al fondo del florero: ya no se ve una sola; los asientos en los mismos sitios; los libros como estaban y abierto sobre la mesa el último en que leíste; tu traje de caza, donde lo colgaste al volver de la montaña la última vez; el almanaque del estante mostrando siempre ese 30 de enero ¡ay, tan temido, tan espantoso y ya pasado! Ahora mismo las ramas florecidas de los rosales de tu ventana entran como a buscarte y tiemblan al abrazarlas yo diciéndoles que volverás. ”¿Dónde estarás? ¿Qué harás en este momento? De nada me sirve haberte exigido tantas veces me mostraras en el mapa cómo ibas a hacer el viaje, porque no puedo figurarme nada. Me da miedo pensar en ese mar que todos admiran, y para mi tormento te veo siempre en medio de él. Pero después de tu llegada a Londres vas a contármelo todo: me dirás cómo es el paisaje que rodea la casa en que vives; me describirás minuciosamente tu habitación, sus muebles, sus adornos; me dirás qué haces todos los días, cómo pasas las noches, a qué horas estudias, en cuáles descansas, cómo son tus paseos, y en qué ratos piensas más en tu María. Vuélveme a decir qué horas de aquí corresponden a las de allá, pues se me ha olvidado. ”José y su familia han venido tres veces desde que te fuiste. Tránsito y Lucía no te nombran sin que se les llenen los ojos de lágrimas; y son tan dulces y cariñosas conmigo, tan finas si me hablan de ti, que apenas es creíble. Ellas me han preguntado si a donde estás tú llegan cartas que se te escriban, y alegres al saber que sí, me han encargado te diga en su nombre mil cosas. ”Ni Mayo te olvida. Al día siguiente de tu marcha recorría desesperado la casa y el huerto buscándote. Se fue a la montaña, y a la oración, cuando volvió, se puso a aullar sentado en el cerrito de la subida. Lo vi después acostado a la puerta de tu cuarto: se la abrí, y entró lleno de gusto; pero no encontrándote después de haber husmeado por todas partes, se me acercó otra vez triste, y parecía preguntarme por ti con los ojos, a los que sólo les faltaba llorar; y al nombrarte yo, levantó la cabeza como si fuera a verte entrar. ¡Pobre! Se figura que te escondes de él como lo hacías algunas veces para impacientarlo, y entra a todos los cuartos andando paso a paso y sin hacer el menor ruido, esperando sorprenderte. ”Anoche no concluí esta carta porque mamá y Emma vinieron a buscarme; ellas creen que me hace daño estar aquí, cuando si me impidieran estar en tu cuarto, no sé qué haría. ”Juan se despertó esta mañana preguntándome si habías vuelto, porque dormida me oye nombrarte. ”Nuestra mata de azucenas ha dado la primera, y dentro de esta carta va un pedacito. ¿No es verdad que estás seguro de que nunca dejará de florecer? Así necesito creer, así creo que la de rosas dará las más lindas del jardín”. |