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Una de las esclavas de Nay y tres de los jefes Kombu-Manez eran los últimos compañeros que le quedaban, y de éstos sucumbió otro más la misma mañana en que hubo de acercarse el buque a una costa que entendió Nay llamarse Darién. A favor de un fuerte viento norte y de la marejada, el bergantín se internó en el golfo y se colocó cautamente a poca distancia de Pisisí. Entrada la noche, el capitán hizo poner en una lancha a Nay con los tres esclavos restantes, y embarcándose él también, dio orden a los marineros que debían manejarla para que se dirigiesen a cierto punto luminoso que señaló en la costa. Pronto estuvieron en tierra. Los esclavos fueron maniatados con cuerdas antes de desembarcar, y guiando uno de los marineros, siguieron por corto tiempo una senda montuosa. Al llegar a cierto punto, el capitán dio una señal particular con un silbato, y continuaron avanzando. Repetida la seña, fue contestada por otra semejante cuando ya divisaban, medio oculta entre los follajes de frondosos árboles, una casa, en cuyo corredor se vio luego a un hombre blanco, que con una luz en la mano, se hacía sombra en los ojos con la otra tratando de distinguir a los recién venidos que se acercaban. Pero los amenazantes ladridos de algunos perros enormes impedían a los viajeros adelantar. Aquietados aquéllos por las voces de su amo y de algunos sirvientes, pudo el capitán subir la escalera de la casa, edificada sobre estantillos, y después de abrazarse con el dueño, trabaron diálogo, durante el cual el capitán hablaba sin duda de los esclavos, pues los señalaba frecuentemente. Dieron orden para que subiesen éstos, y a ese tiempo salió al corredor una mujer joven, blanca y bastante bella, a quien saludó cordialmente el marino. El dueño de casa no pareció satisfecho después del examen que hizo de los tres compañeros de Nay; pero al fijarse en ésta, se detuvo hablando con la mujer blanca en un idioma más dulce que el que había usado hasta entonces; y más musical pareció éste al responderle ella, dejando ver a Nay en sus miradas una compasión que agradeció. Era el dueño de casa un irlandés llamado William Sardick, establecido hacía dos años en el golfo de Urabá, no lejos de Turbo, y su esposa, a quien Nay oyó nombrar Gabriela, una mestiza, cartagenera de nacimiento. XLIII Explotábanse en aquel tiempo muchas minas de oro en el Chocó; y si se tiene en cuenta el rudimental sistema empleado para elaborarlas, bien merecen ser calificados de considerables sus productos. Los dueños ocupaban cuadrillas de esclavos en tales trabajos. Introducíanse por el Atrato la mayor parte de las mercancías extranjeras que se consumían en el Cauca, y naturalmente las destinadas a expenderse en el Chocó. Los mercados de Kingston y de Cartagena eran los más frecuentados por los comerciantes importadores. Existía en Turbo una bodega. Esto indicado, es fácil estimar cuán tácticamente había Sardick establecido su residencia: las comisiones de muchos negociantes; la compra de oro y el frecuente cambio que con los Cunas ribereños hacía de carey, tagua, pieles, cacao y caucho, por sales, aguardiente, pólvora, armas y baratijas, eran, sin contar sus utilidades como agricultor, especulaciones bastante lucrativas para tenerlo satisfecho y avivarle la risueña esperanza de regresar rico a su país, de donde había venido miserable. Servíale de poderoso auxiliar su hermano Thomas, establecido en Cuba y capitán del buque negrero que he seguido en su viaje. Descargado el bergantín de los efectos que en aquella ocasión traía y que a su arribo al puerto de La Habana había recibido, y ocupado con producciones indígenas, almacenadas por William durante algunos meses, todo lo cual fue ejecutado en dos noches y con el mayor sigilo por los sirvientes de los contrabandistas, el capitán se dispuso a partir. Aquel hombre que tan despiadadamente había tratado a los compañeros de Nay, desde el día en que al levantar un látigo sobre ella la vio desplomarse inerte a su pies, le dispensó toda la consideración de que su recia índole era capaz. Comprendiendo Nay que el capitán iba a embarcarse, no pudo sofocar sus sollozos y lamentos, suponiéndose que aquel hombre volvería a ver pronto las costas de Africa, de donde la había arrebatado. Acercóse a él, le pidió de rodillas y con ademanes que no la dejara, besóle los pies, e imaginando en su dolor que podría comprenderla, le dijo: —Llévame contigo. Yo seré tu esclava; buscaremos a Sinar, y así tendrás dos esclavos en vez de uno... Tú que eres blanco y que cruzas los mares, sabrás dónde está y podremos hallarlo... Nosotros adoramos al mismo dios que tú, y te seremos fieles, con tal que no nos separes jamás. Debía estar bella en su doloroso frenesí. El marino la contempló en silencio: plególe los labios una sonrisa extraña que la rubia y espesa barba que acariciaba no alcanzó a velar, pasóle por la frente una sombra roja, y sus ojos dejaron ver la mansedumbre de los del chacal cuando lo acaricia la hembra. Por fin, tomándole una mano y llevándola contra el pecho, le dio a entender que si prometía amarlo partirían juntos. Nay, altiva como una reina, se puso en pie, dio la espalda al irlandés y entró al aposento inmediato. Ahí la recibió Gabriela, quien después de indicarle temerosa que guardase silencio, le significó que había obrado bien y le prometió amarla mucho. Como después de señalarle el cielo le mostró un crucifijo, quedó asombrada al ver a Nay caer de rodillas ante él, y orar sollozando cual si pidiese a Dios lo que los hombres le negaban. Transcurridos seis meses, Nay se hacía entender ya en castellano, merced a la constancia con que se empeñaba Gabriela en enseñarle su lengua. Esta sabía ya cómo se había convertido la africana; y lo que había logrado comprenderle de su historia, la interesaba más y más en su favor. Pero casi a ninguna hora estaban sin lágrimas los ojos de la hija de Magmahú: el canto de alguna ave americana que le recordaba las de su país, o la vista de flores parecidas a las de los bosques de Gambia avivaban su dolor y la hacían gemir. Como durante los cortos viajes del irlandés le permitía Gabriela dormir en su aposento, habíale oído muchas veces llamar en sueños a su padre y a su esposo. Las despedidas de los compañeros de infortunio habían ido quebrantando el corazón de esclava, y al fin llegó el día en que se despidió del último. Ella no había sido vendida, y era tratada con menos crueldad, no tanto porque la amparase el afecto de su ama, sino porque la desventurada iba a ser madre, y su señor esperaba realizarla mejor una vez que naciera el manumiso. Aquel avaro negociaba de contrabando con sangre de reyes. Nay había resuelto que el hijo de Sinar no fuera esclavo. En una ocasión en que Gabriela le hablaba del cielo, usó de toda su salvaje franqueza para preguntarle: —Los hijos de los esclavos, si mueren bautizados, ¿pueden ser ángeles? La criolla adivinó el pensamiento criminal que Nay acariciaba, y se resolvió a hacerle saber que en el país en que estaba, su hijo sería libre cuando cumpliera dieciocho años. Nay respondió solamente en tono de lamento: —¡Dieciocho años! Dos meses después dio a luz a un niño, y se empeñó en que se le cristianara inmediatamente. Así que acarició con el primer beso a su hijo, comprendió que Dios le enviaba con él un consuelo; y orgullosa de ser madre del hijo de Sinar, volvieron a sus labios las sonrisas que parecían haber huido de ellos para siempre. Un joven inglés que regresaba de las Antillas al interior de Nueva Granada descansó por casualidad en aquellos meses en la casa de Sardick antes de emprender la penosa navegación del Atrato. Traía consigo una preciosa niña de tres años a quien parecía amar tiernamente. Eran ellos mi padre y Ester, la cual empezaba apenas a acostumbrarse a responder a su nuevo nombre de María. Nay supuso que aquella niña era huérfana de madre, y le cobró particular cariño. Mi padre temía confiársela, a pesar de que María no estaba contenta sino en los brazos de la esclava o jugando con su hijo; pero Gabriela lo tranquilizó contándole lo que ella sabía de la historia de la hija de Magmahú, relación que conmovió al extranjero. Comprendió éste la imprudencia cometida por la esposa de Sardick al hacerle sabedor de la fecha en que había sido traída la africana a tierra granadina, puesto que las leyes del país prohibían desde 1821 la importación de esclavos; y en tal virtud, Nay y su hijo eran libres. Mas guardóse bien de dar a conocer a Gabriela el error cometido, y esperó una ocasión favorable para proponer a William le vendiera a Nay. Un norteamericano que regresaba a su país después de haber realizado en Citará un cargamento de harina, se detuvo en casa de Sardick, esperando para continuar su viaje la llegada a Pisisí de los botes que venían de Cartagena conduciendo las mercancías que importaba mi padre. El yanqui vio a Nay, y pagado de su gentileza, habló a William durante la comida del deseo que tenía de llevar una esclava de bellas condiciones, pues que la solicitaba con el fin de regalarla a su esposa. Nay le fue ofrecida, y el norteamericano, después de regatear el precio una hora, pesó al irlandés ciento cincuenta castellanos de oro en pago de la esclava. Nay supo en seguida por Gabriela, al referirle ésta que estaba vendida, que esa pequeña porción de oro, pesada por los blancos a su vista, era el precio en que la estimaban; y sonrió amargamente al pensar que la cambiaban por un puñado de tíbar. Gabriela no le ocultó que en el país adonde la llevaban el hijo de Sinar sería esclavo. Nay se mostró indiferente a todo; pero en la tarde, cuando al ponerse el Sol se paseaba mi padre por la ribera del mar llevando de la mano a María, se acercó a él con su hijo en los brazos: en la fisonomía de la esclava aparecía una mezcla tal de dolor e ira salvaje, que sorprendió a mi padre. Cayendo de rodillas a sus pies, le dijo en mal castellano: —Yo sé que en ese país adonde me llevan, mi hijo será esclavo: si no quieres que lo ahogue esta noche, cómprame; yo me consagraré a servir y querer a tu hija. Mi padre allanó todo con dinero. Firmado por el norteamericano el nuevo documento de venta con todas las formalidades apetecibles, mi padre escribió a continuación una nota en él, y pasó el pliego a Gabriela para que Nay la oyese leer. En esas líneas renunciaba al derecho de propiedad que pudiera tener sobre ella y su hijo. Impuesto el yanqui de lo que el inglés acababa de hacer, le dijo admirado: —No puedo explicarme la conducta de usted. ¿Qué gana esta negra con ser libre? —Es —le respondió mi padre— que yo no necesito una esclava sino un aya que quiera mucho a esta niña. Y sentando a María sobre la mesa en que acababa de escribir, hizo que ella le entregase a Nay el papel, diciendo él al mismo tiempo a la esposa de Sinar estas palabras: —Guarda bien esto. Eres libre para quedarte o ir a habitar con mi esposa y mis hijos en el bello país en que viven. Ella recibió la carta de libertad de manos de María, y tomando a la niña en los brazos, la cubrió de besos. Asiendo después una mano de mi padre, tocóla con los labios, y la acercó llorando a los de su hijo. Así fueron a habitar en la casa de mis padres Feliciana y Juan Angel. A los tres meses, Feliciana, hermosa otra vez y conforme en su infortunio cuanto era posible, vivía con nosotros amada de mi madre, quien la distinguió siempre con especial afecto y consideración. En los últimos tiempos, por su enfermedad, y más, por ser aparente para ello, cuidaba en Santa R... del huerto y la lechería; pero el principal objeto de su permanencia allí era recibirnos a mi padre y a mí cuando bajábamos de la sierra. Niños María y yo, en los momentos en que Feliciana era más complaciente con nosotros, solíamos acariciarla llamándola Nay; pero pronto notamos que se entristecía si le dábamos ese nombre. Alguna vez que, sentada a la cabecera de mi cama, a prima noche, me entretenía con uno de sus fantásticos cuentos, se quedó silenciosa luego que lo hubo terminado; y yo creí notar que lloraba. —¿Por qué lloras? —le pregunté. —Así que seas hombre —me respondió con su más cariñoso acento— harás viajes y nos llevarás a Juan Angel y a mí; ¿no es cierto? —Sí, sí —le contesté entusiasmado—: iremos a la tierra de esas princesas lindas de tus historias... me las mostrarás... ¿Cómo se llama? —Africa —contestó. Yo me soñé esa noche con palacios de oro y oyendo músicas deliciosas. XLIV El cura había administrado los sacramentos a la enferma. Dejando el médico a la cabecera, monté para ir al pueblo a disponer lo necesario para el entierro y a poner en el correo aquella carta fatal dirigida al señor A... Cuando regresé, Feliciana parecía menos quebrantada, y el médico había concebido una ligera esperanza. Ella me preguntó por cada uno de los de la familia, y al mencionar a María, dijo: —¡Quién pudiera verla antes de morir! ¡Yo le habría recomendado tanto a mi hijo! Y luego, como para satisfacerme por la preferencia que manifestaba hacia ella, agregó: —Si no hubiera sido por la niña, ¿qué sería de él y de mí? La noche fue muy mala para la enferma. Al día siguiente, sábado, a las tres de la tarde, el médico entró a mi cuarto diciéndome: —Morirá hoy. ¿Cómo se llamaba el marido de Feliciana? —Sinar —le respondí. —¡Sinar! ¿Y qué se ha hecho? En el delirio pronuncia ese nombre. No tuve la condescendencia de tratar de enternecer al doctor refiriéndole las aventuras de Nay, y pasé a la habitación de ella. El médico decía la verdad: iba a morir y sus labios pronunciaban sólo ese nombre cuya elocuencia no podían medir las esclavas que la rodeaban, ni aún su mismo hijo. Me acerqué para decirle de modo que pudiese oírme: —¡Nay! ¡Nay!... Abrió los ojos enturbiados ya. —¿No me conoces? Hizo con la cabeza una señal afirmativa. —¿Quieres que te lea algunas oraciones? Hizo la misma señal. Eran las cinco de la tarde cuando hice que alejaran a Juan Angel del lecho de su madre. Aquellos ojos que tan hermosos habían sido, giraban amarillentos y ya sin luz en las órbitas ahuecadas: la nariz se le había afilado: los labios, graciosos aunque ligeramente gruesos, retostados ahora por la fiebre, dejaban ver los dientes que ya no humedecían: con las manos crispadas sostenía sobre el pecho un crucifijo, y se esforzaba en vano por pronunciar el nombre de Jesús, que yo le repetía; nombre del único que podía devolverle a su esposo. Había anochecido cuando expiró. Luego que las esclavas la vistieron y colocaron en un ataúd, cubierta desde la garganta hasta los pies de un lino blanco, fue puesta en una mesa enlutada, en cuyas cuatro esquinas había cirios encendidos. Juan Angel a la cabecera de la mesa derramaba lágrimas sobre la frente de su madre y de su pecho enronquecido por los sollozos salían lastimeros alaridos. Mandé orden al capitán de la cuadrilla de esclavos para que aquella noche la trajese a rezar en casa. Fueron llegando silenciosos, y ocupando los varones y niños toda la extensión del corredor occidental; las mujeres se arrodillaron en círculo alrededor del féretro; y como las ventanas del cuarto mortuorio caían al corredor, ambos grupos rezaban a un mismo tiempo. Terminado el rosario, una esclava entonó la primera estrofa de una de esas salves llenas de la dolorosa melancolía y los desgarradores lamentos de algún corazón esclavo que oró. La cuadrilla repetía en coro cada estrofa cantada, armonizándose las graves voces de los varones con las puras y dulces de las mujeres y de los niños. Estos son los versos que de aquel himno he conservado en la memoria: En oscuro calabozo cuya reja al sol ocultan Negros y altos murallones Que las prisiones circundan; En que sólo las cadenas Que arrastro, el silencio turban De esta soledad eterna Donde ni el viento se escucha... Muero sin ver tus montañas ¡Oh patria!, donde mi cuna Se meció bajo los bosques Que no cubrirán mi tumba. Mientras sonaba el canto, las luces del féretro hacían brillar las lágrimas que rodaban por los rostros medio embozados de las esclavas, y yo procuraba inútilmente ocultarles las mías. La cuadrilla se retiró, y solamente quedaron unas pocas mujeres que debían turnarse para orar toda la noche, y dos hombres para que preparasen las andas en que la muerta debía ser conducida al pueblo. Estaba muy avanzada la noche cuando logré que Juan Angel se durmiera rendido por su dolor. Me retiré luego a mi cuarto; pero el rumor de las voces de las mujeres que rezaban y el golpe de los machetes de los esclavos que preparaban la parihuela de guaduas me despertaban cada vez que había conciliado el sueño. A las cuatro, Juan Angel dormía aún. Los ocho esclavos que conducían el cadáver, y yo, nos pusimos en marcha. Había dado orden al mayordomo Higinio para que hiciera al negrito esperarme en casa, por evitarle el lance terrible de despedirse de su madre. Ninguno de los que acompañábamos a Feliciana pronunció una sola palabra durante el viaje. Los campesinos que conduciendo víveres al mercado nos dieron alcance extrañaban aquel silencio, por ser costumbre entre los aldeanos del país el entregarse a una repugnante orgía en las noches que ellos llaman de velorio, noches en las cuales los parientes y vecinos del que ha muerto se reúnen en la casa de los dolientes, so pretexto de rezar por el difunto. Una vez que las oraciones y misas mortuorias se terminaron, nos dirigimos con el cadáver al cementerio. Ya la fosa estaba acabada. Al pasar con él bajo la portada del campo santo, Juan Angel, que había burlado la vigilancia de Higinio para correr en busca de su madre, nos dio alcance. Colocado el ataúd en el borde de la huesa, se abrazó de él como para impedir que se lo ocultasen. Fue necesario acercarme a él y decirle, mientras lo acariciaba enjugándole las lágrimas: —No es tu madre esa que ves allí; ella está en el cielo y Dios no puede perdonarte esa desesperación. —¡Me dejó solo! ¡Me dejó solo! —repetía el infeliz. —No, no —le respondí—: aquí estoy yo, que te he querido y te querré siempre mucho: te quedan María, mi madre, Emma... y todas te servirán de madres. El ataúd estaba ya en el fondo de la fosa; uno de los esclavos le echó encima la primera palada de tierra. Juan Angel, abalanzándose casi colérico hacia él, le cogió a dos manos la pala, movimiento que nos llenó de penoso estupor a todos. A las tres de la tarde del mismo día, dejando una cruz sobre la tumba de Nay, nos dirigimos su hijo y yo a la hacienda de la sierra30. XLV Pasados unos días, empezó a calmarse el pesar que la muerte de Feliciana había causado en los ánimos de mi madre, Emma y María, sin que por eso dejase de ser ella el tema frecuente de nuestras conversaciones. Todos procurábamos aliviar a Juan Angel con nuestros cuidados y afectos, siendo esto lo mejor que podíamos hacer por su madre. Mi padre le hizo saber que era completamente libre, aunque la ley lo pusiese bajo su cuidado por algunos años, y que en adelante debía considerarse solamente como un criado de nuestra casa. El negrito, que ya tenía noticia de mi próximo viaje, manifestó que lo único que deseaba era que le permitieran acompañarme, y mi padre le dio alguna esperanza de complacerlo. A pesar de lo sucedido la noche víspera de mi marcha a Santa R... María continuaba siendo para conmigo solamente lo que había sido hasta entonces: aquel casto misterio que había velado nuestro amor, lo velaba aún. Apenas nos tomábamos la libertad de pasear algunas veces solos en el jardín y en el huerto. Olvidados entonces de mi viaje, retozaba ella a mi alrededor, recogiendo flores que ponía en su delantal para venir después a mostrármelas, dejándome escoger las más bellas para mi cuarto, y disputándome algunas que fingía querer reservar para el oratorio. Ayudábale yo a regar sus eras predilectas, para lo cual se recogía las mangas dejando ver sus brazos, sin advertir qué tan hermosos me parecían. Nos sentábamos a la orilla del derrumbo, coronado de madreselvas, desde donde veíamos hervir y serpentear las corrientes del río en el fondo profundo y montuoso de la vega. Afanábase otras veces por hacerme distinguir sobre los lampos de oro que el Sol dejaba al ocultarse, leones dormidos, caballos gigantes, ruinas de castillos de jaspe y lapislázuli, y cuanto se complacía en forjar con entusiasmo infantil. Pero si la más leve circunstancia nos hacía pensar en el viaje temido, su brazo no se desenlazaba del mío y deteniéndose en ciertos sitios, me buscaban sus miradas húmedas, después de espiar en ellos algo invisible para mí. Una tarde, ¡hermosa tarde que vivirá siempre en mi memoria!, la luz de los arreboles moribundos del ocaso se confundía bajo un cielo color de lila con los rayos de la luna naciente, blanqueados como los de una lámpara al cruzar un globo de alabastro. Los vientos bajaban retozando de las montañas a las llanuras: las aves buscaban presurosas sus nidos en los follajes de los sotos. Los bucles de la cabellera de María, que recorría lentamente el jardín asida de mi brazo con entrambas manos, me habían acariciado la frente más de una vez; ella había intentado reclinar la sien sobre mi hombro; nada nos decíamos... De repente se detuvo en el extremo de una calle de rosales; miró por algunos instantes hacia la ventana de mi cuarto, y volvió a mí los ojos para decirme: —Aquí fue; así estaba yo vestida... ¿Lo recuerdas? —¡Siempre, María, siempre!... —le respondí cubriéndole las manos de besos. —Mira: aquella noche me desperté temblando, porque soñé que hacías eso que haces ahora... ¿Ves este rosal recién sembrado? Si me olvidas, no florecerá; pero si sigues siendo como eres, dará las más lindas rosas, y se las tengo prometidas a la Virgen con tal que me haga conocer por él si eres bueno siempre. Sonreí enternecido por tanta inocencia. —¿No crees que será así? —me preguntó seria. Creo que la Virgen no necesitará de tantas rosas. Hizo que nos acercáramos a la ventana de mi cuarto. Una vez allí, desenlazó su brazo del mío: se dirigió al arroyo, distante unos pasos, anudándose en la cintura el pañolón; y trayendo agua en el hueco de las manos juntas, se arrodilló a mis pies para dejarla caer a gotas sobre una cebollita retoñada, diciéndome: —Es una mata de azucenas de la montaña. —¿Y la has sembrado ahí? —Porque aquí... —Ya lo sé, pero esperaba que lo hubieras olvidado. —¿Olvidar? ¡Cómo es tan fácil olvidar! —me dijo sin levantarse ni mirarme. Su cabellera rodaba destrenzada hasta el suelo, y el viento hacía que algunos de sus bucles tocaran las blancas mosquetas de un rosal inmediato. —¿Pero no sabes por qué encontraste aquí el ramillete de azucenas? —¿Cómo no lo he de saber? Porque ese día hubo quien supusiera que yo no quería volver a poner flores en su mesa. —Mírame, María. —¿Para qué? —respondió sin levantar los ojos de la matita, que parecía examinar con suma atención. —Cada azucena que nazca aquí será un castigo cruel por un solo momento de duda. ¿Sabía yo acaso si era digno?... Vamos a sembrar tus azucenas lejos de este sitio. Doblé una rodilla al frente de ella. —¡No, señor! —me respondió alarmada y cubriendo la matita con entrambas manos. Yo me volví a poner en pie; y cruzado de brazos esperaba a que ella terminara lo que hacía o fingía hacer. Trató de verme sin que yo lo notase, y rió al fin levantando el rostro lleno de recompensas por un instante de supuesta severidad, diciéndome: —Conque muy bravo, ¿no? Voy a contarle, señor, para qué son todas las azucenas que dé la mata. Al tratar de ponerse en pie, asida de la mano que yo le ofrecí, volvió a caer arrodillada, porque la detenían algunos cabellos enredados en las ramas del rosal: los separamos, y al sacudir ella la cabeza para arreglar la cabellera, sus miradas tenían una fascinación casi nueva. Apoyada en mi brazo, observó: —Vámonos, que va a oscurecer. —¿Para qué son las azucenas? —insistí al dirigirnos lentamente al corredor de la montaña. —Ya sabes para qué servirán las rosas de la mata nueva que te mostré, ¿no? —Sí. —Pues las azucenas servirán para una cosa parecida. —A ver. —¿Te gustará encontrar en cada carta mía que recibas, un pedacito de las azucenas que dé? —¡Ah!, sí. —Eso será como decirte muchas cosas que algunas veces no deben escribirse y que otras me costaría mucho trabajo expresar bien, porque no me has acabado de enseñar lo necesario para que mis cartas vayan bien puestas... también es cierto... —¿Qué es cierto? —Que ambos tenemos la culpa. Después de haberse distraído en romper bajo sus pies, preciosamente calzados, las hojas secas de los mandules y mameyes regadas por el viento en la callejuela que seguíamos, dijo: —No quiero ir mañana a la montaña. —¿Pero no se sentirá Tránsito contigo? Hace un mes que se casó y no le hemos hecho la primera visita. ¿Por qué no deseas ir? —Porque... por nada. Le dirás que estamos atareadas con tu viaje... Cualquier cosa. Que venga ella con Lucía el domingo. —Está bien. Yo volveré muy temprano. —Sí: y no habrá cacería. —Pero esa condición es nueva; y Carlos se reiría de saber que me la has impuesto. —¿Y quién ha de ir a decírselo a él? —Tal vez yo mismo. —Y eso ¿para qué? —Para consolarlo de aquel tiro que erró tan lastimosamente al venadito. —De veras. A un tigre hubiera sido otra cosa, porque claro está que debe dar miedo. —Lo que no sabes es que la escopeta de Carlos no tenía munición cuando disparó: Braulio se la había sacado. —Y ¿por qué hizo Braulio eso? —Por tomar desquite. Carlos y el señor de M... se habían burlado en aquella mañana de la flacura de los perros de José. —Braulio hizo mal; ¿verdad? Pero si no lo hubiera hecho así, no estaría vivo el venadito. Tú no has visto lo alegre que se pone si yo me le acerco: hasta Mayo ha conseguido que lo quiera, y muchas veces duermen juntos. ¡Es tan lindo! ¡Cómo lo habrá llorado su madre! —Suéltalo para que se vaya, pues. —¿Y ella lo buscaría todavía por los montes? —Tal vez no. —¿Por qué? —Porque Braulio me asegura que la venada que mató poco después en la misma cañada de donde salió el chiquito era la madre. —¡Ay! ¡Qué hombre!... No vuelvas a matar venadas. Habíamos llegado al corredor, y Juan, con los brazos abiertos, salió al encuentro de María: ella lo levantó y desapareció con él después de haberle hecho reclinar la cabeza soñolienta sobre uno de aquellos hombros de nácar sonrosado que ni su pañolón ni su cabellera se atrevían en algunos momentos a ocultar. XLVI A las doce del día siguiente bajé de la montaña. El Sol, desde el cenit, sin nubes que lo estorbaran, lanzaba viva luz intentando abrasar todo lo que los follajes de los árboles no defendían de sus rayos de fuego. Las arboledas estaban silenciosas: la brisa no movía los ramajes ni aleteaba un ave en ellos; las chicharras festejaban infatigables aquel día de estío con que se engalanaba diciembre: las aguas cristalinas de las fuentes rodaban precipitadas al atravesar las callejuelas para ir a secretearse bajo los tamarindos y hobos, y esconderse después en los yerbabuenales frondosos: el valle y sus montañas parecían iluminados por el resplandor de un espejo gigantesco. Seguíanme Juan Angel y Mayo. Divisé a María, que llegaba al baño acompañada de Juan y Estéfana. El perro corrió hacia ellos, y se puso a dar vueltas alrededor del bello grupo, estornudando y dando aulliditos como solía hacerlo para expresar contento. María me buscó con mirada anhelosa por todas partes, y me divisó al fin a tiempo que yo saltaba el vallado del huerto. Dirigíme hacia donde ella estaba. Sus cabellos, conservando las ondulaciones que las trenzas les habían impreso, le caían en manojos desordenados sobre el pañolón y parte de la falda blanca, que recogía con la mano izquierda, mientras con la derecha se abanicaba con una rama de albahaca. Estaba sentada bajo el ramaje del naranjo del baño, sobre una alfombra que Estéfana acababa de extender, cuando me acerqué a saludarla. —¡Qué sol! —me dijo—; por no haber venido temprano... —No fue posible. —Casi nunca es posible. ¿Quieres bañarte y yo me esperaré? —Oh, no. —Si es porque falta en el baño algo, yo puedo ponérselo ahora. —¿Rosas? —Sí; pero ya las tendrás cuando vengas. Juan, que había estado haciendo bambolear los racimos de naranjas que estaban a su alcance y casi sobre el césped, se arrodilló delante de María para que ella le desabrochara la blusa. Ese día llevaba yo una abundante provisión de lirios, pues además de los que me habían guardado Tránsito y Lucía, encontré muchos en el camino: escogí los más hermosos para entregárselos a María, y recibiendo de Juan Angel todos los otros, los arrojé al baño. Ella exclamó: —¡Ay! ¡Qué lástima! ¡Tan lindos! —Las ondinas —le dije— hacen lo mismo con ellos cuando se bañan en los remansos. —¿Quiénes son las ondinas? —Unas mujeres que quisieran parecerse a ti. —¿A mí? ¿Dónde las has visto? —En el río las veía. María rio, y cuando me alejaba, me dijo: —No me demoraré sino un ratito. Media hora después entró al salón donde la esperaba yo. Sus miradas tenían esa brillantez y sus mejillas el suave rosa que tanto la embellecía al salir del baño. Al verme, se detuvo exclamando: —¡Ah! ¿Por qué aquí? —Porque supuse que entrarías. —Y yo, que me esperabas. Sentóse en el sofá que le indiqué, e interrumpió luego algo en que pensaba, para decirme: —¿Por qué es, ah? —¿Qué cosa? —Que sucede esto siempre. —No has dicho qué. —Que si imagino que vas a hacer algo, lo haces. —¿Y por qué me avisa también algo que ya vienes, si has tardado? Eso no tiene explicación. —Yo quería saber, desde hace días, si sucediéndome esto ahora, cuando no estés aquí ya, podrás adivinar lo que yo haga y saber yo si estás pensando... —En ti, ¿no? —Será. Vamos al costurero de mamá, que por esperarte no he hecho nada hoy; y ella quiere que esté a la tarde lo que estoy cosiendo. —¿Allí estaremos solos? —¿Y qué nuevo empeño es ese de que estemos siempre solos? —Todo lo que me estorba... —¡Chit!...—dijo poniéndose un dedo sobre los labios—. ¿Ya ves? Están en la repostería —añadió sentándose—. ¿Conque son muy lindas esas mujeres? —preguntó sonriéndose y arreglando la costura—. ¿Cómo se llaman? —¡Ah!... son muy lindas. —¿Y viven en los montes? —En las orillas del río. —¿Al sol y al agua? No deben ser muy blancas. —En las sombras de los grandes bosques. —¿Y qué hacen allí? —No sé qué hacen; lo que sí sé es que ya no las encuentro. —¿Y cuánto hace que te sucede esa desgracia? ¿Por qué no te esperarán? Siendo tan bonitas, estarás apesadumbrado. —Están... pero tú no sabes qué es estar así. —Pues me lo explicarás tú. ¿Cómo están?... ¡No, señor! —agregó escondiendo en los pliegues de la irlanda que tenía sobre la falda, la mano derecha que yo había intentado tomarle. —Está bien. —Porque no puedo coser, y no dices cómo están las... ¿Cómo se llaman? —Voy a confesártelo. —A ver, pues. —Están celosas de ti. —¿Enojadas conmigo? —Sí. —¡Conmigo! —Antes sólo pensaba yo en ellas, y después... —¿Después? —Las olvidé por ti. —Entonces me voy a poner muy orgullosa. Su mano derecha estaba ya jugando sobre un brazo de la butaca, y era así como solía indicarme que podía tomarla. Ella siguió diciendo: —¿En Europa hay ondinas?... Oigame, mi amigo, ¿en Europa hay? —Sí. —Entonces... ¡Quién sabe! —Es seguro que aquéllas se pintan las mejillas con zumos de flores rojas, y se ponen corsé y botines. María trataba de coser, pero su mano derecha no estaba firme. Mientras desenredaba la hebra, me observó: —Yo conozco uno que se desvive por ver pies lindamente calzados y... Las flores del baño se van a ir por el desagüe. —¿Eso quiere decir que debo irme? —Es que me da lástima de que se pierdan. —Algo más es. —De veras: que me da como pena... y otra cosa de que nos vean tantas veces solos... y Emma y mamá van a venir. XLVII Mi padre había resuelto ir a la ciudad antes de mi partida, tanto porque los negocios lo exigían urgentemente, como para tomarse tiempo allá para arreglar mi viaje. El catorce de enero, víspera del día en que debía dejarnos, a las siete de la noche y después de haber trabajado juntos algunas horas, hice llevar a su cuarto una parte de mi equipaje que debía seguir con el suyo. Mi madre acomodaba los baúles arrodillada sobre una alfombra, y Emma y María le ayudaban. Ya no quedaban por acomodar sino vestidos míos: María tomó algunas piezas de éstos que estaban en los asientos inmediatos, y al reconocerlas preguntó: —¿Esto también? Mi madre se las recibió sin responder, y se llevó algunas veces el pañuelo a los ojos mientras las iba colocando. Salí, y al regresar con algunos papeles que debían ponerse en los baúles, encontré a María recostada en la baranda del corredor. —¿Qué es? —le dije—. ¿Por qué lloras? —Si no lloro... —Recuerda lo que me tienes prometido. —Sí, ya sé: tener valor para todo esto. Si fuera posible que me dieras parte del tuyo... Pero yo no he prometido a mamá ni a ti no llorar. Si tu semblante no estuviese diciendo más de lo que estas lágrimas dicen, yo las ocultaría... pero después, ¿quién las sabrá...? Enjugué con mi pañuelo las que le rodaban por las mejillas, diciéndole: —Espérame, que vuelvo. —¿Aquí? —Sí. Estaba en el mismo sitio. Me recliné a su lado en la baranda. —Mira —me dijo mostrándome el valle tenebroso—: mira cómo se han entristecido las noches; cuando vuelvan las de agosto, ¿dónde estarás ya? Después de unos momentos de silencio, agregó: —Si no hubieras venido, si como papá pensó, no hubieses vuelto antes de seguir para Europa... —¿Habría sido mejor? —¿Mejor?... ¿Mejor?... ¿Lo has creído alguna vez? —Bien sabes que no he podido creerlo. —Yo sí, cuando papá dijo eso que le oí de la enfermedad que tuve; ¿y tú nunca? —Nunca. —¿Y en aquellos diez días? —Te amaba como ahora: pero lo que el médico y mi padre... —Sí; mamá me lo ha dicho. ¿Cómo podré pagarte? —Ya has hecho lo que yo podía exigirte en recompensa. —¿Algo que valga tanto así? —Amarme como te amé entonces, como te amo hoy; amarme mucho. —¡Ay!, sí. Pero aunque sea una ingratitud, eso no ha sido por pagarte lo que hiciste. Y apoyó por unos instantes la frente sobre su mano enlazada con la mía. —Antes —continuó, levantando lentamente la cabeza— me habría muerto de vergüenza al hablarte así... Tal vez no hago bien... —¿Mal, María? ¿No eres, pues, casi mi esposa? —Es que no puedo acostumbrarme a esa idea; tanto tiempo me pareció un imposible... —¿Pero hoy? ¿Aún hoy? —No puedo imaginarme cómo serás tú y cómo seré yo entonces... —¿Qué buscas? —preguntóme sintiendo que mis manos registraban las suyas. —Esto —le respondí, sacándole del dedo anular de la mano izquierda una sortija en la cual estaban grabadas las dos iniciales de los nombres de sus padres. —¿Para usarla tú? Como no usas sortijas, no te la había ofrecido. —Te la devolveré el día de nuestras bodas: reemplázala mientras tanto con ésta; es la que mi madre me dio cuando me fui para el colegio: por dentro del aro están tu nombre y el mío. A mí no me viene; a ti sí, ¿no? —Bueno, pero ésta no te la devolveré nunca. Recuerdo que en los días de irte se te cayó en el arroyo del huerto: yo me descalcé para buscártela y como me mojé mucho, mamá se enojó. Algo oscuro como la cabellera de María y veloz como el pensamiento cruzó por delante de nuestros ojos. María dio un grito ahogado, y cubriéndose el rostro con las manos, exclamó horrorizada: —¡El ave negra! Temblorosa se asió de uno de mis brazos. Un escalofrío de pavor me recorrió el cuerpo. El zumbido metálico de las alas del ave ominosa no se oía ya. María estaba inmóvil. Mi madre, que salía del escritorio con una luz, se acercó alarmada por el grito que acababa de oírle a María: ésta estaba lívida. —¿Qué es? —preguntó mi madre. —Esa ave que vimos en el cuarto de Efraín. La luz tembló en la mano de mi madre, quien dijo: —Pero niña, ¿cómo te asustas así? —Usted no sabe... Pero yo no tengo ya nada. Vámonos de aquí —añadió llamándome con la mirada, ya más serena. La campanilla del comedor sonó y nos dirigíamos allá cuando María se acercó a mi madre para decirle: —No le vaya a contar mi susto a papá, porque se reirá de mí. XLVIII A las siete de la mañana siguiente ya había salido de casa el equipaje de mi padre, y él y yo tomábamos el café en traje de camino. Debía acompañarlo hasta cerca de la hacienda de los señores de M..., de los cuales iba a despedirme, lo mismo que de otros vecinos. La familia estaba toda en el corredor cuando acercaron los caballos para que montáramos. Emma y María salieron de mi cuarto en aquel momento, lo cual me llamó la atención. Mi padre, después de besar en una de las mejillas a mi madre, les besó la frente a María, a Emma y a cada uno de los niños hasta llegar a Juan, quien le recordó el encargo que le había hecho de un galapaguito con pistoleras, para ensillar un potro guaucho, que era su diversión en aquellos días. Detúvose de nuevo mi padre delante de María, antes de bajar la escalera, y le dijo en voz baja, poniéndole una mano sobre la cabeza y tratando inútilmente de conseguir que lo mirara. —Es convenido que estarás muy guapa y muy juiciosa; ¿no es verdad, mi señora? María le significó una respuesta afirmativa, y de sus ojos que velaba el pudor, intentaron deslizarse lágrimas que ella enjugó precipitadamente. Me despedí hasta la tarde, y estando cerca de María mientras montaba mi padre, ella me dijo de modo que ninguno otro la oyera: —Ni un minuto después de las cinco. De la familia de don Jerónimo, solamente Carlos estaba en la hacienda; me recibió lleno de placer, y tratando de obtener de mí, desde el punto en que me abrazó, que pasara todo el día con él. Visitamos el ingenio, costosamente montado, aunque con poco gusto y arte; recorrimos el huerto, hermosa obra de los antepasados de la familia, y fuimos por último al pesebre, adornado con media docena de valiosos caballos. Fumábamos de sobremesa, después del almuerzo, cuando Carlos me dijo: —Por lo visto, me será imposible verte antes de que nos digamos adiós, con tu cara alegre de estudiante, con aquella que ponías para atormentarme al contarte algún capricho desesperador de Matilde. Pero al cabo, si estás triste porque te vas, eso significa que estarías contento si te quedaras... ¡Diablo de viaje! —No seas malagradecido —le respondí—; desde que yo regrese tendrás médico de balde. —Cierto, hombre. ¿Crees que no lo había previsto? Estudia mucho para volver pronto. Si mientras tanto no me mata un tabardillo atrapado en estos llanos, es posible que me encuentres hidrópico. Estoy aburriéndome atrozmente. Todo el mundo quiso aquí que fuera a pasar la nochebuena en Buga; y para quedarme tuve que fingir que me había dislocado un tobillo, a riesgo de que tal conducta me despopularice entre la numerosa turba de mis primas. Al fin tendré que pretextar algún negocio en Bogotá, aunque sea a traer soches y ruanas como Emigdio... a traer cualquier cosa. —¿Como una mujer? —le interrumpí. —¡Toma! ¿Te imaginas que no he pensado en eso? ¡Mil veces! Todas las noches hago cien proyectos. Figúrate: tirado boca arriba en un catre desde las seis de la tarde, aguardando a que vengan los negros a rezar, a que me llamen después a tomar chocolate, y oyendo luego conchabar desenraíces, despajes y siembras de caña... A la madrugada de todos los días, el primer olor de bagazal que me llega a las narices deshace todos mis castillos. —Pero leerás. —¿Qué leo? ¿Con quién hablo de lo que lea? ¿Con ese cotudo de mayordomo que bosteza desde las cinco? —Saco en limpio que necesitas urgentemente casarte; que has vuelto a pensar en Matilde y que proyectas traerla aquí. —Al pie de la letra; eso ha sucedido así. Después que me convencí de que había cometido un dislate intentando casarme con tu prima (Dios y ella me lo perdonen), vino la tentación que dices. Pero, ¿sabes lo que suele sucederme? Después de costarme tanto trabajo como resolver uno de aquellos problemas de Barcho, imaginarme bien que Matilde es ya mi mujer y que está en casa, suelto la carcajada al suponerme qué sería de la infeliz. —Pero, ¿por qué? —Hombre, Matilde es de Bogotá como la pila de San Carlos, como la estatua de Bolívar, como el portero Escamilla: tendría que echárseme a perder en la trasplanta. ¿Y qué podría yo hacer para evitarlo? —Pues hacerte amar de ella siempre; proporcionarle todos los refinamientos y recreaciones posibles... en fin, tú eres rico, y ella te sería un estímulo para el trabajo. Además, estas llanuras, estos bosques, estos ríos, ¿son por ventura cosas que ella ha visto? ¿Son para verse y no amarse? —Ya me vienes con poesías. ¿Y mi padre y sus campesinadas? ¿Y mis tías con sus humos y gazmoñerías? ¿Y esta soledad? ¿Y el calor?... ¿Y el demonio?... —Aguárdate —le interrumpí riéndome—; no lo tomes tan a pechos. —No hablemos más de eso. Apúrate mucho para que vuelvas pronto a curarme. Cuando regreses, te casarás con la señorita María, ¿no es así? —Dios mediante... —¿Quieres que yo sea tu padrino? —De mil amores. —Mil gracias. Es, pues, cosa convenida. —Haz que traigan mi caballo —le dije después de un rato de silencio. —¿Te vas ya? —Lo siento; pero en casa me esperan temprano: ya ves que está muy próximo el viaje... y tengo que despedirme hoy de Emigdio y de mi compadre Custodio, que no están muy cerca. —¿Te vas el treinta precisamente? —Sí. —Te quedan sólo quince días; no debo detenerte. Al fin te has reído de algo, aunque haya sido de mi tedio. Ni Carlos ni yo pudimos ocultar el pesar que nos causaba aquella despedida. Vadeaba el Amaimito a tiempo que oí se me llamaba, y divisé a mi compadre Custodio saliendo de un bosque inmediato. Cabalgaba en un potrón melado, de rienda todavía, sobre una silla de gran cabeza: llevaba camisa de listado azul, los calzones arremangados hasta la rodilla y el capisayo atravesado a lo largo sobre los muslos. Seguíale, montado en una yegua bebeca agobiada por los años y por cuatro racimos de plátanos, un muchacho idiota, el mismo que desempeñaba en la chagra funciones combinadas de porquero, pajarero y hortelano. —Dios me lo guarde, compadrito —me dijo el viejo cuando estuvo cerca—. Si no me empecino a gritarlo, se me escabulle. —A su casa iba, compadre. —No me lo diga. Y yo que por poco no salgo de estos montarrones, dándome forma de topar esa maneta indina que ya se volvió a horrar: pero en el trapiche me las ha de pagar todas juntas. Si no acierto a pasar por el llanito de la puerta y a ver los gualas, hasta ahora estaría haraganeando en su busca. Me fui de jilo, y dicho y hecho: medio comido ya el muleto, y tan bizarrote que parecía de dos meses. Ni el cuero se pudo sacar, que con otro me había servido para hacer unos zamarros, que los que tengo están de la vista de los perros. —No se le dé nada, compadre, que muletos le han de sobrar y años para verlos de recua. Vámonos, pues. —Nada, señor —dijo mi compadre empezando a andar y precediéndome—; si es cansera; el tiempo está de lo pésimo. Hágase cargo: la miel a real; la rapadura, no se diga; la azucarita que sale blanca, a peso; los quesos, de balde; y los puercos tragándose todo el maíz de la cosecha, y como si se botara al río. Los balances de su comadre, aunque la pobre es un ringlete, no dan ni para velas; no hay cochada de jabón que pague lo que se gasta; y esos garosos de guardas, tras del sacatín que se las pelan... Qué le cuento: le compré al amo don Jerónimo el rastrojo aquel del gaudualito; pero ¡qué hombre tan tirano! ¡Cuatrocientos patacones y diez ternerotes de aparta me sacó! —¿Y de dónde salieron los cuatrocientos? ¿Del jabón? —¡Ah! Usté para temático, compadre. Si rompimos hasta la alcancía de Salomé para poder pagarle. —¿Y Salomé sigue tan trabajadora como antes? —Y si no, ¿dónde le diera el agua? Labra tiras de lomillo que es lo que hay que ver, y ayuda en todo: al fin hija de su mamá. Pero si le digo que esa muchacha me tiene zurumbático, no le miento. —¿Salomé? Ella tan formalita, tan recatada... —Ella, compadre; así tan pacatica como la ve. —¿Qué sucede? —Usté es caballero de veras y mi amigo, y se lo voy a contar, en vez de írselo a decir al señor cura de la Parroquia, que yo creo que de puro santo no tiene ni malicia y se le pasea el alma por el cuerpo. Pero aguárdese y paso yo primero este zanjón, porque para no embarrarse en él, se necesita baquía. Y volviéndose al bobo, que venía durmiéndose entre los plátanos: —Ve el camino, tembo, porque si se atolla la yegua, con gusto pierdo los guangos por dejarte ahí. El cotudo rió estúpidamente y dio por respuesta algunos rezongones inarticulados. Mi compadre continuó: —¿Usté si conoce a Tiburcio, el mulatico que crió el difunto Murcia? —¿No es el que se quería casar con Salomé? —Allá llegaremos. —No sé quién lo crió. Pero vaya si lo conozco: lo he visto en casa de usted y en la de José, y aun hemos cazado algunas veces juntos: es un guapo mozo. —Ahí donde lo ve, no le faltan ocho buenas vacas, su punta de puercos, su estancita y dos buenas yeguas de silla. Porque ñor Murcia, aunque vivía renegando que daba miedo, era un buen hombre, y le dejó todo eso al muchacho. El es hijo de una mulata que le costó al viejo una rebotación de tiricia que por poco se lo lleva, pues a los cuatro meses de haber comprao la zamba en Quilichao, se le murió; y yo supe el cuento, porque entonces me gustaba jornalear algunas veces en la chagra de ñor Murcia. —¿Y qué hay de Tiburcio? —Allá voy. Pues señor, va para ocho meses que empecé a notar que al muchacho no le faltaban historias para venir a vernos; pero pronto le cogí la mácula, y conocí que lo que buscaba era ocasión de ver a Salomé. Un día se lo dije por lo claro a Candelaria, y ella me salió con la repostada de que tal vez me había caído nube en los ojos y que el cuento era rancio. Me puse en atisba un sábado en la tardecita, porque Tiburcio no faltaba los sábados a esa hora, y cate usté que vi a la muchacha salirle al encuentro apenas lo sintió, y no me quedó pizca de duda... Eso sí, nada vi que no fuera legítimo. Pasaron días, y Tiburcio no abría la boca para hablar de casamiento; pero yo pensaba: cateando que estará a Salomé, y bien guanábano será si no se casa con ella, pues no es ninguna mechosa, y tan mujer de su casa no hay riesgo de que la halle. Cuando de golpe dejó de venir Tiburcio, sin que Candelaria pudiera sacarle a la muchacha el motivo; y como a mí me tiene Salomé el respeto que debe, menos pude averiguarle; y desde antes de nochebuena Tiburcio no se asoma allá. ¿Si será usté amigo del niño Justiniano, hermano de don Carlitos? —No lo veo desde que éramos chicos. —Pues quítele las patillas que ha echado don Carlos, y ahí lo tiene individual. Pero ojalá fuera como el hermano; es el mismo patas; pero bonito mozo, para qué es negarlo. Yo no sé ónde vio él a Salomé: tal vez sería agora que estuve empeñao sobre hacer el cambalache con su padre, porque el niño ese vino a herrar los terneros, y desde el mesmo día no me deja comer un plátano a gusto. —Eso no está bueno. —Yo, que se lo cuento con riesgo de que su comadre, si lo sabe, me diga un día, que esté lunática, que soy un garlero, sé lo que hago. Pero no hay mal que no tenga su cura: he estado dando y cavando hasta dar en el toque. —A ver, compadre; pero dígame antes (y dispense si hay indiscreción en preguntárselo), ¿qué cara le hace Salomé a Justiniano? —Déjeme, señor; si eso es lo que me tiene día y noche como si durmiera yo sobre pringamoza... Compadre, la muchacha está picada... Por no matarla... Y la pela que le doy si se me mete el mandinga... Lo quiere, niño; por eso le cuento a usté todo para que me saque con bien. —¿Y en qué ha conocido usted que está enamorada Salomé? —¡Válgame! No habré visto yo cómo le bailan los ojos cuando ve al blanquito y que toda ella se pone como azogada, si le pasa agua o candela, porque parece que él vive con sequía, y que fumar es lo único que tiene que hacer; pues por candela y agua arrima a casa arreo arreo; y no hace falta los domingos en la tarde en casa de la vieja Dominga ¿no la conoce? —No. —Pues estoy por decirle que es de las que usan polvos; y ya no hay quién le quite de la cabeza a Candelaria que esa murciélaga fue la que le ojeó el mico aquel tan sabido y que tanto lo divertía a usté; porque el animalito boqueó sobándose la barriga y dando quejidos como un cristiano. —Algún alacrán que se habrá comido, compadre. —¡Deónde! Si trabajo costaba para que probara comida fría: convénzase que la bruja le hizo maleficio; pero no era allá donde yo iba. Enanticos que fui a buscar la yegua me encontré a la vieja en el guayabal, que iba para casa, y como ando orejero, todo fue verla y me le aboqué por delante para decirle: “Vea, ña Dominga, devuélvase, porque allá tienen las gentes oficio en lugar de estar en conversas. Van dos viajes con éste que le he dicho que me choca verla en casa”. Toda ella se puso a temblar, y yo que la vi asustada, pensé al golpe: este retobo no anda en cosa buena. Salió con éstas y las otras; pero la dejé como en misa cuando le dije: “Mire que yo soy malicioso, y si la cojo a usté en la que anda, yo la desuello a rejo, y si no lo hago, que me quiten el nombre”. La exaltación de mi compadre había llegado al colmo. Santiguándose continuó: —¡Jesús, creo en Dios Padre! Esa cangalla es capaz de hacerme perder, un día que se me revista la ira mala. Es buen hacer, blanco: tener un hombre de bien su hija que tantas pesadumbres le ha costao, y que no ha de faltar quien quiera hacerlo abochornar a uno de lo más querido. Mi irascible compadre estaba próximo a un acceso de enternecimiento, y yo, a quien no habían parecido salvas y repiques sus últimas palabras, me apresuré a decirle: —Veamos el remedio que usted ha encontrado para el mal, porque ya voy creyendo que es cosa grave. —Pues ory verá: su mamá le propuso el otro día a mi mujer que le mandara a Salomé por una semanas para que la muchacha aprendiera a coser en fino, que es todo lo que Candelaria desea. Entonces no se pudo... Yo no lo conocía a usté como agora. —¡Compadre! —Por la verdá murió Cristo. Ya el caso es diferente: quiero que su mamá me tenga allá unos meses a la muchacha, que por ahí no ha de ir a buscarla ese enemigo malo: Salomé se ajuiciará y será lo mismo que decirle al que quiera alborotármela que se vaya a la punta de un cuerno. ¿Le parece? —Por supuesto. Hoy mismo le hablaré a mi madre; y ella y las muchachas se pondrán muy contentas. Yo le prometo que todo se allanará. —Dios se lo pague, compadre. Entonces yo me daré formas de que usté hable hoy un rato solo con Salomé, como quien no quiere la cosa: le propone que vaya a su casa y le dice que su mamá le está esperando. Usté me cuenta luego lo que le saque, y así nos saldrá todo derecho como surco. Pero si la muchacha se encapricha, sí le juro que un día de estos la encajo en uno de mis mochos, y al beaterio de Cali va a dar, que ahí no se me le ha de asentar una mosca, y si no sale casada, rezando y aprendiendo a leer en libro la tengo hasta que San Juan agache el dedo. Pasábamos por el rastrojo recién comprado por Custodio y éste me dijo: —¿No ve qué primor de tierra y cómo está el espino de mono, que es la mejor señal del buen terreno? Lo único que lo daña es la falta de agua. —Compadre —le respondí—, si ya puede usted ponerle toda la que quiera. —No embrome; entonces no lo vendo ni por el doble. —Mi padre consiente en que usted tome tanta cuanta necesite de los potreros de abajo: yo le hice ver lo que usted me recomendó; y él extrañó que no le hubiese pedido antes el permiso. —Pero qué memoria la suya, compadrito: mire que aguardar a las últimas para avisármelo... Dígamele al patrón que se lo agradezco en mi alma; que ya sabe que no soy ningún ingrato, y que aquí me tiene con cuanto tengo para que mande. Candelaria va a estar de pascuas: agua a mano para la huerta, para el sacatín, para la manguita... Supóngase que la que pasa por la casa es un hilito, y eso revuelta por los puercos de mi compañero Rudecindo, que lo que es hozar y dañarme las quinchas, no vagan; de forma que para cuanto limpio hay que hacer en casa, tienen que empuntar al mudo con la yegua cargada de calabazos al Amaimito porque para tomar el agua de la Honda, mejor es tragar lejía, de la pura caparrosa que tiene. —Es cobre, compadre. —Eso será. La noticia del permiso que le concedía mi padre para tomar el agua refrescó al chagrero hasta el punto de hacer que el potrón en que iba luciera la trastraba en que decía el picador lo estaba metiendo. —¿De quien es ese potro?, no tiene el fierro de usted. —¿Le gusta? Es del abuelo Somera. —¿Cuánto vale? —Pues para no andar con vueltas ni regodeos, le confesaré que don Emigdio no quiso cuatro medallas; y éste es un ranga delante del rucio–negro mío, que ya lo tengo de freno, y manotea al paso llano, y saca la cola que es un gusto: ¡así me costó amansarlo, para una semana entera me baldó este brazo, porque no hay otro que le gane en lo canónigo; y un remache en el dos y dos... Engordando lo tengo, pues tras la última tambarria que le di quedó en la espina. Llegamos a la casa de Custodio, y él taloneó el potro para darse trazas de abrir la puerta del patio. Apenas dio ésta tras de nosotros el último quejido y un golpe que hizo estremecer al caballete pajizo, me aconsejó mi compadre: —Andele vivo y con tiento a Salomé a ver qué le saca. —Pierda cuidado —le respondí haciendo llegar al corredor mi caballo, al cual espantaba la ropa blanca colgada por allí. Cuando traté de apearme ya le había tapado mi compadre la cabeza al potro con el capisayo, y estaba teniéndome el estribo y la brida. Después de amarrar las cabalgaduras entró gritando: —¡Candelaria! ¡Salomé! Sólo los bimbos contestaban. —Pero ni los perros —continuó mi compadre— como si a todos se los hubiera tragado la tierra. —Allá voy —respondió desde la cocina mi comadre. —¡Hu turutas!, si es que aquí está tu compadre Efraín. —Aguárdeme una nada, compadrito, que es porque estamos bajando una raspadura y se nos quema. —¿Y Fermín dónde se ha metido? —preguntó Custodio. —Se fue con los perros a buscar el puerco cimarrón —respondió la voz melodiosa de Salomé. Esta se asomó de pronto a la puerta de la cocina, mientras mi compadre se empeñaba en ayudarme a quitar los zamarros. Era pajiza la casita de la chagra y de suelo apisonado, pero muy limpia y recién enjalbegada: así rodeada de cafetos, anones, papayuelos y otros árboles frutales, no faltaba a la vivienda sino lo que iba a tener en adelante, esperanza que tan favorablemente había mejorado el humor de su dueño: agua corriente y cristalina. La salita tenía por adorno algunos taburetes forrados de cuero crudo, un escaño, una mesita cubierta por entonces con almidón sobre lienzos, y el aparador, donde lucían platos y escudillas de varios tamaños y colores. Cubría una alta cortina de zaraza rosada la puerta que conducía a las alcobas, y sobre la cornisa de ésta descansaba una deteriorada imagen de la Virgen del Rosario, completando el altarcito dos pequeñas estatuas de San José y San Antonio, colocadas a uno y otro lado de la lámina. Salió a poco de la cocina mi rolliza y reidora |