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TE VOY A CONTAR… LOS CUENTOS DE JAÉN José García García Contraportada En este segundo volumen que el autor dedica a la ciudad, las versiones de los veinticuatro cuentos que nos ofrece, se atienen a la más arraigada tradición jaenesa y se enmarcan en diferentes ambientes y situaciones, en los cuales, el lector puede encontrarse con vecinos, con conocidos o con gentes de las que ha oído hablar, quienes, en un salto sobre el tiempo, aparecen como personajes en alguno de los relatos o, tal vez, como testigos de momentos en los que algún documentado narrador cuenta a un interesado auditorio algunos de ellos. Conocidos lugares concretos, acogedores ambientes del entorno, inmediatos paisajes familiares…, plazas, calles, barrios, iglesias y diversos rincones urbanos y rurales sirven de marco a las acciones de nuestros cuentos de siempre. Y, en cada una de estas historias, nuestros héroes y heroínas, nuestros milagros, nuestros socorros, nuestras virtudes y defectos, algunas de nuestras costumbres, nuestros fantasmas… Quien quiera conocer los cuentos de Jaén o reencontrarse con aquellas narraciones que le contaron hace ya tantos años, puede lograrlo a través de la lectura de este libro y tan solo con dejarse llevar por lo que el autor propone en la primera parte de su título: Te voy a contar… Índice Prólogo Ntro. Padre Jesús, “El Abuelo” El agua de la Magdalena El alguacil Velasco Los angelitos de las Angustias La Virgen del Arco del Consuelo La bandeja de plata La casa de los Rincones Celos y honra El Cristo del Arroz La Cruz de Jaspe La Cruz del Pósito El descenso de la Virgen de la Capilla La espada de Antonio Ordóñez ¿Frente al moro? El lagarto de la Malena La mantilla colorada El Peñón de Uribe Revelación de Santa Catalina a San Fernando El ronquío de Jaén El Señor de la Tarima El viento de Jabalcuz La Virgen Coronada La Virgen de la Antigua El vuelo de San Eufrasio Te voy a contar… los cuentos de Jaén. Prólogo Amable lector, antes de que te zambullas en las narraciones que siguen, antes de que dejes tu imaginación al albur de nuestras palabras, para reencontrarte con las leyendas, traiciones y cuentos de nuestra ciudad, deseamos que conozcas cómo y para qué nació este libro. En una de las primeras entrevistas que celebramos con el director del Servicio de Publicaciones del Excmo. Ayuntamiento de Jaén, don Juan Cuevas Mata, para la edición de nuestro ensayo premiado en el año 1998, Los cuentos de Jaén. Tradiciones, leyendas y romances de la ciudad (2002), en el que se recogen, en segunda parte, los cuentos que aquí se desarrollan, se nos propuso la idea de reelaborar esos mismos veinticuatro cuentos, pero de una manera más homogénea, con extensiones medias más proporcionadas y evitando la dispersión de orígenes, estilos, tipos y modas que en la recopilación mencionada incluíamos. Naturalmente, habría que prescindir de la introducción ensayística, del aparato crítico y bibliográfico, de los breves comentarios y de las conclusiones finales. Y ello con destino a una publicación, manejable y flexible, más asequible para un lector medio e, incluso, para quien quisiera conectar con nuestras leyendas tradicionales por primera vez. En conclusión: habría que escribir otro libro. Nos gustó la idea; aunque suponía un pequeño desafío, porque, como en el libro antes mencionado sólo se incluían nuestras redacciones particulares de dos de los cuentos, ello implicaba al tener que escribir veintidós nuevas versiones que, si en algunos casos no serían difíciles de conseguir, en otros habría que montarlas casi por entero, salvo, claro está, la anécdota central, causa o meollo de la leyenda. Además, ¿Cómo enmarcarlas, cómo darles una cierta hilazón que superara la mera yuxtaposición heterogénea y no entrara ni en el marco novelado ni en la cornice más o menos clásica? La dispersa cronología del conjunto impedía su relación secuencial; romper y transformar los tiempos de las narraciones nos parecía una barbaridad… Decidimos, para aproximarlas a nuestros días, para intentar cumplir con el objetivo principal que nos guiaba, que era el de procurar un testigo fácil y actual que ayudara a mantener encendido el chisco de nuestras tradiciones locales, en un intento de combatir la progresiva amnesia de lo propio, a cambio de amoldarnos a la comodidad de los modernos y manipuladores medios de comunicación; para intentar aproximarlas a hoy, decidimos –decíamos_ inventar diferentes situaciones próximas, en las que alguien narrara cada historia, procurando arraigarla en nuestro presente con algunos recursos (guiños, diríamos; trucos, dirían otros), que nos las presentaran tal vez menos lejanas, tal vez más entre nosotros, con un juego entre anacrónico y ucrónico, según nos pareciera. Por eso, un lector atento, probablemente, puede que se encuentre, entre las páginas que siguen, a personajes que, como si se hubiesen reencarnado al revés, en un salto atrás, él haya conocido a lo largo de su vida. En resumen, al margen de estilos, trucos, literaturas y zarandajas personales, si con este libro conseguimos que, al menos, los cuentos que en él se recogen no se pierdan en el inmisericorde y negro olvido que entierra sin remedio las memorias de los pueblos y que, de vez en cuando, algún anónimo y curioso lector le sacuda el polvo del lomo y de sus páginas para adentrarse en la tradición terruñera de este pueblo nuestro, nos damos por satisfechos. José García García. P/S. Un ruego: si no se los das a leer a alguien, al menos, sin complejos, cuéntale tu versión oral. Gracias. NUESTRO PADRE JESÚS, “EL ABUELO” Hacia las cuatro de la madrugada de un Viernes Santo de hace más de cuarenta años, me encontraba sentado en el escalón de la puerta del palacio del Capitán Quesada, en la plaza de la Merced. Era la primera vez que, vestido con mi túnica negra, iba a desfilar con Nuestro Padre Jesús Nazareno. Cuando atravesé las calles, desde el barrio de Belén donde por entonces vivía, numerosas personas caminaban, como yo, en la misma dirección. Por el ambiente, parecía de día. Grupos familiares o de amigos; nazarenos con el caperuz al brazo y su vela metida en el cucurucho de cartón; hombres, mujeres y niños de todas las edades y de todas las clases, muchos de ellos con cirios en las manos, se dirigían, por las suavez cuestas del centro de la ciudad, hacia el convento del que por entonces salía la procesión. La pequeña y bonita plaza se iba llenando de gente de tal manera que comencé a pensar que los carros con las imágenes, la cruz guía, los gallardetes y todos los que se encontraban dentro de la iglesia no podrían salir. Un creciente murmullo choqueteaba en las paredes de las casas y se levantaba hacia las estrellas que, en lo alto, cómodamente colocadas, parecían observar aquel creciente hormiguero humano. En mi difuminado recuerdo sólo aparece ese natural murmullo de las aglomeraciones; pero no recuerdo que hubiera gritos, ni malos modos, ni gente bebida ni chocarrera… Eran otros tiempos… Junto a mí, en la estrecha acera, pegando a la pared para que no lo derribaran, en una sobada silla de anea y palos torneados, estaba sentado un anciano al que acompañaban dos chiquillas y un muchacho. De vez en cuando, una de las niñas le preguntaba si estaba bien, si quería algo… El hombre sonreía y negaba con la cabeza. La más pequeña preguntó a su abuelo si siempre había sido igual la salida de la procesión. El anciano contestó que más o menos, aunque quizás sin tanta aglomeración de personas. Le comentó que recordaba el gentío, la emoción, el fervor y muchos, muchos penitentes. _ ¿Y qué tiene ese Santo para que venga tanto genio?_ preguntó el muchacho, al que se le notaba una manera de hablar que no era la de Jaén, porque pronunciaba demasiado las eses. _ ¿No te lo ha contado tu madre?_ le preguntó a su vez el viejo. _ ¿Qué me tenía que contar? _Pues la historia de este Santo, como tú dices. La historia que yo le conté a ella cuando era niña y que, cada Semana Santa me la hacía repetir. Seguro que se la sabe muy bien. _ ¿Cuál es la historia?_ preguntó con gran interés la nieta pequeña. _Sí, eso, ¿cuál es la historia?_ repitió la otra chiquilla. Reconozco que a mí, a pesar de que alguna vez mi padre me la había contado, ya se me había despertado también la curiosidad y que, con la cabeza inclinada hacia donde el hombre se encontraba, como si la estuviera apoyando en el quicio de la portada de piedra para descansar, procuraba no perder ni una palabra de la conversación. _ Pues veréis – dijo el abuelo a sus nietos -, es que esta imagen de Jesús no la hizo ningún escultor conocido. _ ¿Cómo que no? – le interrumpió el nieto con un tonillo un tanto descreído. _ ¡Cállate tú! – saltó la pequeña – y deja al abuelo que nos cuente la historia. El anciano sonrió ligeramente al darse cuenta del interés de la niña y prosiguió. _ A mí me contó mi abuelo, quien, a su vez, lo había oído del suyo, que hace ya muchos años, por el siglo dieciséis o diecisiete, en una casería que había no lejos de aquí y que se llamaba de Jesús, estaban los dueños una tarde, en la lonja, tomando el fresco… _ Estoy cansado – decía Alfonso, el dueño, a Ascensión, su mujer. _ Es que te has dado un buen tute de podar y de escamujar los olivos. Y, además, con tanto acarreo de la leña hasta el corral… ¿Por qué no has dejado que Tomás lo hiciera? Él es joven y ya tiene que darse cuenta de que la finca la tiene que llevar por su cuenta; que tú ya estás mayor y te cuesta mucho trabajo… _ Anda mujer, no exageres. El día que ya no pueda ni siquiera escamujar el ramón, más vale que me quede en el cuarto sin salir. Yo no puedo ver que otro trabaja a mi lado mientras me estoy quieto. _ Pero lo acabas de decir; estás muy cansado. _ Sí es verdad, estoy cansado, siento la fatiga que producen las labores, lo que pasa es que yo creo que eso es bueno, que trabajar me ayuda a vivir y a seguir ágil a pesar de los años. El matrimonio, sentados cada uno en un sillón cuyo asiento lo cubría un cojín, dejaba que el crepúsculo se les aproximara y los envolviera en la placidez de la tarde de uno de esos anticipados veranillos que se dan al comenzar la primavera de Jaén. _ ¡Padre! – oyeron que, desde la explanada del carril, llamaba su hijo Tomás, un fuerte mocetón que aún vivía con ellos, el único hijo que les quedaba en la casa, según comentaban con los amigos. El muchacho apareció por la esquina del cortijo seguido de un desconocido. Vieron que era un hombre de aspecto envejecido, de andar parsimonioso, ligeramente encorvado de espaldas y vestido de una manera humilde pero aseada. Más cerca de ellos, a la luz que todavía flotaba en el ambiente, notaron que aquel extraño miraba con una imponderable dulzura, que sus ojos, en vez de provocar ninguna reacción de rechazo, de desconcierto o de curiosidad, sólo producían un efecto como de atracción, como de imán y, al mirarlo, una paz interior, con un descanso ilimitado, inundaba el espíritu. _ A la paz de Dios – saludó el recién llegado. _ A la paz de Dios – respondió Alfonso y siguió - ¿Qué se le ofrece a vuesa merced? _ Pues verán, vengo de muy lejos y aún tengo mucho camino por delante, pero como se acerca la noche y estoy muy cansado, al divisar esta casería, me he dicho: me acercaré hasta esa casa y pediré por Dios si me dejan descansar en ella. _ ¿Va muy lejos vuesa merced? – preguntó con curiosidad Ascensión. _ Sí, señora, muy lejos; estoy a mucha distancia de mi casa. Pero con paciencia y con perseverancia nada hay que no se logre. _ Siéntese y sea bienvenido a nuestra casa – le dijo Alfonso al recién llegado, al tiempo que le indicaba uno de los poyos de la lonja, el más cercano a donde el matrimonio se encontraba. Y, dirigiéndose a Tomás siguió -. Tráele a nuestro amigo un vaso de agua para que se refresque. Entablaron una breve conversación acerca de la cosecha del año, que había sido abundante, y sobre las labores que el olivar necesitaba en ese tiempo, antes de la floración. La mujer, cuando ya comenzaba a obscurecer y el azul del cielo se tornaba en zafiro, con un lucero de la tarde que fulguraba anunciando una noche de luminosas estrellas, se levantó, entró en la casa y salió al poco con unos candiles. Rellenó los cuencos con aceite, estiró y limpió las torcidas, colgó uno junto a la puerta y se entró en la casa para preparar la cena. _ Dentro de un ratillo cenaremos y, después, cuando vuesa merced quiera, Tomás lo acompañará hasta el cueto en el que podrá dormir esta noche o las que desee. Como ya no nos queda en casa nada más que este hijo, tenemos dos cuartos con camas y sin usar. _ Dios se lo pagará, buen hombre – dijo el visitante. Guardaron silencio unos momentos. Desde dentro, el trajinar de Ascensión les llegaba vagamente. Tomás se aprestaba a encender el candil que la madre había colgado en la lonja, cuando el viejo visitante habló de nuevo. _ No sé si os habréis dado cuenta de que llevo un rato mirando ese tronco que está ahí delante, tirado en el suelo y al que le han quitado la corteza. Tal vez creáis que desvarío, pero pienso que de él se podría hacer una imagen preciosa. Alfonso, sorprendido por su huésped, no supo qué decir. Tomás, en silencio, se quedó mirándolos a los dos. _ No os extrañéis – siguió el desconocido -, soy una especie de escultor y he creado muchas…, muchas obras. Si queréis, de este hermoso tronco, os haré un nazareno. Sólo os pido que, como yo no puedo con él, me lo llevéis al cuarto que me asignáis, me deis una hogaza de par y un jarro con agua y, por ninguna causa, entréis a esa habitación. Me encerraré con el tronco y, si cumplís lo que os digo, en un día, tallaré la imagen. Era tal el gesto con el que los miraba que, a pesar de lo extravagante de la petición, padre e hijo quedaron convencidos de que debían hacer lo que el hombre les sugería. No sin esfuerzo de los dos, lograron transportar el pesado tronco hasta el cuarto elegido, llevaron el pan y el agua y, encendidos ya los candiles, también le dejaron uno de ellos. El anciano visitante, al pasar, con su pausado caminar, junto al hogar donde Ascensión preparaba la cena, le dio las gracias y las buenas noches y le pidió que lo disculpara por no cenar con ellos. Le comentó también a la mujer que tenía una cosa más importante que hacer. Ella, a pesar de que no estaba acostumbrada a que nadie la dejara con la comida preparada y sin sentarse a la mesa, ante la serena mirada de aquellos ojos, no supo qué replicar ni hacer. Tan sólo asintió con la cabeza y balbuceó un entrecortado buenas noches. Se encerró el hombre e, inmediatamente, los dueños de la casa se sentaron a cenar. _ Padre – comentó Tomás-, ¿se ha fijado en que no lleva ni herramientas ni equipaje? ¿Cómo va a trabajar el tronco? _ No lo sé, Tomás, no lo sé; pero a mí me ha parecido que nos decía la verdad que no nos engañaba cuando nos hablaba. Con esos ojos… Parece que no sea como nosotros… _ ¡Ay, Señor! – exclamó Ascensión – Es que piensas que sea… _ No sé qué pensar, Ascensión, no sé qué pensar… Y el caso es que estoy muy tranquilo… Concluida la cena y cada uno en su cama, ninguno de los tres pudo dormir aquella noche. Estuvieron a la escucha de cualquier ruido, de si se daban golpes, de si algún chasquido o rumor de lima salía del cuarto de aquel anciano huésped. ¡Nada! Ni el más leve ruidillo les dio testimonio de cualquier actividad. El más absoluto y largo silencio les llenó la noche. A su hora, Tomás se levantó a echar el pienso a las bestias y nada rompía el silencio del cuarto en que se había encerrado el hombre con el tronco. Cantaron los gallos, careó el día, comenzaron los trajines de la casa y todo seguía igual. Aquella jornada les pareció la más larga de su vida. A la tarde, a la hora de la siesta, Tomás propuso a su padre que entraran al cuarto aquel, por si al anciano le había ocurrido algo. Alfonso negó con rotundidad a su hijo el que tal cosa hicieran. Habían prometido no entrar en un día y así lo cumplirían. Llegó la tarde, se puso el sol y, a la hora de encender los candiles, los tres se dirigieron al cuarto. Llamaron a la puerta. No les contestó. Temieron que deberían forzarla para romper el cerrojillo que el hombre habría echado; pero no fue necesario; al apoyarse en la manivela, la puerta se abrió. La cama estaba sin deshacer, el nombre no estaba allí. Tomás comprobó que la reja del ventanuco estaba intacta. Junto a un rincón había un bulto inmóvil. Parecía un hombre inclinado hacia delante y con los brazos doblados como para coger algo. Ascensión trajo un candil encendido, lo aproximaron al bulto aquel y comprobaron que era la imagen de madera de un bellísimo Jesús Nazareno al que sólo le faltaba una cruz sobre sus espaldas. Alfonso dio la vuelta alrededor y se detuvo mirándolo detenidamente la cara. Aquellos ojos… El huésped había cumplido lo prometido. Del tronco de la lonja había hecho una imagen de Jesús. Pero él había desaparecido. Recordaron que, preocupados por su silencio, no habían dejado sola la casa en ningún momento. Para salir de allí, tendría que haber pasado junto a cualquiera de ellos. No se lo explicaban. Alfonso, sorprendido y encantado, se dirigió hacia el ventanuco. Miró hacia el cielo. Allá en lo alto, junto al lucero de la tarde, que ya brillaba como el día anterior, otra estrella desconocida centelleaba intensamente y parecía como que, poco a poco, se alejaba de la tierra. _ Al día siguiente – concluía su historia el abuelo, cuando ya las puertas de la Merced se estaban abriendo para empezar la procesión-, Alfonso y su hijo se llegaron hasta Jaén y contaron lo que les había sucedido. Revistieron la imagen, la guardaron y veneraron en la casería y, cuando Alfonso y Ascensión murieron, los hijos, cumpliendo la voluntad de sus padres, donaron aquel Nazareno al Convento de los Carmelitas Descalzos que había frente a los Cantones, donde todo Jaén, desde entonces, le dio culto. Tiempo después lo trajeron aquí a esta iglesia, porque el convento se arruinó. ✰✰✰✰✰ Me levanté del escalón y me puse el caperuz. Como pude, empujando y dejándome empujar, me separé de aquel narrador y de sus nietos, me incorporé al río de nazarenos, penitentes de paisano, músicos, soldados romanos y gentío variopinto que, empujados por quienes salían de la iglesia, en masa informe, avanzaba por la calle Merced Alta hacia los Cantones de Jesús y, mientras me dejaba llevar en medio de aquella riada humana, oía la Marcha del Abuelo, del maestro Cebrián, que una banda de música, dentro de la iglesia, no cesaba de tocar. Ya en la anchura de los Cantones pudimos encender nuestras velas y, en medio de una de aquellas largas filas, recorrí las calles de Jaén como uno más de los cientos de negros penitentes que acompañaban a Nuestro Padre Jesús en aquel Viernes de hace más de cuarenta años… ✞✞✞✞✞✞ |