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Taller de escritura creativa [La Vida es Sueño] Consigna 15/06/15 PRÓLOGO de Mario Vargas Llosa de Cien años de soledad, Editorial Alfaguara El proceso de edificación de la realidad ficticia, emprendido por García Márquez en el relato «Isabel viendo llover en Macondo» y en La hojarasca, alcanza con Cien años de soledad su culminación: esta novela integra en una síntesis superior a las ficciones anteriores, construye un mundo de una riqueza extraordinaria, agota este mundo y se agota con él. Difícilmente podría hacer una ficción posterior con Cien años de soledad lo que esta novela hace con los cuentos y novelas precedentes: reducirlos a la condición de anuncios, de partes de una totalidad. Cien años de soledad es esa totalidad que absorbe retroactivamente los estadios anteriores de la realidad ficticia, y, añadiéndoles nuevos materiales, edifica una realidad con un principio y un fin en el espacio y en el tiempo: ¿cómo podría ser modificado o repetido el mundo que esta ficción destruye después de completar? Cien años de soledad es una novela total, en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes. Esta totalidad se manifiesta ante todo en la naturaleza plural de la novela, que es, simultáneamente, cosas que se creían xxv antinómicas: tradicional y moderna, localista y universal, imaginaria y realista. Otra expresión de esa totalidad es su accesibilidad ilimitada, su facultad de estar al alcance, con premios distintos pero abundantes para cada cual, del lector inteligente y del imbécil, del refinado que paladea la prosa, contempla la arquitectura y descifra los símbolos de una ficción y del impaciente que solo atiende a la anécdota cruda. El genio literario de nuestro tiempo suele ser hermético, minoritario y agobiante. Cien años de soledad es uno de los raros casos de obra literaria mayor contemporánea que todos pueden entender y gozar. Pero Cien años de soledad es una novela total sobre todo porque pone en práctica el utópico designio de todo suplantador de Dios: describir una realidad total, enfrentar a la realidad real una imagen que es su expresión y negación. Esta noción de totalidad, tan escurridiza y compleja, pero tan inseparable de la vocación del novelista, no solo define la grandeza de Cien años de soledad: da también su clave. Se trata de una novela total por su materia, en la medida en que describe un mundo cerrado, desde su nacimiento hasta su muerte y en todos los órdenes que lo componen —el individual y el colectivo, el legendario y el histórico, el cotidiano y el mítico—, y por su forma, ya que la escritura y la estructura tienen, como la materia que cuaja en ellas, una naturaleza exclusiva, irrepetible y autosuficiente. UNA MATERIA TOTAL La realidad ficticia que describe Cien años de soledad es total en relación a las etapas anteriores de la realidad ficticia, que esta novela recupera, enlaza y reordena, y en relación a sí misma, puesto que es la historia completa de un mundo desde su origen hasta su desaparición. Completa quiere decir que abarca todos los planos o niveles en que la vida de este mundo transcurre. Los temas y motivos de las ficciones anteriores son asimilados por la realidad ficticia en esta novela a veces mediante desarrollos y ampliaciones, a veces con la simple mención o recuerdo de lo sucedido. Este proceso es, literalmente, una canibalización: esos materiales son digeridos plenamente por la nueva realidad, trocados en una sustancia distinta y homogénea. García Márquez no solo no ha querido dejar cabos sueltos; además se ha ocupado de vincular aquello que tenía autonomía en las obras anteriores. Macondo, el pueblo y la localidad marina, que eran escenarios diferentes de la realidad ficticia, son confundidos por el nuevo Macondo voraz en una sola realidad que, por ser real imaginaria, puede hacer trizas las unidades de tiempo y lugar, reformar la cronología y la geografía establecidas antes e imponer unas nuevas. Personajes que no se conocían traban relación, hechos independientes se revelan como causa y efecto de un proceso, todas las historias anteriores son mudadas en fragmentos de esta historia total, en piezas de un rompecabezas que solo aquí se arma plenamente para, en el instante mismo de su definitiva integración, desintegrarse. En la mayoría de los casos la canibalización es simple y directa: personajes, historias, símbolos pasan de esas realidades preparatorias, las ficciones anteriores, a la nueva realidad, sin modificación ni disfraz. Pero en otros es indirecta: a veces no pasan personajes, sino nombres de personajes; a veces ciertos hechos enigmáticos reaparecen explicados; a veces datos precisos son corregidos en esta nueva reestructuración de los componentes de la realidad ficticia, y el cambio más frecuente que suelen registrar es el del número: en Cien años de soledad todo tiende a hincharse, a multiplicarse. Cien años de soledad no es solamente la suma coherente (en un sentido ancho) de todos los materiales precedentes de la realidad ficticia: lo que la novela aporta es más rico, en cantidad y calidad, que aquello de lo cual se apodera. La integración de materiales nuevos y antiguos es tan perfecta que el inventario de asuntos y personajes retomados de la obra anterior da una remotísima idea de lo que esta construcción verbal es en sí misma: la descripción de una realidad total. Cien años de soledad es autosuficiente porque agota un mundo. La realidad que describe tiene principio y fin, y, al relatar esa historia completa, la ficción abraza toda la anchura de ese mundo, todos los planos o niveles en los cuales esa historia sucede o repercute. Es decir, Cien años de soledad narra un mundo en sus dos dimensiones: la vertical (el tiempo de su historia) y la horizontal (los planos de la realidad). En términos estrictamente numéricos, esta empresa total era utópica: el genio del autor está en haber encontrado un eje o núcleo, de dimensiones apresables por una estructura narrativa, en el cual se refleja, como en un espejo, lo individual y lo colectivo, las personas concretas y la sociedad entera, esa abstracción. Ese eje o núcleo es una familia, institución que está a medio camino del individuo y de la comunidad. La historia total de Macondo se refracta —como la vida de un cuerpo en el corazón— en ese órgano vital de Macondo que es la estirpe de los Buendía: ambas entidades nacen, florecen y mueren juntas, entrecruzándose sus destinos en todas las etapas de la historia común. Esta operación, confundir el destino de una comunidad con el de una familia, aparece en La hojarasca y en «Los funerales de la Mamá Grande», pero solo en Cien años de soledad alcanza su plena eficacia: aquí sí es evidente que la interdependencia de la historia del pueblo y la de los Buendía es absoluta. Estos sufren, originan o remedian todos los grandes acontecimientos que vive esa sociedad, desde el nacimiento hasta la muerte: su fundación, sus contactos con el mundo (es Úrsula quien descubre la ruta que trae la primera invasión de inmigrantes a Macondo), sus transformaciones urbanas y sociales, sus guerras, sus huelgas, sus matanzas, su ruina. La casa de los Buendía da, con sus mudanzas, la medida de los adelantos de Macondo. A través de ella vemos convertirse la exigua aldea casi prehistórica en una pequeña ciudad activa de comerciantes y agricultores prósperos: «Dispuso (Úrsula) construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño para las mujeres y otro para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los cuatro vientos para que se instalaran a su gusto los pájaros sin rumbo. Seguida por decenas de albañiles y carpinteros, como si hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposo, Úrsula ordenaba la posición de la luz y la conducta del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales, de obreros agobiados por el sudor, que le pedían a todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes estorbaban... En aquella incomodidad... fue surgiendo... la casa más grande que habría nunca en el pueblo» (p. 69). Lo que estamos viendo crecer no es solo la casa de los Buendía: el pueblo entero aparece transformándose, enriqueciéndose, avanzando en el espacio. Pero, al mismo tiempo, es una casa específica que podemos ver, casi palpar, y en esa muchedumbre que entra y sale, hay un personaje que identificamos, menudo y enérgico, dirigiendo el trabajo: Úrsula. Esta es la síntesis admirable lograda en la novela: la familia Buendía, como una mágica bola de cristal, apresa simultáneamente a la comunidad numerosa y abstracta, y a su mínima expresión, el solitario individuo de carne y hueso. El lector va descubriendo la realidad total que la novela describe, a través de dos movimientos simultáneos y complementarios a que lo obliga la lectura: de lo real objetivo a lo real imaginario (y viceversa), y de lo particular a lo general (y viceversa). De este doble movimiento envolvente va surgiendo la totalidad, esa realidad que, como su modelo, consta de una cara real objetiva (lo histórico, lo social) y de otra subjetiva (lo real imaginario), aunque los términos de esta relación en la realidad ficticia inviertan los de la realidad real. En esa cara real objetiva, están presentes los tres niveles históricos de la realidad real: el individual, el familiar y el colectivo, y en la subjetiva, los distintos planos de lo imaginario: lo mítico-legendario, lo milagroso, lo fantástico y lo mágico. LO REAL OBJETIVO Crónica histórica y social Como la familia Buendía sintetiza y refleja a Macondo, Macondo sintetiza y refleja (al tiempo que niega) a la realidad real: su historia condensa la historia humana, los estadios por los que atraviesa corresponden, en sus grandes lineamientos, a los de cualquier sociedad, y en sus detalles, a los de cualquier sociedad subdesarrollada, aunque más específicamente a las atinoamericanas. Este proceso está «totalizado»; podemos seguir la evolución, desde los orígenes de esta sociedad, hasta su extinción: esos cien años de vida reproducen la peripecia de toda civilización (nacimiento, desarrollo, apogeo, decadencia, muerte), y, más precisamente, las etapas por las que han pasado (o están pasando) la mayoría de las sociedades del tercer mundo, los países neocoloniales. Fundado por José Arcadio Buendía y veintiún compañeros llegados del exterior (como los conquistadores ingleses, españoles, franceses o portugueses), la primera imagen histórico-social que tenemos de Macondo es la de una pequeña sociedad arcádico-patriarcal, una comunidad minúscula y primitiva, autárquica, en la que existe igualdad económica y social entre todos sus miembros y una solidaridad fundada en el trabajo individual de la tierra: en esa «aldea de veinte casas de barro y cañabrava», en ese mundo «tan reciente que muchas cosas carecían de nombre» (p. 9), Úrsula y sus hijos siembran en su huerta «el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena» (p. 12), y lo mismo deben hacer las otras familias, ya que los Buendía son los patriarcas y modelos de esa pequeña sociedad: José Arcadio Buendía «daba instrucciones para la siembra» y todas las casas de la aldea estaban construidas y arregladas a «imagen y semejanza» de la casa de los Buendía (p. 17). En ese mundo de reminiscencias bíblicas, están prohibidas las peleas de gallos. Unos años después, Macondo ha crecido, es la «aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes» (p. 18) y sigue siendo un mundo idílico, prehistórico, «donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto» (p. 18), sin contacto con el resto del mundo, entregado a la fantasía y a la magia. La primera transformación importante de esta sociedad (su ingreso a la historia) tiene lugar cuando Úrsula encuentra la ruta para salir de la ciénaga y comunica a Macondo con el mundo (p. 48): por esa ruta llega la primera oleada de inmigrantes que convierte a la comunidad agraria-patriarcal en una localidad de talleres y comercios: «La escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy pronto en un pueblo activo, con tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de comercio permanente por donde llegaron los primeros árabes» (p. 49). Los macondinos se hacen artesanos y comerciantes, y esto se proyecta en la familia Buendía: el joven Aureliano aprende a trabajar la plata (p. 51) y Úrsula monta «un negocio de animalitos de caramelo» (p. 49). Poco después surgen nuevas instituciones para el gobierno de esta sociedad que, hasta entonces, ha tenido una estructura tribal: llega el corregidor don Apolinar Moscote (p. 69), llega la Iglesia representada por el padre Nicanor Reyna (p. 101), se instala en el pueblo una fuerza de policía (p. 108). No mucho después se inician las guerras civiles que cubren un período de casi veinte años (p. 125) y que van a mantener a Macondo en un cierto receso histórico. Relativamente, sin embargo, pues es durante las guerras civiles que se trae el telégrafo (p. 154). Al terminar la guerra, Macondo es erigido municipio y se nombra su primer alcalde, el general José Raquel Moncada (p. 172). Al establecerse la paz, un período de prosperidad se inicia en Macondo, cuyo aspecto urbano se renueva («Las casas de barro y caña-brava de los fundadores habían sido reemplazadas por construcciones de ladrillo, con persianas de madera y pisos de cemento...») (p. 224) y se introducen una serie de adelantos: el ferrocarril (p. 256), la luz eléctrica y el cine (p. 257), gramófonos de cilindros y el teléfono (p. 257). El pueblo de artesanos y mercaderes tiene hasta una embrionaria producción industrial, desde que Aureliano Triste estableció una fábrica de hielo, que Aureliano Centeno transformará en fábrica de helados (p. 255). La segunda gran transformación histórica de esta sociedad, que, hasta ahora, ha venido evolucionando dentro de límites restringidos pero según un modelo de desarrollo independiente, ocurre cuando es colonizada económicamente por la compañía bananera norteamericana y convertida en país monoproductor de materia prima para una potencia extranjera (pp. 257-261), en una sociedad dependiente. La fuente de la riqueza y el trabajo en Macondo es ahora el banano. La ciudad se transforma «en un campamento de casas de madera con techos de zinc» (p. 260), y junto al pueblo surge el de los gringos, «un pueblo aparte... con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y codornices» (p. 261). Los antiguos comerciantes, artesanos o dueños de tierras se convierten en asalariados agrícolas, pero, además, la fuente de trabajo creada por la compañía atrae hacia Macondo a multitud de forasteros: esta segunda, masiva inmigración (la hojarasca) cambia por completo el aspecto y la vida del pueblo. Surge un pueblo de diversión y para los forasteros que llegaban sin amor arriba «un tren cargado de putas inverosímiles» (p. 261). Hay un ambiente de derroche, de prosperidad (efímera pero real), de cambio vertiginoso, y «los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su propio pueblo» (p. 262). Mr. Jack Brown trae a Macondo el primer automóvil (p. 272). El poder de la compañía se refleja también en lo político: «Los funcionarios loca les fueron sustituidos por forasteros autoritarios» y «los antiguos policías fueron reemplazados por sicarios de machetes» (p. 273). Surgen así los conflictos sociales: los trabajadores de la compañía van a la huelga general (p. 337) y son brutalmente reprimidos por el Ejército (pp. 346-347). El último período de la historia de Macondo se inicia con un cataclismo natural, el diluvio, y con la partida de la que era fuente de su vida económica. La compañía bananera «desmanteló sus instalaciones» y tras ella se marchan los miles de forasteros que atrajo la fiebre del banano. El lugar donde prosperaron las plantaciones se convierte en «un tremedal de cepas putrefactas» (p. 375) y Macondo inicia una existencia monótona y ruinosa de aislamiento y pobreza, hasta convertirse en «un pueblo muerto, deprimido por el polvo y el calor» (p. 429) Cuando otro cataclismo (la tormenta final) acaba con él y con los pocos supervivientes que lo habitan, esa sociedad había cumplido ya su ciclo vital, llegado al límite extremo de la decadencia. |