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Después del estreno de la obra en Paris, por Roger Blin, algún crítico opinó que aquello era una tomadura de pelo; que el dramaturgo se estaba riendo del teatro y del público con aquel bla-bla-bla que no tenía argumento alguno, en una obra en la que no ocurría nada. Aquello estaba en las antípodas de lo que durante más de dos milenios se venía entendiendo como teatro. Aquello era el antiteatro. La mayor parte de los críticos fueron más comprensivos. Hemos de señalar que el estreno tuvo lugar en el «Babylone», un teatro para iniciados, de unos 250 asientos. Entre otros significativos textos de Beckett está Final de partida (1957), que nos presenta una habitación siniestra habitada por una extraña familia: Hamm, el padre, paralítico y ciego; Clov, su hijo adoptivo, que puede andar, pero jamás sentarse; Nell y Nagg, los abuelos, dos lisiados sin piernas metidos en unos contenedores de basura, por los que muestran sus cabezas cuando alzan las tapaderas. Aparentemente, tampoco pasa nada. «El final está en el principio y, sin embargo, uno sigue, se continúa», dice Hamm. En La última cinta (1959), el viejo Krapp, sordo y reumático, dia¬loga con un magnetófono, en el que «escucha» grabaciones de juventud. Luego sigue la cinta, con su ruido sin voz, mientras Krapp mira al vacío. En Díar felicea (1961) no parece existir referencia de lugar ni de tiempo. Apenas si existe un personaje: Winnie, a la que vemos hundiéndose poco a poco en un montículo de tierra. Pronto sólo se le vera la cabeza. Sin embargo - ironía amarga o resignación -, Winnie exclamará risueña: «¡Buen día el que va a hacer hoy, ya lo creo!» La parquedad de elementos, de mobiliario, de movimientos, de luces; las voces semiapagadas, los seres insignificantes o limitados en sus atribuciones, contribuyen a que lo poco que se nos presenta en escena alcance un gran nivel significativo. Teatro de la descomposición, de la imposible comunicación. Este, más que el de Sartre o Camus, fue el verdadero teatro existencialista. Por otro lado, frente a los grupos y gritos revolucionarios, propios del teatro en el siglo XX, Beckett opone las notaciones mínimas, precisas, para expresar la degradación. Estos personajes, al borde de la desesperación los unos, del no ser los otros, constituyen para quien sepa descodificarlos sentimentalmente, un grito de tanta o mayor violencia que el de las manifestaciones épicas o el de las resurrecciones artaudianas. El humor, la ironía en Beckett, son de una intensa y desconsolada melancolía, y de una gran tensión dramática: la tensión de lo no-dicho, pues en estas obras cuenta, tanto o más que lo que vemos y oímos, el silencio y la estupefacción que provocan e imponen. Beckett nos acerca el teatro de la mudez, al limite de la representación. Del laconismo escénico de Beckett es un ejemplo ilustrativo Breath, su mas breve farsa, en cinco actos, sin actores, con una duración de treinta segundos, estrenada en Nueva York en 1969: Se alza el telón sobre una oscuridad casi total: unos instantes de negro. De repente, una iluminación muy débil deja ver una especie de descampado cubierto de basuras y desechos diversos. La luz permanece fija durante cinco segundos de silencio. Se oye una breve fracción del vagido de un recién nacido, seguida de una inspiración humana amplificada, que dura diez segundos, durante los cuales la luz va aumentando progresivamente. El màximo de luz coincide con el final de la inspiración. Siguen luego cinco segundos de silencio y de iluminación estable. Se oye después una expiración amplificada que dura diez segundos, durante los cuales la luz va subiendo. El màximo de la luz coincide con el final de la expiración. La iluminación coincide con el final de la expiración y es seguida inmediatamente de una fracción de vagido idéntica a la anterior en longitud y volumen. Cinco segundos de silencio y luz fija. La iluminación débil se apaga de súbito. Tras unos instantes de oscuridad absoluta cae el telón. Para Pérez Navarro, Pozzo había anticipado esta obra: «Nos paren a horcajadas sobre la tumba, la luz brilla un instante, luego otra vez la noche.» La poética del absurdo Los personajes caricaturizados en Ionesco o degradados en Beckett hiperbolizan al hombre en nuestro tiempo. Lo mismo cabria decir de los personajes-marionetas de La parodia, de Adamov, sin nombre propio: La Madre, la Hermana, el Mutilado, el Empleado o simplemente N. El Empleado, eufórico y confiado, acaba ciego y encarcelado. N, pesimista, termina aplastado por un automóvil y echado entre desperdicios por los basureros. En opinión de Adorno, este teatro crea realmente el efecto de distanciamiento del que habló Brecht. En efecto, el público difícilmente se identifica con toda esta galería de personajes de comportamientos tan extraños. Al mismo tiempo, lo anormal e hiperbólico alterna con situaciones y lenguajes de un incontestable realismo, que nadie hasta la fecha, ni siquiera los naturalistas, habían hecho suyo, sin duda por no considerarlo teatral. Es decir, hasta ahora no se había considerado conveniente ese hablar por hablar de las cosas mas anodinas, de la realidad mas simple y casera, sin segundas significaciones. Semejante lenguaje que, según Duvignaud, se atiene a la «lógica del pie de la letra», sólo sería posible en boca de niños o de extranjeros, ajenos a las connotaciones del idioma y de la historia que lo conforma. Curiosamente, algo de niños tienen algunos de los personajes creados por estos dramaturgos extranjeros residentes en Paris. Frente a la composición tradicional clásica, con su planteamiento, nudo y desenlace, este teatro da la impresión de carecer de progresión narrativa. Da la impresión, decimos, pues, en realidad, el dramaturgo del absurdo suele ir introduciendo sutilmente toda una serie de signos de la degradación que harían poco probable mantener indefinidamente las estructuras reiterativas o circulares que vienen a suplantar la progresión aristotélica. Así, por entenderlo una vez mas con Esperando a Godot, recordemos los cambios del acto II, de los que hemos dado cuenta, la acentuación de la impaciencia, la tensión emocional y la aceleración del ritmo de la representación. Para explicar la composición del nuevo teatro se ha hablado de estructuras oníricas revisadas. Como advierte Jacquart, es necesaria esta revisión, ya que es difícil trasladar un sueño a escena sin caer en el hermetismo o en el simbolismo mas radicales. Por lo demás, no podemos contar nuestros sueños, sino nuestros recuerdos de los sueños. Pero podemos extraer del sueño su falta de sucesión lógica, sus divagaciones, el azar o lo fortuito, que sustituyen a la causalidad aristotélica. El nuevo teatro suele echar mano de las estructuras cíclicas, referidas ya al conjunto de la obra, ya a sus temas o proposiciones. La secuencia final completa o repite la secuencia inicial, dando la impresión de que todo podría volver a empezar indefinidamente. Por lo demás, al examinar todos sus recursos formales y técnicos, hemos de concluir señalando que la originalidad del teatro del absurdo estuvo en saber combinarlos. Muchas de estas técnicas, como ya advirtió tempranamente Martin Esslin, están tomadas de la plástica surrealista, del cine, novela, circo, marionetas, mimo, guiñol... El cine esta más que visible en este tipo de teatro, particularmente el cómico de los hermanos Marx, de Chaplin, de Buster Keaton con sus gags, sus objetos inesperados, sus sorpresas. Todos los dramaturgos confiesan esta deuda. A la novela moderna deben algunas técnicas compositivas, ambientes, contenidos argumentales e ideológicos. Pensemos aquí en novelistas que han marcado la conciencia del escritor moderno: Dostoievski, Faulkner, Virginia Woolf y, sobre todos ellos, Lewis Carrol, maestro del non-sense, Joyce y Kafka. Por su lado, la influencia surrealista es innegable. Mas soterrada y parcial parece la de Artaud. El absurdo es un teatro de predominio de la palabra, lo que no es precisamente muy artaudiano. Pero los efectos revulsivos que provoca, su manifestación trágica, aunque sea por vía de la tragicomedia, si lo acercan a los dobles del teatro: la peste, la crueldad, la propia vida. Por todo lo dicho hasta aquí, este teatro exige de los actores una inmensa naturalidad. Para el intérprete del absurdo no debe existir ni la sala ni la escena. Debe borrar su conciencia de actor para hacer abstracción de su propia evolución, de su cultura. No ir más allá del tono y las referencias primeras denotadas en el texto. De otro modo, traicionará a su personaje. Ejemplos fuera de Francia Indiscutiblemente, Beckett, Ionesco, Arrabal y el Adamov de la primera etapa están considerados como los maestros del Teatro del Absurdo. Pero éste no fue propiedad exclusiva de aquéllos en la década de los 50. Para Roland Barthes, a finales de dicha década este teatro fue asimilado por la burguesía a la que criticaba. Al menos, así ocurrió en Paris. Ello significó su muerte como vanguardia. En otros países pudo tener una vida menos fulgurante y una muerte más lenta. En Inglaterra participan de la poética absurda dramaturgos como Harold Pinter, H. F. Simpson, J. Sanders y Tom Stoppard. Pinter nos muestra, en sus juegos y diálogos que a veces recuerdan a Ionesco, el agobio y la opresión que se cierne sobre sus personajes, un poco al modo de Kafka. Destacamos: La habitación (1957), El aniversario (1958), El portero (1960) y El montacargas (1960). A Simpson se le ha relacionado con el non-senso de Lewis Carrol, pero acusa igualmente su conocimiento de los estrenos de Paris. Stoppard (n. 1937), produce una obra más tardía. Con el absurdo se ha relacionado su Rosencrantz y Guildenstern han muerto, donde, como en Beckett, vemos sometidos a una espera interminable, en la corte de Dinamarca, a dos personajes secundarios del Hamlet de Shakespeare. En Estados Unidos, que muy pronto estará a la cabeza de las vanguardias escénicas y artísticas del mundo, se continúa con una lenta pero imparable evolución desde el realismo psicológico de O'Neill y, sobre todo, de la variada producción de Williams. En Arthur Kopit (n. 1937) encontramos el absurdo y el freudismo un tanto parodiados y caricaturizados, como en las farsas mas desbocadas del teatro francés, sobre todo en su éxito Oh, papa, pobre papa, mama te ha encerrado en el armario y a mí me da mucha pena (1961). Edward Albee (n. 1928) destaca particularmente por su Historia del zoo (1959), en la que todo parece adecuarse a ese lenguaje del pie de la letra del que hemos hablado. Son muy conocidos, por los demás, títulos Como El sueño americano y ¿Quién teme a Virginia Woolf? Menos renombre han alcanzado dramaturgos europeos igualmente relacionados con el Absurdo, como H. S. Michelsen, considerado de forma abusiva como el Beckett aleman, o Gunter Grass, más conocido como novelista. Entre los polacos destacan merecidamente Tadeusz Rosenwicz, con EI fichero, de clara tendencia cinematográfica, y Slawomir Mrozek, con Tango. El absurdo hispano En España, al nombre de Miguel Mihura habría que añadir el de otros autores precedentes, como Enrique Jardiel Poncela, el mismo Ramón Gómez de la Serna, Tono y los humoristas de La Codorniz, fundada por Mihura en plena posguerra y dictadura española (1942), y denominada «la revista más audaz para el lector más inteligente». Quizá sea justo también recordar el humor absurdo de Miguel Gila en sus chistes gráficos, artículos y emisiones radiofónicas. Durante los anos 40, el grupo vanguardista de los postistas cultivó un humor en la línea del absurdo. Para Francisco Nieva, dos componentes de este grupo, E. Chicharro y S. Sernesi, con su obra inacabada La lámpara, prefiguran el teatro de Ionesco. Arrabal, que acusa un absurdo a lo Gila en Picnic (1952), se alinea con Beckett en El triciclo (1952) y en la que es quizá su mejor obra, Fando y Lis (1955). Este absurdo ingenuo se advierte en El parque se cierra a las ocho, de F. Martín Iniesta. Al Absurdo se acerca igualmente el autor catalán Manuel de Pedrolo, con Cruma (1957), La nostra mort de cada dia (1958) y Técnica de Cambra (1961). En los últimos años de la dictadura de Franco, el Absurdo fue utilizado por un grupo de autores con la función específica de evitar la censura. Entre ellos, José Ruibal (El hombre y la mosca, 1968), Jerónimo López Mozo (Moncho y Mimí, 1967), Luis Matilla (El observador, 1967) y Angel García Pintado (Las manos limpias, 1967). Sin duda, FERNANDO ARRABAL (nacido en 1932) es el dramaturgo español de mayor proyección exterior, gracias a la tendencia escénica al Absurdo que adoptó desde sus inicios. Fue introducido en Francia por Jean-Mario Serreau, en 1959, con un montaje de la citada Pic-nic. El dramaturgo fue evolucionando hacia formas cada vez mas vanguardistas, siempre llenas de polémica, y dirigidas por los mejores directores, como Savary (El laberinto), Víctor García (El cementerio de automóviles) y Lavelli (El arquitecto y el emperador de Asiria). Al inicio de los 60, Arrabal fue admitido en el grupo Superrealista de André Breton. Pronto lo abandonará por considerar que éste imponía una determinada censura moral y estética. Funda entonces el «Grupo Pánico», en donde concilia tendencias barrocas y superrealistas. Según él, los pintores influyen en, su trayectoria más que los dramaturgos a la hora de dar forma a sus obsesiones, particularmente el Bosco, Bruegel, Goya y los superrealistas Matisse, Max Ernst, De Chirico y Duchamp, junto a ellos hemos de citar a sus auto¬res favoritos: Dostoievski, Kafka, Lewis Carrol, Gracian, Góngora y los dramaturgos griegos e isabelinos. Pero su principal materia dramática procede de su biografía, deformada por la memoria y los sueños de su infancia. De tener que resaltar las notas mas sobresalientes de esta vanguardia arrabaliana destacaríamos: a) su origen y concepción libres de censuras, b) el predominio de las fijaciones y de las imágenes oníricas, c) su carácter marcadamente psicodramático, que explica en parte su éxito en sociedades como la americana y la japonesa, d) la acentuación de la relación sádica en sus personajes, e) su imaginería sagrada, y f) la tendencia a la ceremonia y al teatro total. |
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![]() | ![]() | «nota», según él, europea. A esto había que añadir ya su certeza de que demostraría, como mucho y de todas todas, dicha nota europea... | |
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