Jorge amado






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ESCUELA DE COCINA: SABOR Y ARTE

Y más abajo, en caracteres ornamentales:

Directora: Florípedes Paiva Guimaráes
En los raros días en que se despertaba relativamente temprano, Vadinho se quedaba en casa y rondaba a las alumnas, entrometiéndose en las clases de cocina y perturbándolas. Reunidas en torno a la profesora, vivaces y graciosas, tomaban nota de las recetas, las cantidades exactas de camarones, de aceite de dendé, de coco rallado, una pizca de pimiento «do reino», aprendían a preparar el pescado y la carne, a batir los huevos. Vadinho intervenía con una frase sobre los huevos, de doble sentido, y las descaradas se reían. Unas descaradas, eso es lo que eran todas ellas. Mucha amistad y mucho adular a doña Flor, pero sus ojos estaban más interesados en el granuja. Allí estaba él con su aire travieso y altivo, despatarrado sobre una silla o tendido sobre un peldaño de la puerta de la cocina, a sus anchas, midiéndolas con la mirada de arriba abajo, demorándose con atrevimiento en las piernas, en las rodillas, en los sobacos, a la altura de los senos. Ellas bajaban los ojos, pero el- no- sé- cómo- llamarle no bajaba los suyos. Doña Flor preparaba los platos salados y los bollos, las tortas y los dulces en las clases de práctica. Vadinho opinaba, lanzaba pullas, comía las golosinas, circulando en torno a ellas, trabando conversación con las más bonitas, arriesgando la mano pecaminosa si alguna, más audaz, se le acercaba. Doña Flor se ponía nerviosa, tensa, al punto de equivocarse en la cantidad de manteca derretida para el difícil manué, rogando a Dios que Vadinho se fuera a la calle, al malandrinaje, al infortunio del juego, pero que dejase en paz a las alumnas. Ahora, en el velatorio, rodeaban y consolaban a doña Flor, pero una de ellas, la pequeña Ieda, con su cara de gata arisca, apenas podía contener las lágrimas y no desviaba los ojos del rostro del muerto. Doña Flor percibió en seguida lo exagerado del sentimiento y el corazón le dio un vuelco. ¿Habría habido algo entre ellos? Nunca había notado nada sospechoso, pero ¿quién podría garantizar que no se hubieran encontrado fuera de la escuela y terminado en un hotelito cualquiera? Vadinho, desde lo ocurrido con la pizpireta de Noémia, aparentemente había dejado de acechar a las alumnas. Pero era muy astuto, nada le impedía esperar a la desvergonzada en la esquina, darle conversación... y ¿qué mujer resistiría la labia de Vadinho? Doña Flor seguía la mirada de Ieda, descubría los trémulos pucheritos de la moza. No cabía duda, iay!, Vadinho era incorregible...

De todos los disgustos que le diera el marido, ninguno comparable al caso de la virgen Noémia, putita de familia respetable, y para colmo ennoviada, ¡un horror! Pero doña Flor no quería recordar esa antigua pena en la noche del velatorio, cuando por última vez contemplaba fijamente la cara de Vadinho. Todo eso había pasado, era algo lejano, la fulana se había casado, se había ido con el novio, un tipo llamado Alberto, con humos de periodista y un talento precoz, pues siendo tan joven era ya cornudo. Además, con el casamiento, la engreída se había puesto fea de repente, se había convertido en una barrigona increíble.

Cuando en aquella ocasión todo terminó bien, por milagro, Vadinho le dijo, en el calor del lecho y de la reconciliación: «Como mujer permanente sólo a ti soy capaz de soportar. El resto no es más que xixica para pasar el tiempo. En el velatorio, rodeada por tanta gente y por tanto afecto, doña Flor no deseaba acordarse de aquella historia ya olvidada, ni vigilar los gestos y las miradas de la pequeña Ieda, con su llanto incontenible, su secreto revelado por las lágrimas. Muerto él ya no importaba nada, ¿para qué aclarar, poner en limpio, acusar y afligirse? Él había muerto, lo había pagado todo y hasta con intereses al morir tan joven. Doña Flor se sentía en paz con el marido, no tenía cuentas que saldar con él.

Inclinó la cabeza y dejó de controlar los movimientos de la moza. Al bajar los ojos sólo sentía en el recuerdo la mano de Vadinho, acariciando su cuerpo en el lecho matrimonial, diciéndole al oído: «Todo xixica para pasar el tiempo; permanente, sólo tú, Flor, mi flor de albahaca, ninguna otra.» ¿Qué diablos quería decir xixica?- se preguntó de pronto doña Flor- . Era una pena no habérselo preguntado, pero seguro que no sería nada bueno. Sonrió. Todo xixica; permanente sólo ella, Flor, una flor de Vadinho, deshojada por su mano.

5
Al día siguiente, a las diez de la mañana, salió el entierro con gran acompañamiento. Ese lunes de carnaval por la mañana no hubo murga ni comparsa que se pudiera comparar en importancia y animación con el funeral de Vadinho. Ni de lejos.

- Mira..., por lo menos espía por la ventana... - le dijo doña Norma a Sampaio, desistiendo de arrastrarlo al cementerio- . Espía y verás lo que es el entierro de un hombre que sabía cultivar sus relaciones. No era una fiera salvaje como tú... Era un juerguista, un jugador, un vicioso sin principio ni fin, y sin embargo mira... Cuánta gente, y cuánta gente de bien... Y eso en un día de carnaval... Tú, Sampaio, cuando mueras no vas a tener quien agarre la manija del cajón...

Sampaio no respondió, ni echó una mirada por la ventana. Enfundado en un viejo pijama, en la cama, con los diarios de la víspera, se limitó a lanzar un débil gemido, metiéndose el dedo gordo en la boca. Era un enfermo imaginario, tenía un miedo loco a la muerte, le horrorizaban las visitas a los hospitales, los velatorios y los entierros, y en aquel momento se sentía al borde del infarto. Estaba así desde el día anterior, desde que la mujer le informara de que el corazón de Vadinho había estallado de repente. Pasó una noche de perros, esperando la explosión de las coronarias, dando vueltas en la cama entre fríos sudores, y oprimiéndose con la mano el lado izquierdo del pecho.

Doña Norma, poniéndose sobre la cabeza de hermoso pelo castaño un chal negro, apropiado para la ocasión, concluyó, implacable:

- Yo, si no tengo por lo menos quinientas personas en mi entierro, daré por fracasada mi vida. De quinientas para arriba...

Partiendo de ese principio, Vadinho podía considerarse triunfante, colmado. Medio Bahía había asistido a su funeral, y hasta el negro Paranaguá Ventura abandonó su lúgubre cubil, y allí estaba, el terno blanco relumbrante de almidón, corbata negra y brazalete negro en la manga izquierda, llevando un ramo de rosas rojas. Cuando agarró una manija del cajón y dio el pésame a doña Flor, resumió el pensamiento de todos en la más breve y bella oración fúnebre que haya tenido Vadinho:

- ¡Era un machazo...!

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