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7/4/98) En los últimos días una serie de noticias financieras han vuelto a sacar a la luz, en la prensa española, a los polémicos bonos basura. Así, por ejemplo, el anuncio de la empresa española JazzTel de lanzar una emisión de 12.000 millones de pesetas de bonos de alto rendimiento o la nueva penalización que la SEC norteamericana ha impuesto al “padre” de dicho tipo de bonos Michael R. Milken, parece que han vuelto a poner de moda hablar de un tipo de activo financiero que siempre ha estado ahí (incluso aquí, en España) y cuyo mercado en los años 90 es mucho mayor que el de la década que los vio nacer (los años 80). Pero vayamos por partes, ¿un bono basura de verdad es una basura? Se considera bono basura (coloquialmente hablando, claro, porque su nombre oficial es el de bono de alto rendimiento) a todo bono calificado como “no inversión” por, al menos, una de las principales agencias de calificación de riesgos. Es decir, una calificación inferior a Baa para Moody’s o inferior a BBB para Standard & Poor’s, por ejemplo. Con arreglo a esta definición es fácil darse cuenta de que los bonos de este tipo son tan antiguos como las propias calificaciones de riesgo. ¿Dónde está, pues, la novedad? Sus inicios Hasta finales de los años 70, las empresas norteamericanas emitían bonos u obligaciones cuando éstos iban a ser calificados como “inversión”, en caso contrario no lo hacían porque suponían que dicha emisión estaría condenada al fracaso. El devenir de los acontecimientos económicos hacía que algunas de dichas empresas emisoras vieran descender su calificación hasta entrar en la zona de “no inversión” (también conocida como “especulación”) en la que los propietarios de dichos bonos sabían que la posibilidad de cobrar los cupones y de recuperar el principal estaba en entredicho. A dicho tipo de bonos inicialmente bien calificados pero que, posteriormente, pasan a la zona de baja calificación se les conoce como “ángeles caídos”. Concretando, a ninguna empresa se le ocurría emitir directamente bonos u obligaciones de baja calificación. En esto aparece en escena Michael Milken (a la sazón ejecutivo de un pequeño banco de inversión denominado Drexel, Burnham, Lambert), cuya gran aportación consistió en convencer a las empresas, que estaban inmersas en procesos de adquisición o de reestructuración, de que la emisión de bonos calificados como “no inversión” era algo interesante, que les iba a permitir una mayor flexibilidad en la captación de los recursos financieros necesarios. Evidentemente, también convenció (esa era la otra parte de su trabajo como intermediario) a los inversores (fondos de inversión, fondos de pensiones, fondos de capital riesgo, etc.) de que este tipo de instrumentos financieros no eran tan arriesgados como aparentaban. ¿En qué consisten este tipo de bonos? Los bonos basura (traducción libre de “junk bond”, que fueron bautizados así por el propio Milken con lo que cometió un imperdonable error de marketing financiero) pueden ser de varios tipos, siendo el más común el consistente en un bono subordinado convertible en acciones ordinarias de la empresa emisora y con posibilidad de ser amortizado anticipadamente por ésta (con lo que se anima a los inversores a ejercer su derecho de conversión). Otras versiones consisten, por ejemplo: en un bono subordinado ordinario (amortizable anticipadamente por el emisor) que va acompañado de un warrant, que permite la adquisición de un número determinado de acciones ordinarias de la empresa emisora a un precio y plazo prefijados; o pagarés de empresas también subordinados a la deuda principal de la compañía; o bonos cupón cero; o la emisión de bonos subordinados con unos cinco años de carencia de amortización (el denominado “tramo B”, de moda en los años 90). A la vista de lo anterior está claro que los denostados “bonos basura” son realmente instrumentos financieros bastante conocidos desde hace décadas. La novedad, además de su curioso nombre, estriba en su utilización. Veamos cómo. Su utilidad En los años 80 su uso se centró, principalmente, en las compras de empresas a través del endeudamiento financiero (los famosos leveraged buyouts o LBO), donde venían a representar el 30% de la financiación en este tipo de operaciones siendo el grueso de la denominada “financiación de entresuelo” (financiación que se encuentra entre los fondos propios y los fondos ajenos tradicionales). Lo que proporcionaba una gran flexibilidad al emisor porque con este tipo de activo financiero sólo se obligaba a pagar los intereses cuando había dinero para ello después de realizar el servicio de la deuda principal (los cupones devengados y no satisfechos se acumulaban en espera de tiempos mejores en los que hubiera la liquidez suficiente para hacerles frente). Es decir, el parecido entre los bonos basura y las acciones preferentes es muy grande, siendo su diferencia más importante la posibilidad de desgravar fiscalmente los intereses de aquéllos. Su principal garantía, de cara a los inversores, descansa en los flujos de caja que promete generar la empresa emisora (es difícil que los activos fijos de la empresa actúen como garantía porque ya lo hacen con respecto a la deuda principal). El mayor riesgo de este tipo de bonos se refleja en que el tipo de interés de sus cupones suele ser, en promedio, unos 250 puntos básicos superior al pagado por la deuda principal. Eso sí, la mayor rentabilidad esperada por los inversores no descansa en los cupones de los bonos sino en su conversión en acciones ordinarias (o en el ejercicio de sus warrants) y en la posterior venta de éstas a través del mercado bursátil. Su mercado El actual mercado de bonos de alto rendimiento en su vertiente americana tiene un volumen mayor que el de los famosos años 80. Ello se debe a que, desde el punto de vista financiero, realmente son una buena idea que ha permitido utilizarlos en las reestructuraciones empresariales de los años 90, en los LBO de ésta década y en las acumulaciones apalancadas (leveraged build ups o LBU) que han surgido recientemente. Estas últimas (alguna de las cuales ya se ha realizado en España) consisten en la creación de una gran empresa a base de la compra de un sinfín de pequeñas compañías, financiando una gran parte de la operación a través de la emisión de deuda. Sirva como ejemplo WorldCom el famoso comprador de MCI, que se ha formado a base de adquirir 40 compañías durante los últimos cinco años (¡un verdadero experto en adquisiciones!).
Cuadro. Volumen de emisiones de bonos de alto rendimiento en el mercado de los EEUU (Fuente: Securities Data Company y elaboración propia) Todo ello explica que tras el anuncio de la desaparición de los bonos basura en 1990 a raíz de la quiebra de Drexel, Burnham, Lambert (que controlaba más del 65% del mercado de dicho tipo de bonos en 1986) y del posterior encarcelamiento de Milken (por otra serie de motivos y no por idear la utilización de éstos bonos), éstos hayan resurgido con mayor fuerza que nunca desmintiendo los malos augurios que en su día se hicieron sobre su corto futuro. Dicho resurgimiento ha llevado al actual mercado de bonos basura norteamericano a unas cotas increíbles en 1997 (véase el cuadro), debido básicamente a la caída de los tipos de interés en la deuda calificada como “inversión” que ha hecho que los fondos de inversión aumenten el peso de este tipo de bonos en la composición de sus carteras en un intento de mantener el rendimiento de tiempos pasados. Además, la crisis asiática ha dirigido parte de los fondos invertidos en esa zona geográfica a este mercado, considerado de menor riesgo que el asiático. Estas dos variables unidas a la unión económica y monetaria (que ha igualado, en Europa, los tipos de interés a la baja) y a la búsqueda de una financiación a un plazo mayor que el que las entidades crediticias están dispuestas a proporcionar, han hecho que el raquítico mercado europeo de bonos basura aumente a un ritmo exponencial (los analistas esperan un mercado de 10.000 millones de dólares para fines de 1998). Para concluir, diremos que los bonos basura son, como su nombre oficial indica, bonos que prometen generar un alto rendimiento y que, por tanto, tienen un alto riesgo aunque no tan grande como el de las propias acciones. Dicho riesgo puede comprobarse en la calificación que las agencias independientes le asignan a cada emisión; por ello conviene darse cuenta de la diferencia entre un bono calificado como BB con respecto a uno calificado como CC porque, aunque ambos están calificados como “no inversión”, realmente la probabilidad de impago del segundo es mucho mayor que la del primero. Son, por tanto, un instrumento financiero más, aunque el nombre por el que se les conoce coloquialmente y los problemas que con la justicia ha tenido, y sigue teniendo, su “creador” les hayan dado una connotación negativa que en absoluto se merecen. Los ases del “choreo” - Dinero loco - (Susan Strange - Paidós - 1998) Compras apalancadas y bonos basura “Las compras apalancadas ((leveraged buyouts, LBO) y los bonos basura son dos innovaciones anteriores y relacionadas, de menor importancia que los derivados, pero no de menor interés debido a los factores que le precedieron a las consecuencias que los siguieron. El potencial de beneficio de ambas fue descubierto a principios de los años ochenta, pero su apogeo (y el de sus promotores) llegó a finales de la década. Los bonos basura (más adecuadamente llamados bonos de alto rendimiento) fueron el medio escogido para financiar las compras apalancadas y las fusiones y adquisiciones en Estados Unidos durante ese período. Al igual que en los bonos de empresa convencionales emitidos por las empresas que deseaban aumentar su financiación a largo plazo, el interés está fijado y pagado a los titulares de bonos dos veces al año, pero el precio de mercado podía variar. La duración de cualquier bono de empresa era tan indeterminada que podía oscilar entre los tres y los veinte años. En lo que se diferenciaban los bonos basura era en el rendimiento: en lugar de entre un 8 y un 10%, que era el tipo habitual por aquel entonces de los bonos de empresa ordinarios, los bonos basura rendían entre un 11 y un 15%, muy por encima de las tasas de inflación del 2% o 3%. La historia de los bonos basura ha sido explicada muchas veces como el cuento pintoresco de los jugadores que surgieron de la nada, deslumbraron en el escenario financiero, y luego fracasaron. Pero desde un ángulo sistémico también puede verse como parte de una historia de economía política más amplia en la que tuvieron un papel destacado tanto la inflación de los años setenta, espoleada por la Guerra de Vietnam y la subida del precio del petróleo, como la revolución de la banca. Por revolución de la banca entiendo el cambio que se inició con la innovación del eurodólar, en virtud del cual el viejo y serio, pero rentable negocio de la intermediación entre depositarios y prestatarios dio paso lentamente a una nueva industria de servicios financieros en la que se obtenían amplios beneficios mediante instrumentos que no tenían nada que ver con la intermediación tradicional. Debido a la inflación de los años setenta se habían modificado las percepciones populares sobre los bancos como lugares seguros en los que guardar los ahorros personales o empresariales. Cuando las tasas de inflación se situaron en el 6% o más, mientras que el banco estaba pagando un 2 ó 3%, el depositario estaba perdiendo dinero, pues se reducía el valor real de su depósito. Constreñidos por las viejas regulaciones sobre tipos de interés a corto plazo, los bancos estadounidenses idearon nuevos tipos de cuentas bancarias, como las llamadas cuentas de ahorro a la vista con interés (NOW, negotiable order of withdrawal account), que soslayaban las regulaciones y pagaban a tipos similares a los del mercado monetario. El otro efecto de la inflación de los años setenta, especialmente en Estados Unidos, fue convertir en obsoleta la valoración histórica de los activos societarios, haciendo así a las empresas vulnerables a las fusiones y adquisiciones por parte de nuevos propietarios que, al valorar de nuevo sus activos de acuerdo a los precios existentes en el mercado y al reestructurar el negocio, podían hacerlos más rentables. En muchos países, en especial en Alemania y Japón, existían obstáculos legales, institucionales e incluso culturales para las fusiones y adquisiciones de empresas. Pero éste no era el caso en Estados Unidos, donde el único problema era cómo financiar la compra de otra compañía. Ahí es donde aparecen lo que Anders (1992) llama “comerciantes de deuda”, que no son los inversores de la compra apalancada pero sí sus promotores más exitosos. En su relato del auge y caída de Kohlberg, Kravis y Roberts (KKR) y de su asociación con Michael Milken y Drexel Burnham Lambert (DBL), inventores y promotores de los bonos basura con que se financiaron las compras de compañías, Anders muestra que ninguna de las empresas era ni conocida ni próspera hasta mediados de los años ochenta. KKR había empezado en 1976 con sólo 120.000 dólares del capital de los socios, pero a lo largo de los años ochenta llevó a cabo la absorción de compañías por valor cercano a los 60.000 millones de dólares. Su proeza suprema, la absorción en 1989 de RJR Nabisco por un precio récord de 26.400 millones de dólares, también demostró ser su perdición. La oportunidad para este éxito meteórico fue propiciada en parte por el impacto de la inflación en la banca y los negocios, pero también la propició inconscientemente el gobierno. Una desgravación fiscal originariamente diseñada en 1909 para facilitar y fomentar la inversión productiva en la industria estadounidense permitió a las empresas deducirse los pagos de la deuda de los beneficios imponibles. De lo que KKR se dio cuenta y sacó provecho (literalmente) fue de que esta deducción fiscal podría ayudar a financiar la absorción. El caso de la Houdaille Company, un fabricante de maquinaria especializada, bombas hidráulicas y parachoques de Florida, que fue la primera gran operación exitosa de KKR, permite apreciar este modo de funcionamiento. Los socios de KKR pusieron sólo el 0,3% del dinero. Ofertaron 355 millones de dólares por la compra de la compañía, pero (y ahí estaba el caramelo para los altos ejecutivos de la empresa) sin tocar la dirección. El resto de la financiación se tomaría prestado: una pequeña parte de la dirección, que pondría 25 millones de dólares pero que luego sería dueña de la compañía; otra pequeña parte de las acciones preferentes vendidas a los bancos locales; y la mayor parte restante (el 85%) serían nuevas deudas (de hecho, diferentes tipos de bonos basura de alto rendimiento vendidos con la promesa de que la empresa refinanciada sería más rentable, y, por tanto, muy capaz de pagar la deuda y su servicio). En parte, esto pudo hacerse porque unos 22 millones de dólares ya no tendrían que ser pagados al gobierno estadounidense en concepto de impuestos, ya que los pagos de la deuda se deducirían de los beneficios de explotación de la empresa. Para KKR, los beneficios que reportaba la operación procedían de la localización de las entidades dispuestas a financiarles (bancos como el malogrado Continental Illinois, compañías de seguros como Prudential y una serie de sindicatos de prestamistas interesados en beneficiarse de las deuda de alto rendimiento). El éxito de KKR comportaba el uso de todo tipo de artimañas legales como la creación de “holdings” ficticios para que la operación tuviese un respaldo colectivo. Y todo se hubiese desmoronado si el gobierno estadounidense, a través de la Comisión de Valores y Bolsa (SEC, Securities and Exchange Commission) hubiese denegado el permiso para la absorción. Pero dio su consentimiento, condicionándolo solamente a la adopción de medidas para mejorar la transparencia en las cuentas de la nueva empresa. Si el auge de KKR había sido meteórico, su caída fue incluso más veloz. La explicación se halla en la combinación de varias causas. Contrariamente a la complacencia inicial mostrada por la SEC, una causa fue la intervención de un regulador, Robert Clarke, que en 1989 era, al mismo tiempo, el Interventor de la Moneda estadounidense y uno de los directores de la Corporación Federal de Garantía de Depósitos (FDIC, Federal Deposit Insurance Corporation). Clarke convenció a sus colegas directores en la FDIC para que se permitiera la compra de un banco de Texas, no a KKR, que ofrecía el precio más elevado, sino a un banco rival de Ohio, en base al razonable argumento de que, por su trayectoria pasada, KKR podría disolver el banco y vender sus partes en su propio beneficio a corto plazo. Clarke había llegado a la conclusión de que este tipo de operaciones no beneficiaba a los intereses a largo plazo de la banca estadounidense. Otro factor fue la disputa entre los socios de KKR. Kohlberg comenzó demandando a los primos Kravis y Roberts por estafarle en operaciones que se remontaban incluso al caso Houdaille. Pero aunque los primos se lo tomaban con clama, no habían tenido en cuenta la opinión pública, tanto en los financieros como fuera de ellos. Primero The Economist y luego Wall Street Journal comenzaron a plantear preguntas. El primero se preguntaba si Kravis no había ido demasiado lejos, pues sus socios estaban obteniendo unos beneficios anuales de 100 millones de dólares cada uno y se estaban librando a un consumo ostentoso al que se dio mucha publicidad. El segundo, de forma muy inusual para un periódico conservador, se erigió en defensa de los trabajadores, y en 1990 publicó un largo artículo, posteriormente premiado, en el que comparaba el destino de los trabajadores despedidos de la cadena de distribución Safeway (una de las mayores operaciones de compra de KKR) con los beneficios realizados por los promotores. Se basaba en la declaración de los portavoces de la Federación Estadounidense del Trabajo-Congreso de Organizaciones Industriales (AFLCIO, American Federation of Labor-Conference on Industrial Organization) al Comité de Finanzas del Senado, que culpaban a las compras apalancadas de la pérdida de 90.000 empleos estadounidenses en una década. Casualmente, otros dos factores agravaban la situación. Los prestamistas que habían comprado bonos basura empezaron a ponerse nerviosos, al tiempo que los reguladores añadieron severidad a las normas. Las dudas de Clarke eran apoyadas por Alan Greenspan en el Consejo de la Reserva Federal que, en febrero de 1989, decidió exigir a todos los grandes bancos hacer informes cuatrimestrales sobre la exposición actual (esto es, en su cartera) de sus valores de alto apalancamiento. El golpe final llegó con la acusación de Mike Milken, en febrero de 1989, y con una oleada de bonos basura, impagados. Estos impagos también marcaron el final de la alianza entre KKR y DBL, que poco después, en febrero de 1990, se declaró en quiebra. Había estado guardando 1.500 millones de dólares de sus propios bonos basura y, cuando estos perdieron su valor de mercado, pagó apresuradamente los acostumbrados pingües dividendos extraordinarios a sus principales operadores. Los bancos se negaron a ayudarle y, en este caso, el Consejo de la Reserva Federal no concedió préstamos de urgencia como a menudo había hecho con otros bancos acorralados, como el Marine Midland o el Continental Illinois. Entretanto, a Mike Milken, el que lo inició todo (y que acabaría yendo a la cárcel, aunque no por mucho tiempo) se le sigue reconociendo como uno de los grandes innovadores financieros de la década. Según Martin Mayers, el respetado analista financiero y escritor estadounidense, Milken fue: “Uno de los grandes del siglo… (y) la gente de la que se rodeó en Drexel Burnham eran expertos en valorar los activos en que se basaban los bonos basura” (Mayer, 1997). Su competencia era una condición necesaria para la revolución bancaria antes apuntada: los bancos pasaron de ser fuente de crédito en el sistema a ser consultores y asistentes de gestión financiera, de modo que su negocios se solapaba con el de sociedades de valores como DBL, Merrill Lynch, Goldman Sachs y otras”… Un pequeño recordatorio para jóvenes o “desmemoriados” (y “amnésicos voluntarios”) - Crisis financieras: lecciones de historia (BBCMundo - 27/8/07) (Por Steve Schifferes - Especialista en Asuntos Económicos, BBC) La ola más reciente de especulaciones en el mercado está relacionada con las perturbaciones en los mercados de crédito en el mundo. Las preocupaciones sobre la volatilidad del sector de hipotecas subprime (o de alto riesgo) se han esparcido por el sistema financiero y los bancos centrales se han visto obligados a inyectar miles de millones de dólares al sistema de préstamos. Pero ¿qué pasó en las crisis financieras del pasado, y qué lecciones se pueden aprender para hoy? Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), en el mundo ha habido un creciente número de crisis financieras. Entre las cosas que se pueden aprender de las principales crisis financieras del pasado están: -La globalización ha incrementado la frecuencia y la propagación de las crisis financieras, pero no necesariamente su gravedad. -La intervención temprana de bancos centrales es más efectiva para contenerlas que acciones más tardías. -Es difícil saber en el momento de una crisis financiera si tendrá consecuencias más graves. -Los reguladores frecuentemente no logran mantenerse al día con el ritmo de innovaciones financieras que puedan desatar una nueva crisis. EL COLAPSO DE DOT.COM 2000 A finales de los años 90, las compañías de Internet como Amazon.com y AOL cautivaron las bolsas de valores y parecía acercarse una nueva era para la economía. El precio de esas acciones se disparó cuando se cotizaron en la bolsa Nasdaq aunque en realidad pocas de las compañías generaban ganancias. La bonanza llegó a su punto más alto cuando el proveedor de Internet AOL compró la compañía de medios tradicionales Time Warner, por casi US$ 200.000 millones en enero de 2000. Pero la burbuja estalló en marzo de ese año y el índice Nasdaq, con fuerte representación de empresas del área de tecnología, había caído 78% para octubre del 2002. El colapso tuvo implicaciones más amplias. La inversión empresarial cayó y la economía estadounidense se desaceleró el año siguiente. El proceso fue exacerbado por los atentados del 11 de septiembre, que llevaron al cierre temporal de los mercados financieros. Pero la Reserva Federal de Estados Unidos, también conocida como la “Fed”, bajó gradualmente las tasa de interés desde 6.25% hasta 1% para estimular el crecimiento económico. LONG-TERM CAPITAL MARKET 1998 El colapso del fondo financiero Long-Term Capital Market (LTCM) ocurrió durante la etapa final de la crisis financiera mundial que comenzó en Asia en 1997 y se propagó a Rusia y Brasil en 1998. LTCM era un fondo creado por los ganadores del premio Nobel Myron Acholes y Robert Merton para la compra y venta de bonos. Myron y Merton creían que a largo plazo las tasas de interés de bonos gubernamentales empezarían a converger y el fondo podría comerciar con las pequeñas diferencias entre las tasas. Pero cuando Rusia dejó de pagar sus bonos gubernamentales en agosto de 1998, los inversionistas salieron de los títulos oficiales de otros países y buscaron refugio en los Bonos del Tesoro estadounidense. Inmediatamente la diferencia de tasas de interés entre los bonos empezó a incrementar drásticamente. LTCM, que había pedido prestado mucho dinero a otras compañías, estaba en peligro de perder miles de millones de dólares. Para poder liquidar sus posiciones, tendría que vender sus bonos de la Tesorería. Este evento afectaría al mercado de crédito en Estados Unidos y forzaría un incremento en las tasas de interés. Ante eso, la Fed decidió que debía ejecutar un rescate. Reunió a los principales bancos estadounidenses, varios de los cuales habían invertido en LTCM, y los convenció para que invirtieran unos US$ 3.650 millones más para salvar a la firma del colapso inminente. También la Fed misma hizo un recorte de emergencia de las tasas en octubre 1998 y eventualmente los mercados se estabilizaron. LTCM fue liquidada en 2000. EL CRASH DE OCTUBRE 1987 Las bolsas de valores estadounidenses sufrieron la mayor caída diaria en tiempos de paz el 19 de octubre de 1987, cuando el índice promedio industrial del Dow Jones bajó 22%. Las bolsas europeas y japonesa también sufrieron fuertes pérdidas. El colapso fue provocado por la creencia generalizada de que el manejo inapropiado de información confidencial, y la adquisición de compañías con dinero proveniente de préstamos, estaba dominando el mercado mientras la economía de Estados Unidos se estaba estancando. También había preocupación sobre el valor del dólar, que había estado perdiendo poder en los mercados internacionales. Estos temores se incrementaron cuando Alemania subió una tasa de interés clave, llevando a la apreciación de la moneda de ese país. Por otro lado los sistemas computarizados de venta de acciones (recientemente introducidos) hicieron peores las bajas de las bolsas, ya que las órdenes de ventas se ejecutaban automáticamente. La preocupación en torno a la posibilidad de quiebras en bancos principales llevó a que la Fed y otros bancos centrales bajaran drásticamente las tasas de interés. Adicionalmente se introdujeron reglas para limitar el comercio por computadora y permitir que las autoridades suspendieran cualquier tipo de compraventa bursátil por cortos periodos de tiempo. Este colapso pareció tener pocos efectos económicos directos y las bolsas de valores se recuperaron poco tiempo después. Sin embargo las bajas tasas de interés, especialmente en el Reino Unido, podrían haber contribuido a la burbuja que se produjo en el mercado inmobiliario en 1988-89 y a las presiones que llevaron a la libra esterlina a una devaluación en 1992. El colapso también demostró que las bolsas de valores del mundo estaban ahora interconectadas y que cambios en la política económica en un país podrían afectar los mercados alrededor del mundo. También las leyes que regulan el manejo inapropiado de información confidencial fueron reforzadas en Estados Unidos y el Reino Unido. EL ESCÁNDALO DE LOS BANCOS DE AHORRO Y PRÉSTAMOS 1985 Los bancos de ahorros y préstamos en Estados Unidos (Savings and Loans o S&L) eran instituciones locales que ofrecían hipotecas y recibían depósitos de pequeños inversionistas. En la década de 1980, la desregulación financiera empezó a permitir que estos pequeños bancos participaran en transacciones más complejas e intentaran competir con los grandes bancos comerciales. Hacia 1985, muchas de estas instituciones estaban cerca de la bancarrota y ocurrió un pánico bancario en los S&L de Ohio y Maryland. El gobierno estadounidense ofrecía una garantía por muchos de los depósitos individuales de los S&L, y por ende quedó con un gran pasivo financiero cuando estos se vinieron abajo. El costo total del rescate fue de unos US$ 150.000 millones. Sin embargo, la crisis probablemente sirvió para fortalecer a los bancos más grandes, ya que los rivales más pequeños desaparecieron y se crearon las condiciones para la fusión y consolidación en el sector bancario al pormenor en los años 90. EL GRAN COLAPSO 1929 El colapso de Wall Street en 1929, también conocido como “jueves negro”, fue un evento que hizo derrumbarse a la economía estadounidense y global, contribuyendo a la Gran Depresión de los años 30. Después de un enorme aumento especulativo a finales de los años 20, en gran parte debido al surgimiento de nuevas industrias como la radio y la fabricación de automóviles, las acciones cayeron 13% el jueves 24 de octubre de 1929. Pese a los esfuerzos de las autoridades bursátiles por estabilizar el mercado, las acciones cayeron otro 11% el siguiente martes, 29 de octubre. Cuando el mercado tocó fondo en 1932 se había perdido 90% del valor de las acciones. Tomó 25 años para que el índice Dow Jones recuperase su nivel de 1929. El efecto sobre la economía real fue severo. La propiedad generalizada de acciones significó que muchos consumidores de clase media sintieron las pérdidas. Se redujeron las compras de bienes de consumo duraderos como autos y casas, mientras que las industrias aplazaron inversiones y cerraron factorías. Para 1932, la economía estadounidense se había reducido a la mitad y una tercera parte de la fuerza laboral estaba desempleada. El sistema financiero estadounidense en su totalidad entró en crisis. En marzo de 1933, al tomar posesión como presidente, Franklin D. Roosevelt ordenó un cierre total del sistema. Muchos economistas de izquierda y derecha han criticado la respuesta de las autoridades como inadecuada. El banco central estadounidense incluso aumentó las tasas de interés para proteger el valor del dólar y preservar el patrón oro, mientras que el gobierno de ese país aumentó los aranceles y mantuvo un superávit fiscal. Las medidas del programa de reactivación económica (o New Deal) lanzado por el presidente Roosevelt aliviaron algunos de los peores problemas de la Depresión, pero la economía estadounidense no se recuperó por completo hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando el gasto militar masivo eliminó el desempleo y acentuó el crecimiento. El New Deal también introdujo una extensa regulación de los mercados financieros y el sistema bancario con la creación de la Comisión de Seguros y Cambios (SEC, por sus siglas en inglés) y la corporación Federal de Depósitos de Seguros (FDIC, por sus siglas en inglés). Y la ley Glass-Steagall separó las operaciones de los bancos comerciales y los bancos de ahorro. OVEREND & GUERNEY; BARINGS 1866,1890 El fracaso de un importante banco londinense en 1866 condujo a un cambio clave en la forma en que los bancos centrales manejaban crisis financieras. Overend & Guerney era un banco de descuento que ofrecía fondos a bancos comerciales y de ahorros en Londres, que entonces era el centro financiero más importante del mundo. Cuando se declaró en quiebra en mayo de 1866, muchos bancos más pequeños se vinieron abajo ante la imposibilidad de conseguir fondos, aunque fueran solventes. A consecuencia de esta crisis, reformadores como William Bagehot presionaron para que el Banco de Inglaterra asumiera un nuevo papel como prestador de último recurso que proveyera de liquidez al sistema financiero durante las crisis, para impedir que el colapso de un banco se extendiera a otros. La nueva doctrina se implementó durante la crisis de Barings en 1890, cuando las inversiones de ese banco sufrieron pérdidas en Argentina. El Banco de Inglaterra cubrió las pérdidas para evitar que sistema bancario del Reino Unidos se viniera abajo. Las negociaciones secretas entre el Banco y financieros británicos, condujo al establecimiento de un fondo de rescate de 18 millones de libras en noviembre de 1890, antes de que se hiciera pública la magnitud de las pérdidas de Barings. Los banqueros también organizaron un comité para renegociar la deuda vencida que debía Argentina, pero una crisis bancaria envolvió al país y los préstamos externos a Buenos Aires se suspendieron virtualmente durante una década. Galbraith, Milken y la OPA (en vías de “canonización”) - El mercado intervenido (Libertad Digital - 29/7/2000) (Por José Ignacio del Castillo) Puesto que las OPAs vuelven a estar de moda -la última es la previsible de Repsol sobre Iberdrola-, merece la pena repasar eventos que ya son historia y hacer algunas puntualizaciones. Aquí se recuerda el papel que el conocido sociólogo John Kenneth Galbraith y el rey de los llamados “bonos basura”, Michael Milken, desempeñaron para llegar a las actuales restricciones a la adquisición y control de empresas que cotizan en Bolsa. El conocido sociólogo de la economía -que no economista- John Kenneth Galbraith popularizó hace ya varias décadas una de las críticas más frecuentemente repetida contra el laissez faire capitalista. Galbraith argumentaba que el capitalismo de las grandes corporaciones era ineficiente. Sostenía que, igual que las agencias burocráticas no sirven al contribuyente, sino a políticos y funcionarios, las sociedades anónimas que cotizan en Bolsa acaban sirviendo los intereses, no de los accionistas propietarios de la empresa, sino de los administradores y gerentes. Al estar dispersa la propiedad, no existe el incentivo, la capacidad, ni el conocimiento para sustituir a los gerentes ineficientes. Las empresas quedan pues, en manos de administradores que no economizan recursos, ni satisfacen al consumidor. (Por cierto que Galbraith también popularizó la idea de que el consumidor no es soberano, sino un títere de los publicistas). Pues bien, no se sabe si con el ánimo de refutar a Galbraith, o simplemente para obtener extraordinarios beneficios, hace aproximadamente veinte años un joven llamado Michael Milken decidió entrar en escena. Milken -un genio financiero, rey de los bonos de altísima rentabilidad y gran riesgo que sus detractores conocieron como “bonos basura” y a quien sin duda se debe la existencia tal y como hoy los conocemos del teléfono móvil y la televisión vía satélite-, se dedicaba a estudiar en profundidad los activos de las empresas, su estructura financiera, los mercados en los que operaban y las retribuciones de los administradores y a compararlos con la cotización en Bolsa. La cotización está influida decisivamente, tanto por los beneficios que se vienen obteniendo regularmente, como por los que se espera obtener en el futuro. Una empresa mal administrada obtiene beneficios por debajo de sus posibilidades y eso era lo que Milken buscaba. Cuando encontraba una oportunidad, Milken comenzaba a adquirir sin demasiadas alharacas -aún no se había interpuesto el estado con sus regulaciones- acciones y más acciones hasta disponer de un paquete lo suficientemente grande como para sustituir al consejo de administración existente por otro de su entera confianza. De esta forma Milken elevaba el valor de las acciones, velando por los intereses de los socios al tiempo que desalojaba a los administradores inútiles. Por supuesto, Milken ganaba por partida doble al lucrarse tanto merced a los mayores beneficios derivados de la mejor gestión como gracias a las altas retribuciones que para sí aprobaban administradores y gestores. Sin embargo, Milken subestimó el poder del establishment. Los administradores incapaces llamaron en su auxilio al hombre del garrote, es decir, al Estado. Se habló de piratería, de advenedizos que despojaban a familias tradicionales del negocio de toda una vida, de codicia frente a deberes sociales para con la comunidad y de otra serie de coartadas, todo con el fin de justificar la subsiguiente regulación gubernamental. Nació la figura de la OPA (oferta pública de adquisición de acciones): quien quisiera hacerse con el control de una empresa tenía que avisar de sus intenciones a los vigentes administradores. Así, estos podrían enrocarse cuando lo deseasen mediante la oportuna ampliación de capital. Además se exigía adquirir un porcentaje ingente de acciones, todo con el fin de dificultar la operación que a partir de entonces requeriría una enorme financiación. Por supuesto, ni Galbraith ni ninguno de sus acólitos protestó. Milken cumple en la actualidad condena en la cárcel como consecuencia del resentimiento de sus “víctimas”, convicto por irregularidades contables e “insider trading”, delito este último sin víctimas, imposible de tipificar y creado ad hoc para destruirle y satisfacer la envidia de todos aquellos que creen que la Bolsa no es más que un casino y que la economía financiera no tiene nada que ver con la real. Pues bien, si la existencia de una regulación para las OPAs es un atentado contra los accionistas y la eficiencia económica, la necesidad de obtener el beneplácito gubernamental para llevar a cabo la adquisición de cualquier empresa, es la negación completa de la libertad económica y el orden de mercado. Una situación absolutamente anormal creada por el Estado como es el oligopolio de las eléctricas y el reparto de mercados auspiciado y sancionado por gobiernos anteriores, sirve ahora de excusa para seguir regulando e interfiriendo. Las pasadas intervenciones sirven para justificar las nuevas. ¿Podremos salir de este círculo vicioso algún día? La opinión de la “Congregación para la Doctrina de la Fe” (¿Ustedes creen que algo va a cambiar? Aquí, tienen la respuesta…) - Dividiendo al complejo financiero industrial (The Wall Street Journal - 1/4/10) (Por David Weidner) Uno de los pasatiempos favoritos de Wall Street es poner en entredicho a los reguladores. La industria se burló del juicio de Michael Milken e Ivan Boesky. Hizo mofa de los esfuerzos de Eliot Spitzer (ex fiscal general de Nueva York) por atacar los conflictos de interés de los analistas. ¿Uso indebido de información privilegiada? Sólo una sucia frase de con la que los bienhechores llaman a la investigación con valor agregado. El esfuerzo suave y lleno de compromisos de hoy en día para reformar a la industria de servicios financieros está recibiendo el mismo tratamiento. Nos han dicho que pondría a los bancos estadounidenses en una desventaja competitiva, que afectaría al crédito, que es equivocada. Los reguladores y Washington están en su juego político y no saben hacer nada más. El auge de Wall Street como fuerza tremendamente influyente en la formación de nuestro perfil nacional no ha pasado desapercibido, pero muchas de las voces que advierten en contra del auge de la gran banca, como el ex presidente de la Comisión de Corretaje de Futuros de Commodities Brooksley Born y William White, ex economista jefe del Banco Internacional de Pagos, solo por nombrar dos, han sido ignorados por la gente que podría haber detenido ese avance. Simon Johnson, profesor del Massachusetts Institute of Technology y ex economista del Fondo Monetario Internacional, está sonando otra alarma. En su nuevo libro 13 Bankers: The Wall Street Takeover and the Next Financial Meltdown, (Algo como 13 banqueros: la toma de Wall Street y el próximo colapso financiero) escrito junto a James Kwak argumenta que la crisis financiera sólo ha ayudado a consolidar el poder entre los bancos. “A medida que la banca se hizo más complicada, más prestigiosa y más lucrativa”, escribieron Johnson y Kwak, “la ideología de Wall Street, aquella que indica que las innovaciones ilimitadas y los mercados financieros sin regulación alguna eran buenos para Estados Unidos y el mundo, se convirtieron en la posición de consenso en Washington y en ambos extremos del espectro político”. Incluso con US$ 1,2 billones (millones de millones) en fondos de los contribuyentes inyectados a los mercados financieros durante los últimos dos años, hay poca evidencia de que la influencia de Wall Street haya disminuido. El lobby de los bancos es más poderoso, más influyente y más hábil de lo que deja entrever. Puede argumentarse incluso que la banca se ha vuelto más dominante que el gobierno. A través de su lobby y sus contribuciones puede dar forma a sus propias reglas y llevar a la economía a través de ciclos de burbujas, desde Internet a la energía y al sector inmobiliario. La industria financiera representa cerca de un quinto del Producto Interno Bruto EEUU y controla US$ 8,5 billones en activos, 63% del PIB del país. Wall Street ha reemplazado a los militares como el complejo industrial, llevándonos de la abundancia a la escasez y viceversa. Es tan poderoso que Washington ahora actúa como un brazo de la industria bancaria. A medida que los bancos colapsaron, los grandes titanes de Wall Street, incluyendo a Bank of America Corp., J.P. Morgan Chase & Co., y Wells Fargo Corp., se han llenado con los cadáveres de sus competidores. Estos tres bancos, junto a Citigroup Inc., ahora controlan un total de US$ 7,34 billones en activos y US$ 3,57 billones en depósitos, 56% y 39% de todos los activos y depósitos en Estados Unidos respectivamente, según SNL Financial. Ellos son más que simplemente “demasiado grandes para colapsar” son las principales fuerzas que mueven la economía y la fijación de políticas. Johnson es pesimista frente a esta situación. Muchos presidentes han prometido que “nunca más” los bancos causarán destrozos en la economía después de la crisis de ahorros de la década de los 90 y el estallido de la burbuja tecnológica. Así ha sido, por supuesto, pero sólo en nuestra historia reciente. En la década de los 30, las amplias leyes de la era de la depresión reformaron la industria de los valores y la banca. Al dividir a las instituciones según sus líneas de negocio Washington redujo la influencia del sector financiero. Hoy, Johnson tiene una propuesta similar en su alcance “no permitir que las instituciones financieras se vuelvan demasiado grandes para colapsar y dividir aquellas que lo son”. Esto podría hacerse al poner un duro límite a la proporción de activos de una institución con respecto al PIB, 4% para los bancos comerciales y 2% para los bancos de inversión, argumenta. Tal límite afectaría a seis bancos: los cuatro grandes ya mencionados, Goldman Sachs Group Inc. y Morgan Stanley. Un límite también ayudaría a sacar a Wall Street de su prominente lugar en la economía estadounidense y pondría a los paquetes de remuneración en niveles adecuados, dice Johnson. Los bancos más pequeños tendrían que pagar menos y serían más manejables. Los bancos más pequeños también perderían sus ventajas de financiamiento y tendrían que competir con sus “productos, precio y servicio”. Una mayor competencia reduciría los márgenes de los negocios basados en comisiones que los grandes bancos prefieren, es decir “la titularización, el corretaje y los derivados”. La propuesta de Johnson es asombrosa y ha recibido apoyo. Robert Reich, ex secretario de Trabajo de EEUU y Brad Sherman, demócratas de la Comisión de Servicios Financieros de la Cámara de Representantes respaldaron el libro y apoya una medida así de radical. Un tope es sólo una de las ideas que han circulado desde que comenzó la crisis. Otras incluyen la reinstalación de las separaciones de la ley Glass-Steagall y la expansión de la regulación de los “bancos sombra”, es decir las empresas de seguros, fondos de cobertura y firmas de capital privado, así como los bancos comerciales. Los banqueros de seguro tendrán otro punto de vista. Casi se pueden escuchar sus quejas: No podremos competir contra Deutsche Bank, Barclays y una creciente ola de poderío financiero chino. Con respecto a eso Johnson argumenta que el mundo debe seguir el ejemplo de EEUU, pero si no lo hacen, deben asumir las consecuencias de sus actos. Los bancos que colapsen en Europa y Asia no serían nuestro problema. “Si los países europeos desean mantener bancos demasiado brandes como para colapsar, entonces sus contribuyentes tendrán que rescatarlos en caso de una crisis”. Pese a lo improbable que es su tipo de reforma radical unilateral, Johnson ofrece una atractiva visión de un Wall Street confinado, con su potencia limitada a insultos: un Wall Street en el que una banca de tamaño correcto es una frase usada por los bienhechores para describir un sistema más seguro y sano que ha aprendido de sus errores. |
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