Para mi hermano Michael Índice primera parte 4 Segunda parte 68 Primera parte






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En la batalla de Inglaterra

Judith Kerr

Traducción de Flora Casas



Título original: THE OTHER WAY ROUND
© Judith Kerr, 1975

© Publicado originalmente en inglés por William Collins Sons & Co. Ltd,

© Ediciones Altea, Taurus, Alfaguara, S.A., 1987

© Para la presente edición

Salvat Editores, S. A., Barcelona

y Ediciones Altea, Taurus, Alfaguara, S.A., Madrid, 1987

ISBN: 84-204-5999-2 (para la obra completa de Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.)

ISBN: 84-204-6010-9 (para este volumen de Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.)

ISBN: 84-345-8580-4 (para la obra completa de Salvat Editores, S.A.)

ISBN: 84-345-8589-8 (para este volumen de Salvat Editores, S.A.)

Impresión: Cayfosa. Sta. Perpetua de Mogoda (Barcelona) - 1987

Depósito legal: B. 13.294-1987

Printed in Spain


Biblioteca Juvenil

Directora: MICHI STRAUSFELD

Coordinador: JOAQUÍN MARCO



Para mi hermano Michael



ÍNDICE


Primera parte 4

Segunda parte 68


Primera parte



1



nna estaba en su habitación, en el piso superior de la casa de los Bartholomew, en Londres. Por fin se había acordado de subir el dobladillo de la falda, que estaba suelto, y llevaba unas medias nuevas de hilo de Escocia —no las negras de los almacenes Woolworth's, sino las de Marks & Spencer's de una clase más cara, de color crema—. El jersey, que se había tejido ella misma, casi hacía juego con la falda, y acababa de limpiar unos zapatos muy bonitos heredados de una de las hijas de los Bartholomew. Ladeó el espejo del tocador para ver su reflejo, con la esperanza de sentirse impresionada.

Fue decepcionante, como de costumbre. La habitación era excesiva para ella. Estaba claro que no pegaba allí. Contra el fondo de la colcha de seda a cuadros, el elegante papel de la pared, los muebles relucientes, deslumbrantes, Anna quedaba correcta, pero sin gracia. Una personita vestida de marrón. Como una criada, pensó, o una huérfana. A aquella habitación le hacía falta alguien más despreocupado, más rico, más sonriente.

Se sentó en el taburete de peluche y miró fijamente su rostro con irritación creciente. Pelo oscuro, ojos verdes, expresión demasiado seria. ¿Por qué no podía, al menos, ser rubia? Todo el mundo sabe que el pelo rubio es mejor. Todas las estrellas de cine eran rubias, desde Shirley Temple a Marlene Dietrich. Las cejas también estaban mal. Debieran haber sido arcos finos, como dibujadas a lápiz; en lugar de eso, eran espesas y casi rectas. Y con respecto a las piernas... A Anna no le gustaba ni siquiera pensar en sus piernas, porque eran cortitas, y tener las piernas cortas le parecía no tanto una desgracia como una falta de gusto.

Se inclinó hacia adelante y su reflejo le salió al encuentro. Al menos parezco inteligente, pensó. Frunció el ceño y arrugó los labios, para aumentar el efecto. En la Residencia Femenina Metcalfe decían que era lista. Esa chiquita refugiada, tan lista. Al principio no se había dado cuenta de que era despectivo. No había caído muy bien en el colegio de Miss Metcalfe. Al menos, todo eso ha acabado, pensó.

Cogió el bolso —uno viejo de mamá, de cuero marrón cuarteado, que había traído de Berlín—, sacó una polvera y se puso a empolvarse cuidadosamente la nariz. Todavía no usaba barra de labios. No se lleva carmín a los quince años, a menos que seas una fresca.

No me habría hecho falta ir al colegio de Miss Metcalfe, pensó, si hubiéramos estado en casa. Era el hecho de vivir en un hotel lo que había traído todas aquellas complicaciones; eso, y el no tener dinero. Porque cuando papá y mamá ya no pudieron pagar su habitación (a pesar de que el hotel era tan barato), se había convertido en una especie de paquete, zarandeado de un lado a otro, pasado de una persona a otra, sin saber en qué manos caería la próxima vez. La única razón por la que había ido al colegio de Miss Metcalfe fue porque ésta se había ofrecido a alojarla gratis. La razón por la que ahora vivía en casa de los Bartholomew (aunque claro, los Bartholomew eran viejos amigos y mucho más agradables que Miss Metcalfe) era que aquí tampoco le costaba nada.

Suspiró. ¿Qué cinta del pelo?, se preguntó. Por una vez podía elegir entre dos: ¿marrón o verde? Se decidió por la verde, se la deslizó por la cabeza, volvió a colocarla en el pelo, y se miró. Es lo mejor que puedo hacer, pensó.

En alguna parte, un reloj dio las diez; hora de marcharse. Mamá y papá la esperaban. Cogió el abrigo e inspeccionó el bolso. Las llaves, la linterna, el documento de identidad, el monedero. El monedero parecía extraordinariamente ligero, y lo abrió. Estaba vacío. Los cuatro peniques para el billete debían haberse caído en el interior del bolso. Lo volcó. Las llaves, la linterna, el documento de identidad, la polvera, dos lápices, un billete de autobús, la envoltura de una galleta de chocolate y unas migas. No había dinero. Pero debe estar aquí, pensó. Lo tenía. Estaba segura de que lo tenía la noche anterior. Frenética, buscó en los bolsillos del abrigo. Tampoco estaba allí. ¡Maldita sea!, pensó. Precisamente cuando creía que ya estaba lista. ¡Maldita sea una y mil veces!

Metió las cosas en el bolso de un manotazo, cogió el abrigo y salió de la habitación. ¿Qué voy a hacer?, pensó. Me estarán esperando, y yo sin dinero.

El rellano estaba a oscuras; las criadas debían haber olvidado descorrer las cortinas de oscurecimiento. ¿Podría pedirle dinero a las criadas? No, pensó, no puede ser. Empezó a bajar la escalera de gruesa alfombra con la esperanza de que ocurriera un milagro.

En el vestíbulo, al pasar junto a lo que había sido el aula, pero que era ahora una especie de cuarto de estar, una amigable voz americana gritó: «¿Eres tú, Anna? Entra un momento. No te veo desde hace días.»

Mrs. Bartholomew.

¿Podría pedírselo a ella?

Abrió la puerta y encontró a Mrs. Bartholomew tomando café, en bata. Estaba sentada a la vieja mesa del aula, y ante ella, sobre la superficie manchada de tinta, había una bandeja y un montón desordenado de viejos libros infantiles.

—Te has levantado pronto para ser domingo —dijo Mrs. Bartholomew—. ¿Vas a ver a tus padres?

Anna pensó contestar: «Sí, pero me temo que no tengo...», o «¿Le importaría prestarme...?» En su lugar, se quedó en el umbral y dijo:

—Sí.

—Seguro que se alegrarán de verte. —Mrs. Bartholomew señaló un libro que parecía ser de Hans Andersen—. Llevo aquí un rato, acordándome de las chicas. A Judy le encantaba este libro..., hace tres o cuatro años, y a Jenny también. ¡Era tan divertido, cuando dabais clase todas juntas...! ¿A que sí?

Contrariada, Anna alejó de su mente el problema que la obsesionaba.

—Sí —dijo. Había sido divertido.

—Esta guerra es una verdadera locura —prosiguió Mrs. Bartholomew—. Enviamos a todos los niños fuera de Londres, pensando que Hitler lo iba a destrozar a fuerza de bombas, y medio año después todavía no ha ocurrido nada. Personalmente, estoy harta. Quiero que vuelvan aquí, conmigo. Jinny dice que existe la posibilidad de que el colegio se traslade otra vez a la ciudad. ¿No sería bonito?

—Sí —respondió Anna.

—Les encantaría que vivieras en casa con ellas.

De repente, Mrs. Bartholomew cayó en la cuenta de que Anna estaba en la puerta, sin decidirse a entrar en la habitación.

—¡Pero, entra, querida! —gritó—. Toma una taza de café y cuéntame..., ¿cómo va todo? ¿Cómo va el curso de arte de la Politécnica?

—Tengo que marcharme, de verdad —dijo Anna, pero Mrs. Bartholomew insistió, y se encontró sentada a la mesa del aula con una taza en la mano.

Por la ventana veía nubes grises y ramas que se agitaban al viento. Parecía hacer frío. ¿Por qué no había pedido el dinero cuando se le presentó la oportunidad?

—Así que, ¿qué has hecho? Cuéntame —dijo Mrs. Bartholomew.

¿Qué había hecho?

—Bueno, naturalmente, es sólo un curso para principiantes —le resultaba difícil concentrarse en aquel tema—. Hacemos de todo. La semana pasada nos dibujamos unos a otros. Eso me gusta.

El profesor, al ver el dibujo de Anna, le había dicho que tenía verdadero talento. Se animó con aquel recuerdo.

—Pero, claro, no es muy práctico... Quiero decir económicamente —añadió.

A lo mejor el profesor lo había dicho simplemente por amabilidad.

—¡Escúchame! —exclamó Mrs. Bartholomew—. No tienes que preocuparte por cuestiones económicas a tu edad, al menos mientras estés en esta casa. Sé que para tus padres es difícil estar en un país extraño y todo eso, pero nos encanta que estés con nosotros, y puedes quedarte todo el tiempo que quieras. De modo que dedícate a tu educación. Estoy segura de que vas a aprovechar el tiempo, y tienes que escribir a las niñas para contárselo, porque les gustará saber de ti.

—Sí —dijo Anna—. Gracias. Mrs. Bartholomew la miró.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Sí —contestó Anna—. Claro que sí, pero creo que debería irme.

Mrs. Bartholomew salió con ella al vestíbulo y la observó mientras se ponía el abrigo.

—¡Espera un momento! —gritó, sumergiéndose en un armario, del que salió a los pocos minutos con una cosa gruesa y gris—. Será mejor que te lleves la bufanda de Jinny.

La obligó a enrollársela en el cuello y después le dio un beso en la mejilla.

—¡Eso es! —dijo—. ¿Seguro que tienes todo lo que necesitas? ¿No quieres nada?

Sin duda, entonces era el momento de pedírselo. Sería muy fácil, y además, sabía que a Mrs. Bartholomew no le importaría. Pero al verse con los zapatos de Judy y la bufanda de Jinny, le resultó imposible. Negó con la cabeza y sonrió. Mrs. Bartholomew le devolvió la sonrisa y cerró la puerta.

¡Maldita sea!, pensó Anna al remontar penosamente Holland Park Avenue. Ahora no le quedaba más remedio que ir hasta Bloomsbury a pie, por no tener cuatro peniques para el billete del metro.

Era un día frío y radiante, y al principio intentó tomárselo como una aventura.

«De verdad que me gusta el ejercicio», dijo mentalmente y a modo de experimento a Miss Metcalfe, «con tal de que no sea lacrosse». Pero, como de costumbre, no pudo obtener una respuesta satisfactoria, de modo que abandonó la conversación.

Como era domingo, aún había gente en la cama, y se veían las cortinas de oscurecimiento encima de las tiendas cerradas. Sólo estaba abierta la tienda de periódicos de Notting Hill, con los periódicos del domingo expuestos en anaqueles junto a la puerta y carteles impresos que decían: «Ultimas noticias de la guerra», pero, como de costumbre, no había ocurrido nada. La casa de préstamos junto a la estación del metro aún conservaba el letrero que tanto había confundido a Anna cuando llegó a Londres y todavía no sabía mucho inglés. Decía: «Cambie su oro por dinero en efectivo», pero se había caído un pedacito de la G, con lo que «oro» se había transformado en «catarro» *. Anna recordaba que cada día, al pasar por allí camino del colegio con Judy y Jinny, se preguntaba qué significaría, y si entrando en la tienda y estornudando le darían dinero.
* Este párrafo es intraducible: GOLD es oro en inglés. Al caerse el trocito de la G se transforma en COLD, catarro, frío. (N. de la T.)

Cualquiera que hablase hoy en día con Anna no hubiera podido adivinar que no hablaba inglés desde la cuna, y además, había perdido el acento americano que al principio se le había pegado de los Bartholomew. La idea no era sólo que aprendiese inglés con Judy y Jinny, sino que ellas aprendieran el alemán nativo de Anna y el francés que había practicado en París tras escapar de Hitler. Pero no había resultado así. Ella y Jinny y Judy se habían hecho amigas y hablaban en inglés, pero a Mrs. Bartholomew no le importaba.

Por los jardines de Kensington soplaba un viento fuerte. Hacía traquetear los anuncios que indicaban los refugios antiaéreos que nadie había utilizado aún, y los escasos azafranes que seguían en pie entre las trincheras recién excavadas parecían helados. Anna se metió las manos en las profundidades de los bolsillos de su viejo abrigo gris. Francamente, pensó, qué estupidez ir andando así. Tenía frío, e iba a llegar tarde, y mamá se preguntaría dónde se habría metido. Era ridículo tener tan poco dinero que la pérdida de cuatro peniques lo descabalara todo. ¿Y cómo se podía ser tan tonta y tan tímida como para no ser capaz de pedir cuatro peniques cuando se necesitaban? Y además, ¿cómo se las había arreglado para perder el dinero? Estaba segura de que lo tenía la noche anterior: una moneda de plata de tres peniques y dos medios peniques; ahora lo recordaba. Estoy harta, pensó, harta de ser tan inútil, y en ese mismo momento, la alta figura de Miss Metcalfe se irguió ante ella, sin invitación previa alzó una ceja sarcástica y dijo: «¡Pobre Anna!»

Oxford Street estaba desierta, los escaparates de los grandes almacenes cubiertos de papel marrón colocado en cruz para evitar que se rompieran en caso de ataques aéreos, pero Lyons Corner House estaba abierta y llena de soldados haciendo cola, a la espera de una taza de té.

Al llegar a Oxford Circus salió el sol y Anna se sintió un poco más animada. Después de todo, el motivo de su apuro no era sólo la timidez. Papá comprendería por qué no podía pedir dinero a Mrs. Bartholomew, ni siquiera una cantidad tan pequeña. Tenía los pies doloridos, pero sólo le quedaban dos tercios del trayecto para llegar a casa, y a lo mejor estaba haciendo algo realmente espléndido.

«Una vez», comentó negligentemente una Anna adulta a una Miss Metcalfe infinitamente envejecida, «una vez fui andando desde Holland Park hasta Bloomsbury por no pedir cuatro peniques», y la envejecida Miss Metcalfe quedó francamente impresionada.

En Tottenham Court Road un vendedor de prensa había extendido una enorme cantidad de periódicos dominicales en la acera. Leyó los titulares («¿Racionamiento de té muy pronto?» «¡Que vuelvan los evacuados!» y «Los amantes de los perros ingleses, sin protección») antes de darse cuenta de la fecha. Era el cuatro de marzo de 1940, exactamente siete años después de que abandonara Berlín para convertirse en refugiada. Por alguna razón, se le antojó significativo. Allí estaba, sin dinero pero triunfante, en el aniversario del día en que había empezado su vida errante. Tal vez algún día, cuando fuera rica y famosa, todos volverían la vista atrás.

«Claro que recuerdo a Anna», diría la envejecida Miss Metcalfe al entrevistador del Pathe Newsreel. «Era tan atrevida e ingeniosa... Todos la admirábamos mucho.»

Remontó fatigosamente High Holborn. Al internarse en Southampton Row, ya no muy lejos del hotel, notó un ligero tintineo en el dobladillo del abrigo. No es posible que... Palpó el bolsillo. Con precaución. Sí, tenía un agujero. Con una sensación de desastre inminente, metió dos dedos y, levantando el dobladillo con la otra mano, logró sacar dos medios peniques y una moneda de tres peniques amontonadas en la parte inferior del forro. Se quedó quieta un momento, mirándolo. Después pensó: «¡Típico!», con tal vehemencia, que descubrió que lo había dicho en voz alta, para asombro de una pareja que pasaba por su lado. Pero, ¿qué podía ser más típico que su actuación de aquella mañana? Tanta vergüenza con Mrs. Bartholomew, tanta preocupación por si había hecho o no lo que debía, tanta caminata y el dolor de piernas, para que al final resultara una enorme pérdida de tiempo. Nadie hacía cosas así. Estaba cansada de todo aquello. Tenía que cambiar. Todo tenía que cambiar.

Con el dinero apretado en la mano, cruzó con decisión la calle, hasta donde había una mujer que vendía narcisos a la puerta de un salón de té:

—¿Cuánto valen? —preguntó. Costaban a tres peniques el ramo.

—Deme uno —dijo.

Era un acto de estúpida extravagancia, y además, los narcisos no lo merecen, pensó al verlos marchitándose en su mano, pero al menos era algo. Se los regalaría a mamá y a papá. Les diría: «Hace siete años que salimos de Alemania, y os he traído unas flores.» Y tal vez las flores les dieran suerte, tal vez le pidieran a papá que escribiera algo, o alguien le mandara dinero, y tal vez cambiaran las cosas, y todo debido a que se había ahorrado el billete del metro y había comprado unos narcisos. E incluso si no ocurría nada, al menos a mamá y a papá les gustaría y les animaría.

Al empujar las puertas giratorias del Hotel Continental, el viejo conserje que dormitaba tras el mostrador la saludó en alemán.

—Su madre se ha puesto nerviosísima —dijo—, porque no sabía dónde se había metido.

Anna inspeccionó el salón. Desperdigados entre las mesas y sentados en los desastrados sillones de imitación de cuero, vio a los refugiados alemanes, checos y polacos de siempre que habían hecho del hotel su hogar mientras esperaban algo mejor. Pero no estaba mamá.

—Voy a subir a su habitación —dijo, pero antes de empezar a ascender la escalera, una voz gritó: «¡Anna!», y mamá salió como una exhalación de la cabina telefónica. Su rostro estaba enrojecido por la excitación, y sus ojos azules, tensos—. ¿Dónde estabas? —gritó en alemán—. Acabo de hablar con Mrs. Bartholomew. ¡Creíamos que había pasado algo! Y Max está aquí... Sólo puede quedarse un rato y tenía especial interés en verte.

—¿Max? —preguntó Anna—. No sabía que estuviera en Londres.

—Le ha acercado un amigo de Cambridge.

—La cara de mamá se relajó, como le ocurría siempre al hablar de su extraordinario hijo—. El ha venido primero, y después va a reunirse con otros amigos para volver todos juntos. Amigos ingleses, claro —añadió para su propia satisfacción y para ejemplo de cualquier alemán, checo o polaco que estuviera escuchando.

Mientras subían a toda prisa, se fijó en los narcisos que Anna llevaba en la mano.

—¿Y eso? —preguntó.

—Los he comprado —respondió Anna.

—¿Que los has comprado? —gritó mamá, pero su asombro fue interrumpido por un polaco de mediana edad que salía de una habitación con el rótulo de «W.C.».

—La vagabunda ha regresado —dijo el polaco en tono satisfecho al ver a Anna—. Ya le dije, señora, que seguramente se habría entretenido —y entró en su habitación, al otro extremo del pasillo.

Anna se sonrojó:

—No he llegado tan tarde —dijo, pero mamá la hizo apresurarse.

La habitación de papá estaba en el piso superior, y al entrar, Anna casi se cayó encima de Max, que estaba sentado a los pies de la cama, al lado de la puerta. Dijo: «¡Qué tal, hermana!», en inglés, como en las películas, y le dio un beso fraternal. Después añadió en alemán: «Ya me iba. Me alegro de que hayas llegado a tiempo.»

Anna replicó:

—He tardado un siglo en llegar aquí —y dio la vuelta a la mesa en que estaba la máquina de escribir de papá para abrasarle—.
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