Leopoldo Alas «Clarín»






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Leopoldo Alas «Clarín»

Las dos cajas




- I -

Ventura había nacido para violinista. Fue esta una convicción común a todos los de su casa desde que tuvo ocho años el futuro maestro. Nadie recordaba quién había puesto en poder del predestinado el primer violín, pero sí era memorable el día solemne en que cierta celebridad de la música, colocando una mano sobre la cabeza de Ventura, como para imponerle el sacerdocio del arte, dijo con voz profética: «Será un Paganini este muchacho». A los doce años Ventura hacía hablar al violín y llorar a los amigos de la casa, complacientes y sensibles. La palabra genio, que por entonces empezaba a ser vulgar en España, zumbaba algunas veces en los oídos del niño precoz. Un charlatán, que examinaba cráneos y levantaba horóscopos a la moderna, estudió la cabeza del músico y escribió esto en un papel que cobró muy caro:

-Será un portento o será un imbécil; o asombrará al mundo por su habilidad artística, o llegará a ser un gran criminal embrutecido.

La madre de Ventura comenzó a inquietarse. El pavoroso dilema la obligaba a desear, más que nunca, la gloria del artista para su hijo.

-¡Cualquiera cosa, decía, antes que malvado!

El padre sonreía, seguro del triunfo. Cierto tío materno, aficionado también a estudiar chichones, que era la moda de entonces en muchos pueblos de poco vecindario, exclamaba con tono de Sibila:

-¡El templo de la gloria o el presidio! ¡El laurel de Apolo o el grillete!

Ventura estaba seguro de no ir a presidio, a lo menos por culpa suya.

Mucho amaba la música, pero no era un maniaco del arte, y cultivaba sus buenos sentimientos leyendo muchos libros de esos que confortan la voluntad recta, y haciendo todo el bien que podía. Su inteligencia era precoz como su habilidad de artista, y a los quince años ya tenía bastante juicio para comprender que, ante todo, era hombre y que aquellas teorías que le predicaban parientes y amigos respecto a la misión excepcional del artista, a la moral especial del genio, eran inmorales y muy peligrosas.

Débil de carácter, se dejaba imponer las costumbres y el uniforme de genio; pero en el fondo de su alma no se dejaba corromper. Tenía vanidad como todos, y se creía y se sentía un gran músico; pero no por lo que ya sabía hacer, que era lo que admiraban los necios, sus paisanos, parientes y amigos, sino por lo que llevaba dentro de sí, y no podían comprender sus imprudentes admiradores. Amaba mucho más sus sueños que los triunfos ruidosos que iba alcanzando. Por amor a su padre, que era el encargado de cobrar y tener vanidad, Ventura daba conciertos, que le valían ovaciones nunca vistas. Y el buen muchacho, con una sonrisa un poco triste, inclinaba la cabeza, llena de rizos negros, sobre el violín, como un amante se reclina sobre el seno de su amada; saludaba al público y miraba después al rincón en que se escondía su padre, como consagrando a este todos aquellos aplausos y diciendo: «Son tuyos, para ti los quiero nada más». Para sí prefería otros placeres menos vanos. Él había descubierto en sus soledades de artista misterios de la música, que eran expresión de las profundidades más bellas e inefables del alma. Creía, con fe inquebrantable, que de su instrumento querido podían brotar notas que dijesen todo lo que él inventaba en sus deliquios de inspiración solitaria; pero también sabía que buscar esas notas era empresa superior a sus fuerzas actuales. No bastaba lo que enseñaban los maestros para expresar aquello. Cuanto cabe en la técnica de cualquier arte bello era inútil para aprender aquella misteriosa manera de ejecución, que era necesaria para llegar al último cielo de la poesía que él columbraba en la música. Si le hubiesen mandado escribir todo lo que él comprendía de aquella nueva estética aplicada a la música, ni aproximadamente hubiera sabido explicar sus ideas. Ni podía hablar con nadie de aquello. Músicos muy celebrados, hasta artistas verdaderos algunos, no le comprendían.

Un célebre compositor llegó a decirle muy seriamente:

-Ventura, déjate de ilusiones y estudia. Puedes ser un grande hombre, y te vas a convertir en un maniaco. Toca lo que tocan los demás, procurando tocarlo mejor, y así conseguirás la gloria y la fortuna.

Lo que se consiguió con esto, fue que el soñador no hablara más a nadie de sus sueños, pero no quiso abandonar aquella esperanza de encontrar lo que él llamaba «la música sincera». Se le había metido en la cabeza y hasta en el corazón, que todos los usados recursos de la instrumentación eran falsos, afectados; que los efectos de la armonía, y más aún los de las combinaciones melódicas, eran lo más contrario de la sencillez verdadera, que no es la rebuscada. Como para él era el arte religión, pero no en el sentido pedantesco y trivialmente impío en que esto suele decirse, sino como formando parte la expresión artística de la religión misma, como una especie de oración perpetua del mundo, creía que era profanación, pecado, blasfemia la falta de ingenuidad en las formas musicales; halagar los sentidos, expresar lo que quiere referirse a los sentimientos puros con voluptuosas caricias de aire en los oídos, le parecía traición del arte. No quería inventar una música nueva en absoluto; dejaba para quien tuviera las facultades del compositor esta gran empresa; pero pensaba que aun lo que está escrito, lo bueno, que era poco según él, se podía ejecutar de modo que esa noble y santa sinceridad apareciese en ello. Esto era lo que él procuraba. Pero no acababa de encontrar el medio. Consagraba a tan peregrino intento el tiempo y el trabajo que otros dedicaban a perfeccionarse en el tecnicismo del arte, según corrientemente se entendía y ponía por obra. Hubo ya quien empezó a decir que había violinistas de menos fama que Ventura superiores a él.

-Ese chico se duerme sobre el violín -exclamó un crítico famoso, de esos que hablan de música porque los demás no entienden, no porque ellos sepan.

Hizo mucha fortuna la frase, y algún gacetillero la repitió mejorada en tercio y quinto por la ocurrencia de darla en latín: Quandoque bonus dormitat Homerus.

El padre de Ventura quiso contestar con un comunicado en el mismo periódico, y sólo se contuvo persuadido por los argumentos del tío, aficionado a la craneoscopia.

-Ríete de cuentos, Rodríguez -decía el tío-, todos los gacetilleros del mundo, con todos los latines del mundo, no pueden impedir que tu hijo tenga muy desarrollado el órgano de la filarmonitangibilidad.

Esta palabreja, que el tío había compuesto, pareció a la familia un argumento indestructible.

-Que hablen los envidiosos lo que quieran -exclamaba el sabio- todo lo que puedan decir no impedirá que filo signifique amo; armonía, lo que ello mismo dice, armonía, y tango, gis, ere, tetigi, tactum, tocar. Son habas contadas; latín y griego. Pero, amigo, el estudio de las lenguas sabias no se improvisa.



- II -

Pasaban los años. Ventura había alcanzado muchos triunfos, ya era célebre. Pero aquella fama no crecía. Sobre todo, los sueños del padre respecto a la precocidad del chico se habían desvanecido. Como todos los que no tienen un conocimiento justo de lo que vale el talento, ponía el Sr. Rodríguez la mayor importancia de la gloria en conseguirla muy pronto. Lo que él necesitaba era que su hijo fuese una celebridad europea a la edad en que otros juegan al marro. Pero el muchacho había llegado a los veinte años y el emperador de todas las Rusias no le había llamado todavía para que enseñara a tocar el violín a czarewich. Rodríguez leía un diccionario de celebridades todas las noches como si fuera la Leyenda de Oro o el Año Cristiano. Sabía la vida y milagros artísticos de todos los músicos, pintores, poetas y escritores precoces. La anécdota de César llorando ante la estatua de Alejandro, porque a la edad del griego él no había conquistado el mundo, le llegaba al alma al Sr. Rodríguez. Quería despertar en su hijo la noble emulación, como él llamaba a la envidia, y le recordaba los triunfos del inmortal Rafael, y la inspiración precoz de muchos eminentes compositores; y aun de Jesús disputando en el templo con los doctores, quería sacar una provechosa enseñanza. Hasta el niño campanólogo le echaba en cara y ponía por ejemplo. Otras veces era la situación económica de la familia la que sacaba a relucir; hablaba de los sacrificios, del capital anticipado para hacerle un violinista eminente. De este argumento no se reía Ventura como de los otros. Contestaba con dinero. ¿No estaban desahogados todos? ¿No vivían como unos príncipes? ¿No tenía Rodríguez un caballo de paseo?

-Bueno, bueno... -decía el padre, torciendo el gesto- pero... eso es poco.

La envidia seguía trabajando. Había algunos periódicos que, sistemáticamente, combatían el amaneramiento y la incorrección del violinista Rodríguez. Era una notabilidad, ¿cómo negarlo? Pero el mundo marcha, y él se empeñaba en no estudiar, y Pérez y Gómez, francamente, iban proyectando una triste sombra sobre la fama de Rodríguez...

Esto decían los periódicos enemigos. Se fundó una revista profesional, Euterpe, para desacreditar a Ventura. La dirigía un señor de la orquesta y la pagaba Gómez, el otro violinista famoso. Rodríguez, padre, quiso desafiar a Gómez, pero Ventura amenazó con romper el violín si no se despreciaba aquella ignominia de las calumnias.

El tío, el de los cráneos, dudó entonces que fuese Ventura un verdadero artista. Se preciaba de conocer el corazón humano ni más ni menos que la cabeza, y dijo tristemente en secreto a Rodríguez:

-Tu hijo no es un artista; no le lastiman las censuras, no le hacen llorar lágrimas de sangre... ¡no es un artista!

Por aquel tiempo no lo tenía para pensar en rivalidades y críticas injustas el bienaventurado mancebo. Se había enamorado. Estaba en otro mundo su pensamiento. Cuando encontraba a Gómez y a Pérez en algún concierto les apretaba la mano con efusión. -¡Hipócrita, cómo disimula! -decían ellos por lo bajo; y Ventura, con las mejillas un poco encarnadas, los ojos húmedos y muy abiertos les sonreía y alababa sus progresos en el violín. No era exclusivista; su manera soñada no era la que conocían Pérez y Gómez; pero tocaban muy bien, muy bien, por el sistema corriente. Los alababa de todo corazón. -¡Nos desprecia! -decían ellos a los amigos; y el señor de la orquesta llegaba en sus censuras a las personalidades, al insulto. Por culpa de su amor Ventura padecía grandes distracciones; le mareaban las disputas, no quería leer periódicos ni libros, y no sabía lo que pasaba en el mundo artístico. No hacía más que tocar, ganar dinero, y a sus solas querer y trabajar en lo que él entendía que era la nueva manera. Euterpe llegó a decir «que la educación debe ser armónica, que el músico no puede ser hoy, en el estado de cultura a que hemos llegado, un ignorante de las materias afines a su arte; debe conocer la historia, la estética, y sobre todo tener sentido común. Pasó la época de las grandes melenas y las extravagancias del artista: hoy el músico debe ser como todos, vestir a la moda, conocer el mundo y vivir como la gente. Lo demás es una afectación ridícula con que se quiere aparentar un genio que acaso no se tiene».

-¡Pero si mi hijo no usa melena! -gritaba Rodríguez arrugando la Euterpe entre los puños.

Ventura, después de algunas dificultades, fue correspondido; entró en casa de su novia, y como no tenía pretexto para hacer perder tiempo a la niña, ni él lo quería tener, se casó a los pocos meses.

Don Lucas Rodríguez se quedó estupefacto. Aquello era demasiado. Su cuñado tenía razón; Ventura no era un artista. ¡Qué diría Euterpe! ¡Casarse un gran violinista! Casarse, así ¡como un empleado de Consumos!... El tío meneaba la cabeza de derecha a izquierda. Aquello quería decir que la craneoscopia se había equivocado. «No era un artista. Era un instrumentista; no era un artista, no lo era; triste, tristísima confesión... ¡Pero Ventura era un burgués!».



- III -

El burgués se fue a vivir con su mujer, una rubia de veinte años que le amaba y le admiraba, a una casita de un barrio, donde tenía jardín con árboles tan altos junto a la tapia, que le ocultaban las casas vecinas; de modo que se creía solo, en el campo, viviendo con su esposa y su violín lejos del mundo. Los más amigos, cuando hablaban del pobre Ventura, a quien no se veía por ninguna parte, ponían una cara compungida, como si se tratase de un muerto; y todos hacían el mismo ademán expresivo; que era figurar con la mano una cuchilla o hacha y acercar el filo a la garganta, inclinando la cabeza. Con esto se quería indicar que Ventura se había degollado, había cortado la carrera: se había casado, en fin.

El ajusticiado, el verdugo de sí mismo, se creía el hombre más feliz del mundo. Su padre apenas le visitaba, y nunca le hablaba del genio ni de la misión del artista.

El tío no aparecía por su casa. Los periódicos le habían olvidado. Euterpe misma apenas se acordaba de él. El matrimonio le trajo una porción de ideas serias.

La responsabilidad de un padre de familia, como él pensaba serlo pronto, le parecía lo más grave del mundo... ¡Y él no sabía más que tocar el violín! Lo que empezaba a escasear era el dinero. ¡Si en vez del violín habré tocado yo el violón toda mi vida! ¡Si estos sueños de la música sencilla, natural, serán una locura! ¡Si tendrán razón los otros! Acaso me ciega el orgullo, y esto que yo creo falta de envidia será tal vez sobra de vanidad. ¿Por qué no han de ser, en efecto, superiores a mí Pérez y Gómez? Cuando estas ideas se le ocurrían, que solía ser al despertar, el pobre Ventura sentía un sudor frío por todo el cuerpo y en el rostro mucho calor de vergüenza... Se le figuraba que el mundo entero se reía de él; y miraba a su mujer, a su hermosa mujer, que dormía tranquila a su lado, y pensaba ¡Pobrecilla! Tal vez le espera el hambre, por lo menos las privaciones; acaso, por tener fe en un loco, ha expuesto su porvenir... ¡Y el de sus hijos! ¡Pobres hijos míos! ¡Cuando nazcáis os encontraréis sin más patrimonio... que la música sincera, una música del porvenir que inventó vuestro desdichado padre!... Pero estas amarguras de la desconfianza duraban poco. De noche, en verano, después de comer, salía al jardín con su querido instrumento; aquel violín que amaba con el mismo respeto que había en las caricias que encantaban su vida conyugal.

A sus solas, acompañado por el discreto cuchicheo de las hojas de los árboles, que la luna plateaba, y que la brisa removía, osaba el pobre Ventura tener fe en su alma de artista. El violín según él sonaba con más dulzura que en las salas ahogadas de los conciertos, donde las notas tenían que flotar en una atmósfera cargada de emanaciones impuras; parecía que las cuerdas en aquella triste soledad tranquila de la noche apacible se desperezaban con cierta gracia de ingenua confianza; la humedad del relente pasaba al timbre de la cuerda: era más fresca y algo húmeda la nota del violín... Encontraba el músico cierto parecido entre el rayo de luna que bajaba y la vibración sonora que subía... Era una corriente de cierto fluido poético que ascendía y descendía como la escala de Jacob.

-¿Dónde está lo que no es todavía y ha de ser sin falta? ¿En dónde viven, en qué espacio flotan el alma del que ha de ser hijo mío, un ángel de cabeza rizosa, toda de oro, como la de su madre, y la impalpable idea música que yo sueño, pero que es en la lógica de la belleza una realidad necesaria? Música sencilla y natural, exenta de convenciones rítmicas, amañadas y recompuestas; música de los humildes, dulzura espiritual, remedo de lágrimas y besos y ayes verdaderos, nuevo canto llano, con toda la sublime sencillez del antiguo, pero sin su monotonía; sueño mío, visión benéfica, convicción santa, esperanza, consuelo, virtud, ¡orgullo mío!... ¿En dónde estás? ¿Qué eres ahora? ¿Idea de Dios? ¿Vives ya en mi cerebro? Como palpita ya en las entrañas de mi esposa el cuerpo del ángel que aguardo, ¿palpitas ya tú dentro de mi espíritu? ¿Eres esto que vislumbro? ¿O acaso la ansiedad que siento? ¿O la alegría inexplicable, repentina y frenética de algunos momentos en que parece que todo mi ser se transforma y se eleva? ¿Dónde estás, música mía? Yo te aguardo; aquí esperaré hasta la aurora. Sé vapor del relente, extracto de aroma, rayo de luna, murmullo de la fuente o de las hojas... Ven, ven con el alba a caer sobre las cuerdas de mi violín como el rocío caerá sobre las flores.

Cuando hablaba así para sus adentros Ventura, gran retórico de lo inefable, en su violín no sonaban más que unos dulcísimos  quejidos, que eran como el murmullo que hay en los nidos de las golondrinas cuando los hijuelos aguardan el alimento... Parecían los ensayos de los gorjeos de aquella bandada de ruiseñores -notas que esperaba Ventura en la próxima primavera... en la primavera de la música nueva que él debía inventar...

-Ventura, que te vas a constipar, entra -decía una voz amorosa desde una ventana de la casita, y Ventura, volviendo de repente a la realidad, estornudaba cinco o seis veces, y se metía en su cuarto, con el alma presa de un catarro crónico de desencantos. No sabía su pobre mujercita que al sacar del jardín a su marido, le sacaba del único cielo en que él podía estar contento. Un cielo en que efectivamente había música.


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