La literatura es otro abordaje terapéutico






descargar 219.71 Kb.
títuloLa literatura es otro abordaje terapéutico
página5/6
fecha de publicación06.06.2016
tamaño219.71 Kb.
tipoLiteratura
l.exam-10.com > Economía > Literatura
1   2   3   4   5   6

Rebeca la de Histología


A las dos, frente a la osteoteca. Con esas palabras di mi primera cita de amor, cuando apenas era estudiante de medicina. Yo tenía dieciocho años. Ella diecisiete. Yo era blanco, fantásticamente flaco, ágil. Ella era morena, minúscula, luminosa. Se llamaba Rebeca. La amaba porque se daba aires de sirena.

Durante mucho tiempo, sólo vi a Rebeca a través de las ventanas del laboratorio de prácticas de histología, en la planta baja del edificio de Aulas Nuevas de la Facultad de Medicina. Y aún la confundía con una u otra de las compañeras. Amar sin saber exactamente a quién, es una experiencia que pone a prueba a un muchacho de dieciocho años. Más tarde, la vida nos comprueba que el amor surge a pesar de que no se conozca bien a quien se ama.

Una tarde, junté todo mi coraje y escribí en un portaobjetos para microscopio –tuve que comprar toda la caja porque no los vendían sueltos- este mensaje: “A las dos, frente a la osteoteca”. Después, a las dos, con un chocolate Hershey´s me fui a esperar frente a la osteoteca. Saqué el libro de anatomía y fingí un estudio del etmoides. Me preguntaba con angustia –ya mezclada a una curiosidad sospechosa-, cuál de las chicas del laboratorio vendría a la cita. Todas se parecían como para equivocarse. Pero sólo una de ellas tenía el privilegio de perturbarme el corazón. Un olor característico: taquicardia. Fenómeno curioso, por otra parte. Casi bioquímico, diría. Pero que, no viendo sino confusamente a mi bienamada a través de los cristales, a menudo disimulados con láminas de células gigantes, mis sienes empezaban a latir no sólo cuando la veía, sino también cuando “adivinaba” su presencia… ¡Era un poco como si me hubiera enamorado de su citoplasma!

Fue Rebeca quien vino a la cita. Supe más tarde que fue la única, entre sus amigas, que había visto el mensaje en el portaobjetos del microscopio.

Por Rebeca tuve acceso sin tardar a ese paraíso que todo hombre merece al menos una vez en su vida. De inmediato conocí el insomnio. Ese insomnio del que se quejan los enfermos del Hospital Monterrey, con sus horas maravillosas de la noche robadas al sueño. Por Rebeca descubrí montones de cosas. Los vicios de la impaciencia. La largura de los minutos. Las terrazas del Hospital. El perfume de una cabellera femenina tendida sobre la hierba del campo de fútbol de la Universidad. El efecto terapéutico de un nombre repetido al infinito: Becky, Becky, Becky … La heroicamente insana costumbre de hablar solo.

A Rebeca le gustaban los cuentos académicos. Descubrí con éxtasis que la medicina es más digerible cuando se cuenta que cuando se lee. Inventé historias de romances entre hormonas, peleas de linfocitos con toxinas, boicots de anticuerpos. El efecto placebo lo estudiamos con el agua. Entonces yo contaba, contaba… Rebeca me escuchaba, asombrada y comprobando los datos en los libros. Terminada mi historia, me pedía una nueva. Y el asombro de Rebeca seguía siendo el mismo. Comprendí, como una teoría que aún estudio, que la admiración que uno siente del otro está directamente relacionada con el amor. Pero debe ser una admiración inconsciente. Una admiración consciente peligra si se acerca a la envidia, y eso mata al amor.

Un día decidimos huir. Yo iba a trabajar para Rebeca, lejos de Monterrey, del Hospital, en alguna ciudad donde podríamos tener la situación económica para legalizar nuestra unión ante Dios y ante los hombres. Sin razón precisa, optamos por Torreón. Tanto dicho, tanto hecho. La esperé una mañana en la estación Cuauhtémoc del metro, para llegar juntos a la central de autobuses, con un paquete de chocolates y lonches en una mochila. Tomamos el autobús. Era nuestro primer trayecto, en autobús. Estábamos temblorosos, enfermos de excitación.

¡Nunca más los paisajes del noreste mexicano brillaron ante mis ojos con tan deslumbrantes colores! Durante el trayecto dibujamos sirenas, escuchamos música y discutimos sobre el porvenir. Rebeca quería tener muchos hijos. Y un conejo. En cuanto a los chicos yo estaba de acuerdo. El conejo me entusiasmaba menos que la idea de tener un hermoso perro de lengua feliz, que yo llevaría a un parque cercano. Pero a Rebeca no le gustaban los perros, porque no comen ensalada. Quería también que yo me convirtiera en un médico muy importante, si fuera posible con traje y corbata. Por un instante me vi en las calles de Torreón, trajeado y con un teléfono celular, paseando un perro lanudo, el paso exitoso. Comimos los sándwiches y bebimos del pico de una botella de agua, que nos ofreció una señora ancianita que aprovechaba el viaje para recortar estampas de la lotería.

El autobús llegó a la estación y nos encontramos en Torreón. La ancianita nos obsequió dos cartas: la dama y el catrin. Los convertimos en nuestros amuletos. Sobre los andenes, constatamos con inquietud que en Torreón no conocíamos alma viviente. Lo mismo hubiera sucedido en Monterrey. Pero hete aquí que estábamos en Torreón. Entonces Rebeca estalló en lágrimas. La sospeché de inmediato un tanto ilógica. Dado que no tenía en el bolsillo nada más que doscientos pesos, un chocolate Hershey´s, dos amuletos y unos lonches, Monterrey o Torreón daban lo mismo, le expliqué. Rebeca me miró con horror. Al saber que yo no era un catrin, se dejó atrapar por sonoros sollozos. Era evidente que ya no le inspiraba ni la menor confianza. Dama al fin, la ausencia de mi riqueza la desconcertaba. Retomamos pues el autobús a Monterrey, a donde llegamos para la noche. Mi madre hacía la cena en la cocina, bajo una humareda digna de sus hamburguesas. Posó sobre mí una mirada vagamente irritada y dijo: “¿Cuántas veces quieres que te pida que no vayas a la escuela en esas fachas?”.

Nadie, ni en mi casa, ni en la de Rebeca, se habían dado cuenta de nuestra desaparición. Eso me ofendió profundamente. El amor que no se percibe es como un amuleto fugaz. Era, al menos lo que yo creía entonces. Hoy sé que si el amuleto funciona, es por el efecto placebo …


Chencho el del elevador


En las cuatro horas que llevaba de guardia no había visto a Marcela, mi novia. Yo fui por unos estudios al laboratorio. Era medianoche. Como a las ocho me envió un recado con Perita, la enfermera: La doctora le manda decir que ella al rato baja a verlo. El rato se prolongó. Pensé que Perita era mentirosa. Bajé la rampa de Radiología y oprimí el botón del elevador con fuerza: Marce andaba rara.

Las bancas del pasillo frente al Laboratorio siempre están vacías por la noche. Perita me contó de una enfermera que se aparece o mueve cosas, pero yo no creo en fantasmas. De la noche solitaria brotó un oscuro timbre: el elevador se anunció. Entré con los resultados en la mano y noté un bulto moviéndose en los botones: nunca había visto una rata pegada a una pared del elevador. Aunque mi impresión inicial fue de sorpresa, la duda me asaltó: ¿cómo se fija en la pared? ¿Acaso en una abertura secreta, algún agujero con asa de la cual sujetaba sus patas delanteras, mientras todo su torso de caracoleaba? Con el papel piqué su torso: sus alas y el chillido me dieron la respuesta: murciélago.

Su morada seguramente era el túnel. Con una mirada inspectora del techo supe del hueco por el que se coló, y a su través pude contemplar el oscuro pasadizo por donde se desliza, de arriba abajo, la caja metálica. Busqué al animalito en el suelo: arrinconado, temblaba. La eterna imagen de la esperanza, pensé. El elevador es otra caja de Pandora. Tomé un gorro quirúrgico del bolsillo de mi bata y atrapé al pequeño vampirito, justo cuando un timbre anunciaba la llegada al piso de Urgencias.

La actividad en el Hospital Monterrey sólo dura hasta la media noche; después, los camilleros desaparecen, las enfermeras sacan sus taquitos, los pacientes piden que se apague la luz. Duerme el que puede. La noche que conocí a Chencho yo estaba de guardia en Cirugía Plástica y hubo muchas suturas. Por eso apenas alcancé a dejarlo en una caja de sueros, despidiéndome con un Orita vengo.

Lo bauticé Chencho porque es la contracción de Ascención, nombre que le dí por haberlo encontrado en el ascensor. Al nombrar las cosas uno se las apropia; Chencho era entonces mi bolita peluda de unos siete centímetros, siempre temblando.

Mi nueva mascota atenuó mi molestia por la ausencia de Marce en la guardia. Cuando ella al fin bajó, después de espantarme el sueño le dije que ya teníamos un hijo: respondió dándome un beso veloz, y al verlo me preguntó si era macho o hembra.

-No lo sé. Le puedo preguntar a un amigo veterinario. Si me acerco y le muevo la cabeza, capaz que muerde. Se llama Ascención García Aranda. ¡Saluda a tu mami, Chenchito!

Como una familia en armonía, hablamos de Batman, de la rabia, de la palabra quirós. –El entrenamiento quirúrgico sería formidable si practicáramos a ciegas como ellos- objeté a mi novia. –¡Imagínate si nos vendan y aprendemos las suturas por engramas!-. Me miró con cara de Ni se te ocurra. Después de un rato, volví a las suturas de los heridos de un choque. Marcela regresó a su guardia en Neonatos, pero no sin despedirse de Chencho, a petición mía. La cajita de sueros donde descansaba nuestro hijo la dejé en el cuarto de residentes.

Después de muchos puntos volví: -Hola Chencho, ¿tienes hambre?- le pregunté con ternura veterinaria. Cuando estaba a punto de compartir con Perita mi nueva mascota, escuché una voz aguda. Chencho me habló.

Los minutos en que aclaramos la extraordinaria habilidad de comunicarnos fueron tan veloces que no los recuerdo. Después de presentarnos y responder a mi curiosidad sobre su especie (¿qué comen?, ¿es cierto que chupan sangre?, ¿es cierto que duermen colgados de los pies?), confesó conocer el ambiente hospitalario tan bien que podría ayudarme con algunos consejos en mis rondas de visita.

-¿A poco te sabes porqué está internado cada paciente del Hospital?- le desafié. Respondió que no sólo conocía el estado de cada enfermo, sino también a cada médico que aquí labora, incluso a mi novia.

Pasamos el tiempo hablando de sus sueños frustrados. Le habría gustado estudiar medicina, pero su afición a la sangre lo podía traicionar. Me contó que por las noches vigilaba los goteos, las dosis nocturnas de cada paciente, sin faltar en la crítica de la indicación de las medicinas.

-Una vez me tocó ver a La Muerte. La sorprendí cuando veloz llegó por uno del piso de Interna y jaló de la muñeca a un señor de más de cien kilos. Vi cómo su alma se despegaba como quien estira una liga: no debía morir. En el forcejeo, me miró unos segundos: los ojos de la muerte son eternos y penetrantes. En el acto perdí la conciencia y el vuelo. Caí dentro del bote de basura. De no ser porque allí había gasas ensangrentadas que me dieron energía, no estuviera vivo para contarlo…

Además de la muerte, compartimos opiniones metafísicas, pues Chencho era un estudioso de lo paranormal -sus observaciones sobre nuestras prácticas no carecían de profundidad. Sobre religión me habló, como buen mexicano, de que sus padres le enseñaron a adorar a Camazotz, el dios murciélago maya. Las seis de la mañana nos encontraron en una guerra de citas de Hipócrates. Casi a las siete bajé por el desayuno. La empleada de la cafetería del Hospital se extrañó cuando le pedí solo tomate, y un café. Chencho me lo agradeció minutos después: no había comido en toda la noche.

Fue mi primer desayuno oficial con un murciélago. La charla, apocalíptica, se mantuvo íntima cuando la oscuridad y la noche llegaron a ser partícipes de nuestras perspectivas. Para él, la noche era claridad, lucidez: yo concebía a la noche como el encuentro de la sabiduría en los libros, acostumbrado a los desvelos en la biblioteca. Para ambos era la vida.

Apuré el café para irme al pase de visita. Antes de despedirnos, me anticipó una noticia poco grata.

-¿Se trata de mis pacientes? –me incorporé preocupado.

-No, tus pacientes están bien: sólo preocúpate por don Carreño: el alcohol no le ha hecho bien. Quien no está bien es tu novia…

Por la prisa, le pedí que me aclarara eso a mi vuelta.

En la ronda de visitas traía tanto sueño que llegué cabeceando.

Desperté en la banca frente al Laboratorio. Había ido a recoger unos estudios. Al mirar el reloj me espanté: ¡llevaba dos horas dormido! Apenas recordaba que cerré los ojos esperando los resultados de laboratorio. Éstos me esperaban encima de una gradilla con tubos de vidrio con sangre. Los cogí y salí veloz de regreso a Urgencias. Perita me gritó, pero traía prisa: me decidí por las escaleras.

En el descanso, Marcela besaba a otro.
La venda

Mi consultorio está en la colonia María Luisa. Hace unos meses, un martes llegó a la sala de espera un representante médico. Abrí y entró una desconocida de lentes. Era de complexión entre delgada y gruesa, pero no gorda. Su abrigo rojo me recordó el frío de afuera. Traía el típico maletín gordo de los representantes. Al principio la creí joven; luego reparé en sus arrugas y sus manos sin anillos. Le señalé una silla. La mujer tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

-Vendo vendas –me dijo.

Luego de un parpadeo, le contesté:

-En este consultorio hay muchas vendas: soy traumatólogo, y como buen huesero debo entablillar, aplicar férulas, vendajes y yeso en las lesiones de mis pacientes. Como usted ve, no son precisamente vendas lo que me falta.

Al cabo de un silencio aclaró.

-No sólo vendo vendas convencionales. Puedo mostrarle una venda que quizá le pueda interesar. La adquirí en una tienda de antigüedades de un médico jubilado.

Abrió su maletín y puso una venda grisácea sobre la mesa. Era un rollo de tela de unos doce centímetros de ancho. Sin duda había sido usada, pero no parecía sucia. La examiné; me sorprendió su peso, como si dentro de sí enrollara un metal. La sentí perfecta para un vendaje cualquiera, cuando precisó:

-Nunca se acaba.

Fue una frase retadora para un objeto inútil. La idea de perder el tiempo con una vieja loca me desesperó, y cuando estaba a punto de devolverle y despedirla cortésmente, me ordenó abrirla y comprobar su infinitez.

-Puede servirle para siempre... y ahorrarle.

Me pidió de nuevo que la desenrollara.

Sujetando un cabo, solté al suelo el rollo de esa venda gris que ofreció, luego de varias vueltas, su color original: un blanco limpio. Pero no terminó de desenrollarse: jalé de ella y rodó bajo la cama de exploración. De pronto me hallé con varios metros de tela que me irritaron. Desde bajo de la camilla de exploración surgieron metros y metros de una tela que salía cada vez que le jalaba. Por último, me agaché a tomar el rollo original, que estaba intacto, aunque blanco.

-Es imposible- le dije consternado.

-No puede ser pero lo es. El número de metros que puede dar esa venda es exactamente infinito. Ninguno es el último, ninguno ya fue el primero.

Tomó unas tijeras y trozó los metros de venda que extraje. Empezó a enrollarlos mecánicamente. De sus rápidas manos pecosas, sin anillos, surgió su voz de nuevo:

-Si Alguien ha creado una venda infinita, quizá es para un número infinito de fracturas y esguinces que hay que curar. O bien, puede tratarse de una fractura eterna, una ruptura que se ha de sufrir a perpetuidad-. En este momento se detuvo y se quedó mirando el suelo, como perdida en una idea muy larga, casi infinita.

-¿Desea usted donar este vendaje a la Cruz Roja, o a cualquier otra institución de asistencia médica? –dije desvelando la venda de sus ojos imaginarios.

-No. Se la ofrezco a usted –repuso, y fijó una suma exagerada.

Me precipité al decirle que esa cantidad era inaccesible para mí. Luego le pedí un segundo, tomé el teléfono y pregunté si había pacientes en la sala. La imagen de la sala vacía siempre me invita a salir del consultorio y mirar por la ventana a la gente que pasa. Recordé que ese día traía mi coche viejo, pero cuidado, y se me ocurrió.

-Le propongo un canje –le dije-. Usted obtuvo esta venda de un médico jubilado. Yo le ofrezco un coche, que está a punto de jubilarse, y mis honorarios de la semana pasada, en que llovió y cayó mucha gente.

-¿Un coche? –murmuró.

Fui con la secretaria y regresé con dinero y unas llaves. Contó el dinero y estudió la imagen del coche que le mostré desde la ventana. Le aseguré que estaba en buenas condiciones.

-Trato hecho –al fin resolvió.

Luego de despedirla, comprendí que su único objetivo era vender la venda. Se fue feliz y yo regresé al regocijo de mi venda eterna.

Pensé en guardarla en el depósito de vendas de mi consultorio, pero la posibilidad de que alguien la usara me perturbó. Decidí incluirla en mi maletín personal, con el que cargo para todos lados. Llegando a casa lo bajé, pero no quise mostrar mi nueva adquisición a mi mujer. Por la noche comprobé que la venda seguía en su interior. Las ideas sobre su uso me invitaron a demorar el sueño y desenrollar el vendaje; me hice un café.

La noche suele iluminar las ideas que llevaremos a cabo los días siguientes: se trata quizá del efecto de sentirnos ocultos en la penumbra, libres para pensar y soñar, idear, revolver, enrollar los meollos y resolver. La primera noche con mi venda soñé en la justa distribución de retazos de la venda infinita para instituciones de caridad: en ellas se necesitan muchas vendas para los accidentados. Pensé también en la posibilidad de conseguir un patrocinio para incluir un impreso en la tela: “Esta venda fue donada por...” o mejor “Esta venda pertenece a...” o también la impresión de dibujos infantiles para facilitar su aplicación en los niños.

De la caridad al mercado, soñé con el montaje de una empresa. La sección de los retazos podría ofrecer un producto de vendaje de doce centímetros y otro de seis, que se vendería a bajo costo, facilitando los planes altruistas con la Cruz Roja y otras asociaciones.

Los días que siguieron pasé horas calculando las cifras de venta, venda en mano.

No mostré a nadie mi tesoro. Al análisis de mercado y ganancias le siguieron una planeación del sistema de producción de trozos de venda, el temor del hurto, la seguridad de su almacén, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinita. Estas inquietudes me perturbaron y despertaron mi apatía, superada apenas por el trato diario con los pacientes.

Durante una cirugía programada en el Hospital Monterrey, para esos días, ocurrió un evento detonante: perdí el control en el quirófano al reclamar porqué no había vendas suficientes. Esa mañana no bajé mi venda. En la discusión aseguré que en mi almacén tenía un número infinito de vendas, y le grité a la enfermera encargada con tanto rabia que me vetaron en ese Hospital.

Fue el principio del fin.

No tengo idea del tiempo en que todo se vino abajo. Dejé de frecuentar a los amigos. La familia, ocupada en sus asuntos, sólo percibió la conducta cuando ofrecí menos quincena. Sus reclamos me irritaron y permanecí sin hablarles por otro tiempo. Tuve que mudarme a un hotel, para continuar mis cálculos, que ahora eran sobre la cantidad de metros necesarios para la venta de tela, la fabricación de cordones infinitos e incluso... las posibilidades de viajar por la ciudad, colgado como el Hombre Araña.

No sólo enflaqué: la consulta me irritaba cada vez más y no comía; durante los ratos de descanso que me permitía el insomnio soñaba con la venda.

Comprendí que la venda era monstruosa. Mientras pensaba esto, jamás podía soltarla de mis manos. ¡Era mía! El contacto con mis manos me vencía: deseaba vendarme de ella, llenar mi cuerpo de sus poderes, volverme un objeto poderoso y eterno, infinito.

Poco a poco sentía que me vendaba también las palabras. La venda que me vendieron era una frase que repetía con mucha frecuencia a una señora que me visitaba en la casa. Luego supe, con sorpresa, que no había reconocido a mi antigua amiga Nadia, psiquiatra.

Gracias a las terapias pensé en deshacerme de la venda. El plan de enterrarla me decepcionó por la posibilidad de que, en caso de hallarle, se le jalaría eternamente, y quizá confundiría a los arqueólogos, atentos al hallazgo de un vendaje perpetuo. La historia de la humanidad se modificaría y, como siempre supuse que si con una máquina del tiempo se podría cambiar el pasado, yo mismo podría no existir.

Por miedo a desaparecer, opté por algo más sencillo: un día fui al Hospital Monterrey, el del veto, a regalarla anónimamente a la enfermera. La envolví en una preciosa caja de regalo, y apunté su nombre en la tarjeta. El único mensaje que me pasó por la mente, mitad sarcasmo, mitad coraje por haber sido vetado por su culpa fue: “Véndase.”

Nunca supe qué pasó con la enfermera ni con la venda. Quizá pensó que era una burla y la tiró. Las consultas con mi psiquiatra fueron cada vez menos frecuentes. Poco a poco, regresé a mi habitual rutina con los ánimos de vuelta. Sólo me quedó la insana costumbre de esculcar la basura del Hospital Monterrey.
1   2   3   4   5   6

similar:

La literatura es otro abordaje terapéutico iconLa comunidad como lugar terapéutico

La literatura es otro abordaje terapéutico iconTrabajo de lengua castellana y comunicación niebla
En amor lo mismo da vencer que ser vencido. Aunque ¡no no! Aquí ser vencido es que me deje por el otro. Por el otro, sí, porque aquí...

La literatura es otro abordaje terapéutico iconLa cuestión del otro, lo otro y la otredad en el pensamiento deleuzeano

La literatura es otro abordaje terapéutico iconCampolongo Silvia y otro c/ Solares de Tigre S. A. y otro

La literatura es otro abordaje terapéutico iconLiteratura >literatura del siglo XX
«Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente....

La literatura es otro abordaje terapéutico iconAl otro lado del espejo: Influencia de la novela gótica en la literatura de terror española”

La literatura es otro abordaje terapéutico iconResumen: En este trabajo se presentan los fundamentos que justifican...

La literatura es otro abordaje terapéutico iconEl otro vestido de la fiesta: el de su lenguaje de literatura y de...

La literatura es otro abordaje terapéutico iconLas mujeres que miran la cruz de lejos Un acercamiento terapéutico
«Hija, tu confianza te ha salvado, vete en paz y queda curada» [ ] «El demonio ha salido de la niña» [ ] «Dejadla ha hecho conmigo...

La literatura es otro abordaje terapéutico iconLiteratura universal
«Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno»? Me gustaría






© 2015
contactos
l.exam-10.com