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Charles Bukowski Factotum



Charles Bukowski

Factotum



Título de la edición original:

Factotum

Black Sparrow Press

Santa Barbara, 1975
Diseño de la colección:

Julio Vivas

Portada de Ángel Jové
Primera edición en «Contraseñas»: 1980 Primera edición en «Compactos»: mayo 1989 Segunda edición en «Compactos»: enero 1993 Tercera edición en «Compactos»: febrero 1994 Cuarta edición en «Compactos»: marzo 1995 Quinta edición en «Compactos»: mayo 1996 Sexta edición en «Compactos»: mayo 1997 Séptima edición en «Compactos»: marzo 1998
© Charles Bukowski, 1975

Traducción Jorge Berlanga

El novelista no necesita ver al león comiendo hierba. El sabe que un mismo Dios creó al lobo y al cordero, y luego sonrió, «viendo que su trabajo estaba bien hecho».

André Gide


1
Llegué a Nueva Orleans con lluvia a las cinco de la madrugada. Me quedé un rato sentado en la estación de autobuses, pero la gente me deprimía, así que agarré mi maleta, salí afuera y comencé a caminar en medio de la lluvia. No sabía donde habría una pensión, ni donde podía estar el barrio pobre de la ciudad.

Tenía una maleta de cartón que se estaba cayendo a pedazos. En otros tiempos había sido negra, pero la cu­bierta negra se había pelado y el cartón amarillo había quedado al descubierto. Había tratado de arreglarlo cu­briendo el cartón con betún negro. Mientras caminaba bajo la lluvia, el betún de la maleta se iba corriendo y sin darme cuenta me iba pintando rayas negras en ambas per­neras del pantalón al cambiarme la maleta de una mano a otra.

Bueno, era una nueva ciudad. Tal vez pudiera tener suerte.

Cesó de llover y salió el sol. Estaba en el barrio negro. Seguí caminando con lentitud.

—¡Hey, basurita blanca!

Dejé mi maleta en el suelo. Una negraza estaba sentada en los escalones de un porche con las piernas cru­zadas. Tenía buena pinta.

—¡Hola, basurita blanca!

No dije nada. Sólo me quedé allí mirándola.

—¿Te gustaría catar un buen culo, basurita blanca?

Se reía de mí. Tenía las piernas cruzadas bien altas y balanceaba los pies; tenía unas piernas de lo más legal, con zapatos de tacón, y las agitaba y se reía. Agarré mi maleta y empecé a acercarme hacia ella por el sende­ro de entrada. Entonces noté como la cortina de una ven­tana a mi izquierda se apartaba un poquito. Vi la cara de un negro. Tenía una pinta tan demoledora como Jersey Joe Wolcott. Volví sobre mis pasos por el sendero hasta la acera. La risa de ella me siguió por toda la calle.


2
Estaba en una habitación de un segundo piso, enfrente de un bar. El bar se llamaba Café Gangplank. Desde mi habitación podía ver, a través de las puertas abiertas del bar, todo el interior del mismo. Había algunos rostros de lo más rudo, rostros interesantes. Me quedaba por las noches en mi habitación bebiendo vino y observando desde mi ventana las caras de la gente en el bar, mientras mi dinero se iba esfumando. Durante el día, me daba grandes paseos con paso tranquilo. Me sentaba horas en­teras mirando a las palomas. Sólo tomaba una comida al día para que me durara el dinero un poco más. Había encontrado un sucio café con un sucio propietario, donde sin embargo podías tomarte un gran desayuno —paneci­llos calientes, cereales, salchichas— por cuatro perras.


3
Salí un día a la calle, como de costumbre, y me puse a vagar por ahí. Me sentía feliz y relajado. El sol estaba en su punto. Era como una melodía. Había paz en el aire. Cuando llegué al centro de la manzana, había un hombre de pie a la puerta de una tienda. Pasé de largo.

—¡Eh, COMPADRE!

Paré y me di la vuelta.

—¿Quieres un trabajo?

Volví hasta donde él estaba. Por encima de su hombro pude divisar una gran sala a oscuras. Había una gran mesa con hombres y mujeres alineados a ambos lados de la misma. Manejaban martillos con los cuales golpeaban objetos que tenían enfrente de ellos. En aquella penum­bra los objetos tenían la pinta de ser almejas. Olían como almejas. Me di la vuelta y continué mi paseo calle abajo.

Me acordé de cómo mi padre solía volver a casa cada noche y hablaba a mi madre de su trabajo. La murga del trabajo empezaba nada más cruzar la puerta, continuaba en la mesa de la cena y acababa en la cama cuando daba el grito de «¡Luces fuera!» a las 8 de la tarde, de modo que él pudiera descansar y recobrar fuerzas para el trabajo que le esperaba al día siguiente. No había otro tema en su vida a excepción del trabajo.

Al llegar a la esquina, otro hombre me hizo parar.

—Escucha, amigo... —empezó.

—¿Sí? —pregunté.

—Mira, soy un veterano de la primera guerra mun­dial. Arriesgué mi vida en el frente por este país, pero nadie me quiere contratar, nadie quiere darme un tra­bajo. No aprecian lo que hice por ellos. Tengo hambre, ayúdame un poco...

—Yo no trabajo. —¿No trabajas? —Como lo oyes.

Continué mi paseo. Crucé la calle hasta la otra acera. —¡Estás mintiendo! —me gritó—. ¡Tú trabajas. Segu­ro que tienes un trabajo!

Pocos días más tarde, andaba buscando alguno.

4
Era un hombre detrás de un escritorio, con un aparatito en el oído cuyo cable bajaba junto a su cara hasta su camisa, donde tenía oculta la batería. La oficina era oscura y confortable. Iba vestido con un gastado traje marrón, una camisa blanca arrugada y una pajarita raída en los extremos. Se llamaba Heathercliff.

Yo había leído el anuncio en el periódico, vi que el sitio no estaba a mucha distancia de mi hotel.

Se necesita joven ambicioso con visión de futu­ro. NO ES NECESARIA EXPERIENCIA. EMPIECE EN LA OFICINA DE REPARTOS Y VAYA ASCENDIENDO PUESTOS.

Aguardé en el vestíbulo con cinco o seis jóvenes más, todos ellos tratando de parecer ambiciosos. Habíamos rellenado nuestras solicitudes de empleo y ahora espe­rábamos. Yo fui el último en ser llamado.

—Señor Chinaski, ¿qué fue lo que le hizo abandonar el trabajo en el ferrocarril?

—Bueno, no veo ningún futuro en el ferrocarril.

—Tienen buenos sindicatos, atención médica, retiro.

—A mi edad, el retiro debe ser considerado como algo superfluo.

—¿Por qué vino a Nueva Orleans?

—Tenía demasiados amigos en Los Angeles, amigos que, me di cuenta, me estaban apartando de mi carrera. Quise ir a un lugar donde pudiera concentrarme en triun­far sin ser continuamente molestado.

—¿Cómo sabremos que se va a quedar con nosotros el tiempo suficiente?

—Es posible que no me quede.

—¿Por qué?

—Su anuncio decía que había futuro para un hombre ambicioso. Si no es verdad que haya aquí futuro, enton­ces me iré.

—¿Por qué no se ha afeitado? ¿Ha perdido alguna apuesta?

—Todavía no.

—¿Todavía no?

—No; aposté con mi casero a que podía conseguir trabajo en un solo día incluso con esta barba.

—Está bien, ya le haremos saber.

—No tengo teléfono.

—Está bien, Sr. Chinaski.

Me fui y volví a mi habitación. Bajé al mugriento re­cibidor y me di un baño caliente. Luego me vestí y salí a la calle a comprar una botella de vino. Regresé a la habi­tación y me senté junto a la ventana, bebiendo y obser­vando a la gente del bar, contemplando a la gente andar por ahí. Bebí con tranquilidad y empecé a pensar de nue­vo en agenciarme una pistola y hacerlo de una vez rápi­damente —sin todo el rollo de la cavilación y la palabre­ría. Una cuestión de cojones. Me pregunté si tendría suficientes cojones. Acabé la botella y me fui a la cama a dormir. Hacia las 4 de la tarde, me despertaron unos golpes en la puerta. Era un recadero de la Western Union. Abrí el telegrama.

SR. H. CHINASKI. PRESÉNTESE A TRABAJAR MAÑANA A LAS 8. RMTE. COMPAÑÍA HEA-THERCLIFF.


5
Era una compañía distribuidora de revistas y nosotros nos poníamos en la mesa empaquetadora examinando ór­denes para comprobar si las cantidades coincidían con las facturas. Luego firmábamos la factura y, o bien despa­chábamos el cargamento para el transporte fuera de la ciudad, o bien lo apartábamos a un lado para el reparto local en camionetas. El trabajo era fácil y tonto, pero los empleados estaban en un constante estado de tensión. Se preocupaban por su trabajo. Había una mezcla de hombres y mujeres jóvenes y no parecía que hubiera ningún jefe de personal vigilando. Pasadas unas cuantas horas, dos mujeres empezaron a discutir. Sobre alguna tontería acerca de las revistas. Estábamos empaquetando unos cuadernos de historietas y había pasado no sé qué en un extremo de la mesa. A medida que iba avanzando la discusión, las dos mujeres se iban poniendo más vio­lentas.

—Oye —dije—, no vale la pena que por estos libre-jos os pongáis a discutir.

—Muy bien —dijo una de ellas—, ya sabemos que te crees demasiado bueno para este trabajo.

—¿Demasiado bueno?

—Sí, esa actitud tuya. ¿Te crees que no nos hemos dado cuenta?

Fue entonces cuando aprendí que no es suficiente con hacer tu trabajo, sino que además tienes que mostrar un interés por él, una pasión incluso.

Trabajé allí tres o cuatro días, el viernes nos pagaron rigurosamente por horas. Nos dieron unos sobres ama­rillos con billetes verdes y el cambio exacto. Dinero a tocateja, nada de cheques.

Cercana ya la hora de cierre, el chófer del camión volvió del reparto un poco más temprano que de costum­bre. Se sentó en una pila de revistas y encendió un ciga­rrillo.

—Sí, Harry —le dijo a uno de los empleados—, hoy he conseguido un aumento de sueldo. Un aumento de dos dólares.

Al salir del trabajo hice una parada para comprar una botella de vino, subí luego a mi habitación, tomé un tra­go, entonces bajé al vestíbulo y telefoneé a mi compañía. El teléfono sonó largo rato. Finalmente lo cogió el señor Heathercliff. Estaba todavía allí.

—¿Señor Heathercliff?

-¿Sí?

—Soy Chinaski.

—¿Sí, Chinaski?

—Quiero un aumento de sueldo de dos dólares.

—¿Qué?

—Ya lo ha oído. Al conductor del camión se lo han aumentado.

—Pero él lleva dos años con nosotros.

—Necesito un aumento.

—¿Le estamos dando diecisiete dólares por semana y ya quiere pedir diecinueve?

—En efecto. ¿Me los da o no?

—No podemos hacer eso.

—Entonces dejo el trabajo —colgué el teléfono.

6
El lunes estaba con resaca. Me afeité la barba y escogí una oferta de trabajo. Me senté frente al director, un tío en mangas de camisa con unas profundas ojeras. Tenía pinta de no haber dormido en toda una semana. Hacía frío y el sitio estaba a oscuras. Era la sala de composi­ción de uno de los dos periódicos locales, el más humilde. Los hombres se sentaban en los escritorios bajo las lám­paras de flexo componiendo las páginas para la imprenta.

—Doce dólares a la semana —dijo.

—Está bien —dije—, lo cojo.

Me puse a trabajar con un hombrecito gordo con una barriga de apariencia insana. Tenía un reloj de bolsillo pasado de moda con una cadenita de oro y llevaba chale­co, una visera, tenía labios de gorrino y un oscuro aire carnoso en la cara. Las líneas de su rostro no tenían in­terés ni mostraban carácter; su cara parecía como si hu­biese sido doblada muchas veces y luego desplegada, como un pedazo de cartón. Llevaba zapatos anticuados y mascaba tabaco, echando el jugo en una escupidera a sus pies.

—El señor Belger —dijo del hombre que necesitaba dormir—, ha trabajado muy duro para levantar este pe­riódico. Es un buen hombre. Estábamos en bancarrota antes de que él llegara.

Me miró.

—Normalmente le dan este trabajo a algún estudiante.

Es un sapo, pensé, eso es lo que es.

—Quiero decir —continuó—, que este trabajo normal­mente le viene bien a un estudiante. Puede estudiar sus libros mientras espera algún recado. ¿Eres estudiante?

—No.

—Este trabajo suele cogerlo algún estudiante.

Me fui a mi despachito y me senté. La habitación es­taba repleta de pilas y pilas de planchas metálicas, y en estas planchas había pequeños moldes de zinc grabado que habían sido usados para anuncios. Muchos de estos moldes eran utilizados una y otra vez. También había montones de hojas mecanografiadas —nombres de los clientes, artículos y logotipos. El gordo gritaba ¡Chinas-ki! y yo iba a ver qué anuncio o noticia quería. A me­nudo me mandaban al periódico rival a coger prestada alguna noticia. Ellos también cogían prestadas algunas nuestras. Era un paseíto agradable, y encontré un sitio en un callejón trasero donde podía tomarme una caña de cerveza por un níquel. No había muchas llamadas del gordo y el sitio de la cerveza de a níquel vino a convertir­se en mi lugar habitual de estancia. El gordo empezó a echarme de menos. Al principio, sólo me lanzaba miradas torvas. Al final, un día me preguntó:

—¿Dónde estabas?

—Afuera, tomándome una cerveza.

—Este es trabajo para un estudiante.

—Yo no soy estudiante.

—Voy a pedir que te echen. Necesito a alguien que esté aquí todo el tiempo disponible.

El gordo me llevó hasta Belger, que parecía más ago­tado que nunca.

—Este es un trabajo para un estudiante, señor Bel­ger. Me temo que este hombre no encaja. Necesitamos un estudiante.

—Está bien —dijo Belger. El gordo se retiró.

—¿Qué te debemos? —me preguntó Belger.

—Cinco días.

—De acuerdo, vete con esto a la ventanilla de pagos.

—Escuche, Belger, ese viejo cabrón es repugnante.

Belger suspiró.

—Por Dios, chico. ¿Qué me vas a contar a mí?

Bajé a la oficina de pagos.


7
Estábamos todavía en Louisiana. Embarcados en un largo viaje en tren a través de Texas. Nos dieron latas con comida y se olvidaron de darnos abridores. Dejé mis latas en el suelo, me estiré y me puse cómodo en el asiento de madera. Los otros tipos estaban reunidos en un extremo del vagón, sentados juntos, charlando y riendo. Cerré los ojos.

Pasados unos diez minutos sentí alzarse una nube de polvo entre las rendijas del banco en el que estaba tum­bado. Era polvo muy antiguo, polvo de ataúd, apestaba a muerte, a algo que había estado muerto desde hacía si­glos. Penetraba por mi nariz, se depositaba en mis cejas, trataba de entrar por mi boca. Entonces escuché el sonido de una fuerte respiración. A través de las rendijas, pude ver a un tío metido bajo el asiento, soplándome el polvo a la cara. Me puse de pie. El tío salió arrastrándose des­pavorido de debajo del asiento y corrió hasta el extremo del coche. Me limpié la cara y le miré. Era algo difícil de creer.

—Si viene hasta aquí, tíos, quiero que me ayudéis —le oí decir—. Prometedme que me vais a ayudar...

Toda la pandilla me devolvió la mirada. Me volví a tumbar en el asiento. Pude escuchar su conversación.

—¿Qué coño le pasa a ése?

—¿Quién se cree que es?

—No habla con nadie.

—Sólo se queda ahí detrás, aislado.

—Cuando le tengamos ahí fuera trabajando con las vías nos ocuparemos de él. El hijo de puta.

—¿Crees que podrás con él, Paul? A mí me parece un loco peligroso.

—Si yo no puedo con él, alguien podrá. Tragará mu­cha mierda antes de que acabemos el trabajo.

Algo más tarde atravesé el vagón para ir a beber agua. Cuando pasé por su lado, dejaron de hablar. Me mi­raron en silencio mientras bebía de la taza. Cuando me di la vuelta y regresé a mi asiento, empezaron a hablar otra vez.

El tren hacía muchas paradas, noche y día. En cada parada en la que hubiera un poco de vegetación y un pue­blo cercano, dos o tres hombres saltaban fuera.

—¿Eh, qué demonios pasó con Collins y Martínez? El capataz cogía su carpeta y los tachaba de la lista. Entonces se acercaba hasta mí. —¿Tú quién eres? —Chinaski.

—¿Te vas a quedar con nosotros? —Necesito el trabajo. —Bueno —dijo, y se alejó.

En El Paso vino el capataz y nos dijo que íbamos a cambiar de tren. Recibimos unos tickets válidos para una noche en un hotel cercano y para la cena en un café local, así como las instrucciones sobre cómo, cuándo y dónde coger el próximo tren en la madrugada.

Aguardé en el exterior del café a que toda la pandilla acabara de comer, y cuando salieron de allí con sus mon­dadientes, entré.

—¡Le arreglaremos el culo a ese hijo de puta!

—Tíos, odio a ese bastardo cara de mono.

Me metí y pedí una hamburguesa con cebolla y alu­bias. No había mantequilla para el pan, pero el café era bueno. Cuando salí ya se habían ido. Un vagabundo iba caminando por la acera detrás mío. Le di mi ticket para el hotel.

Aquella noche dormí en el parque. Parecía más segu­ro. Estaba cansado y aquel duro banco del parque no me jodió demasiado al fin y al cabo. Me quedé dormido.

Algo más tarde me despertó algo que sonaba como un rugido. Nunca me había imaginado que los caimanes rugiesen. O más exactamente, eran muchas cosas juntas: un rugido, una inhalación agitada y un silbido. Escuché también un chasquear de mandíbulas. Un marinero bo­rracho estaba en el centro del estanque y tenía a uno de los caimanes agarrado por la cola. La criatura trataba de doblarse y morder al marinero, pero se lo encontró muy difícil. Las mandíbulas eran terroríficas, pero muy lentas y faltas de coordinación. Otro marinero y una jovencita estaban allí observando la escena y riéndose. Entonces el marinero besó a la chica y se marcharon jun-:os de allí, abandonando al otro enzarzado con el caimán...

Luego me volvió a despertar el sol. Mi camisa estaba caliente. Casi ardiendo. El marinero se había ido. El cai­mán también. En un banco más al este estaban sentados una chica y dos jóvenes. Evidentemente habían dormido también en el parque aquella noche. Uno de los jóvenes se puso de pie.

—Mickey —dijo la chica—. ¡Has tenido una erección!

Se rieron.

—¿Cuánto dinero tenemos?

Registraron sus bolsillos. Tenían un níquel.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer?

—No sé. Vamos a caminar un rato.

Les contemplé mientras se alejaban fuera del parque, adentrándose en la ciudad.


8
Cuando el tren se detuvo en Los Angeles, hicimos una escala de dos o tres días. Nos repartieron de nuevo ti­ckets para hotel y comida. Di mis tickets de hotel al primer vagabundo que se cruzó en mi camino. Cuando iba en busca del café donde podría usar mis tickets de co­mida, me encontré caminando a pocos pasos de dos de los tipos que habían venido en el tren desde Nueva Orleans. Apresuré mis pasos hasta llegar a su altura.

—¿Cómo andáis, tíos? —pregunté.

—Oh, todo anda bien, todo muy bien.

—¿Estáis seguros? ¿No hay nada que os moleste?

—No, todo anda bien.

Seguí adelante y encontré el café. Servían cerveza, así que cambié mis tickets por cerveza. Toda la pandilla del ferrocarril estaba allí. Cuando me bebí los tickets, me quedaba el dinero suficiente para coger un tranvía hasta la casa de mis padres.

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