shock como animal que es, a pesar de las joyas y del vestido caro. La sangre ya no circula a la misma velocidad que antes, palidece, se le apaga la voz, la presión arterial desciende. Sabe exactamente lo que siente: él sintió lo mismo al ver el rifle del guerrero afgano apuntándole al pecho. Inmovilidad total, incapacidad para reaccionar. Se salvó porque un compañero suyo disparó primero. Hasta el día de hoy sentía gratitud hacia el hombre que le había salvado la vida; todos pensaban que era su chófer, cuando en realidad tenía muchas acciones de la compañía. Siempre hablaban, habían hablado esa misma tarde; lo llamó para saber si Ewa había dado muestras de haber recibido los mensajes.
Ewa, pobre Ewa. Con un hombre muriendo en su regazo. Los seres humanos son imprevisibles, reaccionan con arrogancia, sin pensar que en algún momento el enemigo será capaz de vencerlos. Las armas también son imprevisibles, la bala tendría que haber salido por el otro lado de la cabeza, volándole la tapa de los sesos, pero teniendo en cuenta el ángulo de tiro, debía de haberle atravesado el cerebro, desviado algún hueso y penetrado en el tórax. Tiembla descontroladamente, sin sangrado visible.
Debe de haber sido el temblor, y no el disparo, lo que ha puesto a Ewa en este estado. Empuja el cuerpo con los pies y le pega un tiro en la nuca. Los temblores cesan. El hombre merece tener una muerte digna: fue valiente hasta el final.
Están los dos solos en la playa. Él se arrodilla delante de ella y apoya la pistola en su pecho. Ewa no se mueve.
Siempre había imaginado un final diferente para esa historia: ella recibía los mensajes y decidía darle una nueva oportunidad a la felicidad. Había pensado en todo lo que le diría cuando por fin estuviesen como estaban ahora, sin nadie cerca, mirando el Mediterráneo en calma, sonriendo, hablando.
No se va a quedar con esas palabras en la garganta, aunque ahora sean totalmente inútiles.
—Siempre imaginé que volveríamos a caminar de la mano por un parque, o a la orilla del mar, diciéndonos el uno al otro las palabras de amor que veníamos posponiendo. Cenaríamos fuera una vez a la semana, viajaríamos juntos a lugares en los que nunca estuvimos sólo por el placer de descubrir cosas nuevas en compañía del otro.
«Mientras estuviste fuera, copié poemas en un cuaderno, para poder susurrártelos al oído al quedarte dormida. Escribí cartas diciendo todo lo que sentía, dejándolas en un lugar que acabarías descubriendo, y entendiendo que no te había olvidado ni un solo día, ni un minuto. Observaríamos juntos los planos de la casa que pretendía construir para nosotros a orillas del lago Baikal; sé que tenías varias ideas al respecto. Proyecté un aeropuerto privado, dejaría que tú te ocupases con tu buen gusto de la decoración. Tú, la mujer que justificó y le dio un sentido a mi vida.
Ewa no dice nada. Sólo mira el mar que tiene delante.
—Vine hasta aquí por ti. Pero por fin he comprendido que todo era absolutamente inútil.
Apretó el gatillo.
El disparo casi no se oyó, ya que el cañón del arma estaba pegado al cuerpo. La bala penetró en el punto exacto, y el corazón dejó de latir inmediatamente. A pesar de todo el dolor que le había causado, no quería que sufriera.
Si había una vida después de la muerte, ambos —la mujer que lo traicionó, y el hombre que permitió que eso sucediese— ahora caminaban de la mano por el claro de luna que llegaba hasta la orilla de la playa. Encontrarían al ángel de las cejas espesas, que les explicaría bien todo lo sucedido y no les permitiría sentimientos de rencor ni de odio; todo el mundo tiene que partir algún día del planeta conocido como Tierra. Y el amor justifica ciertos actos que los seres humanos son incapaces de comprender, a no ser que vivan lo que él ha vivido.
Ewa mantenía los ojos abiertos, pero su cuerpo pierde la rigidez y cae en la arena. Los deja a los dos allí, camina hasta las rocas, limpia cuidadosamente las huellas dactilares del arma y la tira al mar, lo más lejos posible del lugar en el que contemplaban la Luna. Vuelve a subir la escalera, encuentra una papelera en el camino y deja allí el silenciador; no lo había necesitado: la música subió de volumen en el momento preciso.
22.55 horas Gabriela se dirige a la única persona que conoce.
En ese momento, los invitados están saliendo de la cena; el grupo está tocando temas de los años sesenta, empieza la fiesta, la gente sonríe y hablan unos con otros, a pesar del ruido ensordecedor.
—¡Te he estado buscando! ¿Dónde están tus amigos?
—¿Dónde está tu amigo?
—Acaba de irse; ha dicho que había surgido un grave problema con el director y con el actor. ¡Me ha dejado aquí, sin darme más explicaciones! No hay fiesta en el barco, eso es todo lo que me ha dicho.
Igor imagina el problema. No tenía la menor intención de matar a alguien a quien admiraba tanto, trataba de ver sus películas siempre que tenía un poco de tiempo. Pero, en fin, el destino es el que escoge; el hombre no es más que un instrumento.
—Me voy. Si quieres puedo dejarte en el hotel.
—¡Pero si acaba de empezar la fiesta!
—Aprovecha, entonces. Yo tengo que viajar mañana temprano.
Gabriela debe tomar una decisión rápidamente. O se queda allí con el bolso lleno de papel, en un lugar en el que no conoce a nadie, esperando a que una alma caritativa decida llevarla al menos hasta la Croisette —donde se quitará los zapatos para subir la interminable ladera hasta la habitación que comparte con otras cuatro amigas—, o acepta la invitación de ese hombre gentil, que debe de tener excelentes contactos, pues es amigo de la mujer de Hamid Hussein.
Presenció el inicio de una discusión, pero piensa que cosas como ésa suceden todos los días, y pronto harán las paces.
Ya tiene un papel garantizado. Está exhausta a causa de todas las emociones vividas ese día. Tiene miedo de acabar bebiendo demasiado y estropearlo todo. Se le acercarán hombres solitarios para preguntarle si está sola, qué va a hacer después, si le gustaría visitar alguna joyería al día siguiente con alguno de ellos. Tendrá que pasar el resto de la noche rechazándolos amablemente, sin herir susceptibilidades, porque nunca sabes con quién estás hablando. Esa cena es una de las más exclusivas del festival.
—Vamos.
Una estrella se comporta así; se va cuando nadie lo espera.
Caminan hasta la entrada del hotel. Gunther —no es capaz de recordar el otro nombre— pide un taxi, el recepcionista les dice que tienen suerte: si hubieran esperado un poco más, se verían obligados a guardar una fila enorme.
En el camino de vuelta, ella le pregunta por qué mintió respecto a lo que hacía. Él dice que no mintió: realmente había tenido una compañía de telefonía, pero decidió venderla porque pensaba que el futuro estaba en la maquinaria pesada.
¿Y el nombre?
—Igor es un apodo cariñoso, el diminutivo de Gunther en ruso.
Gabriela espera en cada momento la famosa invitación: «¿Tomamos una copa en mi hotel antes de dormir?» Pero no sucede nada: él la deja en la puerta de su casa, se despide con un apretón de manos y sigue adelante.
¡Eso sí que es elegancia!
Sí, ha sido su primer día de suerte. El primero de muchos. Mañana, cuando recupere su teléfono, hará una llamada a cobro revertido a una ciudad de Chicago para contar todas las novedades, para decirles que compren todas las revistas, porque la han fotografiado subiendo la escalera con la Celebridad. Les dirá también que la obligaron a cambiar de nombre. Pero si le preguntan, excitados, qué va a pasar, cambiará de tema: tiene una cierta superstición en comentar proyectos antes de que se realicen. Se enterarán a medida que vayan surgiendo las noticias: actriz desconocida elegida para interpretar un papel protagonista. Lisa Winner fue la principal invitada en una fiesta de Nueva York. Chica de Chicago, hasta ahora desconocida, es la gran revelación de la película de Gibson. Agente negocia contrato millonario con una de las grandes productoras de Hollywood.
El cielo es el límite.
23.11 horas —¿Pero ya has vuelto?
—Y habría llegado mucho antes, si no hubiera sido por el tráfico.
Jasmine deja los zapatos a un lado, el bolso en otro, y se tira en la cama exhausta, sin quitarse el vestido.
—Las palabras más importantes en todas las lenguas son palabras cortas. «Sí», por ejemplo. O «Amor». O «Dios». Son palabras que salen con facilidad y llenan espacios vacíos en nuestro mundo. Sin embargo, hay una palabra, también muy corta, que me cuesta mucho decir. Pero voy a hacerlo ahora.
Mira a su compañera:
—No.
Da unos golpes sobre la cama para pedirle que se siente a su lado. Le acaricia el pelo.
—El «no» tiene fama de maldito, egoísta, poco espiritual. Cuando decimos «sí», nos creemos generosos, comprensivos, educados. Pero eso es lo que te estoy diciendo ahora: «No.» No voy a hacer lo que me pides, lo que me obligas, pensando que es lo mejor para mí. Ya sé que vas a decir que sólo tengo diecinueve años y que todavía no sé lo que es la vida. Pero me basta una fiesta como la de hoy para saber lo que deseo y lo que no quiero bajo ningún concepto.
»Nunca pensé en ser modelo. Es más, nunca pensé que sería capaz de enamorarme. Sé que el amor sólo puede vivir en libertad, pero ¿quién te ha dicho que soy esclava de alguien? Sólo soy esclava de mi corazón, y en este caso la carga es ligera, y el peso inexistente. Te elegí a ti incluso antes de que tú me escogieses. Me entregué a una aventura que parecía imposible, soportando sin quejarme todas las consecuencias, desde los prejuicios de la sociedad hasta los problemas con mi familia. Lo he superado todo para estar contigo aquí esta noche, en Cannes, saboreando la victoria de un excelente desfile, sabiendo que tendría otras oportunidades en la vida. Sé que las tengo, junto a ti.
Su compañera se tumbó en la cama, a su lado, y apoyó la cabeza en su regazo.
—El que me hizo ver todo esto fue un extranjero que conocí esta noche, mientras estaba allí, perdida en medio de la multitud, sin saber qué decir. Le pregunté qué hacía en la fiesta; me respondió que había perdido a su amor, que había venido a buscarla, y que ya no estaba seguro de querer precisamente eso. Me pidió que mirara a mi alrededor: estábamos rodeados de personas llenas de seguridad, de gloria, de conquistas. Comentó: «No se están divirtiendo. Creen que han llegado a la cima de sus carreras, y la inevitable bajada los asusta. Han olvidado que todavía les queda todo el mundo para conquistar, porque...»
—...porque se han acostumbrado.
—Exacto. Tienen muchas cosas y pocas aspiraciones. Están llenos de problemas resueltos, proyectos aprobados, empresas que prosperan sin necesidad de ninguna interferencia. Ahora sólo les queda el miedo al cambio, y por eso van de fiesta en fiesta, de reunión en reunión, para no tener tiempo para pensar. Para ver a la misma gente, y pensar que todo sigue igual. Las seguridades han sustituido a las pasiones.
—Quítate la ropa —le dice su compañera, intentando evitar cualquier comentario.
Jasmine se levanta, se quita la ropa y se mete debajo de las mantas.
—Desvístete tú también. Y abrázame. Necesito que me abraces, porque hoy creí que me ibas a dejar marchar.
Su compañera también se quita la ropa y apaga la luz. Jasmine se queda dormida en seguida entre sus brazos. Permanece despierta algún tiempo mirando al techo, pensando que, a veces, una chica de diecinueve años, con su inocencia, puede ser más sabia que una mujer de treinta y ocho. Sí, por más que lo temiese, por más insegura que se sintiera en ese momento, se vería forzada a crecer. Tendrá un poderoso enemigo al que enfrentarse: seguro que HH va a ponerle todas las dificultades posibles para no dejarla participar en la Semana de la Moda, en octubre. Primero, insistirá en comprarle la marca. Como eso va a ser imposible, intentará desacreditarla delante de la federación, diciendo que no cumplió su palabra.
Los meses siguientes serían muy difíciles.
Pero lo que ni HH ni nadie más sabe es que ella tiene una fuerza absoluta, total, que la ayudará a superar todas las dificultades: el amor de la mujer que ahora dormía entre sus brazos. Por ella, lo haría absolutamente todo, salvo matar.
Con ella sería capaz de todo, incluso de vencer.
1.55 horas El jet de su compañía ya tiene los motores encendidos. Igor ocupa su asiento preferido —segunda fila, lado izquierdo— mientras espera el despegue. Cuando las señales de abrocharse el cinturón se apagan, va hasta el bar, se sirve una generosa dosis de vodka y la bebe de un trago.
Por un instante piensa si realmente le envió correctamente los mensajes a Ewa, mientras iba destruyendo mundos a su alrededor. ¿Tendría que haber sido más claro, dejando un billete, un nombre, cosas así? No, demasiado arriesgado: podrían pensar que era un asesino en serie.
No lo era: tenía un objetivo que afortunadamente había sido corregido a tiempo.
El recuerdo de Ewa ya no le pesaba tanto como antes. No la ama como la amaba, y no la odia como la odiaba. Con el paso del tiempo desaparecerá completamente de su vida. Qué pena; a pesar de todos sus defectos, difícilmente volvería a encontrar a una mujer como ella.
Se dirige otra vez al bar, abre otra botellita de vodka y vuelve a beber. ¿Se darán cuenta de que la persona que destruía los mundos de los demás era siempre la misma? Eso ya no le importa; si hay algo de lo que se arrepiente, es del momento en el que quiso entregarse a la policía, por la tarde. Pero el destino estaba de su lado, y había podido terminar su misión.
Sí, ha vencido. Pero el vencedor no está solo. Sus pesadillas se han acabado, un ángel de cejas espesas vela por él, y le enseñará el camino que tiene que recorrer a partir de ahora. Día de San José, 19 de marzo de 2008
AGRADECIMIENTOS Hubiera sido imposible escribir este libro sin la ayuda de muchas personas que, de manera abierta o confidencial, me permitieron tener acceso a la información aquí contenida. Cuando empecé la investigación, no creí que fuera a encontrar tantas cosas interesantes detrás del lujo y el glamour. Además de los amigos que me han pedido que omita —y lo haré— sus nombres, quiero darles las gracias a Alexander Osterwald, Bernadette Imaculada Santos, Claudine y Elie Saab, David Rothkopf (creador del término «Superclase»), Deborah Williamson, Fátima Lopes, Fawaz Gruosi, Franco Cologni, Hildegard Follon, James W. Wright, Jennifer Bollinger, Johan Reckman, Jórn Pfotenhauer, Juliette Rigal, Kevin Heienberg, Kevin Karroll, Luca Burei, Maria de Lourdes Débat, Mario Rosa, Monty Shadow, Steffi Czerny, Victoria Navaloska, Yasser Hamid y Zeina Raphael, que colaboraron directa o indirectamente en este libro. Debo confesar que, en su mayor parte, colaboraron indirectamente, ya que nunca suelo comentar el tema sobre el que estoy escribiendo.
Fin ~  ~ |