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LA ILUSTRE FREGONA Miguel de Cervantes Saavedra En Burgos, ciudad ilustre y famosa, no ha muchos años que en ella vivían dos caballeros principales y ricos: el uno se llamaba don Diego de Carriazo y el otro don Juan de Avendaño. El don Diego tuvo un hijo, a quien llamó de su mismo nombre, y el don Juan otro, a quien puso don Tomás de Avendaño. A estos dos caballeros mozos, como quien han de ser las principales personas deste cuento, por escusar y ahorrar letras, les llamaremos con solos los nombres de Carriazo y de Avendaño. Trece años, o poco más, tendría Carriazo cuando, llevado de una inclinación picaresca, sin forzarle a ello algún mal tratamiento que sus padres le hiciesen, sólo por su gusto y antojo, se desgarró, como dicen los muchachos, de casa de sus padres, y se fue por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre, que, en la mitad de las incomodidades y miserias que trae consigo, no echaba menos la abundancia de la casa de su padre, ni el andar a pie le cansaba, ni el frío le ofendía, ni el calor le enfadaba. Para él todos los tiempos del año le eran dulce y templada primavera; tan bien dormía en parvas como en colchones; con tanto gusto se soterraba en un pajar de un mesón, como si se acostara entre dos sábanas de holanda. Finalmente, él salió tan bien con el asumpto de pícaro, que pudiera leer cátedra en la facultad al famoso de Alfarache. En tres años que tardó en parecer y volver a su casa, aprendió a jugar a la taba en Madrid, y al rentoy en las Ventillas de Toledo, y a presa y pinta en pie en las barbacanas de Sevilla; pero, con serle anejo a este género de vida la miseria y estrecheza, mostraba Carriazo ser un príncipe en sus cosas: a tiro de escopeta, en mil señales, descubría ser bien nacido, porque era generoso y bien partido con sus camaradas. Visitaba pocas veces las ermitas de Baco, y, aunque bebía vino, era tan poco que nunca pudo entrar en el número de los que llaman desgraciados, que, con alguna cosa que beban demasiada, luego se les pone el rostro como si se le hubiesen jalbegado con bermellón y almagre. En fin, en Carriazo vio el mundo un pícaro virtuoso, limpio, bien criado y más que medianamente discreto. Pasó por todos los grados de pícaro hasta que se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara, donde es el finibusterrae de la picaresca. ¡Oh pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios; pobres fingidos, tullidos falsos, cicateruelos de Zocodover y de la plaza de Madrid, vistosos oracioneros, esportilleros de Sevilla, mandilejos de la hampa, con toda la caterva inumerable que se encierra debajo deste nombre pícaro!, bajad el toldo, amainad el brío, no os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes. ¡Allí, allí, que está en su centro el trabajo junto con la poltronería! Allí está la suciedad limpia, la gordura rolliza, la hambre prompta, la hartura abundante, sin disfraz el vicio, el juego siempre, las pendencias por momentos, las muertes por puntos, las pullas a cada paso, los bailes como en bodas, las seguidillas como en estampa, los romances con estribos, la poesía sin acciones. Aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega, y por todo se hurta. Allí campea la libertad y luce el trabajo; allí van o envían muchos padres principales a buscar a sus hijos y los hallan; y tanto sienten sacarlos de aquella vida como si los llevaran a dar la muerte. Pero toda esta dulzura que he pintado tiene un amargo acíbar que la amarga, y es no poder dormir sueño seguro, sin el temor de que en un instante los trasladan de Zahara a Berbería. Por esto, las noches se recogen a unas torres de la marina, y tienen sus atajadores y centinelas, en confianza de cuyos ojos cierran ellos los suyos, puesto que tal vez ha sucedido que centinelas y atajadores, pícaros, mayorales, barcos y redes, con toda la turbamulta que allí se ocupa, han anochecido en España y amanecido en Tetuán. Pero no fue parte este temor para que nuestro Carriazo dejase de acudir allí tres veranos a darse buen tiempo. El último verano le dijo tan bien la suerte, que ganó a los naipes cerca de setecientos reales, con los cuales quiso vestirse y volverse a Burgos, y a los ojos de su madre, que habían derramado por él muchas lágrimas. Despidióse de sus amigos, que los tenía muchos y muy buenos; prometióles que el verano siguiente sería con ellos, si enfermedad o muerte no lo estorbase. Dejó con ellos la mitad de su alma, y todos sus deseos entregó a aquellas secas arenas, que a él le parecían más frescas y verdes que los Campos Elíseos. Y, por estar ya acostumbrado de caminar a pie, tomó el camino en la mano, y sobre dos alpargates, se llegó desde Zahara hasta Valladolid cantando Tres ánades, madre. Estúvose allí quince días para reformar la color del rostro, sacándola de mulata a flamenca, y para trastejarse y sacarse del borrador de pícaro y ponerse en limpio de caballero. Todo esto hizo según y como le dieron comodidad quinientos reales con que llegó a Valladolid; y aun dellos reservó ciento para alquilar una mula y un mozo, con que se presentó a sus padres honrado y contento. Ellos le recibieron con mucha alegría, y todos sus amigos y parientes vinieron a darles el parabién de la buena venida del señor don Diego de Carriazo, su hijo. Es de advertir que, en su peregrinación, don Diego mudó el nombre de Carriazo en el de Urdiales, y con este nombre se hizo llamar de los que el suyo no sabían. Entre los que vinieron a ver el recién llegado, fueron don Juan de Avendaño y su hijo don Tomás, con quien Carriazo, por ser ambos de una misma edad y vecinos, trabó y confirmó una amistad estrechísima. Contó Carriazo a sus padres y a todos mil magníficas y luengas mentiras de cosas que le habían sucedido en los tres años de su ausencia; pero nunca tocó, ni por pienso, en las almadrabas, puesto que en ellas tenía de contino puesta la imaginación: especialmente cuando vio que se llegaba el tiempo donde había prometido a sus amigos la vuelta. Ni le entretenía la caza, en que su padre le ocupaba, ni los muchos, honestos y gustosos convites que en aquella ciudad se usan le daban gusto: todo pasatiempo le cansaba, y a todos los mayores que se le ofrecían anteponía el que había recebido en las almadrabas. Avendaño, su amigo, viéndole muchas veces melancólico e imaginativo, fiado en su amistad, se atrevió a preguntarle la causa, y se obligó a remediarla, si pudiese y fuese menester, con su sangre misma. No quiso Carriazo tenérsela encubierta, por no hacer agravio a la grande amistad que profesaban; y así, le contó punto por punto la vida de la jábega, y cómo todas sus tristezas y pensamientos nacían del deseo que tenía de volver a ella; pintósela de modo que Avendaño, cuando le acabó de oír, antes alabó que vituperó su gusto. En fin, el de la plática fue disponer Carriazo la voluntad de Avendaño de manera que determinó de irse con él a gozar un verano de aquella felicísima vida que le había descrito, de lo cual quedó sobremodo contento Carriazo, por parecerle que había ganado un testigo de abono que calificase su baja determinación. Trazaron, ansimismo, de juntar todo el dinero que pudiesen; y el mejor modo que hallaron fue que de allí a dos meses había de ir Avendaño a Salamanca, donde por su gusto tres años había estado estudiando las lenguas griega y latina, y su padre quería que pasase adelante y estudiase la facultad que él quisiese, y que del dinero que le diese habría para lo que deseaban. En este tiempo, propuso Carriazo a su padre que tenía voluntad de irse con Avendaño a estudiar a Salamanca. Vino su padre con tanto gusto en ello que, hablando al de Avendaño, ordenaron de ponerles juntos casa en Salamanca, con todos los requisitos que pedían ser hijos suyos. Llegóse el tiempo de la partida; proveyéronles de dineros y enviaron con ellos un ayo que los gobernase, que tenía más de hombre de bien que de discreto. Los padres dieron documentos a sus hijos de lo que habían de hacer y de cómo se habían de gobernar para salir aprovechados en la virtud y en las ciencias, que es el fruto que todo estudiante debe pretender sacar de sus trabajos y vigilias, principalmente los bien nacidos. Mostráronse los hijos humildes y obedientes; lloraron las madres; recibieron la bendición de todos; pusiéronse en camino con mulas propias y con dos criados de casa, amén del ayo, que se había dejado crecer la barba porque diese autoridad a su cargo. En llegando a la ciudad de Valladolid, dijeron al ayo que querían estarse en aquel lugar dos días para verle, porque nunca le habían visto ni estado en él. Reprehendiólos mucho el ayo, severa y ásperamente, la estada, diciéndoles que los que iban a estudiar con tanta priesa como ellos no se habían de detener una hora a mirar niñerías, cuanto más dos días, y que él formaría escrúpulo si los dejaba detener un solo punto, y que se partiesen luego, y si no, que sobre eso, morena. Hasta aquí se estendía la habilidad del señor ayo, o mayordomo, como más nos diere gusto llamarle. Los mancebitos, que tenían ya hecho su agosto y su vendimia, pues habían ya robado cuatrocientos escudos de oro que llevaba su mayor, dijeron que sólo los dejase aquel día, en el cual querían ir a ver la fuente de Argales, que la comenzaban a conducir a la ciudad por grandes y espaciosos acueductos. En efeto, aunque con dolor de su ánima, les dio licencia, porque él quisiera escusar el gasto de aquella noche y hacerle en Valdeastillas, y repartir las diez y ocho leguas que hay desde Valdeastillas a Salamanca en dos días, y no las veinte y dos que hay desde Valladolid; pero, como uno piensa el bayo y otro el que le ensilla, todo le sucedió al revés de lo que él quisiera. Los mancebos, con solo un criado y a caballo en dos muy buenas y caseras mulas, salieron a ver la fuente de Argales, famosa por su antigüedad y sus aguas, a despecho del Caño Dorado y de la reverenda Priora, con paz sea dicho de Leganitos y de la estremadísima fuente Castellana, en cuya competencia pueden callar Corpa y la Pizarra de la Mancha. Llegaron a Argales, y cuando creyó el criado que sacaba Avendaño de las bolsas del cojín alguna cosa con que beber, vio que sacó una carta cerrada, diciéndole que luego al punto volviese a la ciudad y se la diese a su ayo, y que en dándosela les esperase en la puerta del Campo. Obedeció el criado, tomó la carta, volvió a la ciudad, y ellos volvieron las riendas y aquella noche durmieron en Mojados, y de allí a dos días en Madrid; y en otros cuatro se vendieron las mulas en pública plaza, y hubo quien les fiase por seis escudos de prometido, y aun quien les diese el dinero en oro por sus cabales. Vistiéronse a lo payo, con capotillos de dos haldas, zahones o zaragüelles y medias de paño pardo. Ropero hubo que por la mañana les compró sus vestidos y a la noche los había mudado de manera que no los conociera la propia madre que los había parido. Puestos, pues, a la ligera y del modo que Avendaño quiso y supo, se pusieron en camino de Toledo ad pedem literae y sin espadas; que también el ropero, aunque no atañía a su menester, se las había comprado. Dejémoslos ir, por ahora, pues van contentos y alegres, y volvamos a contar lo que el ayo hizo cuando abrió la carta que el criado le llevó y halló que decía desta manera: Vuesa merced será servido, señor Pedro Alonso, de tener paciencia y dar la vuelta a Burgos, donde dirá a nuestros padres que, habiendo nosotros sus hijos, con madura consideración, considerado cuán más propias son de los caballeros las armas que las letras, habemos determinado de trocar a Salamanca por Bruselas y a España por Flandes. Los cuatrocientos escudos llevamos; las mulas pensamos vender. Nuestra hidalga intención y el largo camino es bastante disculpa de nuestro yerro, aunque nadie le juzgará por tal si no es cobarde. Nuestra partida es ahora; la vuelta será cuando Dios fuere servido, el cual guarde a vuesa merced como puede y estos sus menores discípulos deseamos. De la fuente de Argales, puesto ya el pie en el estribo para caminar a Flandes. Carriazo y Avendaño. Quedó Pedro Alonso suspenso en leyendo la epístola y acudió presto a su valija, y el hallarla vacía le acabó de confirmar la verdad de la carta; y luego al punto, en la mula que le había quedado, se partió a Burgos a dar las nuevas a sus amos con toda presteza, porque con ella pusiesen remedio y diesen traza de alcanzar a sus hijos. Pero destas cosas no dice nada el autor desta novela, porque, así como dejó puesto a caballo a Pedro Alonso, volvió a contar de lo que les sucedió a Avendaño y a Carriazo a la entrada de Illescas, diciendo que al entrar de la puerta de la villa encontraron dos mozos de mulas, al parecer andaluces, en calzones de lienzo anchos, jubones acuchillados de anjeo, sus coletos de ante, dagas de ganchos y espadas sin tiros; al parecer, el uno venía de Sevilla y el otro iba a ella. El que iba estaba diciendo al otro: -Si no fueran mis amos tan adelante, todavía me detuviera algo más a preguntarte mil cosas que deseo saber, porque me has maravillado mucho con lo que has contado de que el conde ha ahorcado a Alonso Genís y a Ribera, sin querer otorgarles la apelación. -¡Oh pecador de mí! -replicó el sevillano-. Armóles el conde zancadilla y cogiólos debajo de su jurisdición, que eran soldados, y por contrabando se aprovechó dellos, sin que la Audiencia se los pudiese quitar. Sábete, amigo, que tiene un Bercebú en el cuerpo este conde de Puñonrostro, que nos mete los dedos de su puño en el alma. Barrida está Sevilla y diez leguas a la redonda de jácaros; no para ladrón en sus contornos. Todos le temen como al fuego, aunque ya se suena que dejará presto el cargo de Asistente, porque no tiene condición para verse a cada paso en dimes ni diretes con los señores de la Audiencia. -¡Vivan ellos mil años -dijo el que iba a Sevilla-, que son padres de los miserables y amparo de los desdichados! ¡Cuántos pobretes están mascando barro no más de por la cólera de un juez absoluto, de un corregidor, o mal informado o bien apasionado! Más veen muchos ojos que dos: no se apodera tan presto el veneno de la injusticia de muchos corazones como se apodera de uno solo. -Predicador te has vuelto -dijo el de Sevilla-, y, según llevas la retahíla, no acabarás tan presto, y yo no te puedo aguardar; y esta noche no vayas a posar donde sueles, sino en la posada del Sevillano, porque verás en ella la más hermosa fregona que se sabe. Marinilla, la de la venta Tejada, es asco en su comparación; no te digo más sino que hay fama que el hijo del Corregidor bebe los vientos por ella. Uno desos mis amos que allá van jura que, al volver que vuelva al Andalucía, se ha de estar dos meses en Toledo y en la misma posada, sólo por hartarse de mirarla. Ya le dejo yo en señal un pellizco, y me llevo en contracambio un gran torniscón. Es dura como un mármol, y zahareña como villana de Sayago, y áspera como una ortiga; pero tiene una cara de pascua y un rostro de buen año: en una mejilla tiene el sol y en la otra la luna; la una es hecha de rosas y la otra de claveles, y en entrambas hay también azucenas y jazmines. No te digo más, sino que la veas, y verás que no te he dicho nada, según lo que te pudiera decir, acerca de su hermosura. En las dos mulas rucias que sabes que tengo mías, la dotara de buena gana, si me la quisieran dar por mujer; pero yo sé que no me la darán, que es joya para un arcipreste o para un conde. Y otra vez torno a decir que allá lo verás. Y adiós, que me mudo. Con esto se despidieron los dos mozos de mulas, cuya plática y conversación dejó mudos a los dos amigos que escuchado la habían, especialmente Avendaño, en quien la simple relación que el mozo de mulas había hecho de la hermosura de la fregona despertó en él un intenso deseo de verla. También le despertó en Carriazo; pero no de manera que no desease más llegar a sus almadrabas que detenerse a ver las pirámides de Egipto, o otra de las siete maravillas, o todas juntas. En repetir las palabras de los mozos, y en remedar y contrahacer el modo y los ademanes con que las decían, entretuvieron el camino hasta Toledo; y luego, siendo la guía Carriazo, que ya otra vez había estado en aquella ciudad, bajando por la Sangre de Cristo, dieron con la posada del Sevillano; pero no se atrevieron a pedirla allí, porque su traje no lo pedía. Era ya anochecido, y, aunque Carriazo importunaba a Avendaño que fuesen a otra parte a buscar posada, no le pudo quitar de la puerta de la del Sevillano, esperando si acaso parecía la tan celebrada fregona. Entrábase la noche y la fregona no salía; desesperábase Carriazo, y Avendaño se estaba quedo; el cual, por salir con su intención, con escusa de preguntar por unos caballeros de Burgos que iban a la ciudad de Sevilla, se entró hasta el patio de la posada; y, apenas hubo entrado, cuando de una sala que en el patio estaba vio salir una moza, al parecer de quince años, poco más o menos, vestida como labradora, con una vela encendida en un candelero. No puso Avendaño los ojos en el vestido y traje de la moza, sino en su rostro, que le parecía ver en él los que suelen pintar de los ángeles. Quedó suspenso y atónito de su hermosura, y no acertó a preguntarle nada: tal era su suspensión y embelesamiento. La moza, viendo aquel hombre delante de sí, le dijo: -¿Qué busca, hermano? ¿Es por ventura criado de alguno de los huéspedes de casa? -No soy criado de ninguno, sino vuestro -respondió Avendaño, todo lleno de turbación y sobresalto. La moza, que de aquel modo se vio responder, dijo: -Vaya, hermano, norabuena, que las que servimos no hemos menester criados. Y, llamando a su señor, le dijo: -Mire, señor, lo que busca este mancebo. Salió su amo y preguntóle qué buscaba. Él respondió que a unos caballeros de Burgos que iban a Sevilla, uno de los cuales era su señor, el cual le había enviado delante por Alcalá de Henares, donde había de hacer un negocio que les importaba; y que junto con esto le mandó que se viniese a Toledo y le esperase en la posada del Sevillano, donde vendría a apearse; y que pensaba que llegaría aquella noche o otro día a más tardar. Tan buen color dio Avendaño a su mentira, que a la cuenta del huésped pasó por verdad, pues le dijo: -Quédese, amigo, en la posada, que aquí podrá esperar a su señor hasta que venga. -Muchas mercedes, señor huésped -respondió Avendaño-; y mande vuesa merced que se me dé un aposento para mí y un compañero que viene conmigo, que está allí fuera, que dineros traemos para pagarlo tan bien como otro. -En buen hora -respondió el huésped. Y, volviéndose a la moza, dijo: -Costancica, di a Argüello que lleve a estos galanes al aposento del rincón y que les eche sábanas limpias. -Sí haré, señor -respondió Costanza, que así se llamaba la doncella. Y, haciendo una reverencia a su amo, se les quitó delante, cuya ausencia fue para Avendaño lo que suele ser al caminante ponerse el sol y sobrevenir la noche lóbrega y escura. Con todo esto, salió a dar cuenta a Carriazo de lo que había visto y de lo que dejaba negociado; el cual por mil señales conoció cómo su amigo venía herido de la amorosa pestilencia; pero no le quiso decir nada por entonces, hasta ver si lo merecía la causa de quien nacían las extraordinarias alabanzas y grandes hipérboles con que la belleza de Costanza sobre los mismos cielos levantaba. Entraron, en fin, en la posada, y la Argüello, que era una mujer de hasta cuarenta y cinco años, superintendente de las camas y aderezo de los aposentos, los llevó a uno que ni era de caballeros ni de criados, sino de gente que podía hacer medio entre los dos estremos. Pidieron de cenar; respondióles Argüello que en aquella posada no daban de comer a nadie, puesto que guisaban y aderezaban lo que los huéspedes traían de fuera comprado; pero que bodegones y casas de estado había cerca, donde sin escrúpulo de conciencia podían ir a cenar lo que quisiesen. Tomaron los dos el consejo de Argüello, y dieron con sus cuerpos en un bodego, donde Carriazo cenó lo que le dieron y Avendaño lo que con él llevaba: que fueron pensamientos e imaginaciones. Lo poco o nada que Avendaño comía admiraba mucho a Carriazo. Por enterarse del todo de los pensamientos de su amigo, al volverse a la posada, le dijo: -Conviene que mañana madruguemos, porque antes que entre la calor estemos ya en Orgaz. -No estoy en eso -respondió Avendaño-, porque pienso antes que desta ciudad me parta ver lo que dicen que hay famoso en ella, como es el Sagrario, el artificio de Juanelo, las Vistillas de San Agustín, la Huerta del Rey y la Vega. -Norabuena -respondió Carriazo-: eso en dos días se podrá ver. -En verdad que lo he de tomar de espacio, que no vamos a Roma a alcanzar alguna vacante. -¡Ta, ta! -replicó Carriazo-. A mí me maten, amigo, si no estáis vos con más deseo de quedaros en Toledo que de seguir nuestra comenzada romería. -Así es la verdad -respondió Avendaño-; y tan imposible será apartarme de ver el rostro desta doncella, como no es posible ir al cielo sin buenas obras. -¡Gallardo encarecimiento -dijo Carriazo- y determinación digna de un tan generoso pecho como el vuestro! ¡Bien cuadra un don Tomás de Avendaño, hijo de don Juan de Avendaño (caballero, lo que es bueno; rico, lo que basta; mozo, lo que alegra; discreto, lo que admira), con enamorado y perdido por una fregona que sirve en el mesón del Sevillano! -Lo mismo me parece a mí que es -respondió Avendaño- considerar un don Diego de Carriazo, hijo del mismo, caballero del hábito de Alcántara el padre, y el hijo a pique de heredarle con su mayorazgo, no menos gentil en el cuerpo que en el ánimo, y con todos estos generosos atributos, verle enamorado, ¿de quién, si pensáis? ¿De la reina Ginebra? No, por cierto, sino de la almadraba de Zahara, que es más fea, a lo que creo, que un miedo de santo Antón. -¡Pata es la traviesa, amigo! -respondió Carriazo-; por los filos que te herí me has muerto; quédese aquí nuestra pendencia, y vámonos a dormir, y amanecerá Dios y medraremos. -Mira, Carriazo, hasta ahora no has visto a Costanza; en viéndola, te doy licencia para que me digas todas las injurias o reprehensiones que quisieres. -Ya sé yo en qué ha de parar esto -dijo Carriazo. -¿En qué? -replicó Avendaño. -En que yo me iré con mi almadraba, y tú te quedarás con tu fregona -dijo Carriazo. -No seré yo tan venturoso -dijo Avendaño. -Ni yo tan necio -respondió Carriazo- que, por seguir tu mal gusto, deje de conseguir el bueno mío. En estas pláticas llegaron a la posada, y aun se les pasó en otras semejantes la mitad de la noche. Y, habiendo dormido, a su parecer, poco más de una hora, los despertó el son de muchas chirimías que en la calle sonaban. Sentáronse en la cama y estuvieron atentos, y dijo Carriazo: -Apostaré que es ya de día y que debe de hacerse alguna fiesta en un monasterio de Nuestra Señora del Carmen que esta aquí cerca, y por eso tocan estas chirimías. -No es eso -respondió Avendaño-, porque no ha tanto que dormimos que pueda ser ya de día. Estando en esto, sintieron llamar a la puerta de su aposento, y, preguntando quién llamaba, respondieron de fuera diciendo: -Mancebos, si queréis oír una brava música, levantaos y asomaos a una reja que sale a la calle, que está en aquella sala frontera, que no hay nadie en ella. Levantáronse los dos, y cuando abrieron no hallaron persona ni supieron quién les había dado el aviso; mas, porque oyeron el son de una arpa, creyeron ser verdad la música; y así en camisa, como se hallaron, se fueron a la sala, donde ya estaban otros tres o cuatro huéspedes puestos a las rejas; hallaron lugar, y de allí a poco, al son de la arpa y de una vihuela, con maravillosa voz, oyeron cantar este soneto, que no se le pasó de la memoria a Avendaño: Raro, humilde sujeto, que levantas a tan excelsa cumbre la belleza, que en ella se excedió naturaleza a sí misma, y al cielo la adelantas; si hablas, o si ríes, o si cantas, si muestras mansedumbre o aspereza (efeto sólo de tu gentileza), las potencias del alma nos encantas. Para que pueda ser más conocida la sin par hermosura que contienes y la alta honestidad de que blasonas, deja el servir, pues debes ser servida de cuantos veen sus manos y sus sienes resplandecer por cetros y coronas. No fue menester que nadie les dijese a los dos que aquella música se daba por Costanza, pues bien claro lo había descubierto el soneto, que sonó de tal manera en los oídos de Avendaño, que diera por bien empleado, por no haberle oído, haber nacido sordo y estarlo todos los días de la vida que le quedaba, a causa que desde aquel punto la comenzó a tener tan mala como quien se halló traspasado el corazón de la rigurosa lanza de los celos. Y era lo peor que no sabía de quién debía o podía tenerlos. Pero presto le sacó deste cuidado uno de los que a la reja estaban, diciendo: -¡Que tan simple sea este hijo del corregidor, que se ande dando músicas a una fregona...! Verdad es que ella es de las más hermosas muchachas que yo he visto, y he visto muchas; mas no por esto había de solicitarla con tanta publicidad. A lo cual añadió otro de los de la reja: -Pues en verdad que he oído yo decir por cosa muy cierta que así hace ella cuenta dél como si no fuese nadie: apostaré que se está ella agora durmiendo a sueño suelto detrás de la cama de su ama, donde dicen que duerme, sin acordársele de músicas ni canciones. -Así es la verdad -replicó el otro-, porque es la más honesta doncella que se sabe; y es maravilla que, con estar en esta casa de tanto tráfago y donde hay cada día gente nueva, y andar por todos los aposentos, no se sabe della el menor desmán del mundo. Con esto que oyó, Avendaño tornó a revivir y a cobrar aliento para poder escuchar otras muchas cosas, que al son de diversos instrumentos los músicos cantaron, todas encaminadas a Costanza, la cual, como dijo el huésped, se estaba durmiendo sin ningún cuidado. Por venir el día, se fueron los músicos, despidiéndose con las chirimías. Avendaño y Carriazo se volvieron a su aposento, donde durmió el que pudo hasta la mañana, la cual venida, se levantaron los dos, entrambos con deseo de ver a Costanza; pero el deseo del uno era deseo curioso, y el del otro deseo enamorado. Pero a entrambos se los cumplió Costanza, saliendo de la sala de su amo tan hermosa, que a los dos les pareció que todas cuantas alabanzas le había dado el mozo de mulas eran cortas y de ningún encarecimiento. Su vestido era una saya y corpiños de paño verde, con unos ribetes del mismo paño. Los corpiños eran bajos, pero la camisa alta, plegado el cuello, con un cabezón labrado de seda negra, puesta una gargantilla de estrellas de azabache sobre un pedazo de una coluna de alabastro, que no era menos blanca su garganta; ceñida con un cordón de San Francisco, y de una cinta pendiente, al lado derecho, un gran manojo de llaves. No traía chinelas, sino zapatos de dos suelas, colorados, con unas calzas que no se le parecían sino cuanto por un perfil mostraban también ser coloradas. Traía tranzados los cabellos con unas cintas blancas de hiladillo; pero tan largo el tranzado, que por las espaldas le pasaba de la cintura; el color salía de castaño y tocaba en rubio; pero, al parecer, tan limpio, tan igual y tan peinado, que ninguno, aunque fuera de hebras de oro, se le pudiera comparar. Pendíanle de las orejas dos calabacillas de vidrio que parecían perlas; los mismos cabellos le servían de garbín y de tocas. Cuando salió de la sala se persignó y santiguó, y con mucha devoción y sosiego hizo una profunda reverencia a una imagen de Nuestra Señora que en una de las paredes del patio estaba colgada; y, alzando los ojos, vio a los dos, que mirándola estaban, y, apenas los hubo visto, cuando se retiró y volvió a entrar en la sala, desde la cual dio voces a Argüello que se levantase. Resta ahora por decir qué es lo que le pareció a Carriazo de la hermosura de Costanza, que de lo que le pareció a Avendaño ya está dicho, cuando la vio la vez primera. No digo más, sino que a Carriazo le pareció tan bien como a su compañero, pero enamoróle mucho menos; y tan menos, que quisiera no anochecer en la posada, sino partirse luego para sus almadrabas. En esto, a las voces de Costanza salió a los corredores la Argüello, con otras dos mocetonas, también criadas de casa, de quien se dice que eran gallegas; y el haber tantas lo requería la mucha gente que acude a la posada del Sevillano, que es una de las mejores y más frecuentadas que hay en Toledo. Acudieron también los mozos de los huéspedes a pedir cebada; salió el huésped de casa a dársela, maldiciendo a sus mozas, que por ellas se le había ido un mozo que la solía dar con muy buena cuenta y razón, sin que le hubiese hecho menos, a su parecer, un solo grano. Avendaño, que oyó esto, dijo: -No se fatigue, señor huésped, déme el libro de la cuenta, que los días que hubiere de estar aquí yo la tendré tan buena en dar la cebada y paja que pidieren, que no eche menos al mozo que dice que se le ha ido. -En verdad que os lo agradezca, mancebo -respondió el huésped-, porque yo no puedo atender a esto, que tengo otras muchas cosas a que acudir fuera de casa. Bajad; daros he el libro, y mirad que estos mozos de mulas son el mismo diablo y hacen trampantojos un celemín de cebada con menos conciencia que si fuese de paja. Bajó al patio Avendaño y entregóse en el libro, y comenzó a despachar celemines como agua, y a asentarlos por tan buena orden que el huésped, que lo estaba mirando, quedó contento; y tanto, que dijo: -Pluguiese a Dios que vuestro amo no viniese y que a vos os diese gana de quedaros en casa, que a fe que otro gallo os cantase, porque el mozo que se me fue vino a mi casa, habrá ocho meses, roto y flaco, y ahora lleva dos pares de vestidos muy buenos y va gordo como una nutria. Porque quiero que sepáis, hijo, que en esta casa hay muchos provechos, amén de los salarios. -Si yo me quedase -replicó Avendaño- no repararía mucho en la ganancia; que con cualquiera cosa me contentaría a trueco de estar en esta ciudad, que me dicen que es la mejor de España. -A lo menos -respondió el huésped- es de las mejores y más abundantes que hay en ella; mas otra cosa nos falta ahora, que es buscar quien vaya por agua al río; que también se me fue otro mozo que, con un asno que tengo famoso, me tenía rebosando las tinajas y hecha un lago de agua la casa. Y una de las causas por que los mozos de mulas se huelgan de traer sus amos a mi posada es por la abundancia de agua que hallan siempre en ella; porque no llevan su ganado al río, sino dentro de casa beben las cabalgaduras en grandes barreños. Todo esto estaba oyendo Carriazo; el cual, viendo que ya Avendaño estaba acomodado y con oficio en casa, no quiso él quedarse a buenas noches; y más, que consideró el gran gusto que haría a Avendaño si le seguía el humor; y así, dijo al huésped: -Venga el asno, señor huésped, que tan bien sabré yo cinchalle y cargalle, como sabe mi compañero asentar en el libro su mercancía. -Sí -dijo Avendaño-, mi compañero Lope Asturiano servirá de traer agua como un príncipe, y yo le fío. La Argüello, que estaba atenta desde el corredor a todas estas pláticas, oyendo decir a Avendaño que él fiaba a su compañero, dijo: -Dígame, gentilhombre, ¿y quién le ha de fiar a él? Que en verdad que me parece que más necesidad tiene de ser fiado que de ser fiador. -Calla, Argüello -dijo el huésped-, no te metas donde no te llaman; yo los fío a entrambos, y, por vida de vosotras, que no tengáis dares ni tomares con los mozos de casa, que por vosotras se me van todos. -Pues qué -dijo otra moza-, ¿ya se quedan en casa estos mancebos? Para mi santiguada, que si yo fuera camino con ellos, que nunca les fiara la bota. -Déjese de chocarrerías, señora Gallega -respondió el huésped-, y haga su hacienda, y no se entremeta con los mozos, que la moleré a palos. -¡Por cierto, sí! -replicó la Gallega-. ¡Mirad qué joyas para codiciallas! Pues en verdad que no me ha hallado el señor mi amo tan juguetona con los mozos de la casa, ni de fuera, para tenerme en la mala piñón que me tiene: ellos son bellacos y se van cuando se les antoja, sin que nosotras les demos ocasión alguna. ¡Bonica gente es ella, por cierto, para tener necesidad de apetites que les inciten a dar un madrugón a sus amos cuando menos se percatan! -Mucho habláis, Gallega hermana -respondió su amo-; punto en boca, y atended a lo que tenéis a vuestro cargo. Ya en esto tenía Carriazo enjaezado el asno; y, subiendo en él de un brinco, se encaminó al río, dejando a Avendaño muy alegre de haber visto su gallarda resolución. He aquí: tenemos ya -en buena hora se cuente- a Avendaño hecho mozo del mesón, con nombre de Tomás Pedro, que así dijo que se llamaba, y a Carriazo, con el de Lope Asturiano, hecho aguador: transformaciones dignas de anteponerse a las del narigudo poeta. A malas penas acabó de entender la Argüello que los dos se quedaban en casa, cuando hizo designio sobre el Asturiano, y le marcó por suyo, determinándose a regalarle de suerte que, aunque él fuese de condición esquiva y retirada, le volviese más blando que un guante. El mismo discurso hizo la Gallega melindrosa sobre Avendaño; y, como las dos, por trato y conversación, y por dormir juntas, fuesen grandes amigas, al punto declaró la una a la otra su determinación amorosa, y desde aquella noche determinaron de dar principio a la conquista de sus dos desapasionados amantes. Pero lo primero que advirtieron fue en que les habían de pedir que no las habían de pedir celos por cosas que las viesen hacer de sus personas, porque mal pueden regalar las mozas a los de dentro si no hacen tributarios a los de fuera de casa. ''Callad, hermanos -decían ellas (como si los tuvieran presentes y fueran ya sus verdaderos mancebos o amancebados)-; callad y tapaos los ojos, y dejad tocar el pandero a quien sabe y que guíe la danza quien la entiende, y no habrá par de canónigos en esta ciudad más regalados que vosotros lo seréis destas tributarias vuestras''. Estas y otras razones desta sustancia y jaez dijeron la Gallega y la Argüello; y, en tanto, caminaba nuestro buen Lope Asturiano la vuelta del río, por la cuesta del Carmen, puestos los pensamientos en sus almadrabas y en la súbita mutación de su estado. O ya fuese por esto, o porque la suerte así lo ordenase, en un paso estrecho, al bajar de la cuesta, encontró con un asno de un aguador que subía cargado; y, como él descendía y su asno era gallardo, bien dispuesto y poco trabajado, tal encuentro dio al cansado y flaco que subía, que dio con él en el suelo; y, por haberse quebrado los cántaros, se derramó también el agua, por cuya desgracia el aguador antiguo, despechado y lleno de cólera, arremetió al aguador moderno, que aún se estaba caballero; y, antes que se desenvolviese y hubiese apeado, le había pegado y asentado una docena de palos tales, que no le supieron bien al Asturiano. Apeóse, en fin; pero con tan malas entrañas, que arremetió a su enemigo, y, asiéndole con ambas manos por la garganta, dio con él en el suelo; y tal golpe dio con la cabeza sobre una piedra, que se la abrió por dos partes, saliendo tanta sangre que pensó que le había muerto. Otros muchos aguadores que allí venían, como vieron a su compañero tan malparado, arremetieron a Lope, y tuviéronle asido fuertemente, gritando: -¡Justicia, justicia; que este aguador ha muerto a un hombre! Y, a vuelta destas razones y gritos, le molían a mojicones y a palos. Otros acudieron al caído, y vieron que tenía hendida la cabeza y que casi estaba espirando. Subieron las voces de boca en boca por la cuesta arriba, y en la plaza del Carmen dieron en los oídos de un alguacil; el cual, con dos corchetes, con más ligereza que si volara, se puso en el lugar de la pendencia, a tiempo que ya el herido estaba atravesado sobre su asno, y el de Lope asido, y Lope rodeado de más de veinte aguadores, que no le dejaban rodear, antes le brumaban las costillas de manera que más se pudiera temer de su vida que de la del herido, según menudeaban sobre él los puños y las varas aquellos vengadores de la ajena injuria. Llegó el alguacil, apartó la gente, entregó a sus corchetes al Asturiano, y antecogiendo a su asno y al herido sobre el suyo, dio con ellos en la cárcel, acompañado de tanta gente y de tantos muchachos que le seguían, que apenas podía hender por las calles. Al rumor de la gente, salió Tomás Pedro y su amo a la puerta de casa, a ver de qué procedía tanta grita, y descubrieron a Lope entre los dos corchetes, lleno de sangre el rostro y la boca; miró luego por su asno el huésped, y viole en poder de otro corchete que ya se les había juntado. Preguntó la causa de aquellas prisiones; fuele respondida la verdad del suceso; pesóle por su asno, temiendo que le había de perder, o a lo menos hacer más costas por cobrarle que él valía. Tomás Pedro siguió a su compañero, sin que le dejasen llegar a hablarle una palabra: tanta era la gente que lo impedía, y el recato de los corchetes y del alguacil que le llevaba. Finalmente, no le dejó hasta verle poner en la cárcel, y en un calabozo, con dos pares de grillos, y al herido en la enfermería, donde se halló a verle curar, y vio que la herida era peligrosa, y mucho, y lo mismo dijo el cirujano. El alguacil se llevó a su casa los dos asnos, y más cinco reales de a ocho que los corchetes habían quitado a Lope. Volvióse a la posada lleno de confusión y de tristeza; halló al que ya tenía por amo con no menos pesadumbre que él traía, a quien dijo de la manera que quedaba su compañero, y del peligro de muerte en que estaba el herido, y del suceso de su asno. Díjole más: que a su desgracia se le había añadido otra de no menor fastidio; y era que un grande amigo de su señor le había encontrado en el camino, y le había dicho que su señor, por ir muy de priesa y ahorrar dos leguas de camino, desde Madrid había pasado por la barca de Azeca, y que aquella noche dormía en Orgaz; y que le había dado doce escudos que le diese, con orden de que se fuese a Sevilla, donde le esperaba. -Pero no puede ser así -añadió Tomás-, pues no será razón que yo deje a mi amigo y camarada en la cárcel y en tanto peligro. Mi amo me podrá perdonar por ahora; cuanto más, que él es tan bueno y honrado, que dará por bien cualquier falta que le hiciere, a trueco que no la haga a mi camarada. Vuesa merced, señor amo, me la haga de tomar este dinero y acudir a este negocio; y, en tanto que esto se gasta, yo escribiré a mi señor lo que pasa, y sé que me enviará dineros que basten a sacarnos de cualquier peligro. Abrió los ojos de un palmo el huésped, alegre de ver que, en parte, iba saneando la pérdida de su asno. Tomó el dinero y consoló a Tomás, diciéndole que él tenía personas en Toledo de tal calidad, que valían mucho con la justicia: especialmente una señora monja, parienta del Corregidor, que le mandaba con el pie; y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja, la cual lavandera lavaba la ropa en casa. ''Y, como ésta pida a su hija, que sí pedirá, hable a la hermana del fraile que hable a su hermano que hable al confesor, y el confesor a la monja y la monja guste de dar un billete (que será cosa fácil) para el corregidor, donde le pida encarecidamente mire por el negocio de Tomás, sin duda alguna se podrá esperar buen suceso. Y esto ha de ser con tal que el aguador no muera, y con que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados, gruñen más que carretas de bueyes''. En gracia le cayó a Tomás los ofrecimientos del favor que su amo le había hecho, y los infinitos y revueltos arcaduces por donde le había derivado; y, aunque conoció que antes lo había dicho de socarrón que de inocente, con todo eso, le agradeció su buen ánimo y le entregó el dinero, con promesa que no faltaría mucho más, según él tenía la confianza en su señor, como ya le había dicho. La Argüello, que vio atraillado a su nuevo cuyo, acudió luego a la cárcel a llevarle de comer; mas no se le dejaron ver, de que ella volvió muy sentida y malcontenta; pero no por esto disistió de su buen propósito. En resolución, dentro de quince días estuvo fuera de peligro el herido, y a los veinte declaró el cirujano que estaba del todo sano; y ya en este tiempo había dado traza Tomás cómo le viniesen cincuenta escudos de Sevilla, y, sacándolos él de su seno, se los entregó al huésped con cartas y cédula fingida de su amo; y, como al huésped le iba poco en averiguar la verdad de aquella correspondencia, cogía el dinero, que por ser en escudos de oro le alegraba mucho. Por seis ducados se apartó de la querella el herido; en diez, y en el asno y las costas, sentenciaron al Asturiano. Salió de la cárcel, pero no quiso volver a estar con su compañero, dándole por disculpa que en los días que había estado preso le había visitado la Argüello y requerídole de amores: cosa para él de tanta molestia y enfado, que antes se dejara ahorcar que corresponder con el deseo de tan mala hembra; que lo que pensaba hacer era, ya que él estaba determinado de seguir y pasar adelante con su propósito, comprar un asno y usar el oficio de aguador en tanto que estuviesen en Toledo; que, con aquella cubierta, no sería juzgado ni preso por vagamundo, y que, con sola una carga de agua, se podía andar todo el día por la ciudad a sus anchuras, mirando bobas. -Antes mirarás hermosas que bobas en esta ciudad, que tiene fama de tener las más discretas mujeres de España, y que andan a una su discreción con su hermosura; y si no, míralo por Costancica, de cuyas sobras de belleza puede enriquecer no sólo a las hermosas desta ciudad, sino a las de todo el mundo. -Paso, señor Tomás -replicó Lope-: vámonos poquito a poquito en esto de las alabanzas de la señora fregona, si no quiere que, como le tengo por loco, le tenga por hereje. -¿Fregona has llamado a Costanza, hermano Lope? -respondió Tomás-. Dios te lo perdone y te traiga a verdadero conocimiento de tu yerro. -Pues ¿no es fregona? -replicó el Asturiano. -Hasta ahora le tengo por ver fregar el primer plato. -No importa -dijo Lope- no haberle visto fregar el primer plato, si le has visto fregar el segundo y aun el centésimo. -Yo te digo, hermano -replicó Tomás-, que ella no friega ni entiende en otra cosa que en su labor, y en ser guarda de la plata labrada que hay en casa, que es mucha. -Pues ¿cómo la llaman por toda la ciudad -dijo Lope- |
![]() | «Miguel de Cervantes Cortinas». Sólo comenzó a usar el apellido «Saavedra» después de volver del cautiverio argelino — posiblemente... | ![]() | |
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