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De las capacidades naturales.

Ninguna distinción es más usual en todos los sistemas de ética que la que se hace entre capacidades naturales y virtudes morales, en la que las primeras se colocan en el mismo plano que las dotes corporales y se supone que no van acompañadas de ningún mérito o valor moral. Todo el que considere con exactitud la cuestión hallará que una discusión acerca de este asunto será una pura discusión en torno de palabras y que aunque estas cualidades no son totalmente del mismo género coinciden, sin embargo, en las circunstancias más importantes. Ambas son cualidades mentales y ambas producen igualmente placer y poseen, por consiguiente, una tendencia igual a despertar el amor y estima de la humanidad. Existen pocos individuos que no sean tan celosos de su carácter con respecto del buen sentido y conocimiento como de su honor y valor, y mucho más aún que con respecto a su templanza y sobriedad. Los hombres temen pasar por estar dotados de una buena naturaleza por temor de que se tome esto por falta de inteligencia, y frecuentemente alardean de más vicios que los que realmente tienen, para darse aires de ardor y espíritu. En breve, el papel que un hombre representa en el mundo, la aceptación que encuentra en la sociedad, la esti­ma que se le concede por su trato, todas estas ventajas dependen casi tanto de su buen sentido y juicio como de otros aspectos de su carácter. Haced que un hombre tenga las mejores intenciones del mundo, que se halle lo más apartado posible de toda injusticia y violencia: jamás será capaz de ser muy considerado sin poseer, por lo menos, algunas dotes naturales e inteligencia. Ya que las capacidades naturales, aunque quizá inferiores, se hallan en el mismo plano, tanto en sus causas como en sus efectos, que las cualidades que llamamos virtudes morales, ¿por qué debemos hacer una distinción entre ellas?

Aunque rehusemos a las capacidades naturales el título de virtudes, debemos conceder que procuran el amor y estima del género humano, que dan un nuevo brillo a las virtudes y que un hombre que las posea tiene más títulos a nuestra buena voluntad y servicios que otro que se halle totalmente privado de ellas. Puede de hecho pretenderse que el sentimiento de aprobación que producen estas cualidades, aparte de ser inferior, es algo diferente del que acompaña a las otras virtudes. Pero esto, según mi entender, no es razón suficiente para excluirlas del catálogo de las virtu­des. Cada una de las virtudes, aun la benevolencia, la justicia, la gratitud y la integri­dad, despierta un sentimiento o cualidad afectiva diferente en el espectador. Los caracteres de César y Catón, tales como los pinta Salustio, son ambos virtuosos, en el sentido estricto de la palabra, pero de un modo diferente, y los sentimientos que surgen de su consideración no son enteramente los mismos. El uno produce amor, el otro estima; el uno es amable, el otro temible; desearíamos encontrar el carácter del primero en un amigo; el segundo ambicionaríamos poseerlo nosotros mismos. De igual modo, la aprobación que acompaña a las capacidades naturales puede ser algo diferente a la cualidad afectiva de la que surge de las otras virtudes, sin convertirse por esto en una especie diferente. De hecho podemos observar que las capacidades naturales, lo mismo que las otras virtudes, no producen todas el mismo género de aprobación. El buen sentido y el genio despiertan estima; el ingenio y humor dan lugar a amor(75).

Los que exponen esta diferencia entre capacidades y las virtudes morales como muy importante pueden decir que las primeras son completamente involuntarias y no tienen ningún mérito que las acompañe, no dependiendo de la libertad y libre albedrío. Pero a esto respondo que, primero, muchas de las cualidades que todos los moralistas, especialmente los antiguos, comprenden bajo el título de virtudes mora­les, son tan involuntarias y necesarias como las cualidades del juicio y la imagina­ción. De esta clase son la constancia, fortaleza, magnanimidad y en breve todas las cualidades que constituyen un grande hombre. Puede decirse lo mismo, en algún grado, de las otras, siendo casi imposible para el espíritu cambiar su carácter en un elemento considerable o librarse de un carácter apasionado o bilioso cuando le son naturales. Cuanto mayor es el grado de estas cualidades censurables tanto más vi­ciosas son, y entonces precisamente son aún menos voluntarias. Segundo, pediría que alguno me explicase por qué la virtud y el vicio no pueden ser involuntarios, como la belleza y la fealdad. Las distinciones morales surgen de las distinciones naturales de dolor y placer, y cuando experimentamos estos sentimientos por la con­sideración general de una cualidad o carácter lo llamamos vicioso o virtuoso. Ahora bien: creo que nadie afirmará que jamás una cualidad puede producir placer o doler a la persona que la considera más que cuando es totalmente voluntaria en la persona que la posee. Tercero, en cuanto al libre albedrío, hemos mostrado ya que no tiene lugar con respecto a las acciones ni a las cualidades de los hombres. No es una consecuencia exacta decir que lo que es voluntario es libre. Nuestras acciones son más voluntarias que nuestros juicios, pero no poseemos más libertad en los unos que en las otras.

Aunque esta distinción entre voluntario e involuntario no es suficiente para jus­tificar la distinción entre capacidades naturales y virtudes morales, sin embargo, la primera distinción nos aportará una razón plausible de por qué los moralistas han inventado la última. Los hombres han observado que aunque las capacidades natu­rales y morales se hallan en lo capital en el mismo plano, existe, sin embargo, una diferencia entre ellas, a saber: que las primeras son casi invariables por arte o indus­tria, mientras que las últimas, o al menos las acciones que proceden de ellas, pueden cambiarse por motivos que parten de la recompensa y el castigo, alabanza y censura. Por esto los legisladores, teólogos y moralistas se han aplicado principalmente a la regulación de las acciones voluntarias y han tratado de producir motivos adicionales para ser virtuosos en este particular. Saben que el castigar a un hombre por tonto o el exhortarle a ser prudente y sagaz tendría un efecto muy pequeño, aunque los mis­mos castigos y exhortaciones, con respecto a la justicia o injusticia, pueden tener una influencia considerable; pero como los hombres en la vida común y trato no deben tener presente estos fines, sino alabar o censurar naturalmente todo lo que les agrada o desagrada, no parecen tener muy en cuenta esta distinción, sino considerar que la prudencia posee tanto el carácter de virtud como la benevolencia, y la inteli­gencia tanto como la justicia. Es más: hallamos que todos los moralistas cuyo juicio no está pervertido por una estricta adhesión a un sistema proceden según el mismo modo de pensar y que los antiguos moralistas, en particular, no se hacían escrúpulo alguno de colocar la prudencia a la cabeza de las virtudes cardinales. Existe un sentimiento de estima y aprobación que puede ser excitado en algún grado por una facultad del espíritu en su estado y condición perfecta, y explicar este sentimiento es el asunto de los filósofos. Pertenece a los gramáticos qué cualidades tienen derecho a llamarse virtudes; hallarán después de examinar la cuestión que no es una tarea tan sencilla como parece a primera vista.

La razón principal de por qué las cualidades naturales se aprecian es por su ten­dencia a ser útiles a la persona que las posee. Es imposible llevar a cabo algún designio con éxito cuando no está guiado con prudencia y discreción, y no bastará la bondad sola de nuestras intenciones para procurarnos un buen resultado de nuestra empresa. Los hombres son superiores a los animales principalmente por la superio­ridad de su razón, y son los grados de esta misma facultad los que establecen una diferencia infinita entre unos hombres y otros. Todas las ventajas del arte se deben a la razón humana, y cuando la fortuna no es muy caprichosa, la parte más considera­ble de estas ventajas debe corresponder a la porción del prudente y sagaz.

Cuando se pregunta: ¿Qué vale más, una aprehensión rápida o lenta? ¿Qué vale más, el que penetra a primera vista en el asunto, pero no puede perfeccionar nada por el estudio, o un carácter contrario, que debe obtener algo mediante la fuerza de la aplicación? ¿Qué vale más, un entendimiento claro o una invención abundante? ¿Un genio profundo o un juicio seguro? En resumen: ¿Qué carácter o entendimiento peculiar es mejor que los otros? Es evidente que no podemos responder a ninguna de estas cuestiones sin considerar cuál de estas cualidades capacita mejor a un hombre para el mundo y le lleva más lejos en todas sus empresas.

Existen muchas otras cualidades del espíritu cuyo mérito se deriva del mismo origen. Industria, perseverancia, paciencia, actividad, vigilancia, aplicación, cons­tancia, con otras virtudes de este género, que sería fácil recordar, se estiman válidas tan sólo por razón de su ventaja en la conducta de la vida. Sucede lo mismo con la templanza, frugalidad, economía y resolución, y, por otra parte, la prodigalidad, lujuria, irresolución, incertidumbre, son viciosas meramente porque nos traen la rui­na y nos incapacitan para los negocios y acción.

Del mismo modo que sabiduría y buen sentido se aprecian porque son útiles a la persona que los posee, el ingenio y la elocuencia se estiman porque son inmediata­mente agradables a los otros. Por otra parte, el buen humor es amado y estimado porque es inmediatamente agradable a la persona misma. Es evidente que la conver­sación de un hombre de ingenio produce satisfacción, del mismo modo que un com­pañero jovial y de buen humor difunde la alegría alrededor suyo mediante la simpa­tía con su estado de ánimo. Estas cualidades, por consiguiente, siendo agradables, despiertan, naturalmente, amor y estima y corresponden a todos los caracteres de la virtud.

Es difícil decir en muchas ocasiones qué es lo que hace a un hombre tan agrada­ble y entretenido en su conversación y a otro tan insípido y desabrido. Como las conversaciones son una transcripción del espíritu, lo mismo que los libros, las cualidades que hacen válida a las primeras nos hacen estimar a los últimos. Considera­remos esto después. Mientras tanto, puede afirmarse en general que todo el mérito que un hombre puede derivar de su conversación (que no dudo pueda ser muy con­siderable), no surge más que del placer que produce a los que están presentes.

En este respecto el aseo puede considerarse como una virtud, pues nos hace agradables a los otros y es una fuente considerable de amor y afección. Nadie negará que una negligencia en este particular es una falta, y como las faltas no son más que pequeños vicios y esta falta no puede tener más origen que las sensaciones desagra­dables que producen los otros, podemos descubrir claramente en este caso, que pa­rece tan trivial, el origen de la distinción moral de vicio y virtud en otros casos.

Además de estas cualidades que hacen a una persona amable o estimable existe también un cierto nosequé de agradable y bello que concurre al mismo efecto. En este caso, tanto como en el del ingenio y la elocuencia, debemos recurrir a un cierto sentido que actúa sin reflexión y no considera las tendencias de las cualidades y caracteres. Algunos moralistas explican todos los sentimientos de virtud por este sentido. Su hipótesis es muy plausible. Nada más que una investigación particular puede dar la preferencia a alguna otra hipótesis. Cuando hallamos que casi todas las virtudes tienen tales tendencias particulares y vemos también que estas tendencias son suficientes por sí solas para proporcionar un fuerte sentimiento de aprobación, no podemos dudar acerca de que las cualidades son aprobadas en proporción con la ventaja que resulta de ellas.

La conveniencia o inconveniencia de una cualidad con respecto a la edad, el carácter o la situación contribuye también a la alabanza o censura. Este decoro de­pende en gran medida de la experiencia. Es corriente ver que los hombres pierden su ligereza con la edad creciente. Por consiguiente, un grado tal de seriedad y una edad tal se hallan enlazados en nuestros pensamientos. Cuando los observamos separados en el carácter de una persona, impone este hecho una especie de violencia a nuestra imaginación y es desagradable.

La facultad del alma que tiene, entre todas las otras, la menor importancia para el carácter y posee la menor cantidad de vicio o virtud en sus grados diversos, admi­tiendo al mismo tiempo una gran variedad de grados, es la memoria. A no ser que alcance un grado tan estupendo que nos sorprenda o descienda tan bajo que afecte en algo a nuestro juicio, no nos preocupamos comúnmente de sus variaciones ni la mencionamos para la alabanza o censura de una persona. Se halla tan lejos de ser una virtud el tener buena memoria, que los hombres se quejan generalmente de poseerla mala, y tratando de persuadir a todo el mundo de que lo que dicen es ente­ramente obra de su propia invención la sacrifican para obtener la alabanza por su genio y juicio. Considerando la materia abstractamente, sería difícil dar una razón de por qué la facultad de reproducir las ideas pasadas con fidelidad y claridad no tiene tanto mérito como la facultad de colocar nuestras ideas en el orden convenien­te para formar proposiciones y opiniones verdaderas. La razón de la diferencia debe de estar ciertamente en que la memoria se ejerce sin sensación de placer o dolor y todos sus grados intermedios son igualmente útiles en los trabajos y negocios. Pero las más pequeñas variaciones en el juicio se experimentan sensiblemente en sus consecuencias; además, esta facultad jamás se ejercita en su grado más eminente sin un deleite y satisfacción extraordinarios. La simpatía con esta utilidad y placer con­cede un mérito al entendimiento y su ausencia nos hace considerar la memoria como una facultad indiferente a la censura y la alabanza.

Antes de que deje el asunto de las capacidades naturales debo observar que quizá una fuente de la estima y afección que las acompaña se deriva de la importancia y peso que conceden a las personas que las posee. Se hacen por ellas de mayor impor­tancia en la vida; sus resoluciones y acciones afectan a un número más grande de sus semejantes. Su amistad y enemistad son importantes y es fácil observar que todo el que se halla elevado de esta manera sobre el género humano debe despertar en noso­tros los sentimientos de estima y aprobación. Todo lo que es importante atrae nues­tra atención, fija nuestro pensamiento y es contemplado con satisfacción. Las histo­rias de los reinos son más interesantes que las historias domésticas; las historias de los grandes imperios, más que las de las pequeñas ciudades y principados, y las historias de las guerras y revoluciones, más que las de la paz y el orden. Simpatiza­mos con las personas que sufren en todos los varios sentimientos que corresponden a su fortuna. El espíritu se halla ocupado por la multitud de los objetos y por las acciones violentas que los mismos despiertan. Esta ocupación o agitación del espíri­tu es corrientemente agradable y divertida. La misma teoría explica la estima y con­sideración que concedemos a los hombres de dotes y capacidades extraordinarias. El bien y el mal de las muchedumbres está enlazado con sus acciones. Todo lo que emprenden es importante y requiere nuestra atención. Nada debe ser omitido y olvi­dado de lo que a ellas respecta. Cuando una persona puede despertar estos senti­mientos pronto adquiere nuestra estima, a menos que otras circunstancias de su ca­rácter no la hagan odiosa y desagradable.

Sección V

Algunas reflexiones más referentes a las virtudes naturales.

Ha sido observado al tratar de las pasiones que el orgullo y la humildad, el amor y el odio son excitados por las ventajas o desventajas del espíritu, cuerpo o fortuna, y que estas ventajas y desventajas tienen este efecto por producir una impresión separada de dolor o placer. El dolor o placer que surge de la consideración general o contemplación de una acción o cualidad del espíritu constituye su vicio o virtud y da lugar a nuestra aprobación o censura, que no es más que un amor u odio más débil e imperceptible. Hemos asignado cuatro orígenes diferentes a este dolor y placer, y para justificar más plenamente esta hipótesis será oportuno hacer observar aquí que las ventajas o desventajas del cuerpo y de la fortuna producen dolor o placer por los mismos principios. La tendencia de un objeto a ser útil a la persona que lo posee o a los otros, el proporcionar un placer a sí mismo o a los otros, son todas circunstancias que despiertan un placer inmediato en la persona que considera el objeto y obtiene su amor y aprobación.

Para comenzar con las ventajas del cuerpo podemos observar un fenómeno que puede aparecer algo trivial y ridículo, si algo puede ser trivial cuando afirma una conclusión de tanta importancia y ridículo cuando se emplea en un razonamiento filosófico. Es una indicación general que los que llamamos vulgarmente «hombres de mujer», que se han señalado por sus éxitos amorosos o cuya estructura del cuerpo promete un vigor extraordinario de este género, son bien recibidos por el bello sexo y naturalmente se atraen el afecto aun de personas cuya virtud impide todo designio de emplear sus talentos. Es evidente aquí que una capacidad de una persona seme­jante para producir placer es la fuente real del amor y estima que encuentra entre las mujeres, y al mismo tiempo que las mujeres que le aman y estiman no pueden tener la esperanza de obtener del mismo un goce tal y pueden ser sólo afectadas por su simpatía con una mujer que mantenga con él comercio amoroso. Este caso es singu­lar y merece nuestra atención.

Otro origen del placer que podemos obtener de la consideración de las ventajas corporales es su utilidad con respecto ala persona misma que las posee. Es cierto que un elemento considerable de la belleza de los hombres, lo mismo que de la de los animales, consiste en una conformación de los miembros que por experiencia sabemos va acompañada de fuerza y agilidad y capacita a las criaturas para alguna acción o ejercicio. Anchas espaldas, vientre reducido, articulaciones firmes, miem­bros esbeltos, son elementos de belleza en nuestra especie por ser signos de fuerza y vigor; siendo ventajas con las que simpatizamos, naturalmente proporcionan al que las considera la misma satisfacción que producen al poseedor.

Esto en cuanto a la utilidad que puede acompañar a una cualidad del cuerpo. En cuanto al placer inmediato, es cierto que un aire de salud, del mismo modo que la fuerza y la agilidad, constituyen un elemento considerable de la belleza y que un aire enfermizo en los otros es siempre desagradable por la idea de dolor y malestar que nos sugiere. Por otra parte, nos agrada la regularidad en nuestras propias for­mas, aunque no es útil ni a nosotros ni a los otros, y nos es necesario en algún modo situarnos a distancia de nosotros mismos para procurarnos alguna satisfacción. Co­rrientemente nos consideramos tales como aparecemos ante los ojos de los otros y simpatizamos con los sentimientos ventajosos que experimentan a nuestro respecto.

Podemos explicarnos hasta qué punto las ventajas de la fortuna producen estima y aprobación, según los mismos principios, reflexionando sobre nuestro razona­miento precedente acerca de este asunto. Hemos observado que nuestra aprobación de los que poseen las ventajas de la fortuna puede ser atribuida a tres causas diferen­tes: Primero, al placer inmediato que un hombre rico nos proporciona por la consi­deración de sus hermosos trajes, equipajes, jardines o casas que posee. Segundo, a la ventaja que esperamos sacar de él por su generosidad y liberalidad. Tercero, al pla­cer y ventajas que él mismo obtiene de sus posesiones, y que produce una agradable simpatía en nosotros. Ya atribuyamos nuestra estima al rico por una u otra de estas causas, podemos ver las huellas de estos principios que dan lugar al sentido del vicio y la virtud. Creo que las más de las gentes, a primera vista se inclinarán a atribuir nuestra estima por el rico al interés egoísta y la esperanza de una ventaja. Sin embar­go, como es cierto que nuestra estima o deferencia se extiende más allá de toda consideración de ventaja egoísta, es evidente que este sentimiento debe de proceder de la simpatía con aquellos que dependen de la persona que estimamos y respetamos y que mantienen con ella una relación inmediata. Consideramos a ésta capaz de contribuir a la felicidad y goce de sus semejantes, cuyos sentimientos con respecto de él abrazamos naturalmente. Esta consideración servirá para justificar mi hipóte­sis, que consiste en preferir el tercer principio a los otros dos y atribuir nuestra estima por el rico a la simpatía con el placer y ventaja que él mismo tiene en sus posesiones, pues como los otros dos principios no pueden actuar en su debida exten­sión o explicar todos los fenómenos sin recurrir a la simpatía de un género o de otro, es mucho más natural elegir la simpatía inmediata y directa que la remota e indirec­ta. A esto debemos añadir que cuando la riqueza y el poder son muy grandes y hacen a la persona considerable e importante en el mundo, la estima que la acompaña puede ser atribuida en parte a otro origen de estos tres, a saber: el interesar al espíritu por la consideración de la multitud e importancia de sus consecuencias, aunque para explicar la actuación de este principio debemos recurrir a la simpatía, del mismo modo que hemos observado en la sección precedente.

No estará fuera de lugar en esta ocasión hacer notar la flexibilidad de nuestros sentimientos y los varios cambios que fácilmente admiten de parte de los objetos con los cuales van unidos. Todos los sentimientos de aprobación que acompañan a una especie particular de objetos tienen una semejanza grande entre sí, aunque se derivan de diferentes fuentes, y, por otra parte, estos sentimientos, cuando se dirigen a diferentes objetos, son diferentes en su cualidad afectiva, aunque se derivan de la misma fuente. Así, la belleza de todos los objetos visibles produce un placer muy semejante, aunque se deriva a veces de la mera especie y apariencia de los objetos y a veces de la simpatía e idea de su utilidad. De igual modo siempre que considera­mos las acciones y caracteres de los hombres sin un interés particular por ellas, el placer o dolor que surge de esta consideración es fundamentalmente del mismo gé­nero (con pequeñas diferencias), aunque quizá exista una gran diversidad en las causas de que se deriva. Por otra parte, una casa conveniente y un carácter virtuoso no producen el mismo sentimiento de aprobación, aunque el origen de nuestra apro­bación sea el mismo y fluya de la simpatía e idea de su utilidad. Existe a veces algo inexplicable en esta variación de nuestros sentimientos; pero esto es lo que hemos notado por experiencia con respecto a todas nuestras pasiones y sentimientos.

Sección VI

Conclusión de este libro.

Así, considerado en conjunto, espero que nada falta para una prueba rigurosa de este sistema de ética. Es cierto que la simpatía es un principio muy poderoso de la naturaleza humana. Es cierto también que tiene una gran influencia sobre nuestro sentido de la belleza, tanto cuando consideramos los objetos externos como cuando juzgamos de la moralidad. Hemos hallado que tiene fuerza suficiente para propor­cionarnos los más poderosos sentimientos de aprobación cuando opera por sí sola sin la concurrencia de algún otro principio, como sucede en el caso de la justicia, la obediencia, la castidad y buenas maneras. Podemos observar que todas las circuns­tancias requeridas para su operación se hallan en las más de las virtudes que poseen en su mayor parte una tendencia hacia el bien de la sociedad o hacia el de la persona que las posee. Si comparamos todas estas circunstancias no dudaremos de que la simpatía es la fuente capital de las distinciones morales, especialmente si considera­mos que ninguna objeción puede elevarse contra esta hipótesis en un caso que no se refiera a todos los casos que comprende. La justicia se estima ciertamente tan sólo porque posee una tendencia hacia el bien público, y el bien público nos es indiferen­te a no ser que la simpatía nos interese en él. Podemos suponer lo mismo con respec­to a todas las demás virtudes que poseen una tendencia igual hacia el bien público. Deben derivar todo su mérito de nuestra simpatía con los que logran alguna ventaja de ellas, del mismo modo que las virtudes que poseen una tendencia hacia el bien de la persona que las posee derivan su mérito de nuestra simpatía con ésta.

Muchos concederán fácilmente que las cualidades útiles del espíritu son virtuo­sas porque son útiles. Este modo de pensar es tan natural y se presenta en tantas ocasiones que pocos se harán un escrúpulo para admítirle. Ahora bien: una vez esto admitido, debe ser reconocida necesariamente la fuerza de la simpatía. La virtud se considera como medio para un fin. Los medios para un fin se estiman en tanto que el fin se estima; pero la felicidad de los que nos son extraños nos afecta por simpatía tan sólo. A este principio debemos adscribir, por consiguiente, el sentimiento de aprobación que surge de la consideración de todas las virtudes que son útiles a la sociedad o a la persona que las posee. Estas constituyen la parte más considerable de la moralidad.

Si fuese necesario en este asunto arrebatar el sentimiento de los lectores o em­plear algo más que argumentos sólidos, encontraríamos suficientes tópicos para in­teresar a las afecciones. Todos los amantes de la virtud (y yo estoy seguro de que todos lo somos en la especulación aunque podamos degenerar en la práctica) deben ciertamente sentirse halagados al ver derivadas las distinciones morales de un ori­gen tan noble, que nos da una noción justa de la generosidad y capacidad de la naturaleza humana. Se necesita tan sólo un conocimiento muy pequeño de los asun­tos humanos para darse cuenta de que el sentido moral es un principio inherente al alma y uno de los más poderosos que entran en su composición. Sin embargo, este sentido debe adquirir nueva fuerza cuando reflexionando sobre sí mismo aprueba los principios de que se deriva y no halla más que lo bueno y lo grande en su co­mienzo y origen. Los que reducen el sentir moral a instintos originales del espíritu humano pueden defender la causa de la virtud con la autoridad suficiente; pero care­cen de la ventaja que poseen los que explican este sentido mediante una simpatía extensa con el género humano. Según su sistema, no sólo la virtud puede ser aproba­da, sino también el sentido de la virtud, y no solamente este sentido, sino también los principios de que se deriva. Así, que nada se presenta en alguna parte más que lo que es laudable y bueno.

Esta observación puede extenderse a la justicia y las demás virtudes de este género. Aunque la justicia es artificial, el sentido de su moralidad es natural. Es la combinación de los hombres en un sistema de conducta la que hace un acto de justi cia beneficioso para la sociedad; pero una vez que posee esta tendencia naturalmen­te la aprobamos, y si no lo hiciéramos así sería imposible que una combinación o convención pudiese producir este sentimiento.

Las más de las invenciones de los hombres se hallan sujetas al cambio, dependen del humor y del capricho. Están en boga durante un cierto tiempo y después caen en olvido. Puede pensarse quizá que si la justicia se estimase ser del mismo género se hallaría colocada en las mismas condiciones. Sin embargo, los casos son muy dife­rentes. El interés sobre el que la justicia se funda es el más grande imaginable y se extiende a todos los tiempos y lugares. No puede ser garantizado por ninguna otra invención. Es manifiesto y se descubre por sí mismo ya en el primer momento de la formación de la sociedad. Todas estas causas hacen a las reglas de la justicia firmes e inmutables, o por lo menos tan inmutables como la naturaleza humana. Si se fun­dasen en instintos originales, ¿podrían tener una más grande estabilidad?

El mismo sistema nos puede ayudar a formarnos una justa noción de la felicidad lo mismo que de la dignidad de la virtud y puede interesar a todo principio de nues­tra naturaleza para abrazar y apreciar esta noble cualidad. ¿Quién de hecho no experimenta un aumento de su celo en su persecución del conocimiento y habilidad, de cualquier género que sea, cuando considera que, aparte de las ventajas que resultan inmediatamente de estas adquisiciones, le concederán éstas un nuevo brillo ante los ojos del género humano e irán acompañadas universalmente de la estima y aproba­ción? ¿Y quién puede pensar que una ventaja de fortuna es compensación suficiente para la más pequeña violación de las virtudes sociales, cuando considera que no sólo su carácter con respecto a los otros, sino también su paz y satisfacción interior de­penden de la estricta observancia de ellos y que un espíritu jamás será capaz de sufrir la consideración de sí mismo cuando ha faltado con respecto a sus cualidades con el género humano y la sociedad? Pero me abstengo de insistir sobre este asunto. Tales reflexiones requieren una obra aparte muy distinta del tono de la presente. El anatónomo no puede nunca emular al pintor ni pretende dar en sus exactas disecciones y reproducciones de las más pequeñas partes del cuerpo humano una actitud o ex­presión graciosa o atractiva. Existe algo repugnante, o al menos mezquino, en el aspecto de las cosas que nos presentan, y es necesario que los objetos sean vistos a más distancia y dominados más en conjunto por la vista para hacerlos atractivos a los ojos y a la imaginación. Un anatónomo, sin embargo, se halla admirablemente dotado para hacer indicaciones a un pintor, y aun es imposible ser excelente en el último arte sin la ayuda del primero. Debemos tener un conocimiento exacto de las partes, de su situación y conexión, antes de que podamos dibujar con alguna elegan­cia o corrección. Así, las especulaciones más abstractas referentes a la naturaleza humana, aunque frías y áridas, llegan a ser útiles a la moral práctica y pueden hacer a esta ciencia más correcta en sus preceptos y más persuasiva en sus exhortacio­nes (76).

Apéndice

Nada haría con más gusto que buscar una oportunidad para confesar mis errores, y estimaría que este regreso hacia la verdad y la razón era más honroso que el juicio más exacto. El que se halla libre de errores no puede pretender más alabanzas que las que se refieren a la exactitud de su entendimiento; pero el que corrige sus errores muestra al mismo tiempo la exactitud de su entendimiento y el candor e ingenuidad de su temperamento. No he sido todavía tan feliz que haya descubierto algún error considerable en los razonamientos expuestos en el volumen precedente, excepto en un solo respecto; pero he hallado por experiencia que algunas de mis expresiones no han sido bien escogidas para evitar la mala inteligencia en los lectores, y para reme­diar capitalmente este defecto he unido a mi obra el siguiente Apéndice.

Jamás podemos ser llevados a creer en un hecho más que cuando su causa o su efecto nos están presentes; pero cuál es la naturaleza de la creencia que surge de la relación de causa y efecto es algo que pocos han tenido la curiosidad de preguntarse. En mi opinión, el siguiente dilema es inevitable: O la creencia es alguna nueva idea, como la de realidad o existencia, que se une a la simple concepción de un objeto, o es meramente una cualidad afectiva o sentimiento peculiar. Podemos convencernos por los dos argumentos que ahora expongo de que no es una nueva idea unida a la concepción simple. Primeramente, no tenemos una idea abstracta de existencia distinguible y separable de la idea de los objetos particulares. Por consiguiente, es imposible que esta idea de existencia pueda unirse con la idea de un objeto o consti­tuir la diferencia entre una concepción simple y la creencia. Segundo, el espíritu posee el dominio sobre todas sus ideas y puede separarlas, unirlas, combinarlas y variarlas como le agrade; de modo que si la creencia consistiese meramente en una nueva idea unida a la concepción, estaría en el poder del hombre creer lo que le agradase. Por consiguiente, podemos concluir que la creencia consiste tan sólo en una cierta cualidad afectiva o sentimiento, en algo que no depende de la voluntad, sino que debe surgir de ciertas causas determinadas y principios determinados de los cuales no somos los dueños. Cuando nos hallamos convencidos de un hecho no hacemos más que concebirlo al mismo tiempo que experimentamos una cierta cua­lidad afectiva diferente de la que acompaña al mero soñar despierto de la imagina­ción. Cuando expresamos nuestra incredulidad referente a un hecho queremos decir que los argumentos en favor de este hecho no producen esta cualidad afectiva. Si la creencia no consistiese en un sentimiento diferente de nuestra mera concepción, todos los objetos que nos fueran presentados por la imaginación más desenfrenada estarían en el mismo plano que las verdades más firmes fundadas en la historia y la experiencia. Tan sólo la cualidad afectiva o sentimiento distinguen las unas de las otras.

Por consiguiente, siendo considerado como una verdad indudable que la creen­cia no es más que un sentimiento peculiar diferente de la simple concepción, la cuestión que se presenta naturalmente en seguida es la de cuál es la naturaleza de esta cualidad afectiva o sentimiento y si es análoga a otro sentimiento de la natura­leza humana. Esta cuestión es importante, pues si no es análoga a algún otro senti­miento, podemos perder la esperanza de explicar sus causas y debemos considerarla como un principio original del espíritu humano. Si es análoga, podemos esperar explicar sus causas por analogías y derivarla de principios más generales. Ahora bien: que existe una mayor firmeza y solidez en las concepciones que son objeto de la convicción y seguridad que en las vagas e indolentes divagaciones del que hace castillos en el aire, lo confesará fácilmente todo el mundo. Nos impresionan con más fuerza, nos están más presentes, el espíritu tiene más dominio sobre ellas y es más influido y movido por ellas. Les concede su aquiescencia y en cierto modo se fija y reposa sobre ellas. En breve se aproximan más a las impresiones que nos son inmediatamente presentes y son, por consiguiente, análogas a muchas otras opera­ciones del espíritu.

No existe, a mi ver, ninguna posibilidad de evadir esta conclusión más que afir­mar que la creencia, además de la concepción simple, consiste en alguna impresión o cualidad afectiva distinguible de la concepción. No modifica la concepción y la hace más presente e intensa; tan sólo se une a ella del mismo modo que la voluntad y el deseo se unen a las concepciones particulares del bien y placer. Pero las siguien­tes consideraciones espero que sean suficientes para eliminar esta hipótesis:

Primero. Es totalmente contraria a la experiencia y a nuestra conciencia inme­diata. Todos los hombres han concedido al razonar que es ésta meramente una ope­ración de nuestros pensamientos e ideas, y aunque estas ideas puedan variar con respecto de la cualidad afectiva, nada entra en nuestras conclusiones más que ideas o nuestras concepciones más débiles. Por ejemplo: oigo en el momento presente la voz de una persona que me es conocida, y este sonido viene de la habitación conti­gua a la que ocupo. Esta impresión de mis sentidos sugiere inmediatamente mis pensamientos relativos a la persona juntamente con todos los objetos que la rodean. Me la imagino como existente en el momento presente, con las mismas cualidades y relaciones que poseía primeramente. Estas ideas dominan más a mi espíritu que las ideas de un castillo encantado. Son diferentes en cuanto a la cualidad afectiva; pero no existe una impresión distinta o separada que las acompañe. Sucede lo mismo que cuando yo recuerdo los diferentes incidentes de un día o los sucesos de una historia. Todo hecho particular es objeto de creencia. Su idea se modifica de un modo dife­rente a las vagas divagaciones del que hace castillos en el aire; pero no acompaña a toda idea distinta o concepción de un hecho una impresión distinta. Esto es asunto de simple experiencia. Si esta experiencia puede ser discutida en alguna ocasión, lo será cuando el espíritu se halla agitado por dudas y dificultades, y después, conside­rando el objeto desde un nuevo punto de vista, o siendo presentado éste con un nuevo argumento, se fija y reposa en una concisión y creencia estable. En este caso existe una cualidad afectiva distinta y separada de la concepción. El paso de la duda y agitación a la tranquilidad y el reposo sugiere una satisfacción y un placer al espí­ritu. Pero consideremos otro caso. Supongamos que veo las piernas y muslos de una persona en movimiento, mientras que algún objeto interpuesto nos oculta el resto de su cuerpo. En este caso es cierto que la imaginación reconstruye toda su figura. Le concedo una cabeza y espaldas y un pecho y cuello. Estos miembros los imagino y creo que la persona los posee. Nada puede ser más evidente que esta operación entera se realiza tan sólo por el pensamiento o la imaginación. La transición es in­mediata. Las ideas nos impresionan presentemente. Su conexión habitual con la impresión presente las varía y modifica de cierta manera; pero no produce un acto del espíritu distinto de esta peculiaridad de la concepción. Si cada uno examina su propio espíritu hallará evidentemente que esto es cierto.

Segundo. Cualquiera que sea el caso con respecto a esta impresión distinta, debe concederse que el espíritu tiene un más firme dominio sobre la concepción de un hecho o que ésta es más firme que cuando se trata de ficciones. ¿Por qué indagar más lejos o multiplicar los supuestos sin necesidad?

Tercero. Podemos explicar las causas de la concepción firme, pero no las de una impresión separada. Y no solamente esto, sino que las causas de la concepción firme agotan todo el asunto y nada queda para producir otro efecto. Una inferencia concer niente a los hechos no es más que la idea de un objeto que se halla frecuentemente unida o está asociada con la impresión presente. Esto es todo. Cada parte se requiere para explicar por analogía la concepción más firme, y nada queda capaz de producir una impresión distinta.

Cuarto. Los efectos de la creencia influyendo sobre las pasiones y la imagina­ción pueden ser explicados por la concepción firme, y no hay ocasión alguna para recurrir a otro principio. Estos argumentos, con muchos otros enumerados en los precedentes volúmenes, prueban suficientemente que la creencia modifica tan sólo la idea o concepción y hace diferente la cualidad afectiva sin producir una impresión distinta.

Así, después de una consideración general del asunto, aparecen dos cuestiones de importancia que nos podemos aventurar a recomendar a la consideración de los filósofos: si existe algo que distinga la creencia de la simple concepción, además de la cualidad afectiva o sentimiento, y si esta cualidad afectiva es algo más que una concepción más firme o un dominio más firme que tenemos del objeto.

Si después de una investigación imparcial la misma conclusión a que he llegado es admitida por los filósofos, la próxima cuestión consistiría en examinar la analo­gía que existe entre la creencia y los otros actos del espíritu y hallar la causa de la firmeza y rigor de la concepción, y no considero que esto sea una tarea difícil. La transición de la impresión presente vivifica y fortalece siempre la idea. Cuando un objeto se presenta, surge en nosotros la idea de lo que lo acompaña usualmente como algo real y sólido. Es más bien sentido que concebido y se aproxima a la impresión de que se deriva en cuanto a su fuerza e influencia. He probado esto con amplitud y no puedo añadir ahora nuevos argumentos.

Tengo la esperanza de que aunque mi teoría del mundo intelectual fuese defi­ciente se hallaría libre de las contradicciones y absurdos que parecen acompañar toda explicación que la razón humana puede dar del mundo material. Sin embargo, después de una rigurosa revisión de la sección referente a la identidad personal me hallo metido en un laberinto tal, que confieso no sé cómo corregir mis opiniones o cómo hacerlas consistentes. Si no es ésta una buena razón general para el escepticis­mo, es al menos una razón suficiente para mantener mi desconfianza y modestia en todas mis decisiones (si no me hallase ya abundantemente dotado de aquéllas).Propondré los argumentos en favor del pro y el contra, comenzando con los que me llevan a negar la identidad y simplicidad estricta y propia de un yo o ser pensante.

Cuando hablamos de un yo o subsistencia debemos tener una idea unida a estos términos, pues de otro modo serían totalmente aquellas palabras ininteligibles. Toda idea se deriva de impresiones precedentes, y no poseemos una impresión del yo o substancia como algo simple e individual. Por consiguiente, no tenemos ninguna idea de ellos en este sentido.

Todo lo que es distinto es distinguible, y todo lo que es distinguible es separable por el pensamiento o la imaginación. Todas las percepciones son distintas. Por con­siguiente, son distinguibles y separables, y muchas pueden ser concebidas como existentes separadamente y pueden existir separadamente sin ninguna contradicción o absurdo.

Cuando yo miro esta mesa y esta chimenea no tengo presente más que percep­ciones que son de un género análogo a todas las otras percepciones. Esta es la doc­trina de los filósofos. Pero esta mesa que se llalla presente ante mí y esta chimenea pueden y deben existir separadamente. Esta es la doctrina del vulgo, y no implica contradicción. No implica contradicción, por consiguiente, extender esta doctrina a todas las percepciones.

En general, el siguiente razonamiento parece satisfactorio. Todas las ideas son tomadas de percepciones precedentes. Nuestras ideas de los objetos, por consiguiente, se derivan de este origen. Por consecuencia, ninguna proposición puede ser inteligible o firme con respecto de objetos que no lo sea también con respecto de percepcio­nes; pero es inteligible y firme decir que los objetos existen distinta e independien­temente sin una substancia simple común o un sujeto en que son inherentes. Esta proposición, por consiguiente, no puede jamás ser absurda con respecto a las per­cepciones.

Cuando dirijo mi reflexión sobre mí mismo no puedo percibir nunca este yo sin una o más percepciones, ni puedo percibir algo más que estas percepciones. Así, pues, es la composición de éstas la que constituye el yo.

Podemos concebir que un ser pensante, tiene más o menos percepciones. Supon­gamos que el espíritu se reduce a menos que la vida espiritual de una ostra. Supon­gamos que tiene solamente una percepción tal como la de la sed o del hambre. Con siderémosle en esta situación. ¿Se verá en ella algo más que esta percepción? ¿Se halla en ella alguna noción de yo o substancia? Si no es así, la adición de las otras percepciones no puede jamás dar esta noción.

La destrucción que algunos suponen que sigue a la muerte, y que hace desapare­cer totalmente su yo, no es más que la extinción de todas las percepciones particula­res: amor y odio, pena y placer, pensamiento y sensación. Por consiguiente, éstas deben ser lo mismo que el yo, ya que éste no puede sobrevivir a aquéllas.

¿Es el yo lo mismo que la substancia? Si lo es, ¿cómo puede tener lugar esta cuestión, que se refiere a la subsistencia del yo, cuando existe un cambio de substan­cia? Si es distinto, ¿qué diferencia hay entre ellos? Por mi parte, no poseo una no ción de ninguno de ellos cuando se conciben como distintos de las percepciones particulares. Los filósofos comienzan a reconciliarse con el principio de que no tenemos una idea de la substancia externa distinta de las ideas de las cualidades particulares. Esto debe abrir camino a un principio análogo con respecto al espíritu, a saber: que no tenemos una noción de él distinta de las percepciones particulares.

Hasta aquí me parece que mi razonamiento va acompañado de una evidencia suficiente. Sin embargo, habiendo así separado todas nuestras percepciones particu­lares, cuando intento explicar el principio de unión que las enlaza y nos hace atribuirles una simplicidad e identidad real me doy cuenta que mi explicación es muy defectuosa y que nada más que la evidencia aparente de los razonamientos prece­dentes puede haberme inducido a admitirla. Si las percepciones son existencias dis­tintas, forman tan sólo un todo por hallarse enlazadas entre sí. Sin embargo, no pueden descubrirse por el entendimiento humano conexiones entre existencias dis­tintas. Sólo sentimos un enlace o determinación del pensamiento a pasar de un obje­to a otro. Se sigue, pues, que el pensamiento sólo siente la identidad personal cuan­do, reflexionando sobre la serie de las percepciones pasadas que componen el espí­ritu, siente las ideas de ellas como enlazadas entre sí e introduciéndose naturalmente las unas en las otras. Aunque esta conclusión parezca extraordinaria no debe sor­prendernos. Los más de los filósofos parecen inclinarse a pensar que la identidad personal surge de la conciencia, y conciencia no es más que un pensamiento o una percepción reflexiva. La presente filosofía, por consiguiente, tiene hasta aquí un aspecto lleno de promesas. Pero todas mis esperanzas se desvanecen cuando trato de explicar los principios que unen nuestras percepciones sucesivas en nuestro pensa­miento o conciencia. No puedo descubrir una teoría que me satisfaga en este asunto.

En breve existen dos principios que no puedo hacer compatibles y no está en mí poder renunciar a ninguno de ellos, a saber: que todas nuestras percepciones distin­tas son existencias distintas y que el espíritu jamás percibe una conexión real entre existencias distintas. No existiría dificultad en este caso si nuestras percepciones fueran inherentes a algo simple e individual o percibiese el espíritu alguna conexión real entre ellas. Por mi parte, yo debo defender el privilegio del escéptico y confesar que esa dificultad es demasiado grande para mi entendimiento. No pretendo, sin embargo, decir que es absolutamente insuperable. Otros quizá, o yo mismo después de reflexiones más maduras, pueden descubrir alguna hipótesis que reconcilie estas contradicciones.

Aprovecharé esta oportunidad para confesar otros dos errores de menos impor­tancia que una reflexión más madura me ha descubierto en mis razonamientos. El primero puede hallarse en el tomo 1, página 105, donde digo que la distancia entre dos cuerpos se conoce, entre otras cosas, por los ángulos formados por los rayos de luz que provienen del cuerpo. Es cierto que estos ángulos no son conocidos por el espíritu, y por consecuencia no pueden descubrirnos la distancia. El segundo error se halla en el tomo 1, página 161, donde digo que dos ideas de un mismo objeto pueden ser sólo diferentes por los diferentes grados de fuerza y vivacidad. Creo que existen otras diferencias entre las ideas que no pueden ser comprendidas propia­mente bajo estos términos. Si yo hubiera dicho que dos ideas del mismo objeto pueden ser solamente diferentes por su diferente cualidad afectiva me hubiera acer­cado más a la verdad.

David Hume nació el 26 de abril de 1711 en Edimburgo. Estudió en aquella Universidad jurisprudencia; pero sus aficiones le llevaban a la filosofía y a la literatura. Tras un intento de ejercer la abogacía en Bristol, se trasladó a Francia, donde permane­ció tres años para proseguir sus estudios. Estableció, entonces, aquel plan de vida que siguió constante­mente después. «Resolví suplir mi escasa fortuna con una rígida frugalidad, mantener intacta mi libertad y considerar como despre­ciable todo lo que no se refiriese a la aplicación de mi ingenio a las letras.»

El Tratado de la naturaleza humana es la cumbre de la filosofía de Hume. «La na­turaleza humana, dice, es la única ciencia del hombre». En realidad, todas las ciencias se vinculan con la naturaleza humana, aun aque­llas que parecen más independientes, como las matemáticas, la física y la religión natu­ral; porque también éstas forman parte de los conocimientos del hombre y caen bajo el jui­cio de las potencias y las facultades humanas. La primera parte trata del conocimiento hu­mano, el cómo de nuestro conocimiento, las sensaciones... La segunda parte habla de las pasiones. Y en la tercera de la moral.

La filosofía de Hume procede a la vez del empirismo de Locke y del idealismo de Berkeley. Trata de reducir los principios ra­cionales, entre ellos el de la causalidad, a su filtrado humano; por tanto las leyes científi­cas sólo son válidas para los casos en que la experiencia ha probado su certeza. La sustan­cia material o espiritual no existe. Es el fenomenismo y agnosticismo absoluto.

Hume influyó en Kant y es inspirador de Adam Smith y de los economistas liberales clásicos.
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