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De las relaciones.

La palabra relación se usa en dos sentidos muy diferentes el uno del otro. Desig­na a veces la cualidad por la cual dos ideas se hallan enlazadas entre sí en la imagi­nación y por la que una de ellas despierta naturalmente la otra, según se ha explica do, y otras la circunstancia particular según la que, aun en la unión arbitraria de dos ideas en la fantasía, consideramos apropiado compararlas. En lenguaje corriente es el primer sentido en el que usamos la palabra relación, y solamente en filosofia la ampliamos y la hacemos significar algún asunto particular de comparación, sin un principio de enlace. Así se concede por los filósofos que la distancia es una verdade­ra relación, porque adquirimos una idea de ella comparando objetos; pero hablando corrientemente decimos que nada puede estar más distante entre sí que tales o tales cosas y que nada puede tener menos relación, como si distancia y relación fuesen incompatibles.

Puede quizá ser estimado como una tarea infinita enumerar las cualidades que hacen que los objetos admitan una comparación y por las que se producen las ideas de la relación filosófica; pero si consideramos diligentemente esto, hallaremos que sin ninguna dificultad pueden ser comprendidas bajo siete títulos generales, que pueden ser considerados como los orígenes de toda relación filosófica:

1. La primera es la semejanza, y ésta es una relación sin la que no puede existir relación filosófica alguna, pues ningún objeto admitirá una comparación más que cuando tenga con otros algún grado de semejanza. Pero aunque la semejanza sea necesaria para toda relación filosófica, no se sigue que siempre produzca una co­nexión o asociación de ideas. Cuando una cualidad llega a ser muy general y es común a muchos individuos no lleva al espíritu directamente a alguno de ellos, sino que, presentando a una vez un gran número de ellos, impide, por consiguiente, que la imaginación se fije en un único objeto.

2. La identidad puede ser estimada una segunda especie de relación. Esta rela­ción la considero aquí como aplicada en su sentir estricto a los objetos constantes e inmutables, sin examinar la naturaleza y fundamentación de la identidad personal, lo que tendrá lugar más tarde. De todas estas relaciones, la más universal es la de identidad, por ser común a todo ser cuya existencia tiene alguna duración.

3. Después de la identidad, las relaciones más universales y comprensivas son las del espacio y tiempo, que son el origen de un número infinito de comparaciones, como distante, contiguo, arriba, abajo, delante, detrás, etc.

4. Todos los objetos que admiten cantidad o número pueden ser comparados en este respecto, que es otro origen muy fecundo de relaciones.

5. Cuando dos objetos cualquiera poseen la misma cualidad en común, los gra­dos en que la poseen forman una quinta especie de relación. Así, de dos objetos que son pesados, el uno puede ser más o menos pesado que el otro. Dos colores que son del mismo género pueden ser de diferentes matices, y en este respecto admiten com­paración.

6. La relación de oposición puede a primera vista ser considerada como una excepción de la regla de que ninguna relación de cualquier género puede substituir sin algún grado de semejanza. Sin embargo, consideremos que dos ideas no son nunca en sí mismas contrarias, si se exceptúa las de existencia y no existencia, y que aun éstas son claramente semejantes, por implicar ambas la idea de un objeto, aun­que la última excluye el objeto de todo tiempo y lugar en el que se supone que no existe.

7. Todos los restantes objetos, como el fuego y el agua, el calor y el frío, son sólo considerados contrarios por experiencia y por la oposición de sus causas o efectos, cuya relación de causa y efecto es tanto una séptima relación filosófica como una relación natural. La semejanza implicada en esta relación se explicará más adelante. Naturalmente, se esperaría que uniese la diferencia a las otras relaciones; pero yo considero a ésta más como una negación de relación que como algo real o positi­vo. La diferencia es de dos géneros, como opuesta a la identidad o a la semejanza. La primera se llama una diferencia de número; la segunda, de género.

Sección VI

De los modos y substancias.

Preguntaría gustoso a los filósofos que fundan muchos de sus razonamientos sobre la distinción de substancia y accidente e imaginan que tenemos ideas claras de ello, si la idea de substancia se deriva de las impresiones de sensación o reflexión. Si nos es procurada por nuestros sentidos, pregunto por cuál de ellos y de qué manera. Si es percibida por la vista, debe ser un color; si por el oído, un sonido; si por el paladar, un sabor, y así sucesivamente sucederá con los otros sentidos. Creo, sin embargo, que nadie afirmará que la substancia es un color, un sonido o un sabor. La idea de substancia debe, por consecuencia, derivarse de una impresión de reflexión si realmente existe. Pero nuestras impresiones de reflexión se reducen a nuestras pasiones y emociones, ninguna de las cuales es posible que represente una substan­cia. No tenemos, por consiguiente, una idea de la substancia distinta de una colec­ción de cualidades particulares, y no nos referimos a otra cosa cuando hablamos o razonamos acerca de ella.

La idea de una substancia, lo mismo que la de un modo, no es más que una colección de ideas simples que están unidas por la imaginación y poseen un nombre particular asignado a ellas, por el que somos capaces de recordar para nosotros mis mos o los otros esta colección; pero la diferencia entre estas ideas consiste en que las cualidades particulares que forman una substancia se refieren corrientemente a un algo desconocido, al que se supone son inherentes, o, concediendo que esta ficción no tiene lugar, se supone al menos que se hallan enlazadas estrecha e inseparablemente por las relaciones de contigüidad y causalidad. El efecto de esto es que siempre que descubrimos que una nueva cualidad simple tiene la misma conexión con las restan­tes, la comprendemos inmediatamente entre ellas, aunque no esté dentro de la pri­mera concepción de substancia. Así, nuestra idea de oro puede, al principio, ser un color amarillo, peso, maleabilidad, fusibilidad; pero después de descubrir su solubilidad en el agua regia podemos unir esta cualidad a las otras y suponer que pertenece tanto a la substancia como si su idea desde un comienzo hubiera sido una parte o componente de ella. El principio de unión, siendo considerado como parte capital de la idea compleja, da entrada a cualquier cualidad que se presente después y es igualmente comprendida por él como las otras que se presentaron primeramen­te.

Que esto no puede tener lugar en los modos es evidente al considerar su natura­leza. Las ideas simples, de las cuales los modos están formados, o representan cua­lidades que no están unidas por continuidad y causalidad, sino que están dispersas en diferentes sujetos, o, si se hallan unidas, su principio de unión no se considera como el fundamento de una idea compleja. La idea de la danza es un ejemplo del primer género, de modos; la de la belleza, del segundo. La razón es clara, porque ideas complejas semejantes no pueden admitir una nueva idea sin cambiar el nom­bre que distingue el modo.

Sección VII

De las ideas abstractas.

Una cuestión muy importante ha sido suscitada con respecto a las ideas abstrac­tas o generales, es decir, si son generales o particulares en la concepción que el espíritu tiene de ellas. Un gran filósofo(3) ha combatido la opinión tradicional en este particular y ha afirmado que todas las ideas generales no son más que ideas particulares unidas a un cierto término que les concede una significación más exten­sa y las hace despertar, en ocasiones, otras ideas individuales que son semejantes a ellas. Como yo considero éste uno de los descubrimientos más grandes y más valio­sos que han sido hechos en los últimos años en la república de las letras, intentaré confirmarlo por algunos argumentos que espero lo pongan más allá de toda duda y controversia.

Es evidente que al formar las más de nuestras ideas generales, si no todas, hace­mos abstracción de los grados particulares de cantidad y cualidad, y que un objeto no deja de pertenecer a una especie dada por razón de una pequeña alteración en su extensión, duración y otras propiedades. Por consiguiente, puede pensarse que exis­te aquí un claro dilema que decide acerca de la naturaleza de las ideas abstractas, ideas que han proporcionado tantos asuntos de especulación a los filósofos. La idea abstracta del hombre representa a los hombres de todos los tamaños y de todas las cualidades; de lo que se concluye no puede hacerlo más que o representando a la vez todos los tamaños y cualidades posibles o no representando ninguno. Ahora bien; estimándose como absurdo defender la primera posición, por implicar una capaci­dad infinita del espíritu, se ha decidido comúnmente en favor de la última y se ha supuesto que nuestras ideas abstractas no representan ningún grado particular de cantidad o cualidad. Sin embargo, haré ver que esta decisión es errónea, primera­mente probando que es totalmente imposible concebir una cantidad o cualidad sin formarse una noción precisa de sus grados, y segundo, mostrando que, aunque la capacidad del espíritu no es infinita, podemos formarnos a la vez una noción de todos los grados posibles de cantidad y cualidad de una manera que, aunque imper­fecta, puede servir al menos para todos los propósitos de la reflexión y conversa­ción. Comenzando con la primera proposición de que el espíritu no puede formarse una noción de cantidad y cualidad sin formarse una noción precisa de los grados de cada una, la probaremos por los tres argumentos siguientes: Primeramente, hemos observado que todos los objetos diferentes son distinguibles y que todos los objetos distinguibles son separables por el pensamiento y la imaginación. Podemos añadir aquí que estas proposiciones son igualmente ciertas en su recíproca y que todos los objetos separables son, pues, distinguibles, y que todos los objetos distinguibles son, por consiguiente, diferentes. Pues ¿cómo es posible que podamos separar lo que no es distinguible o distinguir lo que no es diferente? Por consiguiente, para saber si la abstracción implica una separación necesitamos tan sólo considerar y examinar, desde este punto de vista, si todas las circunstancias de que abstraemos en nuestras ideas generales son distinguibles y diferentes de las que retenemos como partes esenciales de las mismas. Es evidente, a primera vista, que la determinada longitud de una línea no es diferente ni distinguible de la línea misma, ni, en general, el grado preciso de una cualidad. Por consiguiente, estas ideas son tan poco suscep­tibles de separación como de distinción o diferencia. Se hallan, pues, unidas unas con otras en la concepción, y la idea general de una línea, a pesar de todas nuestras abstracciones y refinamientos, tiene, cuando aparece en el espíritu, un grado preciso de cantidad y cualidad, aunque se puede hacer que represente otras líneas que po­seen diferentes grados de ambas.

Segundo: se confiesa que ningún objeto puede aparecer a los sentidos o, con otras palabras, que ninguna impresión puede llegar a estar presente al espíritu sin hallarse determinada en sus grados de cantidad y cualidad. La confusión en que se hallan envueltas a veces las impresiones procede tan sólo de su debilidad e instabilidad y no de alguna capacidad del espíritu para recibir una impresión que en su existencia real no posea un grado o relación determinada. Es esto una contradicción en los términos y aun implica la más crasa de las contradicciones, a saber: que es posible que la misma cosa sea y no sea al mismo tiempo.

Ahora bien; puesto que todas las ideas se derivan de impresiones y no son más que copias y representaciones de ellas, todo lo que es verdadero de las unas debe reconocerse como perteneciente a las otras. Las impresiones y las ideas difieren tan sólo por su vigor y vivacidad. La conclusión precedente no se funda en un grado particular de vivacidad. No puede, pues, ser afectada por una variación en este res­pecto. Una idea es una impresión más débil, y como una impresión fuerte debe tener necesariamente una cualidad y cantidad determinadas, debe suceder lo mismo con su copia o representante.

Tercero: es un principio generalmente admitido en filosofia que todo en la natu­raleza es individual y que es totalmente absurdo suponer un triángulo realmente existente que no posea una relación precisa de lados y ángulos. Si esto, por consi guiente, es absurdo en el hecho y la realidad, debe serlo también en la idea, pues nada de lo que podemos formarnos una idea clara y distinta es absurdo o imposible. Formarnos la idea de un objeto y formarnos una idea simplemente es la misma cosa: la referencia de la idea al objeto, siendo una denominación extraña, de la que en sí misma no tiene ni indicación ni carácter. Ahora bien; como es imposible formarnos una idea de un objeto que posee cantidad y cualidad y, sin embargo, no la posee en un grado determinado de ambas, se sigue que existe una imposibilidad igual para formarnos una idea que no se halla limitada y confinada en estos dos respectos. Las ideas abstractas son, pues, en sí mismas individuales, aunque puedan llegar a ser generales en su representación. La imagen en la mente es solamente la de un objeto particular, aunque su aplicación, en nuestro razonamiento, sea la misma que si fuese universal.

Esta aplicación de las ideas más allá de su naturaleza procede de la reunión de todos sus grados de cantidad y cualidad de una manera imperfecta, pero que puede servir para los propósitos de la vida, lo que constituye la segunda proposición que yo me propongo explicar. Cuando hemos hallado una semejanza(4) entre varios objetos y que frecuentemente se nos presenta, aplicamos el mismo nombre a todos ellos, cualesquiera que sean las diferencias que podamos observar en los grados de su cantidad y cualidad y todas las demás diferencias que puedan aparecer entre ellos. Después que hemos adquirido un hábito de este género, la audición de este nombre despierta la idea de uno de estos objetos y hace que la imaginación lo conciba con todas sus circunstancias y proporciones determinadas. Pero como la misma palabra se supone que ha sido aplicada frecuentemente a otras representaciones particulares, que son diferentes en muchos respectos de la idea que se halla inmediatamente pre­sente al espíritu, y no siendo la palabra capaz de despertar la idea de otras represen­taciones particulares, toca tan sólo al alma, si se nos permite hablar de este modo, y despierta el hábito que hemos adquirido considerándolas. No están éstas realmente de hecho presentes al espíritu, pero sí solamente en potencia; no podemos represen­tárnoslas claramente en la imaginación, pero somos capaces de considerar fácilmen­te alguna de ellas cuando lo exija un designio o necesidad presente. La palabra des­pierta una idea individual y al mismo tiempo un cierto hábito, y este hábito produce cualquier otra idea individual que podemos tener ocasión de emplear. Sin embargo, como la producción de todas las ideas a las que el nombre puede ser aplicado es, en los más de los casos, imposible, abreviamos este trabajo por una consideración más parcial y hallamos que no surgen más que pocos inconvenientes, de esta simplifica­ción, en nuestro razonamiento.

Una de las circunstancias más extraordinarias del presente asunto es que, des­pués que el espíritu ha producido una idea individual sobre la que razonamos, el hábito que la acompaña y es despertado por el término general o abstracto sugiere rápidamente otra idea individual si por casualidad hacemos un razonamiento que no concuerda con aquélla. Así, si mencionáramos la palabra triángulo y formásemos la idea de un equilátero determinado para corresponder a aquélla y afirmásemos des­pués que los tres ángulos de un triángulo son iguales entre sí, las otras ideas indivi­duales de un escaleno y un isósceles, que hemos omitido al principio, se nos presen­tan inmediatamente y nos hacen percibir la falsedad de esta proposición, aunque sea verdadera con relación a la idea que hemos formado. Que la mente no sugiere siem­pre estas ideas cuando es preciso procede de alguna imperfección en sus facultades, y una imperfección semejante es frecuentemente el origen del falso razonamiento y sofistica. Esto es, principalmente, lo que sucede con las ideas que son abstrusas y complejas. En otras ocasiones, el hábito es más perfecto y caemos rara vez en tales errores.

Es más; el hábito es en ocasiones tan perfecto que la misma idea puede unirse a varias palabras diferentes y puede ser empleada en diferentes razonamientos sin peligro alguno de error. Así, la idea de un triángulo equilátero de una pulgada de altura puede servirnos para hablar de una figura, de una figura rectilínea, de una figura regular, de un triángulo y de un triángulo equilátero. Por consiguiente, todos estos términos van en este caso unidos con la misma idea; pero como acostumbran a ser aplicados en una mayor o menor extensión, despiertan sus hábitos, y por esto llevan al espíritu rápidamente a observar que no se ha realizado ninguna conclusión contraria a la idea que usualmente se comprende bajo ellos.

Antes de que estos hábitos hayan llegado a ser totalmente perfectos, quizá el espíritu no se contente con formarse la idea de una sola realidad individual, sino que puede recorrer varias distintas, para entender lo que quiere decir y la extensión del complejo que quiere expresar por el término general. Para que podamos determinar el sentido de la palabra figura debemos recorrer en nuestro espíritu las ideas de círculo, cuadrado, paralelogramo, triángulo de diferentes lados y proporciones, y no podemos permanecer en una imagen o idea. Como quiera que esto sea, es cierto que nos formamos la idea de realidades individuales siempre que usamos un término general, que rara vez o nunca agotamos estas realidades individuales y que las que permanecen por representar son representadas solamente por medio del hábito por el que las reproducimos cuando alguna ocasión presente las exige. Esta es, pues, la naturaleza de nuestras ideas abstractas y términos generales, y de esta manera es como explicamos la precedente paradoja de que algunas ideas son particulares en su naturaleza y generales en su representación. Una idea particular se hace general uniéndose con un término general, esto es, con un término que por una unión habi­tual está en relación con otras muchas ideas particulares y las reproduce en la imagi­nación fácilmente.

La única dificultad que queda en este asunto debe referirse al hábito que repro­duce tan fácilmente toda idea particular que podamos necesitar y es despertado por una palabra o sonido con el que lo unimos frecuentemente. El modo más apropiado, según mi opinión, de dar una explicación satisfactoria de esta actividad del espíritu es producir otros casos que son análogos a ella y otros principios que facilitan su actuación. El explicar las causas últimas de nuestras acciones mentales es imposi­ble. Es suficiente que podamos dar una explicación satisfactoria de ellas por la expe­riencia y analogía.

Primeramente, pues, observo que cuando mencionamos algún número grande, por ejemplo, un millar, el espíritu no tiene en general una idea suya adecuada, sino tan sólo la capacidad de producir una idea tal por la idea adecuada de las decenas, bajo las cuales el número se halla comprendido. Esta imperfección, sin embargo, de nuestras ideas no se experimenta nunca en nuestros razonamientos, que parecen ser un caso paralelo al presente de las ideas universales.

Segundo: tenemos varios casos de hábitos que pueden ser despertados por una sola palabra, como, por ejemplo, cuando una persona que sabe de memoria un frag­mento de un discurso o una serie de versos puede recordar el todo, que es incapaz de reproducir, tan sólo mediante la primera palabra o expresión con que comienza.

Tercero: creo que todo el que examine la situación de su espíritu al razonar estará de acuerdo conmigo en que no unimos ideas distintas y completas a cada término que usamos, y que cuando hablamos de gobierno, iglesia, negociación, conquista, rara vez exhibimos en nuestras mentes todas las ideas simples de las que se compo­nen estas ideas complejas. Sin embargo, se puede observar que, a pesar de esta imperfección, podemos evitar decir absurdos acerca de estos asuntos y podemos percibir una repugnancia entre las ideas tanto como si tuviésemos una plena com­prensión de ellas. Así, si en lugar de decir que en la guerra el más débil recurre siempre a las negociaciones dijésemos que recurre siempre a la conquista, el hábito que hemos adquirido de atribuir ciertas relaciones a las ideas sigue aun a las pala­bras y nos hace percibir inmediatamente lo absurdo de esta proposición, del mismo modo que una idea particular puede servimos para razonar con respecto a otras ideas, aunque sean éstas diferentes en varias circunstancias.

Cuarto: dado que las realidades individuales se agrupan y se colocan bajo un término general, teniendo en cuenta la semejanza que entre sí muestran, esta rela­ción debe facilitar su entrada en la imaginación y hacer que sean sugeridas en la ocasión precisa más rápidamente. De hecho, si consideramos el progreso común del pensamiento, ya en la reflexión, ya en la conversación, hallaremos una razón pode­rosa para convencernos de este particular. Nada es más admirable que la presteza con que la imaginación despierta sus ideas y las presenta en el instante preciso en que son necesarias o útiles. La fantasía pasa de un extremo a otro del universo, reuniendo las ideas que pertenecen a un asunto. Podría pensarse que el mundo inte­lectual de las ideas se hallaba presente a nosotros y que no hacíamos más que coger las que eran más apropiadas a nuestro propósito. Sin embargo, no es preciso que esté presente ninguna, más que las ideas que se hallan reunidas por una especie de facul­tad mágica en el alma, que aunque sea siempre más perfecta en los grandes genios, y es propiamente lo que llamamos genio, resulta inexplicable para los más grandes esfuerzos del entendimiento humano.

Quizá estas cuatro reflexiones pueden ayudar a alejar todas las dificultades de la hipótesis referente a las ideas abstractas que yo he propuesto y que es tan contraria a lo que hasta ahora ha prevalecido en filosofía. Pero, a decir verdad, pongo mi mayor confianza en lo que he probado ya con referencia a la imposibilidad de las ideas generales, según el método corriente de explicarlas. Debemos buscar, ciertamente, algún sistema nuevo en este asunto, y no existe claramente ninguno más que el que yo he propuesto. Si las ideas son particulares en su naturaleza y al mismo tiempo finitas en su número, sólo por el hábito pueden hacerse generales en su representa­ción y contener un número infinito de otras ideas bajo sí.

Antes de que deje este problema emplearé los mismos principios para explicar la distinción de razón, de la que se habla tanto y se extiende tan poco en las escuelas. De este género es la distinción entre figura y cuerpo figurado, movimiento y cuerpo movido. La dificultad de explicar esta distinción surge del principio antes expuesto: que todas las ideas que son diferentes son separables; pues se sigue de aquí que, si la figura es diferente del cuerpo, sus ideas deben ser tan separables como distinguibles, y si no es diferente, sus ideas no pueden ser ni separables ni distinguibles. ¿Qué se entiende por una distinción de razón, puesto que no implica diferencia ni separa­ción?

Para evitar esta dificultad debemos recurrir a la explicación precedente de las ideas abstractas. Es cierto que la mente jamás hubiera soñado en distinguir ura figu­ra de un cuerpo figurado no siendo en la realidad ni distinguibles, ni diferentes, ni separables, si no hubiera observado que aun en esta simplicidad pueden contenerse muchas semejanzas y relaciones diferentes. Así, cuando una esfera de mármol blan­co se nos presenta, tenemos sólo la impresión de un color blanco dispuesto en una cierta forma y no somos capaces de separar y distinguir el color de la forma; pero habiendo observado después una esfera de mármol negra y un cubo de mármol blan­co y comparándolos con nuestros primeros objetos, hallamos dos semejanzas sepa­radas en lo que parecía primeramente, y realmente es totalmente inseparable. Des­pués de un poco más de práctica en este género, comenzamos a distinguir la figura del color por una distinción de razón; esto es, consideramos juntamente la figura y el color, pues son, en efecto, la misma cosa e indistinguibles, pero vistas bajo aspectos diferentes, según las semejanzas de que son susceptibles. Cuando consideramos so­lamente la figura de la esfera de mármol blanco, nos formamos, en realidad, una idea de la figura y el color, pero tácitamente dirigimos nuestra vista a su semejanza con la esfera de mármol negro, y del mismo modo, cuando queremos considerar solamente su color, dirigimos nuestra vista a su semejanza con el cubo de mármol blanco. Por este medio acompañamos nuestras ideas de una especie de reflexión, de la que el hábito nos hace, en gran parte, insensibles. Una persona que desea conside­rar la figura de un globo de mármol blanco sin pensar en su color desea una cosa imposible; pero lo que quiere decir es que debemos considerar el color y la figura juntos, pero tener presente la semejanza con la esfera de mármol negro o con alguna otra esfera de cualquier otro color o substancia.

Parte Segunda
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