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David Hume

Tratado de la naturaleza humana

Ensayo para introducir el método del razonamiento experimental en los asuntos morales.

Índice general

Advertencia

Introducción

Libro Primero

Parte Primera

Del origen de nuestras ideas.

División del asunto.

De las ideas de la memoria y la imaginación.

De la conexión o asociación de ideas.

De las relaciones.

De los modos y substancias.

De las ideas abstractas.

Parte Segunda

De la infinita divisibilidad de nuestras ideas del espacio y el tiempo.

De la infinita divisibilidad del espacio y el tiempo.

De otras cualidades de nuestras ideas de espacio y tiempo.

Respuesta a las objeciones

Continuación del mismo asunto.

De las ideas de existencia y de existencia externa.

Parte Tercera

Del conocimiento

De la probabilidad y de la idea de causa y efecto.

Por qué una causa es siempre necesaria.

De los elementos componentes de nuestros razonamientos relativos a la causa y efecto.

De las impresiones de los sentidos y la memoria.

De la inferencia de la impresión a la idea.

De la naturaleza de la idea o creencia.

De las causas de la creencia.

De los efectos de otras relaciones y otros hábitos.

De la influencia de la creencia.

De la probabilidad del azar.

De la probabilidad de las causas.

De la probabilidad no filosófica.

De la idea de la conexión necesaria.

Reglas para juzgar de las causas y efectos.

De la razón de los animales.

Parte Cuarta

Del escepticismo con respecto de la razón.

Del escepticismo con respecto a los sentidos.

De la filosofia antigua.

De la filosofia moderna.

De la inmaterialidad del alma.

De la identidad personal.

Conclusión de este libro.
Libro Segundo

Parte Primera

División del asunto.

Del orgullo y la humildad, sus objetos y causas.

De qué se derivan estos objetos y causas.

De la relación de impresiones e ideas

De la influencia de estas relaciones sobre el orgullo y la humildad.

Limitaciones de este sistema.

Del vicio y la virtud.

De la belleza y fealdad.

De las ventajas y desventajas externas.

De la propiedad y riquezas.

Del amor de la gloria.

Del orgullo y la humildad en los animales.

Parte Segunda

Del objeto y causas del amor y el odio.

Experimentos para confirmar este sistema.

Dificultades resueltas

Del amor producido por las relaciones.

De la benevolencia y de la cólera.

De la compasión.

De la malicia y la envidia.

De la mezcla de benevolencia y cólera con compasión y malicia.

Del respeto y el desprecio

De la pasión amorosa o el amor sexual.

Del amor y el odio en los animales.

Parte Tercera

De la libertad y la necesidad.

Continuación del mismo asunto.

De los motivos que influyen la voluntad.

De los efectos del hábito.

La influencia de la imaginación en las pasiones.

De la contigüidad y distancia en espacio y tiempo

Continuación del mismo asunto.

De las pasiones directas.

De la curiosidad o el amor a la verdad.
Libro Tercero

Parte Primera

Las distinciones morales no se derivan de la razón.

Las distinciones morales se derivan de un sentido moral.

Parte Segunda

¿Es la justicia una virtud natural o artificial?

Del origen de la justicia y la propiedad.

De las reglas que determinan la propiedad.

De la transferencia de la propiedad por consentimiento.

De la obligación de las promesas.

Algunas reflexiones concernientes a la justicia y a la injusticia.

Del origen del Gobierno.

La fuente de la obediencia.

De las medidas de obediencia

De los objetos de la obediencia.

De las leyes de las naciones.

De la castidad y la modestia.

Parte Tercera

Del origen de las virtudes y vicios naturales.

De la grandeza de alma

De las capacidades naturales.

Algunas reflexiones más referentes a las virtudes naturales.

Conclusión de este libro.

Rara temporum felicitas, ubi sentire quae relis et quae sentias dicere licet. TÁCITO.

David Hume nació en Edimburgo el 20 de abril de 1711 y descendía de una distinguida familia escocesa. Estudió en la Universidad de su ciudad natal. Con el fin de curarse de una melancolía, resultado del agotamiento producido por un excesivo trabajo mental, intentó hacerse comerciante, lo que le proporcionaría una vida de cambio y movimiento; sin embargo, muy pronto le desagradó esta profesión y marchó en busca de salud a Francia, donde, ya restablecido y retirado en el campo, escribió el TRATADO DE LA NATURALEZA HUMANA (el tomo I y II, publica­dos en 1739, el tomo III en 1740). De esta obra de juventud esperaba Hume un gran éxito; sin embargo, fue acogida por el público con absoluta indiferencia. Publicó en seguida, tratando de lograr una forma más popular de exposición, los Ensayos mora­les y políticos (tomo I, 1741-1742; tomo II, 1742), que lograron gran aceptación no sólo en Inglaterra, sino también en Francia. Intentó entonces refundir su TRATADO para hacerlo más accesible; la primera parte del TRATADO dio así lugar a la Inves­tigación acerca del espíritu humano (1748). Ya no se hallaba Hume en Inglaterra cuando salió a luz este libro; como secretario de Embajada se dirigía a Viena y Turín. El viaje que para llegar a estos puntos hizo, atravesando Holanda y Alemania, nos lo ha dejado descrito en interesantes cartas. Regresó a Inglaterra en el mismo año (1748). La tercera parte del TRATADO fue ahora refundida con el título Inves­tigación acerca de los principios de la moral (1751). Se publicaron después sucesi­vamente y con la fecha que se indica: Discursos políticos (1752); Historia de Ingla­terra (1754-1762), escrita con ocasión de ser por algún tiempo bibliotecario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Edimburgo, lo que le proporcionó medios para ello; Cuatro disertaciones (Historia natural de la Religión y los tres tratados insignificantes: Las Pasiones, La tragedia, El criterio del gusto) (1757). Los Diálo­gos sobre la religión natural, escritos en su período de actividad filosófica, fueron publicados, por disposición testamentaria, después de su muerte, por temer Hume la hostilidad que contra él despertarían (1779).

Finalizado el período de su vida que hemos indicado (hasta el 1763), Hume había terminado su labor filosófica e histórica para no emprenderla de nuevo. Pasó algunos años al servicio del Estado (1763-68). Fue entonces secretario de Embajada en París, donde la alta sociedad y los filósofos le recibieron triunfalmente, como uno de los más altos representantes del iluminismo (el movimiento de libertad espiritual que culmina en el siglo XVIII). Hume nos ha dejado en sus cartas la expresión de su admiración Por Francia. De esta época data su amistad con Rousseau, a quien admi­raba y a quien después, acogedor, llevó a Escocia; más tarde rompió con él lamenta­blemente por su incomprensión de la ruina patológica mental del gran ginebrino. Los últimos años de su vida, en el auge de su celebridad, los pasó este escocés de corazón en Edimburgo. Allí le llegaron las noticias de la sublevación de Norte Amé­rica; con un generoso espíritu simpatizó idealmente con los insurrectos: Inglaterra debía permitirles gobernarse como quisiesen. Poco antes de morir escribió una bre­ve y atractiva autobiografía (Mi propia vida, publicada en 1777). Después de haber sufrido con ánimo tranquilo una larga enfermedad, jovial y sereno, con el «brillo solar de las almas» del que había hablado, dejó esta vida el 25 de agosto de 1776. Todo para él no fueron satisfacciones; dos veces intentó ser profesor, la primera, en Edimburgo; la segunda, en Glasgow, y ambas veces la oposición de los espíritus reaccionarios y obscuros le negaron la entrada en la Universidad y que tanto codi­ciaba. Hay que tener en cuenta que Hume, externamente, jamás rompió con su igle­sia.

El TRATADO DE LA NATURALEZA HUMANA, que ahora se presenta por primera vez vertido al castellano, es la expresión más total y decidida de su filosofía y puede considerarse, por lo tanto, como su obra capital. Comprende la teoría del conocimiento, la psicología de los sentimientos y la moral y está lleno de alusiones a los otros dominios. Hume se halla en la culminación de la serie de los empiristas ingleses: Bacon, Locke, Berkeley. Filósofo del iluminismo, se sitúa frente a toda metafísica, que no es más que un cúmulo de fantasías y sutilidades, y frente a las religiones, que son en su totalidad formas históricas de supersticiones, restos de un obscuro pasado. Su filosofía quiere buscar una base sólida y se dirige a la experien­cia, que no puede ser más que la experiencia psicológica. En su decidido análisis de la vida mental que se mueve siempre en una actitud de crítica de las ideas tradiciona­les, llegó a lo que, enfocando esta experiencia como él la enfocaba, debía llegar: a un escepticismo moderado (Positivismo crítico según Riehl), del que él mismo se decía partidario. Es cierto que su consideración del espíritu se halla falseada por preocupaciones provenientes de falsas analogías con la ciencia de la naturaleza y que reposa en un esquemático sistema de asociaciones; su mérito, aparte de haber ensayado una solución fundamental de los problemas filosóficos de un modo clási­co, está en haber afrontado el problema y haber fecundado así toda la filosofía pos­terior. Añádase a esto que, para Thompsen, Hume ha sido el creador de la moderna ciencia de las religiones. Él ha sido el primero que explicó, mediante la psicología, la esencia, origen y evolución de las creencias religiosas, partiendo de las más infe­riores hasta llegar a las superiores. A pesar de su fingida ortodoxia, era en el fondo hostil a las concepciones cristianas; rechazó los milagros como contrarios a las leyes naturales, y ante la inmortalidad del alma se situó escépticamente. La religión fue vista por Hume desde fuera; no pertenecía, como en Rousseau, a lo más íntimo de su vida, y por esto la convirtió en objeto de ciencia. De todo punto coincidía con los círculos iluministas que había frecuentado en París: era inútil instruir a las masas en cuestiones de que no entendían, y más valía guardar las formas para conservar la libertad.

Hume ha influido en el empirismo posterior y hasta en corrientes ajenas a él. Despertó a Kant de su «sueño dogmático» (como este último mismo dice) y le llevó indirectamente, pues, a su filosofía crítica. Es interesante que Tomás Reid, el filóso fo escocés del sentido común, que, como es sabido, representa una reacción total contra el espíritu de Hume en filosofía y que se sitúa en contra del excesivo análisis en favor del buen sentir de los hombres, del «sentido común», que sólo hay que legitimar de un modo filosófico, envió a aquél su obra capital Investigación del espíritu humano, rogándole que le expusiese su opinión acerca de ella. La carta que sobre este asunto escribió Hume no se refiere más que a detalles externos; no así la respuesta de Reid, llena de respetuosa admiración.

VICENTE VIQUEIRA

Advertencia

El designio que me guía en la presente obra se explica de un modo suficiente en la Introducción. El lector debe solamente observar que los problemas que me he propuesto no se hallan tratados en estos volúmenes. Los problemas del entendi miento y las pasiones constituyen por sí mismos una cadena completa de razona­mientos y he aprovechado gustoso la ventaja de esta división natural para ensayar el gusto del público. Si tengo la buena suerte de encontrar éxito pasaré a examinar la moral, la política y la estética, lo que completará este TRATADO DE LA NATURA­LEZA HUMANA. Considero la aprobación del público como la mayor recompensa para mis trabajos, pero me hallo decidido a considerar su juicio, sea el que sea, como la mejor lección que pueda recibir.

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Introducción

Nada es tan frecuente ni tan natural en los que pretenden revelar al mundo una novedad cualquiera en la filosofía y las ciencias que insinuar las alabanzas de su propio sistema censurando todos aquellos que han sido producidos antes. En ver dad, si se contentasen con deplorar la ignorancia en la que aún estamos hundidos, en lo que se refiere a las cuestiones más importantes que pueden presentarse ante el tribunal de la razón humana, pocos de los que están familiarizados con las ciencias no serían gustosos del mismo parecer. Es fácil a un hombre dotado de juicio conocer y ver el superficial fundamento de aquéllos aun entre los sistemas que han obtenido el mayor crédito y llevado más alto las pretensiones o razonamientos precisos y profundos. Principios admitidos a la ligera, consecuencias mal deducidas de estos principios, falta de coherencia en las partes y evidencia en el todo; he aquí lo que se encuentra por todas partes en los sistemas de los más eminentes filósofos y lo que parece haber sido causa de disfavor hacia la misma filosofía.

No son precisos conocimientos profundos para descubrir la condición imperfec­ta en que están hoy las ciencias: hasta la muchedumbre, desde fuera, puede juzgar, por el ruido y clamor que oye, que no todo va bien dentro. No hay nada que no esté sujeto a discusión ni sobre lo que las gentes instruidas no sean de opiniones contra­rias. La más insignificante cuestión no se escapa a nuestra controversia, y, con res­pecto a las más importantes, no somos capaces de dar ninguna solución cierta. Las discusiones se multiplican como si todo fuera dudoso, y estas discusiones son lleva­das con el mayor calor, como si todo fuera cierto. En medio de toda esta confusión, no es la razón la que se lleva el premio, sino la elocuencia, y nadie debe desesperar jamás de ganar prosélitos para la más extravagante hipótesis si posee bastante arte para presentarla con colores favorables. La victoria no ha sido obtenida por las gen­tes de armas que manejan la pica y la espada, sino por las trompetas, los tambores y los músicos del regimiento.

De ahí proviene, creo yo, ese prejuicio común contra los razonamientos metafi­sicos de todas clases, prejuicios que se encuentran aun en aquellos que hacen profesión de estudiosos y que estiman en su justo valor todo otro asunto de la literatura. Por razonamiento metafísico no entienden aquello que lleva a una rama particular de la ciencia, sino toda suerte de argumentos que ofrecen, con cualquier título, un carácter abstruso y que necesita alguna atención para ser comprendido. Con fre­cuencia hemos perdido tanto el tiempo en tales descubrimientos, que de ordinario los abandonamos sin vacilación y decidimos, si hemos de estar siempre en guardia contra los errores y las ilusiones, que éstas sean, por lo menos, naturales y diverti­das. Y en verdad, de más que el más decidido escepticismo, juntamente con un alto grado de indolencia, puede justificar esta aversión a la metafísica; porque por poco que la verdad está al alcance de la capacidad humana, es cierto que ella debe estar muy profunda y muy secretamente oculta y esperar conseguirlo sin gran trabajo, después que los más grandes genios han fracasado; a pesar de los más extremos trabajos, debe tenerse ciertamente por muy vano y presuntuoso. No pretendo una ventaja tal en la filosofía que voy a desarrollar, y tendría por una gran presunción, con respecto a ella, que fuese demasiado fácil y rápida de entender.

Es evidente que todas las ciencias mantienen una relación más o menos estrecha con la naturaleza humana y que, por muy lejos que algunas de ellas parezcan sepa­rarse, vuelven siempre a ella por uno u otro camino.

Hasta las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen en parte de la ciencia del hombre, pues se hallan bajo el conocimiento de los hombres y son juzgadas por sus poderes y facultades. Es imposible decir qué cambios y progresos podríamos hacer en estas ciencias si conociéramos totalmente la extensión y la fuer­za del entendimiento humano y si pudiéramos explicar la naturaleza de las ideas que empleamos y de las operaciones que realizamos al razonar. Estos progresos son de esperar, especialmente en la religión natural, ya que no se contenta con instruirnos acerca de la naturaleza de las fuerzas superiores, sino que lleva su examen más lejos, a su disposición con respecto a nosotros y a nuestros deberes con respecto a ellas; en consecuencia, no somos sólo los seres que razonamos, sino también uno de los obje­tos acerca de los que razonamos.

Así, pues, si las ciencias matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de tal modo del conocimiento del hombre, ¿qué no puede esperarse en otras ciencias cuya conexión con la naturaleza humana es más estrecha e íntima? El único fin de la lógica es explicar los principios y operaciones de nuestra facultad de razonamiento, y la naturaleza de nuestras ideas. La moral y la estética consideran nuestros gustos y sentimientos, y la política estudia a los hombres unidos en socie­dad y dependientes los unos de los otros. En estas cuatro ciencias de la lógica, mo­ral, estética y política se comprende casi todo lo que nos puede importar de algún modo conocer o que puede tender al progreso o adorno del espíritu humano.

Aquí, pues, el único expediente en cuyo éxito podemos confiar en nuestras in­vestigaciones filosóficas es abandonar el aburrido y lánguido método que hemos seguido hasta ahora, y en lugar de tomar de vez en cuando un castillo o una aldea en la frontera, marchar directamente hacia la capital o centro de estas ciencias, hacia la naturaleza humana misma; una vez dueños de ella, podemos esperar en todas partes una fácil victoria. Desde esta base podemos extender nuestras conquistas sobre to­das las ciencias que se refieren más íntimamente a la vida humana y podemos des­pués proceder con más tiempo a descubrir más plenamente las que son objeto de la pura curiosidad. No hay cuestión de importancia cuya decisión no se halle compren­dida en la ciencia del hombre y no hay ninguna que pueda ser decidida con alguna certidumbre antes de que hayamos llegado a conocer esta ciencia. Por consiguiente, al pretender explicar los principios de la naturaleza humana, proponemos en efecto, un sistema completo de las ciencias construido sobre un fundamento casi entera­mente nuevo y el único sobre el que éstas pueden descansar con alguna seguridad.

Del mismo modo que la ciencia del hombre es el único fundamento sólido para la fundamentación de las otras ciencias, la única fundamentación sólida que pode­mos dar a esta ciencia misma debe basarse en la experiencia y en la observación. No es una reflexión asombrosa el considerar que la aplicación de la filosofía experi­mental a las cuestiones de moral vendrá después de su aplicación a las de la natura­leza y a la distancia de una centuria entera, ya que hallamos de hecho que existió casi el mismo intervalo entre los orígenes de estas ciencias, y que, contando de Tales a Sócrates, el período de tiempo es próximamente igual al que existe entre lord Bacon y algunos filósofos(1) recientes de Inglaterra, que han comenzado a llevar la ciencia del hombre por un nuevo camino y han interesado la atención y excitado la curiosidad del público. Tan verdad es esto, que, aunque otras naciones puedan riva­lizar con nosotros en poesía y aun superarnos en algunas otras artes bellas, los pro­gresos en la razón y la filosofía pueden ser solamente debidos a la tierra de la tole­rancia y libertad.

No hemos de pensar que este último progreso en la ciencia del hombre hará menos honor a nuestra comarca natal que el anterior de filosofía natural, sino que debemos más bien estimarlo como una gloria mayor, por razón de la más grande importancia de esta ciencia del mismo modo que por la necesidad que tiene de una reforma tal; pues me parece evidente que la esencia del espíritu, siendo tan descono­cida para nosotros como la de los cuerpos externos, debe ser igualmente imposible formarnos una noción de sus fuerzas y cualidades, más que por experimentos cuida­dosos y exactos y por la observación de los efectos particulares que resultan de sus diferentes circunstancias y situaciones. Y aunque debemos intentar hacer nuestros principios tan universales como sea posible, llevando nuestros experimentos lo más lejos posible y explicando todos los efectos por las causas más reducidas y simples, es aún cierto que no podemos ir más allá de la experiencia, y toda hipótesis que pretenda descubrir el origen y cualidades últimas de la naturaleza humana debe des­de el primer momento ser rechazada como presuntuosa y quimérica.

No creo que un filósofo que se aplicase tan seriamente a la explicación de los últimos principios del alma se mostraría un gran maestro en esta ciencia de la natu­raleza humana, que él pretende explicar, o muy instruido en lo que es naturalmente satisfactorio para el espíritu del hombre. Pues nada es más cierto que la desespera­ción produce casi el mismo efecto sobre nosotros que la alegría, y que tan pronto como conocemos la imposibilidad de conocer un deseo, éste se desvanece. Cuando vemos que hemos llegado a la extrema extensión de la razón humana nos detenemos contentos, aunque nos hallemos convencidos en lo capital de nuestra ignorancia y percibamos que no podemos dar una razón para nuestros principios más generales y refinados fuera de nuestra experiencia de su realidad, que es la razón del mero vulgo y que no se requiere estudio para descubrir los fenómenos más extraordinarios y particulares. Y como esta imposibilidad de hacer un progreso ulterior es suficiente para convencer al lector, el escritor puede obtener un convencimiento más delicado con su libre confesión de su ignorancia y de su prudencia, evitando el error en que tantos han caído, imponiendo sus conjeturas e hipótesis a todo el mundo como los principios más ciertos. Cuando este contentamiento y convicción mutuos puedan ser obtenidos entre el maestro y el discípulo, no sé qué más pedir a nuestra filosofía.

Mas si esta imposibilidad de explicar los últimos principios debe ser estimada como un defecto de la ciencia del hombre, me atreveré a afirmar que es un defecto común a todas las ciencias y a todas las artes a las que podamos dedicamos, ya sean las cultivadas en las escuelas de los filósofos, ya las que se practican en las oficinas de los más humildes artesanos. Ninguno de ellos puede ir más allá de la experiencia o establecer principios que no se basen sobre esta autoridad. La filosofía moral tiene de hecho esta desventaja particular que no se halla en la natural, a saber: que re­uniendo sus experimentos no puede hacerlos con un propósito, una premeditación y según un método que satisfagan en lo concerniente a toda dificultad particular que pueda surgir. Cuando yo no sé cómo conocer los efectos de un cuerpo sobre otro en alguna situación, necesito tan sólo colocarlos en esta situación y observar qué resul­ta de ellos; pero si intentase de la misma manera aclarar alguna duda en filosofía moral, colocándome en el mismo caso que yo considero, es evidente que esta re­flexión y premeditación perturbaría tanto la actuación de los principios naturales que haría imposible sacar una conclusión exacta de este fenómeno; por consiguien­te, debemos recoger nuestros experimentos en esta ciencia de una cuidadosa obser­vación de la vida humana y tomarlos tal como se presentan en el curso corriente de la vida por la conducta de los hombres en la sociedad, en los asuntos y en sus place­res. Cuando se reúnan y comparen juiciosamente experimentos de este género pode­mos esperar establecer sobre ellos una ciencia que no sea inferior en certidumbre y que sea muy superior en utilidad a toda otra que se base en la comprensión humana.

Libro Primero

Del entendimiento

Parte Primera

De las ideas: su origen, composición y abstracción

Sección Primera

Del origen de nuestras ideas.

Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones e ideas. La diferencia entre ellos consiste en los grados de fuerza y vivacidad con que se presentan a nuestro espíritu y se abren camino en nuestro pensamiento y conciencia. A las percepciones que penetran con más fuerza y violencia llamamos impresiones, y comprendemos bajo este nombre todas nues­tras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de éstas en el pensamiento y razona­miento, como, por ejemplo, lo son todas las percepciones despertadas por el presen­te discurso, exceptuando solamente las que surgen de la vista y tacto y exceptuando el placer o dolor inmediato que pueden ocasionar. Creo que no será preciso emplear muchas palabras para explicar esta distinción. Cada uno por si mismo podrá percibir fácilmente la diferencia entre sentir y pensar. Los grados comunes de éstos son fácil­mente distinguidos, aunque no es imposible en casos particulares que puedan aproxi­marse el uno al otro. Así, en el sueño, en una fiebre, la locura o en algunas emocio­nes violentas del alma nuestras ideas pueden aproximarse a nuestras impresiones del mismo modo que, por otra parte, sucede a veces que nuestras impresiones son tan débiles y tan ligeras que no podemos distinguirlas de nuestras ideas. Pero a pesar de esta próxima semejanza en pocos casos, son en general tan diferentes que nadie puede sentir escrúpulo alguno al disponerlas en dos grupos distintos y asignar a cada uno un nombre peculiar para marcar esta diferencia(2).

Existe otra división de nuestras percepciones que será conveniente observar y que se extiende a la vez sobre impresiones e ideas. Esta división es en simples y complejas. Percepciones o impresiones e ideas simples son las que no admiten dis tinción ni separación. Las complejas son lo contrario que éstas y pueden ser dividi­das en partes. Aunque un color, sabor y olor particular son cualidades unidas todas en una manzana, es fácil percibir que no son lo mismo, sino que son al menos distinguibles las unas de las otras.

Habiendo dado por estas divisiones orden y buena disposición a nuestros obje­tos, podemos aplicamos a considerar ahora con más precisión sus cualidades y rela­ciones. La primera circunstancia que atrae mi atención es la gran semejanza entre nuestras impresiones e ideas en todo otro respecto que no sea su grado de fuerza y vivacidad. Las unas parecen ser en cierto modo el reflejo de las otras, así que todas las percepciones del espíritu humano son dobles y aparecen a la vez como impresio­nes e ideas. Cuando cierro mis ojos y pienso en mi cuarto las ideas que yo formo son representaciones exactas de impresiones que yo he sentido, y no existe ninguna circunstancia en las unas que no se halle en las otras. Recorriendo mis otras percep­ciones hallo aún la misma semejanza y representación. Las ideas y las impresiones parecen siempre corresponderse las unas a las otras. Esta circunstancia me parece notable y atrae mi atención por un momento.

Después de una consideración más exacta hallo que he sido llevado demasiado lejos por la primera apariencia y que debo hacer uso de la distinción de percepciones en simples y complejas para limitar la decisión general de que todas nuestras ideas o impresiones son semejantes. Observo que muchas de nuestras ideas complejas no tienen nunca impresiones que les correspondan y que muchas de nuestras impresio­nes complejas no son exactamente copiadas por ideas. Puedo imaginarme una ciu­dad como la nueva Jerusalén, cuyo pavimento sea de oro y sus muros de rubíes, aunque jamás he visto una ciudad semejante. Yo he visto París, pero ¿afirmaré que puedo formarme una idea tal de esta ciudad que reproduzca perfectamente todas sus calles y casas en sus proporciones justas y reales?

Por consiguiente, veo que, aunque existe en general una gran semejanza entre nuestras impresiones e ideas complejas, no es universalmente cierta la regla de que son copias exactas las unas de las otras. Debemos considerar ahora qué sucede con nuestras percepciones simples. Después del examen más exacto de que soy capaz me aventuro a afirmar que la regla es válida aquí sin excepción alguna y que toda idea simple posee una impresión simple que se le asemeja, y toda impresión simple, una idea correspondiente. La idea de rojo que formamos en la obscuridad y la im­presión de éste que hiere nuestros ojos a la luz del Sol difieren tan sólo en grado, no en naturaleza. Es imposible probar por una enumeración particular que sucede lo mismo con todas nuestras impresiones simples e ideas. Cada uno puede convencer­se, con respecto a este punto, recorriendo tantas como le plazca; pero si alguno negase esta semejanza universal, no veo otro modo de convencerle más que pidién­dole que muestre una simple impresión que no tenga una idea correspondiente, o una idea simple que no tenga una impresión correspondiente. Si no respondiese a este desafio, como ciertamente no lo hará, podremos, dado su silencio y nuestra propia observación, establecer nuestra conclusión.

Así, hallamos que todas las ideas o impresiones simples se asemejan las unas a las otras, y como las complejas se forman de ellas, podemos afirmar en general que estas dos especies de percepciones son exactamente correspondientes. Habiendo descubierto esta relación, que no requiere un examen ulterior, siento curiosidad por encontrar algunas otras de sus cualidades. Consideremos qué sucede con respecto de su existencia, y con respecto a estas impresiones e ideas también cuáles de ellas son causas y cuáles efectos.

La detallada indagación de esta cuestión es el asunto del presente TRATADO, y, por consiguiente, nos contentaremos aquí con establecer la proposición general de que todas nuestras ideas simples en su primera apariencia se derivan de impresiones simples que son correspondientes a ellas y que ellas representan exactamente. Al buscar fenómenos que prueben esta proposición los hallo solamente de dos géneros, pero en cada género los fenómenos son patentes, numerosos y concluyentes. Prime­ramente me aseguro por una nueva revisión de lo que ya he afirmado, a saber: que toda impresión simple va acompañada de una idea correspondiente, y toda idea sim­ple, de una impresión correspondiente. De esta unión constante de percepciones semejantes concluyo inmediatamente que existe una gran conexión entre nuestras impresiones e ideas correspondientes y que la existencia de las unas tiene una consi­derable influencia sobre la de las otras. Una unión constante
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