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![]() MARCO TULIO CICERÓN EL ORADOR (A MARCO BRUTO) M. TVLLI CICERONIS ORATOR AD M. BRVTVM Texto latino de esta edición tomado de: http://www.thelatinlibrary.com/cicero/brut.shtml Traducción española de Marcelino Menéndez Pelayo (en los fragmentos que se ha comprobado falta de traducción se ha utilizado, rellenando las lagunas existentes, la versión de E. Sánchez Salor publicada en Alianza Editorial, Madrid, 1991). Otras obras de consulta sobre el tema: OBRAS COMPLETAS DE MARCO TULIO, T. II Menéndez Pelayo, Marcelino Traductor http://www.bibliojuridica.org/libros/libro.htm?l=788 Obras de Literatura clásica Grecolatina: http://ar.geocities.com/cayocesarcaligula/Libros.html Traducción inglesa: http://www.gutenberg.org/etext/9776 EN TORNO AL ORATOR: MODERNIDAD DE CICERÓN En este artículo el autor demuestra que la escuela aticista de Roma no puede ser disociada de este movimiento neo-ático que se dio en Grecia, Asia e Italia en ese siglo. Sus pretensiones eran la imitación del arte ático en su pureza original, estableciendo los modelos que debían ser seguidos. 1. Composición del tratado: su estructura En el año 46 a. C., apartado Cicerón de la vida pública en un retiro forzoso bajo la dictadura de César, escribe entre otras dos obras fundamentales sobre teoría retórica: el Brutus y el Orator, que junto con el De oratore, publicado nueve años antes, en el 55, constituyen la trilogía fundamental en la teoría ciceroniana de la elocuencia. Si en el De oratore había compuesto un diálogo a la manera aristotélica donde plasmar sus planteamientos sobre la mejor educación y cultura del orador, y en el Brutus realiza un inteligente repaso a la oratoria romana, analizando sus principales figuras, en esta tercera obra intenta indagar cuál es el orador ideal (en el sentido platónico). Pero al mismo tiempo la redacción de esta obra obedecía a motivos más prácticos e inmediatos. La corriente estética aticista, que había recorrido Grecia, Asia e Italia en el siglo I a. C. y que se había manifestado tanto en las artes plásticas como en las literarias, amenazaba con imponerse en la oratoria romana1. Los aticistas propugnaban una elocuencia caracterizada por la sobriedad y la selección de los modelos y sus acerbas críticas al estilo del Arpinate nos son conocidas gracias al testimonio de Quintiliano2. En lugar de una diatriba contra sus detractores, Cicerón escribió un tratado en el que defendía su estilo y sobre todo definía aquello que más lo caracterizaba, el ritmo en prosa3; además, la obra debe entenderse también como un intento de convencer al dedicatario, Bruto, buen amigo de Cicerón y al que éste veía como su posible sucesor en la oratoria romana, de que abandonase la escuela aticista y acogiese una prosa más elaborada y con mayor fuerza, aunque sus esfuerzos en este sentido fueron vanos4. La obra ha sido acusada en numerosas ocasiones de anarquía compositiva. A ello han contribuido en gran medida las frecuentes repeticiones del texto, en el que incluso se pueden hallar varias introducciones. Una explicación ingeniosa y elaborada a la aparente desorganización de este tratado fue propuesta por Remigio Sabbadini5. De los 236 parágrafos en que se divide la obra, los 97 últimos (140-236) corresponden a la teoría del ritmo en prosa, y por lo tanto constituyen una pieza aparte dentro de la estructura general. Según Sabbadini, si dividimos los primeros 139 en seis fragmentos6 y se suprimen los pares nos encontramos con que se eliminan las contradicciones y repeticiones; estas tres partes encajarían perfectamente en una hipotética carta a Bruto que constituiría la primera redacción de la obra. Posteriormente Cicerón habría añadido los otros fragmentos para elaborar así un tratado sobre el mejor estilo oratorio; el ensamblaje de distintas redacciones o la inclusión de nuevos temas habría originado la aparente desorganización estructural. Esta teoría resulta atractiva y por ello ha gozado de crédito durante mucho tiempo, siendo recogida por la mayoría de editores del Orator7. Pero recientemente Sánchez Salor8 ha puesto de relieve ciertas incongruencias en la argumentación de Sabbadini. En primer lugar, ha demostrado que el hilo conductor de la obra es doble: por un lado el concepto de decorum, por otro, la crítica a los neoáticos. Las partes eliminadas en la supuesta primera redacción evitan, es cierto, muchas repeticiones, pero también gran parte de los elementos que suponen la polémica con los neoáticos, con lo que uno de dichos hilos conductores queda truncado. Pero sobre todo lo que le parece inaceptable son ciertas agrupaciones y ciertos cortes, como el hecho de que una parte, la segunda, termine con una dedicatoria a Bruto, o que al partir los fragmentos cuarto y quinto se separe el tratamiento de la elocutio, quedando en uno la de los filósofos, historiadores y poetas y en otro la de los oradores. Según este autor, la obra tiene una estructura que obedece al siguiente esquema: los §§1-19 corresponden al prólogo y el resto (§§20-236) a la descripción del orador perfecto. Esta descripción se establece en cinco apartados de desigual extensión: §§20-32 en lo que se refiere al estilo oratorio; §§33-42 en lo que se refiere al género oratorio; §§43-112 en lo que se refiere a los officia oratoris; §§113-139 en lo que se refiere a los conocimientos del orador; §§140-236 en lo que se refiere al empleo de la prosa rítmica. La estructuración propuesta por Sánchez Salor es congruente y convincente, pero no lo son tanto sus críticas a Sabbadini. El hecho de que en los fragmentos que se habrían compuesto en primer lugar no hubiera un enfrentamiento claro con los neoáticos sólo supondría que entre ambas redacciones se agrió la polémica por algún motivo, o bien que en una originaria carta privada a Bruto el Arpinate no juzgase adecuado incluir esa crítica, que posteriormente sí sería incorporada. Por otra parte, que un fragmento termine con una dedicatoria no es tan extraño si se tiene en cuenta que es uno de los incorporados en la hipotética segunda redacción, cuando ya el autor tiene en mente la trabazón definitiva. Lo mismo ocurre con la separación del tratamiento de la elocutio: no parece inverosímil que Cicerón hubiera hablado en principio sólo de la del orador y después, una vez concebido el plan final de la obra, antepusiera la de los filósofos, historiadores y poetas. En definitiva, creemos que la interpretación de Sánchez Salor es altamente clarificadora y la compartimos, pero pensamos que no invalida la tesis de Sabbadini de la doble cronología en la redacción. 2. Filosofía y Retórica Una vez aclarada la estructura del tratado, debemos preguntarnos qué es lo que Cicerón trata en él. Como hemos apuntado al principio, si seguimos la cronología de los tres tratados ciceronianos de retórica más importantes, podemos ver una clara evolución. En el De oratore el Arpinate es magister, nos enseña cuál debe ser la educación del orador, cómo debe desenvolverse para inventar, ordenar y redactar sus discursos. En el Brutus es historicus que narra y juzga a los representantes de la oratoria romana. En el Orator, finalmente, se hace existimator, crítico en busca de un ideal artístico, el tipo eterno e inmutable que constituye la idea platónica9. Cicerón lo expresa varias veces a lo largo del tratado: «Recordemos...que voy a actuar para dar la impresión de que soy un crítico, no un maestro»10; «como dije más arriba, quiero ser un crítico, no un maestro»11; «Pero, puesto que yo no busco un orador al que instruir, sino un orador al que aprobar...»12. La evolución no sólo se constata en cuanto a la postura de Cicerón (maestro, historiador o crítico), sino al mismo tiempo en la búsqueda del modelo de elocuencia o de hombre elocuente. En el De oratore se nos ofrece una imagen virtual de la perfección oratoria centrada en la formación intelectual del orador: ni Craso ni Antonio (los interlocutores del diálogo, pertenecientes a una generación anterior a la del Arpinate) se tienen por elocuentes, pero se apunta a una posibilidad futura que podría estar encarnada, aunque nunca se nombre debido a la fecha dramática de la acción (91 a. C.), por el propio Cicerón. En el Brutus (donde es el interlocutor principal) ya se le ve como modelo que encarna el ideal oratorio. Finalmente en el Orator avanza un paso más: el modelo que se busca no es ni Demóstenes (a quien alaba constantemente como uno de los oradores más completos) ni él mismo, sino la idea platónica del orador, inalcanzable, que nunca se dará en la realidad13. Como dice De Marchi14, he ahí el porqué del título de Orator, encarnación del ideal, al igual que Maquiavelo tituló su obra el Príncipe. Este ideal es inalcanzable, pero al ser comprehensible por la mente sirve de estímulo para intentar acercarse a él. En palabras de Cicerón: « “Nunca”, dirás, “existió uno así”. Pues que no haya existido. Pero yo hablo de lo que es mi ideal, no de lo que he visto, y me remito a aquella forma e imagen platónica de que hablé, imagen que, si bien no vemos, podemos sin embargo tener en la mente»15. Esta postura de Cicerón, más definitoria de un ideal que educadora, ha sido contrapuesta a la de Quintiliano por Alberte16. Sobre las relaciones entre filosofía y retórica en la concepción ciceroniana de la elocuencia se ha escrito mucho, pero sin duda el autor a quien más se debe en este terreno es Alain Michel17. El tema es demasiado complejo para abordarlo aquí en profundidad, pero nos gustaría mencionarlo someramente porque en las conclusiones finales volveremos a hacer referencia a ello. Baste decir que con Cicerón se unen estas dos disciplinas que se habían separado e incluso nos atreveríamos a decir enemistado desde Sócrates y los sofistas: una buscaba la verdad, la esencia, y otra la opinión, la apariencia. Cicerón, en cambio, que reclama la necesidad de una profunda formación filosófica en el orador y critica la desnudez ornamental del filósofo ajeno a la elocuencia, proclama con orgullo no haber sido formado en las escuelas de los rétores sino en la Academia: «Y confieso que soy un orador -si es que lo soy, o en la medida en que lo sea- salido, no de los talleres de los rétores, sino de los paseos de la Academia»18, pues no en vano había sido discípulo del filósofo Filón de Larisa, aunque algunos autores consideran que en esta afirmación exagera, por cuestiones de oportunidad y conveniencia, su deuda con la Academia19. 3. El estilo oratorio Dentro de este breve repaso que estamos realizando a algunos puntos relevantes del Orator no podemos pasar por alto uno de los aspectos más importantes que en él trata Cicerón: nos estamos refiriendo a la teoría de los tres estilos20. Aquí se encuentra seguramente la innovación más importante del Arpinate en el terreno de la teoría retórica. Desde luego, la triple vertiente de los estilos o genera dicendi no es en absoluto novedosa, pues viene de la tradición retórica helena y se remonta a Teofrasto; una alteración que tampoco tiene excesiva relevancia es la descomposición del estilo sublime en “rudo” y “pulido” y del estilo humilde en “descuidado” y “armonioso”21. Pero lo que sí supone una trascendental novedad es, como ha puesto de relieve Douglas22, la relación que se establece entre cada uno de los tres estilos y cada una delas funciones del orador: el humilde, sutil o tenue para el docere, el medio para el delectare o conciliare, el grave, sublime o vehemente para el mouere. En la Rhetorica ad Herennium puede descubrirse ya una relación entre los tres estilos y las partes del discurso, pero no con los officia oratoris; pero no se trata de una relación explícitamente tratada como tal, sino implícita, al ilustrar el estilo sublime con una peroración, el medio con una argumentación y el humilde con un fragmento narrativo23. Es en el Orator donde encontramos por vez primera esta vinculación entre las funciones aristotélicas del orador y los genera de Teofrasto, en el siguiente pasaje: «Será, pues, elocuente...aquel que en las causas forenses y civiles habla de forma que pruebe, agrade y convenza: probar, en aras de la necesidad; agradar, en aras de la belleza; y convencer, en aras de la victoria; esto último es, en efecto, lo que más importancia de todo tiene para conseguir la vistoria. Pero a cada una de estas funciones del orador corresponde un tipo de estilo: preciso a la hora de probar; mediano a la hora de deleitar; vehemente, a la hora de convencer»24. Es decir, que los métodos para alcanzar el fin del orador, que es siempre la persuasión, son las pruebas materiales, que se presentan en un estilo sencillo y llano, la impresión causada por el carácter del hablante cuando emplea un estilo armonioso y bello, y la capacidad de mover las pasiones del auditorio con la vehemencia de su estilo más apasionado25. ¿Cuál es entonces el mejor estilo para el orador perfecto que se intenta definir? Los tres lo son, pues el mejor orador es el que los sabe conjugar y emplear según convenga a la causa en cada momento. Cicerón considera uno de sus mayores logros el ser capaz de hablar bien en los tres genera dicendi, pudiendo cambiar de uno a otro según las exigencias de cada caso, cosa que ningún otro había conseguido en Roma: «Así pues, encontramos que los oídos de nuestros ciudadanos están ayunos de esa oratoria multiforme e igualmente repartida entre todos los estilos, y he sido yo el que por primera vez, en la medida de mis posibilidades, y por poco que valgan mis discursos, me los he atraído a la increíble afición de escuchar ese tipo de elocuencia»26. De hecho, algunos autores como Kumaniecki27 han cifrado el éxito sin parangón del Arpinate frente a la decadencia de Hortensio porque este último se obstinaba en mantener un estilo vehemente, asianista, que le había reportado gran éxito en su juventud pero que no convenía a un hombre maduro, mientras que Cicerón, que en sus primeros discursos no era muy diferente de Hortensio, había alcanzado un alto grado de uarietas en su oratoria, que le permitía cambiar de uno a otro estilo según las exigencias del decorum. Él mismo lo afirma en su tratado: «Y es que ningún orador, ni siquiera los desocupados griegos, escribieron tantos discursos como yo, discursos que tienen precisamente esa variedad que yo apruebo»28. El exhaustivo análisis estilístico que de sus discursos realizó Laurand29 demuestra que la praxis de la oratoria ciceroniana sigue de cerca sus propias teorías retóricas y que no se jacta en vano de la variedad de estilos de que hizo gala. El eclecticismo entre los tres estilos es sólo aparente. Aunque las circunstancias de su polémica con los aticistas le hacen tratarlos por igual, no logra disimular su preferencia por el estilo vehemente o sublime. Como señala Alain Michel, parece desprenderse de las declaraciones de Cicerón que este estilo reúne todas las cualidades: instruye como el simple, deleita como el medio y además conmueve30. Si los ataques contra los vicios del estilo elevado son más virulentos, esto sólo se debe a la necesidad de defenderse de las acusaciones de asianismo. Así, nos dice que el que sólo se dedica al estilo llano y nunca se eleva por encima de éste, si consigue al menos la perfección en ese ámbito será un buen orador, aunque no sea el mejor; y lo mismo ocurre con el que se entrega a la práctica del estilo medio, que puede alcanzar el éxito sin arriesgarse demasiado, ya que de poca altura puede caer. En cambio, el que sólo emplea el tono vehemente es totalmente despreciable, pues al tratar determinados temas poco importantes que no exigen este estilo parecerá un loco o un borracho tambalándose en medio de sobrios31. Pero en otra parte del discurso, sin disimular su simpatía hacia este genus dicendi apasionado, dice al hablar de la fuerza patética (del pathos, del sentimiento arrebatado): «...es vehemente, encendida, impetuosa, arrebata las causas y, cuando es llevada impetuosamente, no puede de ninguna forma ser resistida. Gracias a esto último, yo, que soy un orador mediano o incluso menos, pero que recurro siempre a esa gran impetuosidad, he conseguido con frecuencia que mis adversarios se tambaleen»32. La forma de combinar los estilos, es decir, de decidir cuándo emplear uno u otro, viene determinada por el decorum, que, como ya hemos dicho antes, constituye el hilo conductor de la obra junto con la polémica contra los neoáticos. «Es elocuente», dice Cicerón, «el que es capaz de decir las cosas sencillas con sencillez, las cosas elevadas con fuerza, y las cosas intermedias con tono medio»33. |
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