Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie, y espero que seas para mí un gran apoyo






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La tarea del día en la comunidad: ¡pelar patatas!
Uno trae las hojas de periódico, otro los pelapatatas (y se queda con el mejor, naturalmente), el tercero las patatas y el cuarto el agua.

El que empieza es el señor Dussel. No siempre pela bien, pero lo hace sin parar, mirando a diestro y siniestro para ver s¡ todos lo hacen como él. ¡Pues no!

-Ana, mírrame, ¡o cojo el cuchillo en mi mano de este manerra, y pelo de arriba abajo. ¡Nein! Así no... ¡así!

-Pues a mí me parece más fácil así, señor Dussel -le digo tími­damente.

-Perro el mejor manerra es éste. Haz lo que te digo. En fin, tú sabrrás lo que haces, a mí no me imporrta.

Seguimos pelando. Como quien no quiere la cosa, miro lo que está haciendo mi vecino. Sumido en sus pensamientos, menea la cabeza (por mi culpa, seguramente), pero ya no dice nada.

Sigo pelando. Ahora miro hacia el otro lado, donde está sentado papá. Para papá, pelar patatas no es una tarea cualquiera, sino un trabajo minucioso. Cuando lee, frunce el ceño con gesto de grave­dad, pero cuando ayuda a preparar patatas, judías u otras verduras, no parece enterarse de nada. Pone cara de pelar patatas y nunca entregará una patata que no esté bien pelada. Eso es sencillamente imposible.

Sigo con la tarea y levanto un momento la mirada. Con eso me basta: la señora trata de atraer la atención de Dussel. Primer lo mira un momento, Dussel se hace el desentendido. Luego le guiña el ojo, pero Dussel sigue trabajando. Después sonríe, pero Dussel no levanta la mirada. Entonces también mamá ríe, pero Dussel no hace caso. La señora no ha conseguido nada, de modo que tendrá que utilizar otros métodos. Se produce un silencio, y luego:

-Pero, Putti, ¿por qué no te has puesto un delantal? Ya veo que mañana tendré que quitarte las manchas del traje.

-No me estoy ensuciando.

De nuevo un silencio, y luego:

-Putti, ¿por qué no te sientas?

-Estoy bien así, prefiero estar de pie. Pausa.

-iPutti, fíjate cómo estás salpicando!

-Sí, mamita, tendré cuidado.

La señora saca otro tema de conversación:

-Dime, Putti, ¿por qué los ingleses no tiran bombas ahora? -Porque hace muy mal tiempo, Kerli. -Pero ayer hacía buen tiempo y tampoco salieron a volar. -No hablemos más de ello.

-¿Por qué no? ¿Acaso no es un tema del que se puede hablar y dar una opinión?

-No.

-¿Por qué no?

-Cállate, Mammichew17.

-¿Acaso el señor Frank no responde siempre a lo que le pre­gunta la señora?

El señor lucha, éste es su talón de Aquiles, no lo soporta, y la señora arremete una y otra vez:

-¡Pues esa invasión no llegará nunca!

El señor se pone blanco; la señora, al notarlo, se pone colorada, pero igual sigue con lo suyo:

-¡Esos ingleses no hacen nada!

Estalla la bomba.

-¡Cierra el pico, maldita sea!

Mamá casi no puede contener la risa, yo trato de no mirar.

La escena se repite casi a diario, salvo cuando los señores aca­ban de tener alguna disputa, porque entonces tanto él como ella no dicen palabra.

Me mandan a buscar más patatas. Subo al desván, donde está Peter quitándole las pulgas al gato. Levanta la mirada, el gato se da cuenta y izas!, se escapa por la ventana, desapareciendo en el ca­nalón.

Peter suelta un taco, yo me río y también desaparezco.
La libertad en la Casa de atrás
Las cinco y media: Sube Bep a concedernos la libertad vesper­tina. En seguida comienza el trajín. Primero suelo subir con Bep al piso de arriba, donde por lo general le dan por adelantado el postre que nosotros comeremos más tarde. En cuanto Bep se ins­tala, la señora empieza a enumerar todos sus deseos, diciendo por ejemplo:

-Ay, Bep, quisiera pedirte una cosita...

Bep me guiña el ojo; la señora no desaprovecha ninguna opor­tunidad para transmitir sus deseos y ruegos a cualquier persona que suba a verla. Debe ser uno de los motivos por los que a nadie le gusta demasiado subir al piso de arriba.

Las seis menos cuarto: Se va Bep. Bajo dos pisos para ir a echar un vistazo. Primero la cocina, luego el despacho de papá, y de ahí a la carbonera para abrirle la portezuela a Mouschi.

Tras un largo recorrido de inspección, voy a parar al territorio de Kugler. Van Daan está revisando todos los cajones y archiva­dores, buscando la correspondencia del día. Peter va a buscar la llave del almacén y a Moffie. Pim carga con máquinas de escribir para llevarlas arriba. Margot se busca un rinconcito tranquilo para hacer sus tareas de oficina. La señora pone a calentar agua. Mamá baja las escaleras con una cacerola llena de patatas. Cada uno sabe lo que tiene que hacer.

Al poco tiempo vuelve Peter del almacén. Lo primero que le preguntan es dónde está el pan: lo ha olvidado. Delante de la puerta de la oficina principal se encoge lo más que puede y se arrastra a gatas hasta llegar al armario de acero, coge el pan y se va; al menos, eso es lo que quiere hacer, pero antes de percatarse de lo que ocurre, Mouschi le salta por encima y se mete debajo del escri­torio.

Peter busca por todas partes y por fin descubre al gato. Entra otra vez a gatas en la oficina y le tira de la cola. Mouschi suelta un bufido, Peter suspira. ¿Qué es lo que ha conseguido? Ahora Mouschi se ha instalado junto a la ventana y se lame, contento de

haber escapado de las manos de Peter. Y ahora Peter, como úl­timo recurso para atraer al animal, le tiende un trozo de pan y... ¡sí!, Mouschi acude a la puerta y ésta se cierra.

He podido observarlo todo por la rendija de la puerta.

El señor Van Daan está furioso, da un portazo. Margot y yo nos miramos, pensamos lo mismo: seguro que se ha sulfurado a causa de alguna estupidez cometida por Kugler, y no piensa en Keg.

Se oyen pasos en el pasillo. Entra Dussel. Se dirige a la ventana con aire de propietario, husmea... tose, estornuda y vuelve a toser. Es pimienta, no ha tenido suerte. Prosigue su camino hacia la ofi­cina principal. Las cortinas están abiertas, lo que implica que no habrá papel de cartas. Desaparece con cara de enfado.

Margot y yo volvemos a mirarnos. Oigo que me dice:

-Tendrá que escribirle una hoja menos a su novia mañana.

Asiento con la cabeza.

De la escalera nos llega el ruido de un paso de elefante; es Dussel, que va a buscar consuelo en su lugar más entrañable. Seguimos trabajando. ¡Tic, tic, tic...! Tres golpes: ¡a comer!

Lunes, 23 de agosto de 1943
Cuando el reloj da las ocho y media...

Margot y mamá están nerviosas. «¡Chis, papá! ¡Silencio, Otto! ¡Chis, Pim! ¡Que ya son las ocho y media! ¡Vente ya, que no pue­des dejar correr el agua! ¡No hagas ruido al andar!» Así son las distintas exclamaciones dirigidas a papá en el cuarto de bañó. A las ocho y media en punto tiene que estar de vuelta en la habitación. Ni una gota de agua, no usar el retrete, no andar, silencio abso­luto. Mientras no está el personal de oficina, en el almacén los rui­dos se oyen mucho más.

A las ocho y veinte abren la puerta los del piso de arriba, y al poco tiempo se oyen tres golpecitos en el suelo: la papilla de avena para Ana. Subo trepando por las escaleras y recojo mi plati­llo para perros.

De vuelta abajo, termino de hacer mis cosas corriendo: cepi­llarme el pelo, guardar el orinal, volver a colocar la cama en su si­tio. ¡Silencio! El reloj da la hora. La señora cambia de calzado: co­mienza a desplazarse por la habitación en pantuflas; también el

señor Charlie Chaplin se calza sus zapatillas; tranquilidad ab­soluta.

La imagen de familia ideal llega a su apogeo: yo me pongo a leer o a estudiar, Margot también, al igual que papá y mamá. Papá -con Dickens y el diccionario en el regazo, naturalmente- está sentado en el borde de la cama hundida y crujiente, que ni siquiera cuenta con colchones como Dios manda. Dos colchonetas super­puestas también sirven. «No me hacen falta, me arreglo perfecta­mente sin ellas.»

Una vez sumido en la lectura se olvida de todo, sonríe de tanto en tanto, trata por todos los medios de hacerle leer algún cuento a mamá, que le contesta;

-¡Ahora no tengo tiempo!

Por un momento pone cara de desencanto, pero luego sigue leyendo. Poco después, cuando otra vez encuentra algo divertido, vuelve a intentarlo:

-¡Ma, no puedes dejar de leer esto!

Mamá está sentada en la cama plegable, leyendo, cosiendo, ha­ciendo punto o estudiando, según lo que toque en ese momento. De repente se le ocurre algo, y no tarda en decir:

-Ana, ¿te acuerdas...? Margot, apunta esto...

Al rato vuelve la tranquilidad. Margot cierra su libro de un golpe, papá frunce el ceño y se le forma un arco muy gracioso, reaparece la «arruga de la lectura» y ya está otra vez sumido en el libro, mamá empieza a charlar con Margot, la curiosidad me hace escucharlas. Envolvemos a Pim en el asunto y... ¡Las nueve! ¡A desayunar!

Viernes, 1o de setiembre de 1943
Querida Kitty:

Cada vez que te escribo ha pasado algo especial, pero la mayoría de las veces se trata de cosas más bien desagradables. Ahora, sin embargo, ha pasado algo bonito.

El miércoles 8 de setiembre a las siete de la tarde estábamos es­cuchando la radio, y lo primero que oímos fue lo siguiente: Here follows the best news from whole the war: Italy has capitulated! ¡Ita­ lia ha capitulado incondicionalmente! A las ocho y cuarto empezó a transmitir Radio Orange: «Estimados oyentes: hace una hora y quince minutos, cuando acababa de redactar la crónica del día, llegó a la redacción la muy grata noticia de la capitulación de Ita­lia. ¡Puedo asegurarles que nunca antes me ha dado tanto gusto ti­

rar mis papeles a la papelera!»

Se tocaron los himnos nacionales de Inglaterra y de Estados Unidos y la Internacional rusa. Como de costumbre, Radio Orange levantaba los ánimos, aun sin ser demasiado optimista.

Los ingleses han desembarcado en Nápoles. El norte de Italia ha sido ocupado por los alemanes. El viernes 3 de setiembre ya se había firmado el armisticio, justo el día en que se produjo el de­sembarco de los ingleses en Italia. Los alemanes maldicen a Badoglio y al emperador italiano en todos los periódicos, por traidores.

Sin embargo, también tenemos nuestras desventuras. Se trata del señor Kleiman. Como sabes, todos' le queremos mucho, y aunque siempre está enfermo, tiene muchos dolores y no puede comer ni andar mucho, anda siempre de buen humor y tiene una valentía admirable. «Cuando viene el señor Kleiman, sale el sol», ha dicho mamá hace poco, y tiene razón.

Resulta que deben internarlo en el hospital para una operación muy delicada de estómago, y que tendrá que quedarse allí por lo menos cuatro semanas. Tendrías que haber visto cómo se despi­dió de nosotros: como si fuera a hacer un recado, así sin más.

Tu Ana
Jueves, 16 de setiembre de 1943
Querida Kitty:

Las relaciones entre los habitantes de la Casa de atrás empeoran día a día. En la mesa nadie se atreve a abrir la boca -salvo para deslizar en ella un bocado-, por miedo a que lo que diga resulte hiriente o se malinterprete. El señor Voskuijl nos visita de vez en cuando. Es una pena que esté tan malo. A su familia tampoco se lo pone fácil, ya que anda siempre con la idea de que se va a morir pronto, y entonces todo le es indiferente. No resulta difícil ha­cerse una idea de la atmósfera que debe reinar en la casa de los Voskuijl, basta pensar en lo susceptibles que ya son todos aquí.

Todos los días tomo valeriana contra el miedo y la depresión, pero esto no logra evitar que al día siguiente esté todavía peor de ánimo. Poder reír alguna vez con gusto y sin inhibiciones: eso me ayudaría más que diez valerianas, pero ya casi nos hemos olvidado de lo que es reír. A veces temo que de tanta seriedad se me estirará la cara y la boca se me arqueará hacia abajo. Los otros no lo tienen mejor; todos miran con malos presentimientos la mole que se nos viene encima y que se llama invierno.

Otro hecho nada alentador es que Van Maaren, el mozo de al­macén, tiene sospechas relacionadas con el edificio de atrás. A una persona con un mínimo de inteligencia le tiene que llamar la aten­ción la cantidad de veces que Miep dice que va al laboratorio, Bep al archivo y Kleiman al almacén de Opekta, y que Kugler sostenga que la Casa de atrás no pertenece a esta parcela, sino que forma parte del edificio de al lado.

No nos importaría lo que Van Maaren pudiera pensar del asunto, si no fuera porque tiene fama de ser poco fiable y porque es tremendamente curioso, y que no se contenta con vagas expli­caciones.

Un día, Kugler quería ser en extremo cauteloso: a las doce y veinte del mediodía se puso el abrigo y se fue a la droguería de la esquina. Volvió antes de que hubieran pasado cinco minutos, su­bió las escaleras de puntillas y entró en nuestra casa. A la una y cuarto quiso marcharse, pero en el descansillo se encontró con Bep, que le previno que Van Maaren estaba en la oficina. Kugler dio media vuelta y se quedó con nosotros hasta la una y media. Entonces se quitó los zapatos y así, a pesar de su catarro, fue hasta la puerta del desván de la casa de delante, bajó la escalera lenta y sigilosamente, y después de haberse balanceado en los escalones durante quince minutos para evitar cualquier crujido, llegó a la oficina como si viniera de la calle.

Bep, que mientras tanto se había librado un momento de Van Maaren, vino a buscar a Kugler a casa, pero Kugler ya se había marchado hacía rato, y todavía andaba descalzo por las escaleras. ¿Qué habrá pensado la gente en la calle al ver al señor director po­niéndose los zapatos fuera?

Tu Ana

Miércoles, z9 de setiembre de 1943
Querida Kitty:

Hoy cumple años la señora Van Daan. Aparte de un cupón de racionamiento para comprar queso, carne y pan, tan sólo le hemos regalado un frasco de mermelada. También el marido, Dussel y el personal de la oficina le han regalado flores y alimentos exclusiva­mente. ¡Los tiempos no dan para más!

El otro día a Bep casi le da un ataque de nervios, de tantos reca­dos que le mandaban hacer. Diez veces al día le encargaban cosas, insistiendo en que lo hiciera rápido, en que volviera a salir o en que había traído alguna cosa equivocada. Si te pones a pensar en que abajo tiene que terminar el trabajo de oficina, que Kleiman está enfermo, que Miep está en su casa con catarro, que ella misma se ha torcido el tobillo, que tiene mal de amores y en casa un padre que se lamenta continuamente, te puedes imaginar cuál es su estado. La hemos consolado y le hemos dicho que si nos di­jera unas cuantas veces que no tiene tiempo, las listas de los reca­dos se acortarían automáticamente.

El sábado tuvimos un drama, cuya intensidad superó todo lo vi­vido aquí hasta el momento. Todo empezó con Van Maaren y ter­minó en una disputa general con llanto. Dussel se quejó ante mamá de que lo tratamos como a un paria, de que ninguno de no­sotros es amable con él, de que él no nos ha hecho nada, y le largó toda una sarta de halagos y lisonjas de los que mamá felizmente no hizo caso. Le contestó que él nos había decepcionado mucho a todos y que más de una vez nos había causado disgustos. Dussel le prometió el oro y el moro, pero como siempre, hasta ahora nada ha cambiado.

Con los Van Daan el asunto va a acabar mal, ya me lo veo venir. Papá está furioso, porque nos engañan. Esconden carne y otras cosas. ¡Ay, qué desgracia nos espera! ¡Cuánto daría por no verme metida en todas estas trifulcas! ¡Ojalá pudiera escapar! ¡Nos van a volver locos!

Tu Ana

Sábado, 17 de setiembre de 1943
Querida Kitty:

Ha vuelto Kleiman. ¡Menos mal! Todavía se le ve pálido, pero sale a la calle de buen humor a vender ropa para Van Daan.

Es un hecho desagradable el que a Van Daan se le haya acabado completamente el dinero. Los últimos cien florines los ha perdido en el almacén, lo que nos ha traído problemas. ¿Cómo es posible que un lunes por la mañana vayan a parar cien florines al almacén? Todos motivos de sospecha. Entretanto, los cien florines han vo­lado. ¿Quién es el ladrón?

Pero te estaba hablando de la escasez de dinero. La señora no quiere desprenderse de ninguno de sus abrigos, vestidos ni zapa­tos; el traje del señor es difícil de vender, y la bicicleta de Peter ha vuelto de la subasta, ya que nadie la quiso comprar. No se sabe cómo acabará todo esto. Quiera o no, la señora tendrá que renun­ciar a su abrigo de piel. Según ella, la empresa debería mantener­nos a todos, pero no logrará imponer su punto de vista. En el piso de arriba han armado una tremenda bronca al respecto, aunque ahora ya han entrado en la fase de reconciliación, con los respecti­vos «¡Ay, querido Putti!» y «¡Kerli preciosa!».

Las palabrotas que han volado por esta honorable casa durante el último mes dan vértigo. Papá anda por la casa con los labios apretados. Cuando alguien lo llama se espanta un poco, por miedo a que nuevamente lo necesiten para resolver algún asunto deli­cado. Mamá tiene las mejillas rojas de lo exaltada que está, Margot se queja del dolor de cabeza, Dussel no puede dormir, la señora se pasa el día lamentándose y yo misma no sé dónde tengo la cabeza. Honestamente, a veces ya ni sé con quién estamos reñidos o con quién ya hemos vuelto a hacer las paces.

Lo único que me distrae es estudiar, así que estudio mucho.

Tu Ana

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