La formación permanente del traductor. Una necesidad apasionante






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LA FORMACIÓN PERMANENTE DEL TRADUCTOR. UNA NECESIDAD APASIONANTE
Sergio Viaggio, Naciones Unidas

... There is a mode of implicit theorisation within translational practice, since the generation of alternative [translations] depends on a series of at least intuitively applied hypotheses. Even though this theorisation usually never becomes explicit, the ability to develop and manipulate hypothetical [translations]] is an essential part of translational competence. Unsung theory -a set of premises resulting from theorisation- may... be seen as the constant shadow of what translators do every day; it is what improves as student translators advance in their specific craft; it is the mostly unappreciated form of the confidence slowly accrued through the making of countless practical decisions; it is what most competent translators know without knowing that they know it. A. Pym (1992a: 175-6)1

Introducción
Este trabajo está fundamentalmente dirigido a los purretes de la profesión, a los traductores pollos y a los pichones de traductor que apenas empiezan a dar tímidos pero impacientes picotazos a la cáscara del académico huevo. A fuer de años y años de probar, equivocarnos y reflexionar, sus mayores hemos llegado hasta aquí. Si Uds. vuelven a partir desde donde partimos nosotros, tampoco van a poder llegar sino hasta aquí. Por eso los veteranos nos esforzamos por objetivar y transmitir nuestras experiencias e ideas, para que a Uds. nos les tome toda su vida aprenderlas -basta con la nuestra- y puedan recoger la antorcha y seguir adelante. ¡Buena suerte, entonces, mis tan queridos y cada vez más distantes jóvenes!

1. Del traductor como chofer y como pianista

Según mi experiencia, existe entre la mayoría de los traductores e intérpretes (en adelante, simplemente traductores) una concepción errada de nuestra profesión2: suelen creer que si uno ya es traductor no queda mucho más por aprender sobre la traducción. Recibirse de traductor y/o afianzarse más o menos en el mercado se toman un poco como sacar el registro: ya se sabe manejar y no tiene mayor sentido seguir aprendiendo; la muñeca viene sola y en la calle. Así, la mayor parte de los colegas creen que para desarrollarse profesionalmen­te, para ser mejores profesionales, todo se ciñe a adquirir más vocabulario, conocimien­tos temáticos más vastos y mayor pericia con los chiches electróni­cos. Como un pianista que creyese que una vez que ha sacado el diploma del Conservatorio, la cosa fuera no más que ampliar el repertorio y aprender a manejar teclados psicodélicos.

Pero sucede que, así como hay maneras anticuadas -obsoletas incluso- o erradas de tocar Bach y técnicas anticuadas -obsoletas incluso- o anatómicamen­te nocivas para pulsar las teclas3, las hay de traducir. Por otra parte, igual que las características del piano, la acústica de la sala y la idiosincrasia de los demás instrumentistas aconsejan o desaconsejan según el caso determinadas maneras de tocar, independien­temente de su valor en abstracto, las característi­cas del original, lo mismo que las de nuestros clientes y destinatarios, no pueden menos de modificar nuestro abordaje del traducir. El traductor que traduce todo igual, como el pianista que toca todo igual o el chofer que maneja siempre igual, tiene mucho, muchísimo que aprender. Siempre hay una manera mejor, más adecuada, más eficiente de traducir, y no tiene que ver tanto con nuestros conoci­mientos de los idiomas ni del vocabulario técnico ni del tema, sino con la esencia de la traducción como acto de comunicación interlingüe mediada, es decir como proceso mediante el cual un acto de habla entre determinados locutor e interlocutor en determina­dos idioma, situación, momento y cultura es re-producido por el traductor en función de otros interlocutores, idioma, situación, momento y cultura (recojo aquí en lo fundamental la definición de García Landa 1990a y b4). Como con las nuevas técnicas o concepción musical del pianista, esa manera mejor suele habérsele ocurrido a otro. Y si ese otro ha tenido la solidaria decencia de consignar su descubrimien­to, en algún sitio ese descubrimiento nos aguarda para que lo podamos asimilar, incorporar y desarrollar todos los demás traductores. Como veremos, ese lugar es el que Popper llama mundo tres, el de los productos de la mente humana, donde se halla depositado todo el acervo del conoci­miento objetivo.

2. Algunas reflexiones sobre la traducción y la traductología

Se ha dicho que la traducción se reduce a una lectura inteligente seguida de una competente escritura. No es cierto. Si así fuera, cualquier lector inteligente y escritor baquiano que conociese dos lenguas podría traducir como un profesional. A despecho de afirmaciones contrarias -casi siempre interesa­das- no suele ser así. La audacia para desaferrarse del original, la distancia para aquilatar los objetivos a que obedecen los textos de partida y de llegada requiere algo más entre leer y escribir; y eso sólo lo da la teoría de la traducción.

Los avances en traductología, el refinamiento y la concre­ción del concepto mismo de traducción, su delimitación paulatina de fenómenos periféricos como la adaptación5 son producto de una comprensión más profunda del lenguaje, el discurso y la comunica­ción. Es lógico, entonces, que el apuntala­miento de la teoría de nuestro oficio provenga de gran número de disciplinas que estudian diversos aspectos pertinentes de los tres mundos: la lingüística, la estilística, la teoría literaria, el análisis del discurso, la teoría de la comunica­ción, la etnología, la psicología cognitiva, la neurofisio­logía, etc.; es decir aquellas que -de una u otra forma y a diferentes niveles- nos explican, describen o aclaran qué es y cómo opera la comunicación. No podemos avanzar sino con ellas, pero tampoco podemos quedarnos atrás.

3. Pasar del Tercer Mundo al mundo tres

Y aquí es donde entra Karl Popper6, el insigne filósofo de la ciencia. Frente al tradicional dualismo cuerpo/mente, Popper distingue tres mundos, llamados con admirable sencillez mundos uno, dos y tres. El mundo uno es el de los objetos materiales, incluidos nuestro cuerpo y demás organismos, el dos el de los estados mentales y las emociones del individuo, y el tres -y esta es una de las aportaciones decisivas de Popper- el de los productos del espíritu humano, el de las ideas, las religiones, los mitos, los prejuicios, el arte y la ciencia. Allí están, también, las teorías de la interpreta­ción musical y de la traducción. El mundo dos (el subjetivo de cada uno) media entre el uno (el material) y el tres (el de todo aquello que la humanidad ha pensado). Cuando leemos un libro o el diario, cuando vamos al cine, cuando asistimos a un congreso sobre traducción, nos 'enchufamos' en el mundo tres. Sólo a través de él podemos trascender los límites de nuestra propia experien­cia, de nuestra propia capacidad de pensar. Y es así como desde que Arquíme­des objetivó su principio, ya no hace falta meterse en la bañadera para descubrir que un cuerpo sumergido desplaza una cantidad de líquido igual a su volumen7.

Los traductores estamos entre los grandes beneficiarios de ese mundo. Conocemos, por lo pronto, más de un idioma y hemos leído más que el común de los mortales. También, con nuestras traducciones, estamos entre los que más han contribuido a él. Sin embargo, como decía, los más de nosotros dejamos sin explorar y, desde luego, sin explotar todo lo que el mundo tres guarda en materia de traducción propiamente dicha. Cuando recurrimos a él, cuando penetramos en su infinita biblioteca, suele ser para consultar gramáticas, diccionarios o enciclopedias que nos ayuden a resolver problemas aislados, pero que no desarrollan nuestra manera de abordar los textos, nuestra metodología, nuestra manera de traducir, nuestra concepción de la tarea, nuestra teoría de la traducción; es decir el sistema articulado -y no el simple amontona­miento- de nociones y criterios, basados, desde luego, en nuestra experiencia e ideas personales, pero enormemente enriquecidos gracias a lo que otros traductores, profesores de traducción, traductólogos, especialistas en lingüística del texto, en filosofía del lenguaje, en teoría de la comunicación, etc. han experimen­ta­do, pensado y propuesto, así como a la crítica a que han sometido esas ideas propias y ajenas.

A mi modo de ver, esa es en especial la gran limitación de los traductores intuitivos y autodidactas, de aquellos que, como yo mismo, para bien o para mal hemos recalado en la profesión. Su conocimien­to, su criterio de la traducción como forma particular de mediar entre dos culturas y trasladar textos de una a otra, de generar un segundo acto de habla sobre la base de uno primero -esencia fundamental de nuestro quehacer- son casi exclusiva­mente subjetivos. Ese conocimiento y ese criterio subjetivos sólo pueden desarrollarse si se analizan críticamente, y ese análisis crítico exige la confronta­ción. Para criticar y comparar nuestra concepción subjetiva de la traducción, es preciso verbalizarla, ponerla "allí" y ver si de veras se aplica e igualmente bien a todas las situaciones, a todos los textos, a todos los clientes; si sirve para generar todos esos segundos actos de habla -siempre inéditos y singulares- que la profesión requiere. Una vez que los hemos verbalizado, nuestros criterios se hacen objetivos, con lo que pasan al umbral del mundo tres. Y apenas los comunicamos o los comenta­mos, quedan instala­dos en él, expuestos a ser asimilados, criticados y desarrolla­dos; por otros, sí, pero sobre todo por nosotros mismos. Solo así conseguimos mejorar de verdad.

Armado de un sólido andamiaje teórico, en efecto, el traductor no está ya a la exclusiva merced de su intuición, competencia y buena suerte; como no lo está el médico ante cada paciente, pues el conocimiento objetivo, el saber profesio­nal colectivo permiten al practicante calificado de cualquier disciplina una visión global de su quehacer concreto. Y ahora que el grueso de las traducciones está relaciona­do con la producción económica y que ha surgido una enorme necesidad social de traductores profesionales, el oficio de aficionados va transformándose precisamente en eso, en una profesión hecha y derecha, es decir en la práctica consciente, socialmente condicionada y reconocida de una disciplina que va desarrollándose a la par de las fuerzas productivas. No es casual, como vemos, que la traductología se encuentre más desarrollada donde las traducciones son mejores, ni que las traducciones sean mejores allí donde mejor las pagan, ni que las paguen mejor donde se entienden más inmediatamente como accesorios fundamentales de la economía. Tanto, que el traductor de textos literariamente anodinos pero relacionados con la política, la industria o el comercio puede ganar mucho más que los herederos de Dryden o Gerard de Nerval.

Pero todavía falta mucho. Con nuestro título desprotegido y la formación librada muchas veces al azar, la brecha entre nuestros saberes objetivo y subjetivos es mucho mayor que en las profesiones estableci­das (especialmente en los países menos industrializados). Al punto que muchísimos colegas ni siquiera ven la traducción como una forma particular de la comunicación. Es una pena, claro, pero natural en el estado presente: estamos en una etapa en que el pensamiento científico apenas comienza a filtrarse entre nosotros, en que las ideas y descubrimientos individuales recién empiezan a estructurarse en un conoci­miento sistemático, en que por fin estamos empezando a salir al mundo tres: a leernos y criticarnos.

4. El mundo tres y sus insospechados tesoros traductológicos

¿Y qué puede decirnos acerca de nuestra profesión, de nuestra tarea, ese mundo tres -¡ay, a veces tan inaccesible desde el Tercer Mundo!- que nos ayude a traducir mejor y con mayor eficiencia? Al fin y al cabo, de eso, que no de otra cosa, depende nuestro éxito profesional y económico. Hasta hace unos treinta o cuarenta años, las contribuciones no habían sido de traducto­res, sino de gente que traducía. De Cicerón a Titler, de San Jerónimo a Ortega y Gasset, hablan los literatos, los filósofos, los diletantes más o menos geniales, que nunca debieron depender del oficio para pagar el alquiler, ni se habrían dignado jamás traducir el manual de instrucciones de una ballesta o una partida de nacimiento del Imperio Austrohún­garo. Eso, que hoy llamamos textos pragmáticos o utilitarios, Schleiermacher se lo dejaba a los escribas intonsos, o sea a nosotros. La profesión de traductor, como la de intérprete simultáneo, es criatura de la posguerra, y todas las reflexiones genuinamente pertinentes provienen de sus primeros proletarios, sobre todo de aquellos que vieron la necesidad imposterga­ble de empezar a enseñarla. Y ahí sí que nuestro mundo tres empieza en verdad a enriquecerse a pasos agigantados.

Si en los albores de la traductología (allá por la estilística comparada de Vinay y Dalbernet y los atisbos geniales de Mounin) la cosa se limitaba casi exclusiva­mente a detectar problemas de lengua y recomendar maneras de neutralizarlos, se comprende ahora que hay tantas traducciones válidas de un texto como diferentes usos tienen las versiones en lengua terminal. La equivalencia dinámica de Nida, los métodos comunicati­vo y semántico de Newmark, la teoría interpreta­tiva de Seleskovitch, la Skopostheorie de Vermeer y Reiss, la aplicación que hace Gutt de la teoría de la pertinencia y el análisis de la traducción como caso especial de la transferen­cia de textos propuesto por Pym no son sino intentos cada vez más refinados de conceptuali­zar este decisivo salto epistemológico. Todos ellos han sido etapas dialécticas en la evolución de la idea de qué es la traducción, qué propósitos debe8 fijarse en general y en cada caso, y cómo pueden lograrse. Y todos han dado fundamento teórico a, precisamente, distintas maneras de traducir9. Cualquier profesional serio y calificado que haya seguido esta evolución no habrá podido menos de refinar asimismo su práctica. Pero, como venía diciendo, este proceso dista todavía mucho de impregnar la praxis general, y la mayoría de los traductores traducen sin darse cuenta siquiera de que se les pide que traduzcan textos funcionalmente distintos, de modo que un aviso publicitario, una receta, un contrato, hasta un poema se encaran igual, como si todos los actos de habla originales fueran idénticos, e idénticos a ellos y, por ende, entre sí debieran resultar también los actos segundos que nos toca generar. Y sin embargo, como las ideas no pertenecen a quienes las han tenido sino a quienes saben valerse de ellas, cualquiera de nosotros puede hacer suyas, totalmente o en parte, las que proponen los expertos y extrapolar­las para decidir en forma más y más ajustada la manera de abordar cada problema, cada texto, cada encargo.

Hay, desde luego, muchas teorías -a menudo encontradas- en esa colosal marmita del mundo tres. Algunas las conozco directa­mente, otras de mentas no más. Mi práctica no ha dejado de mejorar casi con cada cucharón que he sacado. Así he ido confeccionándome mi propio guiso con lo que me ha parecido atinado en cada una, más algún aderezo de mi propia cosecha. Y hoy lo he vertido en este texto, que ahora regresa a enriquecer el caldero original.

5. Mi propia concepción

Puedo resumirla de esta manera. Hurgando en el mundo tres, he podido sonsacar con los años y entre otras cosas que lo primero que debo preguntarme es quién y por qué me pide que traduzca este texto, para que lo lea quién con qué fin; en otras palabras, qué tipo de acto de habla me toca iniciar o re-producir. Ese es el skopos, la finalidad de la traducción, y ese skopos determina mi estrategia global; a él se supeditarán todas mis decisiones tácticas. Con frecuencia, este abordaje me lleva a hacer muchas preguntas y sugerencias antes de encender la computado­ra, porque ya no traduzco igual para el público lego que para el informado, para enterar que para convencer10. Sólo después hinco el diente al original, que tomo como la materialización lingüística de un querer decir individual o colectivo, personal o institucional. Para mí, las palabras no son más que pruebas circunstanciales del sentido: pienso que, frente a ellas, el traductor debe erigirse en Sherlock Holmes o Sigmund Freud (sus métodos son casi idénticos). No me interesa tanto qué dice el original como qué quiere decir, qué quiere hacer el autor u originador a través de ese texto, porque a partir de Grice, pasando por Austin y Searle, sabemos que decir es hacer11.

Comprendo ahora que todo texto se presta a tantas interpre­taciones (más o menos adecuadas) como una partitura, pues ni el lenguaje articulado ni la notación musical permiten consignar todo lo que se pretende comunicar. Toda lectura es, por consi­guiente, una interpretación; sólo que la traducción es una interpretación ostensible y, por ende, inmediatamente criticable. Me sé obligado, pues, a quemar naves a cada paso y a responder por cada una que incinero. Sé, además, que el destinatario tiene conocimientos, expectativas y necesidades diferentes, y que esas diferencias aconsejan o exigen toda clase de ajustes. Sobre la base del primer acto de habla -que no puedo modificar, y esta es mi limitación- y de las instrucciones del cliente -en las que sí puedo, a veces, influir- me toca generar un segundo acto, esta vez en la lengua terminal, sopesando la nueva relación dialéctica entre el querer decir y la intención pragmática originales, las instrucciones del cliente y los nuevos destinatarios, que han de traer a su extremo de este nuevo acto expectativas, conocimientos y actitudes diferentes -acto que iniciaré en función de mi análisis de todas estas circunstancias y de mi destreza, y esa es mi libertad responsable-. (El traductor cobra, fundamental­mente, porque, sobre la base de su saber específico, ejerce una libertad responsable, que es lo que jamás podrá hacer ninguna máquina esclava... ni ningún advenedizo ignaro, por más idiomas que sepa o crea saber.)

Así pues, como no soy autor sino traductor, mi texto -bien que casi siempre autónomo en la lengua y cultura de llegada- no es totalmente mío. Debe guardar cierta relación necesaria (aunque diferente en cada caso) con el original, con su contenido, con su intención e incluso con su forma; debe serle -de una u otra manera, en una u otra medida- "fiel". Una vez más, es en el mundo tres donde he podido hallar y analizar críticamente el riquísimo debate sobre la fidelidad en traducción12. Sólo una idea atinada de la fidelidad (que, como he llegado a ver, no es únicamente al original, pues soy un mediador, y como tal, tengo, por lo menos, una doble lealtad; triple si contamos al que me paga) me permite no gastar pólvora en chimangos y traducir, entonces, mejor y más rápido. Y he aquí que Popper, que no es traductor ni habla de traducción, me ha dado la clave decisiva: Words do not matter, so long as no one is misled by them [mientras no llamen a engaño a nadie, las palabras no importan]. Hasta nuevo aviso, ése será mi lema (y debiera serlo, pienso, de todo traductor). Me define la fidelidad en forma negativa; ya no me preocupa tanto qué tengo que hacer con las palabras, como qué no tengo que hacer con ellas: llamar a engaño respecto del querer decir original dentro del skopos de la traducción. Entiendo que el lenguaje es meramente vehicular, y que sus características formales sólo adquieren pertinencia en la medida en que en ellas se plasme algo de la substancia pertinente del querer decir (y ahí sí entran en juego los efectos formales como la rima, el metro, el estilo, el registro y tantas otras cosas que, de otro modo, carecen de sentido propio alguno y pasan a ser totalmente negociables). Pues en tanto las palabras, la forma no dificulten, perturben o empobrezcan innecesaria o injustificadamente el entender, todo vale: las adiciones, las omisiones, los atajos, los circunloquios, las adaptacio­nes, los cambios de registro, etc.

De Seleskovitch y la Escuela de París he aprendido la lección fundamen­tal de que el traductor traduce para que el destinatario entienda, para que un segmento pertinente del mundo dos (el querer decir del autor), objetivado en el mundo tres (el texto) como elemento del mundo uno (el papel), vuelva a convertirse pertinentemente en mundo dos (el haber entendido del destinatario). Hِrmann13 (otro no traductor) me ha hecho ver, por su parte, la asimetría entre querer decir y entender, que persiguen fines diferentes. Es más, hay diferentes entenderes y distintos querer entender (el mismo querer decir del acusado no desemboca en idéntico querer entender según lo escuche su madre, su abogado, el fiscal, el juez o el taquígrafo). También es fundamental, desde luego, la respectiva capacidad de decir del emisor o de entender del receptor, que no todo querer decir logra decirse bien ni todo querer entender consigue enten­der de veras. Comprendo ahora que para el traductor sólo están verdadera­mente dados los puntos de origen y de llegada: el querer y poder decir previo al texto y distinto, por ende, de él, y el corres­pondiente querer y poder entender -singular o múltiple- que dará lugar a un entender posterior al texto y también distinto, entonces, de él. Descu­brirlos -o adivinarlos- es, acaso, mi responsabi­lidad máxima, pues sólo así puedo lograr que el querer decir original se entienda adecuadamente. Entre esos dos polos, mediamos el texto original inmerso en su (sub)cultura y articulado en la lengua de partida, yo y mi texto traducido inmerso en la nueva (sub)cultu­ra y articulado en la lengua de llegada. Soy el pilar que sostiene, separa y une dos tramos de un mismo puente por donde debe fluir el habla del locutor original al destinatario de la traduc­ción: en mí termina el acto de habla original y comienza el segundo. Si ese puente, por primoroso que se vea, no permite el tránsito del habla, es como el submarino de que habla Gila: de pintura bien, pero no flota.

Nord, House y Gutt me revelan que lo que Newmark llama traducción semántica y comunicativa se explican mejor de otra manera: La traducción puede ser documental (Nord), patente (House) o directa (Gutt) -o sea representar el texto original en la otra lengua/cultura- o, respectivamente instrumental, encubierta o indirecta -valiendo autónomamente como documento de la lengua/cultura meta-14. Armado de esta teoría, traduzco y, si es necesa­rio, explico y defiendo mis soluciones ante usuarios, clientes y colegas. Este debate constante me enriquece y me permite perfeccionar cada vez más mi práctica.

Todo esto he venido aprendiendo entre mis incursiones en el mundo tres y mi trabajo cotidiano. Pero en el mundo tres hay más, mucho más que me parece menos pertinente, o desatinado, o aburrido, o que no he comprendido bien, o que no conozco. Y seguirá habiendo cada vez más. Soy consciente de que no puedo permitirme el lujo de solazarme en lo que ya sé, en lo que ya se me ha ocurrido. En este trabajo, por ejemplo, sostengo cosas que ya había dicho muchas veces (en especial Viaggio 1992a, b y c), pero careciendo del magnífico asidero de los modelos de Popper y Hِrmann; más aún, hasta hace unos meses ni conocía su existencia. Como he procurado mostrarles, el mundo tres de la traductología (accedido a través de lecturas, charlas con amigos, congresos de traductores) me ha permitido acceder, a su vez, a un segmento pertinente del mundo tres de la filosofía y de la comunica­ción. Tengo ahora una visión más rica de mi misión como traductor y de los criterios e instrumentos necesarios para cumplirla con éxito.

Pero hay algo más importante. Con cada incursión en el mundo tres -¡ay, tan lleno también de baratijas!- regreso a mi mundo dos sintiéndome mejor traductor, más profesional, más convencido de esta fe y muchísimo más resuelto a defenderla de sus detractores y a propagarla entre los colegas que no la comparten; vuelvo con mayor entusiasmo, con redoblada pasión, más feliz.
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