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SOR JUANA INES DE LA CRUZ Margo Glantz Hija natural de la criolla Isabel Ramírez Santillana y del capitán español Pedro Manuel de Asbaje y Vargas, Juana Inés de Asbaje y Ramírez n. el 12 de noviembre de 1648 en San Miguel Neplanta; y m., víctima de la peste, el 17 de abril de 1695 en el convento de San Jerónimo. Junto a su contemporáneo Carlos de Sigüenza y Góngora (V.), Sor Juana es quizá la figura más descollante de la literatura y del barroco (V.) de la llamada Nueva España durante la segunda mitad del siglo XVII. Observadora infatigable de las leyes naturales en todos los niveles, desde su cotidianidad (freír huevos, guisar, hacer unas vainicas), y preocupada por la máxima abstracción científica a la que le era dado llegar en su época –cf. las metáforas de El Sueño (V.)–, Sor Juana interioriza admirablemente las reglas más estrictas y definitivas de su sociedad, acepta y amenaza el orden establecido para la mujer, con la misma tranquilidad con que asimila a la perfección las métricas, los ritmos, las retóricas, en fin, el estilo de su tiempo. Dentro de esas normas se mueve con la cautela de quien sabe que está en el filo de la navaja, y cuya existencia depende de una estricta vigilancia sobre el hilo que hilvana su vida y la define (“Vivo siempre tan desconfiada de mí...”; IV, 460). Su fama fue creciendo a medida que sus proezas intelectuales provocaban el “pasmo” en la Corte virreinal, primer espacio “cultural” en el que se desenvuelve su vida y su obra. Desde muy joven, como doncella de honor de la Marquesa de Mancera, es causa de atracción general. Ese joven prodigio comienza su carrera con un examen público, idéntico en su teatralidad grandilocuente a los frecuentes y fastuosos espectáculos característicos de la época barroca con que se deslumbraba –”espantaba”– a los espectadores y se afirmaba el poderío de la monarquía. Mientras vivió, su fama alcanzó los límites del mundo hispánico y perduró todavía muchos años, como puede comprobarse por las sucesivas ediciones, las reimpresiones numerosas y la recepción de sus obras. Después hay un paulatino silencio promovido, primero, por la moda neoclásica y su rechazo a los excesos del barroco, y luego, por los movimientos independentistas y republicanos del siglo XIX que vieron el período colonial como un equivalente de la Edad Media. A finales del siglo XVIII, Sor Juana será poco recordada como poeta y en cambio muy tomada en cuenta como docta, erudita y grande mujer. El siglo XX ha respondido a ese silencio prolongado con una enorme bibliografía y con su “redescubrimiento”, el cual se manifiesta concretamente en el hallazgo de algunas obras suyas que se creían perdidas, como la llamada “Carta de Monterrey” (1684). Algunos autores se han ocupado específicamente de analizar el impacto de su Fama. Destacan Francisco de la Maza y Antonio Alatorre (V.). El primero, obsesionado como Octavio Paz (V.) por la poetisa, hizo una larga investigación publicada póstumamente. Alatorre propone una “lectura filológica” de la Fama y obras póstumas, muy atenta y precisa. Es fundamental añadir el trabajo de edición de Alfonso Méndez Plancarte, cuya muerte impidió que concluyera de anotar las Obras completas de Sor Juana, terminadas por Alberto G. Salceda. En México es básicamente a partir de los años 70 y durante los 80 que comienzan a proliferar los estudios sobre el pasado colonial y la poesía de la monja. Desde que empezó a publicar, Sor Juana fue elogiada con comentarios hiperbólicos, aun siendo el elogio superlativo en esa época una de las características de la cortesanía. El Bachiller Diego de Ribera, en un soneto incluido en la compilación llamada Inundación Castálida (1689), la eleva, cuando era muy joven y quizás por primera vez, a la categoría de Musa. En Inundación Castálida se la designa no sólo así, a secas, sino como la “Décima Musa”. Este apelativo, manejado primero tímidamente –como una simple retórica cortesana–, se acuña y aparece después en los escritos consagrados a la monja como un epíteto normal. Esta exaltación produce comparaciones cada vez más extremas y transmutaciones sucesivas: de Musa se convierte en Pitonisa (“Profetisa arrebatada con divino espíritu”), luego en Sibila (“Pudo verse en la madre Juana un como resumen de las diez Sibilas”), y, por fin, en rara avis, en Fénix. Ya es, en suma, un Monstruo. ¿Qué características tenían las musas? Vivían en un Museo. Convertida en Fénix está en la cima de su monstruosidad. Bien lo entiende ella así, sabe que es mirada como si fuera un bufón, un objeto de circo, el centro de atracción. Se le ha otorgado un lugar entre las mujeres, se le ha etiquetado, separado, y el disturbio que su genial inteligencia y su excepcional discreción han provocado puede mantenerse bajo control: se le ha dado un nombre. Sin embargo, la atención que se le presta puede compararse a la que reciben los fenómenos en las ferias o los bufones en la corte. ¿No la exhibe Mancera ante cuarenta sabios? ¿No prepara Sor Juana el Arco triunfal para recibir a los Virreyes? ¿No es acaso la Inundación Castálida un monumento a Lysi? ¿No es la autora de numerosos sonetos cortesanos en que se celebran los años de los virreyes? Sor Juana es consciente de esa situación y sabe ejercer la autocrítica: rechaza ese lugar e intenta recolocarse en otro, el que a ella le parece acorde con su libre albedrío, el de ser racional, encerrado, además, “por su propia voluntad”, en un convento: “¡Qué dieran los saltimbancos/ a poder, por agarrarme/ y llevarme, como Monstruo,/ por esos andurriales/ de Italia y Francia, que son,/ amigas de novedades/ y que pagarán por ver/ la cabeza del gigante,/ diciendo: Quien ver el Fénix/ quisiese, dos cuartos pague,/ que lo muestra Maese Pedro/ en la posada de Jaques/ ¡Aquesto no! No os veréis/ en ese Fénix, bergantes;/ que por eso está encerrado/ debajo de treinta llaves”. Debe notarse que la sociedad novohispana reprimía de muy diversas maneras a sus mujeres, cosa imposible de negar; ¿por qué entonces a la vez les concedía tanta importancia? La mujer, tradicionalmente concebida como un ser débil y, a juzgar por la literatura de la época –reforzada por las quejas de Sor Juana–, también irracional (bárbara), se asemeja al indio. Las fuerzas de la naturaleza, irracionales, no son nunca débiles sino espantosas, caóticas, violentas, como las de un volcán en erupción. No controladas, ocasionan daños, alborotos, descuadramientos. Más vale tenerlas a raya; a los indios, fuera de la ciudad, a las mujeres, en lugares cerrados. ¿Por qué se creía necesario emparedar, esto es, enterrar en vida, a las mujeres? Visto desde esta perspectiva, parecería que, en la época colonial, las mujeres ocuparan el lugar de los orates medievales quienes, para preservar del contagio a los habitantes sanos, debían ser aislados y colocados en medio del mar en barcos especiales –las naves de los locos– como leprosos o pestiferados, cercenados por su enfermedad de la población sana. En el momento de profesar, Sor Juana firma con su nombre sus solemnes votos, es decir un contrato definitivo en donde entrega su vida a la orden que la alberga para siempre. El texto de la profesión es el siguiente: Yo, soror Juana Inés de la Cruz, hija legítima de Don Pedro de Asbaje y Vargas Machuca y Isabel Ramírez, por el amor y servicio de Dios nuestro Señor y de nuestra Señora la Virgen María y del glorioso nuestro, padre San Jerónimo y de la bienaventurada nuestra madre Santa Paula hago voto y prometo a Dios nuestro Señor, a vuestra merced el Señor doctor don Antonio de Cárdenas y Salazar canónigo de esta Catedral, juez provisor de este Arzobispado, en cuyas manos hago profesión, en nombre del Ilustrísimo y Reverendísimo Señor fray Payo de Ribera, obispo de Guatemala, y electo Arzobispo de México, y de todos sus sucesores, de vivir y de morir todo el tiempo y espacio de mi vida en obediencia, pobreza, sin cosa propia, en castidad y perpetua clausura so la regla de nuestro padre San Agustín y constituciones a nuestra Orden y Casa concedidas. En fe de lo cual lo firmé de mi nombre hoy a 24 de febrero del año de 1669. Juana Inés de la Cruz. Dios me haga santa (IV, 522). En este texto de profesión solemne parecería que la Madre Juana difiere de la verdad, por lo menos, en cuatro cosas: 1) declara ser hija legítima de sus padres; no lo es, es hija natural o “hija de la iglesia”, como puede leerse en el acta de bautizo descubierta en el Archivo Parroquial de Chimalhuacán por Alberto G. Salceda y Guillermo Ramírez España, donde, además, se revela que nació no en 1651, como ella aseveraba, sino en 1648. 2) Declara ser obediente, lo cual le causó a Sor Juana muchos problemas: seguir al pie de la letra lo prescrito por sus superiores, sobre todo su confesor, fue tarea superior a sus fuerzas y a su inteligencia de ser racional. 3) Tampoco cumplió, como muchas de las monjas de su tiempo, con el voto de pobreza: no tener cosa alguna. Para terminar, puede agregarse una cuarta salida de la regla, la que ella hace depender de Dios: no logró convertirse en santa; como ella literalmente lo decía en la llamada “Carta de Monterrey” (c. 1681): “Ojalá que la santidad fuera cosa que se pudiera mandar, que con eso la tuviera yo segura”. Estos datos confirman la escisión permanente que existía entre la teoría y la práctica de la vida colonial. En 1694 Sor Juana vuelve a hacer profesión de fe; allí anula, con otro documento, el firmado en 1669: Yo, Juana Inés de la Cruz, religiosa de este convento, no sólo ratifico mi profesión y vuelvo a reiterar mis votos, sino que de nuevo hago voto de creer y defender que mi Señora la Virgen María fue concebida sin mancha de pecado original en el primer instante de su ser en virtud de la Pasión de Cristo. En fe de lo cual lo firmé en 8 de febrero de 1694 con mi sangre. Juana Inés de la Cruz. Ojalá y toda se derramara en defensa de esta verdad, por su amor y de su hijo (IV, 522). La vida claustral de Sor Juana podría entonces enmarcarse entre esas dos profesiones de fe. El primer documento es formal, burocrático, cumple con las reglas establecidas por la iglesia para constreñir a las monjas a cumplir con cuatro votos no siempre observados; el segundo, considerado como la prueba de su conversión, la inserta en ese formato específico que conforma a las monjas merecedoras de un discurso edificante, aquellas que aspiran a la santidad. Pero la decisión de Sor Juana de no obedecer otros preceptos o dictámenes que los de la razón, la coloca en un contexto especial dentro del tipo de discurso edificante, alejándola, en consecuencia, del comportamiento normal de otras monjas, dispuestas, en teoría, a obedecer ciegamente, sobre todo si aspiran a la santidad. La hagiografía organiza un discurso en el que la individualidad desaparece; acumula virtudes y decanta actitudes. La autobiografía insiste en subrayar los hechos específicos, aquellos que delinean un tipo de vida particular, en este caso extraordinario, superlativo por monstruoso. En la Respuesta a Sor Filotea (1691) (V.), ella asume como propias las reglas del discurso edificante, se inscribe en sus pautas, subraya sus momentos claves, pero al hacerlo las modifica según se lo dicta su albedrío. La misma operación se cumple puntualmente cuando obedece a los preceptos de la retórica. Sor Juana no era la única monja que “escribía”. Junto con las labores tradicionales en los conventos ellas escribían sus “cuadernos de mano”; en éstos inscribían datos especiales, “descifrados” por “gente de razón” (los prelados superiores, autores de la mayoría de los discursos edificantes). Estos textos contrastan de manera singular con la obra de la Madre Juana. En ellos el yo del narrador permanece manuscrito; se convierte luego en el personaje utilizado como ejemplo por el predicador, es decir, pasa de sujeto a objeto de la narración. En los textos de Sor Juana el yo es omnipresente, siempre es sujeto (“¿No soy yo gente? ¿No es forma racional/ la que me anima? (...)” (Romance 142: I, 120). Invade totalmente el campo de la escritura masculina, no sólo el poético, bastante menos peligroso (“pues una herejía contra el arte no la castiga el Santo Oficio” (Respuesta...: IV, 444), sino también el del sermón (la Carta Atenagórica) y el del discurso hagiográfico propiamente dicho, trascendido en autobiografía (Respuesta a Sor Filotea) Con justicia, como lo hizo Pfändl (1963), podría calificarse la escritura de Sor Juana como exacerbadamente narcisista, sobre todo en su obra lírica. Con todo, ese narcisismo es objeto de un severo autocontrol, como puede verificarse en sus escritos autobiográficos y en otros donde da datos de sí misma (Los empeños de una casa). En esta pieza Sor Juana maneja de manera literal el retrato hablado. Perdida en su propio enredo, al borde del deshonor, Doña Leonor bosqueja su retrato. La descripción física se descarta. Al negarse a hacerlo y dejar al espectador y al otro actor la tarea de advertir esa belleza específica, Sor Juana hace una crítica tácita al narcisismo. Leonor, quizá, es Sor Juana, pero al hablar de sí propone una distancia para juzgar con acierto su belleza anímica y su sabiduría: “Inclineme a los estudios/ desde mis primeros años/ con tan ardientes desvelos,/ con tan ansiados cuidados,/ que reduje a tiempo breve/ fatigas de mucho espacio./ Conmuté el tiempo, industriosa,/ a lo intenso del trabajo,/ de modo que en breve tiempo/ era el admirable blanco/ de todas las atenciones,/ de tal modo, que llegaron/ a venerar como infuso/ lo que fue adquirido lauro” (IV, 37). En el monólogo de Leonor es posible descubrir una autocrítica, y la verificación de que el narcisismo suele ser el fruto de una admiración desmesurada. La “Fama parlera” la convierte en “deidad” y ella, “entre estos aplausos (...)/ con la atención zozobrando/ entre tanta muchedumbre,/ sin hallar seguro blanco,/ no acertaba a amar a alguno,/ viéndome amada de tantos” (IV, 38). La noche fue muy importante para Sor Juana. Quizá sólo en la noche su celda adquiría en verdad el aspecto y la intimidad de un “cuarto propio”, para usar una expresión ya trillada. La noche significa mucho más para ella que un transcurso temporal, es un espacio, el único absolutamente suyo, el espacio de su deseo. Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía para el matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (...) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros (Respuesta...: IV, 446). Vivir sola –dedicarse al estudio sin obligaciones externas, carecer de distracciones– puede darse en el espacio de la noche; esto es verdad, a tal grado, que su más importante obra, su preferida, ese “papelillo que llaman El Sueño”, es totalmente nocturno. Sor Juana pretende abstraer su cuerpo de sus poemas, mediante un subterfugio: sus versos amatorios declaran la pureza y la decencia infinita de las almas: “Ser mujer, ni estar ausente,/ no es de amarte impedimento;/ pues sabes tú, que las almas/ distancia ignoran y sexo” (I, 57). Para ello recopila, reordena, reformula el lenguaje amatorio clásico. Por más esfuerzos que hace, nunca borra –no se lo permiten– su condición femenina. Esta condición incluso se transforma en indecencia cuando ese continente (el cuerpo) parece ocultar un “alma” de varón. De allí que su corporeidad (de mujer) se transforme, se vuelva “neutra”, “abstracta”, incorpórea, como la de las almas. Estas transformaciones son funestas y se producen como merecido castigo a violaciones graves de los códigos establecidos. La oscuridad implícita produce un eco multiplicado por la oscuridad idiomática, resultado del lenguaje gongorino tan perseguido, vilipendiado y necesitado de guías que puedan descifrarlo. Tres de los momentos más carnales del cristianismo son la Encarnación, la Pasión y la Resurrección. La monja los marca metafóricamente, siguiendo la licencia poética, y los relaciona con su propio cuerpo, ligado a los ejercicios de la Pasión: “Porque carecer de ti,/ [su Musa] excede a cuantos tormentos/ pudo inventar la crueldad/ ayudada del ingenio.// A saber la tiranía/ de tan hermoso instrumento,/ no usara de las escarpias,/ las láminas, ni los hierros:// ocioso fuera el cuchillo,/ el cordel fuera superfluo,/ blandos fueran los azotes,/ y tibios fueran los fuegos.// Pues, con darte a conocer/ a los en suplicio puestos,/ dieran con tu vista gloria/ y con tu carencia infierno.// Mas baste, que no es de Pascuas/ salir con estos lamentos;/ que creerás que los Oficios/ se me han quedado en el cuerpo” (“Romance 27”: I, 82). El cuerpo del Redentor, ese cuerpo ausente, “ese cuerpo aún no convertido en una colonia de la medicina o de la mecánica”, es un cuerpo extrañamente presente y ausente al mismo tiempo. El cuerpo de la monja imita en su propio cuerpo al de Jesús; lo hace cuando se flagela, pero lo hace también al seguir los preceptos de su confesor. El dolor es útil y funciona a manera de recordatorio de humildad, de castidad, de obediencia, de clausura. La manera de provocarlo se vuelve objeto de un ejercicio rutinario y metódico. Esa rutina provoca muchas veces la enfermedad: tener corta salud es una de las constantes quejas de Sor Juana. La enfermedad es en esta época una de las constantes, y para la mujer –y sobre todo para una monja aspirante a la santidad–, una posibilidad de trascender su naturaleza considerada inarmónica (vista como esencial en la condición femenina para aquel entonces). Otro de los grandes rasgos de la poesía de Sor Juana es su interpretación del silencio. En la Respuesta a Sor Filotea dice: y casi me he determinado a dejarlo al silencio; pero como éste es cosa negativa, aunque explica mucho con el énfasis de no explicar, es necesario ponerle algún breve rótulo para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga: y si no, dirá nada el silencio, porque ese es su propio oficio: decir nada (IV, 441). Callar, no decir nada, es una forma de balbuceo, y balbucear es a su vez una forma de perder la voz; existen diversos recursos retóricos e imágenes dentro de la poesía de Sor Juana para expresar ese balbuceo o pérdida de la voz. En el auto sacramental Divino Narciso, Eco, personificación del demonio, enmudece a medias, es solamente capaz de repetir, como condena, el final de las frases que oye: “Mas, ¡ay!, que la garganta ya se anuda;/ el dolor me enmudece” (III, 64). Su dolor es producido por la envidia, por el despecho, por la ira, y además por la imposibilidad del llanto, pues la garganta “se anuda”. A Satanás se le niega la palabra. Frente a un Dios que es el Verbo, el demonio es mudo. Pero, ¿no le sucede lo mismo a Cristo o a Sor Juana, pues una emoción demasiado grande los embarga y les hace perder la voz? Para Octavio Paz es un acierto el hecho de que Sor Juana le diera a Eco la figura del demonio, en la medida en que “el demonio es un imitador, el simio de Dios, que repite lo que dice la Divinidad sólo que convirtiendo su sabiduría en ruido vacío” (Las trampas de la fe, 463). La actividad de Eco no es sólo especular, la de repetir el sonido, su misión es destruir, afear, construir la desemejanza: “Y así, siempre he procurado/ con cuidado y diligencia/ borrar esa semejanza,/ haciéndola que cometa/ tales pecados que El mismo/ (...)/ destruyó por agua el mundo,/ en venganza de su ofensa” (III, 37). Una de las palabras más usadas por Sor Juana en el auto es “borrar”. Utiliza esta palabra de manera frecuente, por ejemplo, en la Respuesta a Sor Filotea cuando agradece al Obispo de Santa Cruz que haya dado a la prensa sus “borrones”. Es significativo entonces que esta palabra negativa, usada en un sentido formal y cortesano de falsa modestia, aparezca en toda su escritura y defina en el auto mencionado a la escritura. En suma, borrar la imagen equivale a destruir la semejanza, a confundir la visión. Borrar significa también eliminar el cuerpo, desterrar el erotismo, trascenderlo mediante la escritura metafórica. El sugerente vocablo “borrón”, como lo usa Sor Juana, es un eco magnificado de la dificultad implícita en la acción concreta de escribir y sus consecuencias posteriores. ¿Por qué “enmudece” ante el favor del Obispo Manuel Fernández de Santa Cruz al editar su Carta Atenagórica? Quizá pueda aventurarse una explicación: los versos pertenecen a la cortesanía, uno de los discursos del poder; las cartas entran dentro del terreno de lo religioso; al producirlas, puede ser perseguida por los “ruidos” temibles de la Inquisición, el otro polo en competencia, entre cuyos extremos ella oscila. Anular su primera invocación, traicionada –borrada– por el exceso de escritura mundana, exige previamente, para cumplirse, un acto material, otro juramento escrito con sangre en su cuerpo, y de nuevo inscrito en el libro de profesiones del convento. La metamorfosis que transforma a Sor Juana –de experta cortesana en aprendiz de santidad–, se indica en forma explícita con otra fórmula de humildad, ahora rayana en la abyección, lícita si se ofrece a la divinidad: pido perdón a vuestra maternal clemencia [a la Virgen], no tanto por la rudeza de lo discurrido, como por la tibieza y flojedad de lo meditado, y de haber tenido osadía de tomar vuestros altos misterios y el testamento sacrosanto de vuestro Hijo, y Señor nuestro, en mi inmunda boca y en mi baja pluma (“Ejercicios devotos”: IV, 475-476). El arrepentimiento de Sor Juana por su excesiva mundanidad y la decisión de ayudar a Dios a que la convierta en santa debe ser manejada por los otros con estridencia, exhibirse, comentarse, producir ruido, de la misma manera en que antes “volaba la fama de su habilidad nunca vista” (Calleja). La conversión exige pruebas materiales exhibidas como cuerpos del delito: vender sus joyas, sus instrumentos musicales, sus libros, y con su propia sangre rubricar esa conversión; se abandonan los estudios humanos, y se prosigue, desembarazada de los efectos terrenales, el camino de la perfección. Ese ejercicio de imitación de la divinidad que ahora se elige, está teñido de sangre, “la preciosísima sangre derramada” por Cristo debe tener su correspondencia en la propia corporeidad y en el derramamiento de la propia sangre. Cortar la pluma, hundirla en el tintero y modular esa escritura “algo razonable” se ha convertido en un acto ominoso. Para redimirlo cabe solamente otra acción, imitando a la primera. Esa acción corta las venas, moja en ellas la pluma e inscribe en el propio cuerpo y en el libro de profesiones del convento una anulación, una mudez, un “borramiento”: el silencio. 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![]() | «finezas de Cristo», acompañada de una «Carta de sor Filotea de la Cruz», en la que, aun reconociendo el talento de la autora, le... | ![]() | |
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