Los secretos de la atlantida






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El papiro de Turín habla de Ra, dios del Sol. Menciona también un gran desastre provocado por el Diluvio y por incendios. Algunos investigadores extraen de ello la conclusión de que el culto al Sol fue importado a Egipto desde esa Atlántida llamada a desaparecer.
Los egipcios creían en un país de los muertos que se encontraba al Oeste y se llamaba «Amenti». Si el reino de los muertos corresponde al reino sumergido de la Atlántida, la legendaria dinastía de semidioses que reinó en Egipto sería la dinastía de los soberanos de la Atlántida. Según una antigua tradición, los reyes atlantes habrían partido para Egipto quinientos años antes de la catástrofe final y, previendo el trágico destino de su continente, habrían fundado en él la dinastía de los Muertos.
Los sacerdotes aztecas conservaban devotamente el recuerdo de «Aztlán», país situado al Este, de donde habría llegado Quetzalcoatl, portador de la civilización. Los incas creían en Viracocha, que fue hacia ellos desde el país de la aurora. Los más antiguos documentos egipcios hablan de Thot, o Tehuti, que llegó desde un país occidental para implantar la civilización y la ciencia en el valle del Nilo.
Los antiguos griegos cantaban a los Campos Elíseos, situados al Oeste, en la isla de los Bienaventurados. Según ellos, Tartaria, país de los muertos, se encontraba bajo las montañas de una isla del océano occidental.
Los antiguos griegos y egipcios situaban esta isla misteriosa apuntando hacia Occidente. Los indios de América hacían gestos hacia el Este cuando querían indicar el emplazamiento del país de Quetzalcoatl o de Viracocha.
Este país, al oeste del Mediterráneo y al este de las Américas, no era otro que la Atlántida, continente sumergido bajo las aguas del Océano.
Aunque las religiones de numerosas naciones de la Antigüedad profesaran su creencia en la inmortalidad del alma, los peruanos y los egipcios eran los únicos en sostener que el alma permanecía suspendida junto al cuerpo difunto y mantenía contacto con él. Las dos razas consideraban necesario conservar los cuerpos embalsamándolos.
La tradición de unos reyes divinos residentes en el Este es en gran medida responsable de la derrota infligida a los aztecas y los incas por un puñado de conquistadores.
Cuando Colón llegó a las Antillas y desembarcó allí con sus hombres, «los indígenas les llevaron en brazos, besaron sus manos y sus pies e intentaron explicarles de todas las maneras posibles que, por lo que ellos sabían, los hombres blancos procedían de os dioses» (12).

Moctezuma, último rey de los aztecas, dijo a Cortés que «sus antepasados no habían nacido aquí, sino que provenían de un lejano país llamado Aztlán, con altas montañas y un jardín habitado por los dioses». Moctezuma añadió que él reinaba solamente como delegado de Quetzalcoatl, señor de un imperio oriental.
El libro de los mayas Popol Vuh menciona la antigua costumbre de los príncipes de viajar al Este a través de los mares para «recibir la investidura del reino».
La facilidad con que Cortés y Pizarro lograron la victoria proporciona una prueba suplementaria de la existencia efectiva de la Atlántida en un remoto pasado. La tradición de los aztecas y los incas, mantenida por sus sacerdotes, veneraba a poderosos señores del país del Sol naciente, que eran de estatura elevada, piel blanca y barbudos. Cuando aparecieron ante ellos, los aventureros españoles fueron al instante identificados como representantes del legendario imperio del océano Atlántico. Al principio, los hombres de Moctezuma y Atahualpa recibieron con los brazos abiertos a los hombres blancos, porque esperaban su llegada desde hacía mucho tiempo.
Esta firme creencia en un Estado soberano situado en el país del Sol naciente constituye una de las principales razones que contribuyeron a la caída de los poderosos imperios de México y Perú. La espera de visitas regulares que los emperadores atlantes harían a sus colonias americanas iba a ser fatal para las civilizaciones del Nuevo Mundo.
Cristóbal Molina, sacerdote español establecido en Cuzco, Perú, escribía, en el siglo xvr, que los incas habían recibido de Manco Capac un relato completo del gran Diluvio.
Según la tradición, antes del Diluvio existía un Estado planetario en el que solamente se hablaba una lengua. Este Estado era, sin duda, la legendaria Atlántida.
Aunque separados por distancias enormes, Israel y Babilonia, en Asia Menor, y México, en América Central, han conservado en sus escrituras sagradas esta misma creencia.
La Biblia nos habla de un tiempo en el que no había más que una sola raza y una sola lengua en el mundo. Ünicamente tras la construcción de la torre de Babel hicieron su aparición numerosos dialectos, y las gentes dejaron de entenderse.

Beroso, historiador babilonio, evoca un periodo en que una antigua nación se enorgulleció de tal modo de su poder y su gloria que comenzó a despreciar a los dioses. Se construyó entonces en Babilonia una torre tan alta que su cúspide tocaba casi al cielo; pero los vientos vinieron en ayuda de los dioses y derribaron la torre, cuyas ruinas recibieron el nombre de «Babel». Hasta entonces, los hombres únicamente se habían servido de una sola y misma lengua.
Por extraño que pueda parecer, en México las crónicas tolte-cas contienen un relato casi idéntico referente a la construcción de una alta pirámide y a la aparición de numerosas lenguas.
Si consideramos la construcción de la torre de Babel como un hecho histórico y no como una fábula, ello demostraría la existencia, en una época lejana, de un imperio mundial en que se hablaba una sola lengua.
Como un Estado planetario semejante no habría podido existir sin vías de comunicación organizadas y sin nociones tecnológicas suficientemente avanzadas, nos es forzoso contemplar, como eventual posibilidad, la existencia de una ciencia en una edad prehistórica, antediluviana.
Es muy significativo que los agricultores de la América Central y meridional hayan cultivado mayor número de clases de cereales y plantas medicinales que ninguna otra raza de nuestro planeta. En la época preincaica e incaica, existían en los Andes y en la región del Amazonas superior no menos de 240 variedades de patatas y veinte tipos de maíz. Los pepinos y los tomates de nuestras ensaladas, las patatas, las calabazas y las judías de nuestros primeros platos, las fresas y los chocolates de nuestros postres, son originarios del Nuevo Mundo. Así, pues, la mitad de los productos de que hoy nos alimentamos eran desconocidos antes del descubrimiento de América. ¿Heredaron de la Atlántida sus conocimientos agrícolas el antiguo Perú y el antiguo México?

LOS CALENDARIOS DE LA ATLÁNTIDA
Existe, a través del Atlántico, otro lazo entre el antiguo Egipto y el antiguo Perú. Su calendario constaba de dieciocho meses de veinte días, con una fiesta de cinco días a fin de año. ¿Se trata de simple coincidencia o de una tradición que arranca de la misma fuente?
Un examen de estos antiguos calendarios nos permite fijar la fecha aproximada de la desaparición de la Atlántida. El primer año de la cronología de Zoroastro, el año en que «comenzó el tiempo», corresponde al 9600 a. de JC. Esta fecha es muy próxima a la que, con motivo de su conversación con Solón, dieron los sacerdotes egipcios para la desaparición de la Atlántida, es decir, 9560 a. de JC.
Los antiguos egipcios calculaban el tiempo en ciclos solares de 1.460 años. El fin de su última época astronómica sobrevino en el año 139 d. de JC. A partir de esta fecha se pueden reconstituir ocho ciclos solares hasta el año 11542 a. de JC. El calendario lunar de los asirios dividía el tiempo en períodos de 1.805 años; el último de estos períodos finalizó en 712 antes de JC. A partir de esta fecha, se pueden establecer seis ciclos lunares para remontarse hasta 11542 a. de JC. El calendario solar de Egipto y el sistema asirio de calendario lunar coinciden, pues, al llegar al mismo año —11542 a. de JC.— como fecha probable de iniciación de los dos calendarios.

Los brahmanes calculan el tiempo en ciclos de 2.850 años a partir del 3102 a. de JC Tres de estos ciclos, o sea 8.550 años, sumados a 3102 a. de JC, nos dan la fecha de 11652 a. de Jesucristo.
El calendario maya nos muestra que los antiguos pueblos de la América central tenían ciclos de 2.760 años. El comienzo de una etapa se instituye en el año 3373 a. de JC. Tres períodos de 2.760 años, o sea, 8.280 años, a partir de 3373 a. de JC, nos llevarían a 11653 a. de JC, es decir, a un año de distancia de la fecha establecida por los Sabios de la India,
El Codex Vaticanus A-3738 contiene una cronología azteca muy significativa, según la cual el primer ciclo concluyó con un diluvio, tras 4.008 años de duración. El segundo ciclo de 4.010 años finalizó con un huracán. La tercera Era de 4.801 años terminó con incendios. Durante el cuarto período, que duró 5.042 años, la Humanidad padeció hambre. La Era actual es la quinta: comenzó en 751 a. de JC
La duración total de los cuatro períodos mencionados en el Codex es de 17.861 años; su comienzo se halla en la fecha, increíblemente remota, de 18.612 años a. de JC
El obispo Diego de Landa escribía, en 1566, que en su tiempo los mayas establecían su calendario a partir de una fecha que venía a corresponderse con el 3113 a. de JC, en la cronología europea. Afirmaban que antes de esta fecha habían transcurrido 5.125 años en ciclos anteriores. Esto fijaría el origen de los primitivos mayas en el año 8238 a- de JC, fecha muy próxima a la del cataclismo atlante.
Sobre la base de todas estas fechas, que nos proporcionan una indicación para la de la Atlántida, cabe formular la hipótesis de que, hace millares de años, la Humanidad disponía ya de considerables conocimientos de astronomía, dignos de una elevada civilización.
El día más largo del calendario maya contenía 13 horas, y el más corto, II. En el antiguo Egipto, el día más largo tenía 12 horas y 55 minutos, y el más corto, 11 horas y 55 minutos, cifras casi idénticas a las de los mayas. Pero lo más asombroso de estos cálculos es que 12 horas y 55 minutos no es la duración real del día más largo en Egipto, sino en el Sudán. Tratando de explicar esta diferencia, el doctor L. Zajdler, de Varsovia, formula la suposición de que este cálculo del tiempo provenía de la Atlántida tropical (13).
El arqueólogo Arthur Posnansky, de La Paz, Bolivia, hablando del templo inacabado del Sol en Tiahuánaco, afirma que la construcción fue súbitamente abandonada hacia 9550 antes de JC. La fecha nos es ya familiar. ¿No le habían dicho a Solón los sacerdotes de Sais que la Atlántida pereció en 9560 a. de JC?
Según el sabio soviético E. F. Hagemeister, la ciencia puede afirmar lo siguiente respecto a la desaparición de la Atlántida: «El fin de la Era glacial en Europa, la aparición del Gulf Stream y la desaparición de la Atlántida se produjeron simultáneamente hacia el año 10000 a. de JC»
Pero no todos los sabios enjuician de la misma manera el problema de la Atlántida. Algunos, a despecho de las evidencias, rechazan toda la teoría; otros, tratan de situar la Atlántida en el Mediterráneo, e incluso en España o en Alemania. No hace falta subrayar que no es ésta la Atlántida de Platón y de los sabios egipcios, que la situaban «ante las Columnas de Hércules, en el mar Atlántico».
En la sección egipcia del museo del Louvre, he visto un dibujo esculpido, sin letrero explicativo, en un lugar poco visible, junto a una escalera. Sin embargo, no me fue difícil reconocer en él el Zodíaco de Dendera.
Esta antigua reliquia egipcia constituía en otro tiempo parte del techo de un pórtico del templo de Dendera, en el Alto Egipto. Fue llevada a Francia por Lelorrain en 1821.
Durante generaciones enteras, el calendario de Dendera ha constituido para los sabios un enigma indescifrable. Los signos del Zodíaco están colocados en espiral, y los símbolos son fáciles de reconocer; pero Leo se encuentra en el punto del equinoccio vernal. Teniendo en cuenta la precesión de los equinoccios, ello indicaría una fecha entre 10950 y 8800 a. de JC, es decir, el período mismo en el curso del cual se produjo la catástrofe de la Atlántida.
El Zodíaco de Dendera es, sin duda, de origen egipcio, pero podría haber sido esculpido en conmemoración de un remoto acontecimiento, el fin de la Atlántida y el nacimiento de un nuevo ciclo.

EL ÉXODO

A TRAVÉS DE LOS MARES Y DE LOS AIRES
La mitología y los escritos antiguos nos hacen saber que el último día de la Atlántida se vio marcado por una inmensa catástrofe. Olas tan altas como montañas, huracanes, explosiones volcánicas, sacudieron el planeta entero. La civilización sufrió un retroceso, y la Humanidad superviviente quedó reducida al estado de barbarie.
Las tablas sumerias de Gilgamés hablan de Utnapichtim, primer antepasado de la Humanidad actual, que fue, con su familia, el único supervivente de un inmenso diluvio. Encontró refugio en un arca para sus parientes, para animales y pájaros. El relato bíblico del Arca de Noé parece ser una versión tardía de la misma historia.
El Zend-Avesta iranio nos proporciona otro relato de la misma leyenda del Diluvio. El dios Ahuramazda ordenó a Yima, patriarca persa, que se preparara para el Diluvio. Yima abrió una cueva, donde, durante la inundación, fueron encerrados los animales y las plantas necesarios para los hombres. Así fue como pudo renacer la civilización después de las destrucciones ocasionadas por el Diluvio.
El Mahabharata de los hundúes cuenta cómo Brahma apareció bajo la forma de un pez ante Manú, padre de la raza humana, para prevenirle de la inminencia del Diluvio. Le aconsejó construir una nave y embarcar en ella «a los siete Rishis (sabios) y todas las distintas semillas enumeradas por los braH-manes antiguos y conservarlas cuidadosamente».
Manú ejecutó las órdenes de Brahma, y el buque, que le llevó con los siete sabios y con las semillas destinadas al avituallamiento de los supervivientes, navegó durante años sobre las agitadas aguas antes de atracar en el Himalaya.
La tradición hindú designa a Manali, la ciudad de Manú, en el valle de Kulu, como el lugar posible en que se vio desembarcar a Manú. La región es generalmente conocida por el nombre de «Aryavarta», país de los arios. Este capítulo ha sido escrito por el autor del presente estudio al pie del Himalaya.
La semejanza entre el relato de Noé y el de Manú no parece deberse a una simple coincidencia. Es un hecho conocido que, en todas las evocaciones del gran Diluvio, se atribuye a ciertos personajes elegidos un conocimiento previo de la proximidad de la catástrofe mundial.
La salida del país condenado de la Atlántida fue realizada en barco, y también por los aires. De apariencia fantástica, esta teoría se apoya en numerosas tradiciones históricas.
Existe entre los esquimales una curiosa leyenda, según la cual habrían sido transportados al Norte glacial por gigantescos pájaros metálicos. ¿No nos hace esto pensar en la existencia de aviones en aquella época prehistórica?
Los aborígenes del territorio septentrional de Australia tienen también una leyenda del Diluvio y de los hombres-pájaros. Karán, jefe de la tribu, dio alas a Waark y a Weirk cuando «el agua invadió los brazos del mar, cuando el mar ascendió y recubrió al país entero, las colinas, los árboles, en una palabra, todo». Entonces, el propio Karán levantó el vuelo y se instaló a lo largo de la Lima, observado por los hombres-pájaros (14).
El canto épico de Gilgamés nos da un cuadro dramático del desastre planetario:

«Una nube negra se elevó desde los confines del cielo. Todo lo que era claro se volvió oscuro. El hermano no ve a su hermano. Los habitantes del cielo no se reconocen. Los dioses temían al Diluvio. Huyeron y ascendieron al cielo de Anu.»
¿Quiénes eran esos «habitantes del cielo»? ¿Quiénes eran esos dioses que temían al Diluvio y se refugiaron en los cielos? Si hubieran sido seres etéreos, no se habrían sentido aterrorizados por el furor de los elementos. Cabe suponer que estos habitantes del cielo no eran otros que los jefes atlantes que tenían aviones, o incluso astronaves, a su disposición.
Según la religión sumeria, el «cielo de Anu» era la sede de Anu, padre de los dioses. Su significado estaba asociado con las palabras «grandes alturas» y «profundidades», lo que hoy llamamos «el espacio». Los hombres del cielo partieron al espacio: tal es nuestra interpretación de este desconcertante pasaje del canto épico.
El libro de Dzyan, recibido hace unos cien años por Héléne Blavatsky en una ermita del Himalaya, podría ser una página perdida de la historia de la Humanidad:
«Sobrevinieron las primeras Grandes Aguas y devoraron las Siete Grandes Islas. Todo lo que era santo fue salvado; todo lo que era impuro fue aniquilado (15).»
Un antiguo comentario de este libro explica con perfecta claridad el modo en que se produjo el éxodo de la Atlántida.

En previsión de la catástrofe inevitable, el Gran Rey, «de rostro deslumbrante», jefe de los hombres esclarecidos de la Atlántida, envió sus navios del aire a los jefes, sus hermanos con el mensaje siguiente: «Preparaos, levantaos, hombres de la Buena Ley, y atravesad la Tierra mientras todavía está seca.»
La ejecución de este plan debió de mantenerse secreta a los poderosos y malvados jefes del imperio. Entonces, durante una noche oscura, mientras el pueblo de la «Buena Ley» se hallaba ya a salvo del peligro de la inundación, el Gran Rey reunió a sus vasallos, escondió su «rostro deslumbrante» y lloró. Cuando sonó la hora, los príncipes embarcaron en vimanas (naves aéreas) y siguieron a sus tribus a los países del Este y del Norte, a África y a Europa. Entretanto, gran número de meteoritos cayeron en masa sobre el reino de la Atlántida, donde dormían los «impuros».
Si bien la posibilidad de un éxodo de la Atlántida por vía aérea no debe ser necesariamente aceptada, merece, no obstante, ser objeto de un examen científico. ¿Acaso no contiene la Enciclopedia de los viajes interplanetarios, publicada en la URSS por el profesor N. A. Rynin, una ilustración en la que se ve a los Grandes Sacerdotes atlantes elevarse en avión, mientras, al fondo, la Atlántida se hunde en los mares?
En la época prediluviana eran, sin duda, muy pocas las personas que poseían aviones o astronaves; incluso en nuestros días, solamente las compañías comerciales o los Gobiernos son propietarios de aviones o cohetes cósmicos. La situación no debía de ser distinta en la época atlante.
Los babilonios han conservado el recuerdo de astronautas b de aviadores prehistóricos en la persona de Etana, el hombre volador. El museo de Berlín posee un sello cilindrico en el que aparece atravesando los aires a lomos de un águila, entre el Sol y la Luna.

En Palenque, México, puede verse el curioso dibujo de un sarcófago extraído de una pirámide descubierta por el arqueólogo Ruz-Lhuillier. Representa, en estilo maya, a un hombre sentado sobre una máquina semejante a un cohete que despide llamaradas por un tubo de escape. El hombre está inclinado hacia delante: sus manos reposan sobre unas barras. El cono del proyectil contiene gran número de misteriosos objetos que podrían ser partes de su mecanismo. Después de haber analizado numerosos códices mayas, los franceses Tarade y Millou han llegado a la conclusión de que se trata de un astronauta a bordo de una nave espacial, tal como las concebía este pueblo (16).
Los jeroglíficos existentes en el borde significan el Sol, la Luna y la Estrella Polar, lo que vendría a apoyar la interpretación cósmica. Mas, por otra parte, las dos fechas marcadas sobre la tumba —603 y 663 d. de JC.— no dejan de suscitar nuestras dudas. Sin embargo, en el caso de que el sacerdote enterrado en la tumba no fuera simplemente un sacerdote astrónomo, sino un guardián de la tradición de los «dioses astrales» de la América Central, el ornamento podría explicarse como una evocación de viajes espaciales anteriores.
Esta tradición de antiguas naves aéreas se nos aparece como un vago eco de la aviación y la astronáutica prehistóricas. Podría admitirse una explicación parecida, ya que, según ciertos atlantólogos, la civilización habría alcanzado antes del Diluvio un nivel muy elevado.

BOMBAS ATÓMICAS Y NAVES ESPACIALES EN LA PREHISTORIA
¿Cuál era el nivel de conocimientos en la Atlántida en vísperas del cataclismo? Platón no vacila en hablar de conquistas y de imperialismo de los atlantes en esta última época.
Las escrituras Samsaptakabadha de la India mencionan aviones conducidos por «fuerzas celestes». Hablan de un proyectil que contenía «la potencia del Universo». El resplandor de la explosión es comparado a «diez mil soles». El libro dice: «Los dioses se inquietaron y exclamaron: No reduzcáis a cenizas el mundo entero.»
El Mausola Purva, escrito en sánscrito, menciona «un arma desconocida, un hierro lanzador de rayos, un gigantesco mensajero de la muerte que redujo a cenizas las razas enteras de los vrichnis y los anhakas; los cuerpos consumidos eran irreconocibles; se habían desprendido los cabellos y las uñas; las vasijas de barro se rompieron sin causa aparente, y los pájaros se volvieron blancos. Al cabo de unas horas, todos los alimentos estaban infectados».
Alexandre Gorbovski escribe en sus Enigmas de la Antigüedad que un esqueleto humano encontrado en la India era altamente radiactivo, sobrepasando cincuenta veces el nivel normal. Cabe, en verdad, preguntarse si el Mausola Purva no relatará un hecho histórico, más que una leyenda.

Hablando de los escombros carbonizados de Borsippa, á los que se identifica a menudo con las ruinas de la torre de Babel, E. Zehren se pregunta en su obra Die Biblischen Hü-gel * qué fuerza habría podido fundir los ladrillos de la zigu-rat. Responde: «Nada, sino un rayo monstruoso o una bomba atómica.»
El profesor Frederick Soddy, premio Nobel, descubridor de los isótopos, escribía en 1909, a propósito de las tradiciones transmitidas hasta nuestros días desde los tiempos prehistóricos;
*
«No encontramos justificación alguna de la creencia según la cual razas humanas hoy desaparecidas hubieran alcanzado no sólo nuestros conocimientos actuales, sino también un poder que nosotros no poseemos aún (17).»
En 1909, no poseíamos aún ese poder, la fuerza atómica. Con toda evidencia, el profesor Soddy admitía la existencia de una antigua civilización que habría dominado la energía nuclear.
Al hablar de esta raza prehistórica, el pionero de la ciencia nuclear contemplaba la posibilidad de que «fuera capaz de explorar las regiones exteriores del espacio».
Los escritos antiguos de la India hablan de aviones y de bombas atómicas, así como de viajes por el espacio. Pushan, dios védico, navega en un barco dorado a través del océano del cielo. Gañida, el pájaro celeste, transporta al señor Visnú a través del cosmos.
El Samsaptakabadha describe vuelos aéreos «a través de la región del firmamento situada por encima de la región de los vientos». ¿No es esto una clara indicación de viajes a través del espacio?

El Surya Siddhanta, la más antigua de las obras astronómicas escritas en sánscrito, menciona a los siddhas, u hombres perfectos, y a los vidhyaharas, o poseedores del saber, que viajan alrededor de la Tierra «por debajo de la Luna y por encima de las nubes». ¿No hay en ello una clara indicación con respecto a sabios o filósofos que circulaban en órbita en torno a nuestro planeta?
Si relacionamos el canto de Gilgamés con las escrituras de la India, podemos colmar muchas lagunas de la prehistoria humana. En el momento del cataclismo mundial, los «hombres del cielo» de Gilgamés partieron hacia el cielo, ya fuera para describir órbitas en torno a la Tierra, ya fuera, incluso, para volar hacia otros planetas. El Saramanagana Sutrahara cuenta que los hombres podían volar por los aires en navios del espacio, y también que «seres celestes» podían llegar a la Tierra. Cuando se lee este texto, no puede uno por menos de pensar en un tráfico entre nuestro planeta y otros mundos.
Quizá sea más razonable suponer que el gran éxodo de la Atlántida fue realizado un barco, más bien que en avión o en ingenios espaciales, toda vez que éstos estaban reservados a los privilegiados. Los así salvados se instalaron en los cercanos Pirineos, contribuyendo de este modo al impulso de la civilización mediterránea.

COLONIAS ANTEDILUVIANAS

UN ESTADO DEL QUE LA ONU NO SABE NADA
Un autor alemán, K. K. Doberer, expresa en su libro, Los fabricantes de oro, la idea siguiente: «Los hombres sabios de la Atlántida vislumbraron una posibilidad de escapar al peligro emigrando a través del Mediterráneo hacia el Este, a las inmensas tierras asiáticas, y fundando colonias en el Tibet.»
Se trata de una hipótesis sorprendente y, tal vez, muy cercana a la verdad. Los grandes sacerdotes y los príncipes de la «Buena Ley» pudieron ser transportados por los aires, a salvo del peligro, con dirección a un lejano país, juntamente con todos los logros de su civilización y con sus conocimientos técnicos. Instalándose en una pequeña comunidad completamente aislada, habrían podido desarrollar sus ciencias, alcanzando alturas que nuestras academias no soñarían siquiera. No faltan testimonios en apoyo de esta teoría, aparentemente fantástica.
El canto épico del Mahabharata habla de una Era arcaica en que volaban aviones por los aires, y bombas devastadoras eran arrojadas sobre las ciudades. Se libraban guerras terribles, y el mal reinaba por doquier. A la vista de los escritos antiguos y de las leyendas de numerosas razas, no es imposible reconstituir un cuadro de acontecimientos que probablemente tuvieron lugar en vísperas de la catástrofe geológica.

Cuando un grupo de esclarecidos filósofos y sabios comprendieron que su civilización estaba condenada y que sehaliaba en peligro el progreso de la Humanidad, tomaron la decisión de retirarse a lugares inaccesibles de la Tierra. Fueron excavados refugios secretos en las montañas; los pocos escogidos eligieron los valles ocultos en el corazón del Himalaya, para conservar en ellos la antorcha del saber en beneficio de las generaciones futuras.
Cuando el Océano hubo engullido a la Atlántida, las colonias de supervivientes tuvieron tiempo sobrado para erigir una Utopía, evitando los errores del imperio destruido. Sus comunidades, protegidas por su aislamiento, pudieron prosperar lejos de la barbarie y la ignorancia. Habían decidido, desde el principio, romper todo contacto con el mundo exterior. Su ciencia tuvo así la posibilidad de florecer sin trabas y de sobrepasar los resultados obtenidos por los atlantes.
¿Se trata de una fantasía? ¿No sabemos que buen número de nuestros actuales sabios recomiendan ya la construcción de refugios e, incluso, de ciudades subterráneas, en previsión de un holocausto atómico?
La despoblación de los núcleos urbanos y la construcción de ciudades subterráneas, tales son los proyectos presentados en la actualidad por los sabios responsables, deseosos de asegurar la continuidad de la raza humana.
Si los sabios contemporáneos elaboran planes de este tipo, ¿por qué no admitir que planes similares fueran propuestos y ejecutados por los jefes intelectuales de la Atlántida cuando tuvieron que enfrentarse a la degeneración moral de su sociedad y a la amenaza de un «arma de Brahma, resplandeciente como diez mil soles»?

El pensamiento científico no rechaza ya la idea de un poderoso Estado, que habría existido en una época remota, dotado de avanzados conocimientos tecnológicos. Tratando de explicar la tradición científica de la Antigüedad, el profesor Fre-derick Soddy, pionero de la física nuclear, declaraba, en 1909, que «podría representar un eco de numerosas épocas precedentes de la prehistoria, de una Edad en que los hombres avanzabanpor la misma senda que nosotros (17)».
Para conservar durante un período indefinido los productos de la civilización amenazados por guerras devastadoras y calamidades geológicas, nada podría ser más útil que la construcción de refugios subterráneos. Esto es tan cierto en nuestros días como lo era en la época de la Atlántida.
El tiempo ha arrancado numerosas páginas de la historia del hombre sobre este planeta, pero todas las leyendas hablan de un inmenso desastre que destruyó una avanzada civilización y transformó en salvajes a la mayor parte de los supervivientes. Los que fueron después rehabilitados por «mensajeros divinos» pudieron elevarse de su estado y dar origen a las naciones de la Antigüedad de las cuales descendemos nosotros.
Las comunidades secretas de los «Hijos del Sol» eran poco numerosas, pero sus conocimientos eran amplios. Su elevado nivel científico les permitió excavar una vasta red de túneles, especialmente en Asia.
El aislamiento era la inmutable ley que imperaba en estas colonias. Los filósofos, los sabios, los poetas y los artistas no pueden prescindir de un ambiente pacífico para desarrollar su trabajo. No quieren oír el resonar de las botas de los soldados y los gritos del mercado. Nadie podría acusar de egoísmo a estos pensadores por haber querido, a través de los tiempos, compartir su saber solamente con quienes estaban preparados para ello. Este alejamiento les sirve de protección. ¿No es hoy la ley del más fuerte la misma que en tiempos de Calígula? ¿No parece el puño más aterrador aún en su armadura tecnológica?
Perdidos en valles cubiertos de nieve o escondidos en las catacumbas, en el corazón de las montañas, los Hermanos Mayores de la raza humana continuaron su existencia. La realidad de estas colonias se halla refrendada por testimonios procedentes de países tan alejados unos de otros como la India, América, el Tibet, Rusia, Mongolia y muchas otras partes del mundo. En el curso de cinco mil años, se han recibido estostestimonios, que, aun adornados por la fantasía, deben contener un elemento de verdad.
Ferdinand Ossendowski, galardonado por la Academia Francesa, menciona una extraña historia que le fue relatada hace cincuenta años en Mongolia por el príncipe Chultun Beyli y su Gran Lama. Según ellos, en otro tiempo habían existido dos continentes, en el Atlántico y en el Pacífico. Desaparecieron en las profundidades de las aguas, pero parte de sus habitantes encontraron refugio en vastos albergues subterráneos. Estas cuevas se hallaban iluminadas por una luz especial que permitió el crecimiento de plantas y aseguró la supervivencia a una tribu perdida de la Humanidad prehistórica que alcanzó posteriormente el más alto nivel de conocimientos (18).
Según el sabio polaco, esta raza subterránea consiguió importantes logros en el terreno técnico. Poseía vehículos que circulaban con extraordinaria rapidez a través de una inmensa red de túneles existente en Asia. Estudió la vida en otros planetas, pero sus éxitos más notables se encuentran en el ámbito del espíritu puro.
El célebre explorador y artista Nicolás Roerich se hizo mostrar largos corredores subterráneos en el curso de sus viajes a través de Sinkiang, en el Turquestán chino. Los indígenas le refirieron que gentes extrañas salían a veces de aquellas catacumbas para hacer compras en la ciudad, pagando con monedas antiguas que nadie era capaz de identificar.
En el curso de una estancia en Tsagan Kuré, cerca de Raigan, en China, Roerich escribió, en 1935, un artículo titulado «Los guardianes», en el cual se preguntaba si esos hombres misteriosos que de pronto aparecen en medio del desierto no saldrán de un pasadizo subterráneo (19).
Interrogó largamente a los mongoles acerca de esos visitantes misteriosos y obtuvo de ellos informaciones muy interesantes. A veces, dicen, estos extranjeros llegan a caballo. Con el fin de no provocar demasiada curiosidad, se disfrazande mercaderes, pastores o soldados. Hacen regalos a los mongoles (19).
No se puede desechar, sin más, el testimonio de un hombre de reputación internacional. El autor de este libro tuvo, por otra parte, el honor de entrevistarse personalmente con el gran explorador en Shanghai, al término de su expedición de 1935.
Es interesante señalar que el profesor Roerich, así como los miembros de su equipo, observó en 1926 la aparición de un disco luminoso por encima de la cordillera del Karakorum. Durante un mañana soleada, el objeto era claramente visible a través de los tres potentes anteojos de que disponían los exploradores. El aparato circular cambió bruscamente de rumbo mientras lo observaban. Hace cuarenta años, ningún avión ni dirigible sobrevolaba el Asia central. ¿Provenía el ingenio de una colonia prehistórica?
Durante la travesía del desfiladero de Karakorum, un guía indígena contó a Nicolás Roerich que habían aparecido grandes hombres blancos, así como mujeres, surgiendo del fondo de las montañas por salidas secretas. Se les había visto avanzar en la oscuridad, con antorchas en la mano. Según uno de los guías, estos misteriosos montañeses habían incluso llevado ayuda a algunos viajeros (20).
La señora A. David-Neel, exploradora del Tibet, menciona en sus escritos a un chantre tibetano de quien se decía que conocía el camino de «la morada de los dioses», situada en alguna parte de los desiertos y las montañas de la provincia de Chinhai. Una vez, le llevó desde ese lugar una flor azul que había brotado reinando una temperatura de veinte grados bajo cero; el río Dichu estaba en aquel momento cubierto por una capa de hielo de casi dos metros (21).

SHAMBHALA SEPTENTRIONAL
Hace cuarenta años, el doctor Lao-Tsin publicó en un periódico de Shanghai un artículo dedicado a su viaje a una extraña región del Asia central (22). En su pintoresco relato, que prefigura Horizontes perdidos, de James Hilton, este médico describe la peligrosa caminata que realizó por las alturas del Tibet en compañía de un yogui oriundo de Nepal. En una región desolada, en el fondo de las montañas, los dos peregrinos llegaron a un valle escondido, protegido de los vientos septentrionales y gozando de un clima mucho más cálido que el del territorio circundante.
El doctor Lao-Tsin evoca a continuación «la torre de Shambhala» y los laboratorios que provocaron su asombro. Los dos visitantes fueron puestos al corriente de los grandes resultados científicos obtenidos por los habitantes del valle. Asistieron también a experiencias telepáticas efectuadas a grandes distancias. El médico chino habría podido decir muchas más cosas sobre su estancia en el valle si no hubiera hecho a sus habitantes la promesa de no revelarlo todo.
Según la tradición conservada en Oriente a propósito de Shambhala septentrional, donde hoy no se encuentran más que arenas y lagos salados, existía allí en otro tiempo un mar inmenso, con una isla de la que no quedan en la actualidad sino unas cuantas montañas. Un gran acontecimiento se produjo en una época remota.

«Entonces, con el terrorífico fragor de un rápido descenso desde alturas inaccesibles, rodeados de masas fulgurantes que inundaban el cielo de llamaradas, los espacios celestes fueron surcados por la carroza de los Hijos del Fuego, los Señores de las llamas de Venus; se detuvo, suspendida, sobre la isla Blanca, que se extendía sonriente sobre el mar de Gobi (23).»
Al recordar la controversia existente en nuestros días con respecto a la nave cósmica que se estrelló en Tunguska, Sibe-ria, no nos es lícito rechazar, con una simple sonrisa, la vieja tradición sánscrita.
El folklore y los cantos del Tibet y de Mongolia exaltan el recuerdo de Shambhala hasta transformarlo en realidad. Durante su expedición a través de Asia central, Nicolás Roerich llegó un día a un puesto fronterizo blanco considerado como uno de los tres límites de Shambhala (22).
Para demostrar hasta qué punto la creencia en Shambhala está arraigada entre los lamas, bastará citar las palabras de un monje tibetano pronunciadas ante Roerich: «Los hombres de Shambhala se presentan en ocasiones en este mundo; entran en contacto con aquellos de sus colaboradores que trabajan sobre la tierra. A veces, envían, en bien de la Humanidad, dones preciosos y reliquias extraordinarias (20).»
Después de haber estudiado las tradiciones de los budistas tibetanos, Csoma de Kóros (1784-1842) situaba la tierra de Shambhala al otro lado del río Syr-Daria, entre los 45 y los 50 grados de latitud norte. Resulta curioso comprobar que un mapa publicado en Amberes en el siglo xvii indica el país de Shambhala.
Los primeros viajeros jesuítas al Asia Central, tales como el padre Etienne Cacella, mencionan la existencia de una región desconocida llamada Xembala o Shambhala.

El coronel N. M. Prievalsky, gran explorador del Asia Centralasí como el doctor A. H. Franke, mencionan Shambhala en sus obras. La traducción por el profesor Grünwedel de un antiguo texto tibetano (La ruta de Shambhala) es también un documento interesante. Parece, no obstante, que las indicaciones de tipo geográfico se mantienen deliberadamente muy vagas. No pueden servir de gran cosa a quienes no conozcan con detalle los nombres antiguos y modernos de las diversas regiones y de los numerosos monasterios. El deseo de sembrar la confusión obedece a dos razones. Los que conocen efectivamente la existencia de estas colonias no revelarán jamás el lugar en que se encuentran, a fin de no obstaculizar la acción humanitaria de los Guardianes. Por otra parte, las referencias a estos refugios existentes en la literatura y en el folklore oriental pueden parecer contradictorias, porque hacen alusión a comunidades instaladas en localidades diferentes.
Tras haber estudiado durante largos años este tema, he escrito el presente capítulo durante mi estancia en el Himala-ya, y, para mí, el nombre de Shambhala engloba no solamente la isla Blanca del Gobi, valles y catacumbas ocultos en Asia y en otras partes, sino también muchas otras cosas.
Lao-Tsé, fundador del taoísmo en el siglo vi a. de JC.f se había dedicado a buscar la residencia de Hsi-Wang-Mu, diosa del Occidente, y acabó por encontrarla. Según la tradición taoísta, esta diosa era una mujer mortal que había vivido millares de años. Tras haber adquirido las «cualidades divinas», se retiró a las montañas del Kun Lun. Los monjes chinos afirman que existe un valle de extraordinaria belleza, inaccesible a los viajeros desprovistos de guía. En ese valle habita Hsi-Wang-Mu, presidiendo una asamblea de genios que podrían ser los más grandes sabios del mundo.
En esta perspectiva, adquiere todo su significado la aparición ante los componentes de la expedición Roerich de un extraño ingenio por encima del Karakorum, que se encuentra en una extremidad del Kun Lun. Este extraño disco podría provenir del aeródromo de esos seres divinos.

De todo lo que acabamos de decir, resulta que debe de ser sumamente difícil entrar en contacto con los miembros de las comunidades secretas. No obstante, han tenido lugar encuentros con ellos, y más frecuentemente de lo que se dice. La ausencia de informaciones se explica por la promesa de secreto que inevitablemente se exige a los que acuden a visitar esas antiguas colonias con un propósito justificado. Los mahatmas no quieren ser molestados por curiosos, por escépticos o por buscadores de riquezas, pues se consideran los guardianes de la sabiduría antigua y de los tesoros del pasado.
Me parece oportuno citar aquí el siguiente texto, tomado de una carta escrita por uno de esos mahatmas para definir la finalidad de sus actividades humanitarias:.
«Durante generaciones innumerables, el adepto ha construido un templo con rocas imperecederas, una torre gigantesca del Pensamiento infinito, convertida en la morada de un titán que permanecerá en ella, solo, si es necesario, y únicamente saldrá al final de cada ciclo para invitar a los elegidos de la Humanidad a cooperar con él y contribuir, a su vez, a la ilustración de los hombres supersticiosos (24).»
Este texto fue escrito por el mahatma Koot Humi en julio
de 1881.
El origen de esas comunidades desconocidas se pierde en la noche de los tiempos. Según toda probabilidad, son nuestros predecesores en la evolución humana que ordenaron la salida de la Atlántida a los hombres de la «Buena Ley».
Es posible que estas colonias secretas conserven todos los documentos y todos los resultados de orden espiritual de laAtlántida, tal como ésta fue en sus días de esplendor. Esta pequeña república no está representada en las Naciones Unidas, pero podría ser el único Estado permanente de nuestro planeta y el custodio de una ciencia tan vieja como las rocas. Los espíritus escépticos no deben olvidar que los mensajes de los mahatmas se conservan hasta nuestros días en los archivos de ciertos Gobiernos.
Existe en el folklore ruso la leyenda de la ciudad subterránea de Kiteje, reino de la justicia. Los «Viejos Creyentes»,* perseguidos por el Gobierno zarista, se habían dedicado a la búsqueda de esta Tierra Prometida. «¿Dónde encontrarla?», preguntaban los jóvenes. «Seguid las huellas de Baty», respondían los viejos. El kan Baty, conquistador tártaro, había partido de Mongolia para la conquista del Occidente. La dirección indicada significaba que el país de la Utopía se encontraba en Asia Central.
Otra versión de la misma leyenda afirmaba que la ciudad legendaria se encontraba en el fondo del lago Svetloyar: se ha explorado y no se ha hallado nada. La tradición de Kiteje debería, en realidad, ser situada junto a la de Shambhala septentrional.
Otro tanto puede decirse de la leyenda de Belovodié.
El Diario de la Sociedad Geográfica Rusa publicó, en 1903, un artículo firmado por Korolenko y titulado El viaje de los cosacos del Ural al reino de Belovodié. La Sociedad Geográfica de Siberia Occidental publicó, a su vez, en 1916, un informe de Belosliudov: Aportación a la historia de Belovodié.
Cada uno de estos dos artículos, provenientes de doctas organizaciones, presenta un interés extraordinario. Se trata en ellos de una extraña tradición conservada entre los «Viejos Creyentes». Según ella, había existido un paraíso terrestre en alguna parte, en «Belovodié» o «Belogorié», país de las AguasBlancas o de las Montañas Blancas. No olvidemos que Sham-bhala septentrional había sido fundado sobre la «isla Blanca».

* Secta religiosa que consideraba contrarias a la fe las reformas relizadas en la Iglesia ortodoxa por el patriarca Nikon (1654). Arraigó principalmente en el norte y nordeste de Rusia. N. del T.
El emplazamiento geográfico de este reino de leyenda es quizá menos vago de lo que podría creerse a primera vista. Entre los numerosos lagos salados del Asia Central, existen varios que se desecan y se recubren de una capa blanca. El Chang Tang y el Kun Lun están cubiertos de nieve.
Nicolás Roerich oyó decir en los montes de Altai que detrás del gran lago y de las altas montañas existía un «valle sagrado». Numerosas personas habían intentado en vano llegar a Belovodié. Algunas lo habían conseguido y habitado allí durante cierto tiempo. En el siglo xix, dos hombres habían llegado a este país de leyenda y vivido algún tiempo en él. A su regreso, habían contado maravillas respecto a esa colonia perdida, añadiendo que habían «visto otras maravillas de las que les está prohibido hablar (22)».
Este relato tiene muchos puntos comunes con el ya mencionado del doctor Lao-Tsin.
De otro relato de Roerich puede concluirse que los habitantes de esas aglomeraciones secretas poseen nociones científicas. Un lama regresó a su monasterio después de haber visitado una de estas comunidades. En un estrecho pasadizo subterráneo, había encontrado a dos hombres portadores de una oveja de raza purísima. Este animal era utilizado en el valle secreto para la cría científica de ganado.
Los archivos vaticanos conservan varios raros informes de misioneros del siglo xix, según los cuales los emperadores de China acostumbraban, en tiempos de crisis, a enviar delegaciones ante los «Genios de las montañas» para solicitar sus consejos. Estos documentos no indican el lugar al que se dirigían aquellos correos chinos, pero no puede tratarse más que de Chang Tang, Kun Lun o el Himalaya.
Los citados informes de los misioneros católicos (como los Anales de la Propagación de la Fe, de Monseñor Delaplace), nos hablan de la creencia de los sabios chinos en seres sobrehumanos que habitaban en las regiones inaccesibles de China. Las crónicas describen a estos «Protectores de la China» como humanos en apariencia, pero fisiológicamente diferentes de los demás hombres.

MONTAÑAS SAGRADAS Y CIUDADES PERDIDAS
Existen en el ancho mundo buen número de montañas consideradas como «moradas de Dios». Esto es aplicable particularmente a la India, país en el que he escrito este capítulo.
Los hindúes atribuyen un carácter divino a las Nanda Devi, Kailas, Kanchenjunga y a muchas otras cumbres. Según ellos, estas montañas sirven de resistencia a los dioses. Más aún, no son solamente los picos lo que se considera sagrado, sino también las profundidades de las montañas.
Se afirma de Siva que tiene su sede en el monte Kailas (Kang Rimpoche). Se cuenta también de él que descendió se bre el Kanchenjunga, mientras que la diosa Lakshmi, por el contrario, se elevó hacia el cielo desde una cumbre. Al analizar estos mitos, se tiene la impresión de que en aquella época remota en que los dioses se mezclaban con los hombres se producía un tráfico en los dos sentidos a través del espacio.
A partir del momento en que se encaminó desde el salvajismo a los rudimentos de la civilización, la Humanidad creyó en la existencia de dioses poderosos y bienhechores. Ciertas localidades terrestres y ciertas regiones del cielo eran consideradas como sedes de esos seres celestes. En la antigua Grecia, se consideraban el Parnaso y el Olimpo como los lugares en que tenían su trono los dioses.

Según el Mahabharata, los asuras viven en el cielo, mientrasque paulomas y kalakanjas habitan en Hiranyapura, la ciudad dorada que flota en los espacios; pero, al mismo tiempo, los asuras disponen de palacios subterráneos. Los nagas y los gañidas, criaturas voladoras, tienen igualmente residencias subterráneas. Bajo una forma alegórica, estos mitos nos hablan de plataformas espaciales, de vuelos cósmicos y de los lugares terrestres que se utilizan para el despegue.
Los puranas mencionan a los «sanakadikas», «los ancianos de dimensiones espaciales». La existencia de estos seres es inexplicable si rechazamos la posibilidad de viajes espaciales en la Antigüedad.
Puesto que una navegación interastral sería imposible sin conocimientos astronómicos, la indicación del Surya Siddhan-ta, según la cual Maya, señor de Átala (¿Atlán?), aprendió la astronomía del dios del Sol, parece señalar una fuente cósmica de su saber.
Sean griegos, egipcios o hindúes, los dioses aparecen invariablemente como bienhechores de los hombres, a los que suministran conocimientos útiles y consejos en los momentos
críticos.
Las escrituras de la India hablan de la montaña Mera, centro del mundo. Por una parte, se identifica con el monte Kai-las, en el Tibet; por otra, se pretende que se eleva hasta una altura de 84.000 yojanas, o 662.000 kilómetros por encima de la Tierra. ¿Sería el monte Kailas una puerta hacia el espacio, que habría existido mucho tiempo antes de la destrucción de la Atlántida por el último cataclismo?

Los relatos referentes a seres superiores que habitaban en ciertas montañas se hallan difundidos por todos los continentes. El monte Shasta, en California, ocupa un lugar predominante en la mitología de los indios americanos de la costa noroeste del Pacífico. Una de sus leyendas narra la historia del Diluvio. Nos habla de un antiguo héroe, llamado Coyote, que corrió a la cima del monte Shasta para salvar la vida. El agua le siguió, pero no alcanzó la cumbre. En el único lugar que habiaquedado seco, en la cúspide de la montaña, Coyote encendió una hoguera, y, cuando las aguas descendieron, Coyote llevó el fuego a los escasos supervivientes del cataclismo y se convirtió en el fundador de su civilización (25).
En todos estos mitos se hace referencia a tiempos antiguos en los que el jefe de los Espíritus celestes descendió con su familia sobre el monte Shasta. Se habla igualmente en ellos de visitas realizadas a los Hombres celestes por los habitantes de la Tierra.
Los mitos del monte Shasta podrían relacionarse con acontecimientos producidos en el pasado: el gran Diluvio, el desembarco de aviadores o de astronautas y la construcción de refugios subterráneos en el interior de las montañas. Podrían existir todavía colonias establecidas entonces: no faltan testimonios en apoyo de esta hipótesis.
Hacia mediados del siglo pasado, en el momento de la estampida hacia el oro de California, los buscadores afirmaron haber visto misteriosos destellos luminosos por encima del monte Shasta. A veces, se producían en tiempo despejado: no podía, por tanto, tratarse de relámpagos. Tampoco la electricidad podía servir de explicación, pues la región no estaba aún electrificada.
En época más reciente, se han visto también automóviles cuyo motor dejaba de funcionar, sin razón aparente, en las carreteras que conducen hacia el monte Shasta.
En 1931, cuando un incendio forestal devastó esta montaña, el fuego se vio súbitamente detenido por una misteriosa niebla. La línea de demarcación alcanzada por el incendio se mantuvo visible durante varios años: describía una curva perfecta en torno a la zona central.
En 1932 se publicó un artículo muy curioso en Los Ángeles Times. Su autor, Edward Lanser, afirmaba, después de haber interrogado a los habitantes de los contornos del monte Shasta, que desde hacía docenas de años era conocida la existencia de una extraña comunidad que habitaba sobre la montaña oen el interior de ella. Los habitantes de este fantasmal poblado eran hombres blancos, de elevada estatura y noble aspecto; tenían espesos cabellos, llevaban una cinta en la frente y se cubrían con blancas vestiduras (26).
Los comerciantes afirmaban que estos hombres aparecían de vez en cuando en sus establecimientos para hacer compras. Pagaban siempre con pepitas de oro de un valor mucho mayor que el de las mercancías adquiridas.
Cuando los shastianos eran vistos en el bosque, éstos trataban de evitar todo contacto, huyendo o desapareciendo en los aires.
En las laderas de las montañas aparecían a veces extrañas cabezas de ganado pertenecientes a los shastianos. Estos animales no se parecían a ninguno de los conocidos en América.
Para aumentar el misterio, se ha observado la presencia de aeronaves en el territorio del monte Shasta. Carecían de alas y no producían ningún ruido; a veces, se zambullían en el océano Pacífico y continuaban su viaje como barcos o como submarinos (27).
¿Existe en lo profundo de la montaña un refugio de estos Hombres celestes, como pretenden las antiguas leyendas de los indios? ¿Habrían, efectivamente, escapado al Diluvio por los aires?
En México existen, al parecer, comunidades secretas del mismo tipo. En su obra Misterios de la antigua América del Sur, Harold T. Wilkins habla de un pueblo desconocido que vivía en este país e intercambiaba mercancías con los indios. Se aseguraba que procedían de una ciudad perdida en la jungla,
Roerich nos habla en sus relatos de hombres y mujeres misteriosos, habitantes de las montañas, que acudían a Sin-kiang para hacer sus compras y pagaban con antiguas monedas de oro. No obstante hallarse separados por una gran distancia, México y el Turquestán presentan muchos puntos comunes en estas apariciones de seres extraños.

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